…extremadamente complicado. No tiene que ver con ningún prurito de seguridad, Alex no lo permitiría, quitaría el desenfado snob, la gracia intelectual que los muchachos necesitan. Es así porque el transcurso de la vida va produciendo complicaciones, y el SD no pretende por esencia linealizarlas, resolverlas, sino hacerlas más embrolladas. Nada de sutileza, simplemente un juego.
En el 77 unas reparaciones obligaron a clausurar de forma temporal el pasillo central, y el acceso al SD se produjo accidentalmente por la biblioteca, lo cual obligaba a un extraño rodeo. Lorelei descubrió que podía aun ser más complicado si se hacía por el clóset de limpieza, que por azares de la planificación para ahorrar espacio, debidos al arquitecto armenio que hacía noventa años había construido el edificio, tenía doble puerta. Eso implicaba entrar en la tienda de sombreros que daba a Madison Avenue, pasar al baño de mujeres, cruzar por el clóset de doble puerta y subir luego por el montacargas.
En el 79 el doctor Washington B. Douglas añadió una nueva complicación al asunto, usando la escalera de emergencia del segundo piso para ir a dar a la oficina del jefe. Alex, siguiéndole el juego, colocó su escritorio contra la ventana para obligar a los que entraban a trepar sobre la mesa de trabajo del patrón, dar un elegante saltito y luego cruzar su despacho hacia la puerta que daba a la sala de juntas conocida como «el retrete».
En el 80 Sharon, que tenía un doctorado en periodismo en Columbia, pero que en su vida había escrito un reportaje, le regaló a Alex una alfombrilla para poner sobre el escritorio, y así los que entraban podían limpiarse los pies antes de bajar de la mesa.
Alex, obviamente juguetón, pero práctico, no usaba el escritorio para trabajar, se limitaba a tenerlo ahí en funciones de estorbo en aquella extraña pista de obstáculos-laberinto por la que se accedía al SD. Para trabajar, Alex utilizaba un ángulo de su oficina, donde había colocado un sillón rodeado por dos pequeñas mesas esquineras, de esas que habitualmente llevan encima una lámpara grande. No tenía muchos papeles. Sin embargo, la habitación estaba saturada de colgajos en todas las paredes. Recados, notas en papel amarillo, memorándums clavados con alfileres. Mario Estrada, en el 82, encontró atrás de la puerta una nota de Alex, con fecha de seis años antes, que recordaba crípticamente al lector que todos los días al levantarse debería evocar la máxima de Malraux de que los héroes solo existen en los libros. La nota tenía subrayado en rojo, en el margen, la palabra «Filipinas».
Pero el SD no solo tiene un acceso complicado y una decorativa retórica en sus paredes, también tiene la virtud de la inexistencia. No hay un archivo, un letrero en la puerta, una secretaria que informe dónde se encuentra uno, un teléfono en el listado de Manhattan, una razón social, un papel membretado…
En cambio conserva celosamente la memoria de los viajes de sus empleados, porque una más de las millares de reglas no escritas que Alex ha establecido, dice que cada vez que uno viaja debe dejar un signo, desde luego no una carta, puesto que el SD no existe y no tiene una dirección a la que llegue el correo, aunque podrían usarse los buzones, pero sí por ejemplo una etiqueta de cerveza australiana, un condón con letras cirílicas, una postal de los Alpes bávaros, un billete de tranvía de Jalapa, un recibo impagado de una guardería infantil en Rangún, una servilleta de restaurante japonés, una foto de instamatic tomada en Chalatenango. Este material se había ido depositando en las paredes junto con los recados y los mensajes, los memorándums y las notas de no me olvides. Al principio se limitaba a la oficina de Alex, más tarde fue cubriendo las paredes del «retrete» y las separaciones de madera de los cubículos.
El SD, entre sus peculiaridades, no tiene horarios. Las personas que ahí trabajan llegan a la hora que quieren y se van cuando les da la gana. Su única conexión formal se establece con las notas que Alex envía en papel verde que indican labores, trabajos específicos, líneas de investigación. Pocas veces se produce un acontecimiento ritual, como es una reunión. Alex suele convocarlas con dos o tres días de adelanto, y ni siquiera está muy claro el carácter obligatorio de estas, aunque es excepcional que alguien falle.
Tampoco es muy claro lo que se gana y cómo. Cuando la reunión adopta las ideas de alguien, sus puntos de vista, el sobre mensual de salario llegará con más billetes que de costumbre. Pero nunca será muy claro cuántos más y por qué. Nadie sabe quién establece los sobresueldos, quizá sea el propio Alex, y para eso tiene una pequeña libreta de notas que saca a mitad de las reuniones y en la que no puede adivinarse lo que anota; quizá simplemente deje a los resultados de las carreras de caballos en Yonkers y a una computadora erráticamente programada, la tarea de fijar los salarios. Tampoco es demasiado claro quién mantiene al SD. Alguna vez alguien sugirió que los sobres venían directamente del Consejo Nacional de Seguridad. Pero si es así arriban de una extraña manera, sobres en blanco con una cifra anotada en lápiz, a los que, tras sacar los billetes, hay que firmar y devolver a Leila (¿secretaria?, ¿amante?, ¿tía?, ¿psiquiatra?, ¿cocinera? de Alex).
En abril de 1989, diecisiete personas trabajaban en el SD, sin mencionar a Alex. Cada una de ellas contaba con un teléfono privado en su cubículo y acceso vía computadora a varias redes de informática y bancos de datos públicos y privados. Cada teléfono es un mundo y responde a la cobertura que su usuario y empleado del SD creó con Alex en días posteriores a su contratación. Todos saben que si la cobertura accidentalmente vuela, estarán automáticamente despedidos. Así, Aram es «Juguetes de madera Lingrave» y Julie es «Aseguradora Pacífico-Departamento de Quejas» y Martin Greenberg es «Servicios consultivos Greenberg». Y cuando no responden personalmente sus teléfonos, sus contestadores automáticos repiten la letanía. Nadie usa ni contesta un teléfono ajeno, nadie toca la correspondencia ajena, nadie toma libros o papeles del cubículo ajeno. Nadie invita a cenar a nadie. Nadie está muy seguro si Eve es Eve para siempre o solo durante los minutos en que se encuentra ahí. Alex parece ser Alex.
Es un juego diseñado para espacios cerrados, limitado; un juego que no se prolonga fuera del edificio de oficinas situado encima de una sombrerería, que a su vez se encuentra en la avenida Madison casi esquina con la calle 46, en el centro de Manhattan, en el corazón de Nueva York, donde se dice que está el gusano que ha envenenado la manzana.
Alex piensa que algún día un rejuego burocrático matará al SD, pero que a la propia burocracia en su permanente locura se le olvidará informarle y que ellos seguirán jugando. El psiquiatra de Alex, al que este miente con absoluta regularidad sobre su profesión y vida laboral (incluso ha inventado una familia en crisis con la que comparte su destino y de la que da puntuales informaciones a su encogecerebros), piensa que su paciente, Alex, se encuentra a escasos milímetros de una esquizofrenia paranoide clínica. Si el psiquiatra mantiene la interrogante, Alex no tiene ni la más mínima sombra de duda, está completamente convencido de su absoluta locura. Pero mientras lo dejen, sigue dominando al SD como amo y señor, zar omnipotente, dueño de sus extraños destinos. Y no le molesta ser dios de una oficina a la que se entra pasando por una sombrerería, un baño de damas, un clóset con artículos de limpieza, un montacargas, una escalera de escape contra incendios, una ventana y el escritorio del jefe. Es más, simplemente lo adora. Esta es su idea de la burocracia celestial.