1 Stan en Parral

El 19 de julio de 1923, hacia las cinco y media de la tarde, el hombre avanzó sobre el puente internacional que separaba El Paso (Texas) de Ciudad Juárez (Chihuahua). Estaba haciendo calor. Cuatro carretas que transportaban alambre de púas hacia México habían llenado el aire de tierra suelta. El aduanero mexicano, desde la garita, contempló superficialmente al hombre flaco vestido de gris, con un bombín negro y una astrosa maleta de cuero, que avanzaba hacia él. No le dio ninguna importancia y volvió a sumergirse en el volumen de poemas de Rubén Darío, que leía concienzudamente. Estaba tratando de aprenderse un poema, para recitárselo tendido entre almohadones a una puta francesa que frecuentaba y que gustaba de esas cosas.

El flaco desgarbado, caminando entre nubes de algodón, llegó hasta el escritorio del aduanero mexicano y depositó su maleta sobre el mostrador con suavidad, como no queriendo meterse en la vida de nadie, quizá ni en la propia. El aduanero levantó la cabeza llena de flores de acanto y pájaros de plumas fulgurantes y observó con cuidado al gringo. El rostro resultaba conocido. ¿Alguien que pasaba la frontera con frecuencia? ¿Un vendedor? No, no era eso. Cara extremadamente pálida, orejas separadas, boca que pedía a gritos una sonrisa que no salía, ojos pequeños y azorados. Daban ganas de protegerlo, de invitarlo a recitar poesías a dúo. El gringo flaco ni siquiera contempló al funcionario mexicano que lo revisaba con la mirada. El aduanero pasó a su vertiente profesional y abrió la maleta: ocho botellas de ginebra holandesa prolijamente acomodadas; nada más. Ni siquiera un par de calcetines o unos calzoncillos. El pinche gringo loco este se iba a matar de un pedo. ¿Por qué no se lo ponía en su tierra el muy culero? Pero no pudo terminar de organizar un enfado nacionalista. El gringo era un colega en mal de amores, decidió. Otro güey al que traía pendejo su vieja. Y sintió crecer en su interior una amplia y desbordante solidaridad. Cerró la maleta y marcó con una tiza blanca la señal de paso libre. El gringo, maleta en mano, entró en México sin haber pronunciado una sola palabra. El aduanero lo vio alejarse por las polvorientas calles de Ciudad Juárez y cuando iba a sumergirse en su libro, recordó por qué le era familiar la cara del flaco orejón y hasta le vino el nombre a la cabeza: Stan Laurel, uno que salía en las películas que pasaban en el cine Trinidad, un comediante. Lo siguió con la vista, perdiéndolo en una esquina.

Stan vagó por la ciudad erráticamente, cesando el vagabundeo al tropezarse de frente con la estación del ferrocarril.

—¿A dónde? —preguntó el vendedor de boletos.

South, anywhere.

—¿Qué tan al sur lo quiere, amigo?

Stan alzó los hombros.

—¿Parral le gusta, caballero?

Stan alzó nuevamente los hombros.

—Sale a las ocho de la noche y llega a las siete de la mañana, es un mercancías con dos vagones de pasajeros.

Un instante más tarde Stan se dejó caer, con su boleto en la mano, en una banca de metal pintada de verde en las afueras de la estación de Ciudad Juárez y se quedó mirando a los estibadores y a los vendedores de dulces, y de vez en cuando miró hacia dentro de sí mismo.

Sumó algunas verdades muy evidentes: las cosas con Mae no podían seguir así. Se estaban destruyendo. Con calma, como si en esto de destruirse ninguno tuviera la menor prisa. Se hacían heridas y hurgaban en la carne abierta con un palillo, un tenedor, un cuchillo de cocina, según la hora y el humor; había momentos en que ya no lo hacían con furia, simplemente con curiosidad, como averiguando los límites del sufrimiento, los límites del aburrimiento. Mae tenía sus motivos. Pensaba que la estabas tirando por la borda, dejándola a un lado para seguir tu carrera. Veinticinco películas de un rollo en un solo año. Después de tantos amaneceres huyendo de conserjes de hoteles que reclamaban el pago, estómagos vacíos como los teatros donde actuaban, borracheras tristes. Y ahora cada cual a su suerte. Pero no era eso. John tenía razón. Ella era una actriz de carácter, no una comediante, y no podías seguir empujándola por tu camino, ella tenía que encontrar el suyo, o los dos se iban a hundir, volver de nuevo a giras teatrales en pueblos perdidos del medio oeste.

Stan llora. No sabe si es por el polvo que flota en el aire o por Mae Dahlberg, esa mujer de la que está y no está enamorado, cantante, bailarina, trapecista de circo, australiana, con la que se casó hace cuatro años en Nueva York.

A las siete y media de la mañana del día 20 de julio de 1923, Stan Laurel cruzó la Plaza Juárez de Parral y entró en el hotel Neptuno. Consiguió por dos pesos una habitación que normalmente costaba 1.20. Entró al cuarto: una cama con cabecera de hierro, un escritorio minúsculo contra la ventana, una alfombra raída en el suelo. Colocó su maleta sobre el escritorio y la abrió.

El sol entraba por la ventana. Tomó las botellas de bols y las dispuso en una fila ordenada. Abrió la primera. Bajo la ventana un hombre se secaba el sudor con un paliacate, una y otra vez. Era un extraño gesto, más bien una señal. Stan llevó la botella a los labios y de un solo trago se bebió la cuarta parte del contenido. Sacudió la cabeza, carraspeó. Un reflejo metálico del sol a unos cien metros lo distrajo. Observó con cuidado. La calle que pasaba frente al hotel terminaba en dos casas apoyadas contra el río. De ahí venía el reflejo. ¿Un fusil? Varios. Había hombres armados en las ventanas de esas casas. ¿Qué estaba pasando?

Un automóvil dodge brothers en el que viajaban siete hombres pasó ante la puerta del hotel. La señal del hombre del paliacate rojo fue vista por los nueve emboscados que se encontraban cubiertos tras las puertas y ventanas de las casas números 7 y 9 de la calle Gabino Barreda. Los hombres estaban armados con rifles 30-30, 30-40, winchesters automáticos y con pistolas calibre 45. Cuando el auto llegó a unos veinte metros del par de casitas, puertas y ventanas se abrieron y comenzó a llover plomo. La primera descarga de balas explosivas destrozó el parabrisas y mató instantáneamente a Rosalío, quien había venido viajando colgado en el exterior, con los pies en el estribo, y cayó fuera del automóvil; el coronel Trillo, que iba sentado al lado del chofer, se retorció horriblemente y quedó con el cuerpo apoyado sobre la ventana, las manos apuntando al suelo. Los emboscados seguían disparando sus rifles. El chofer, herido por múltiples balazos, soltó el volante y el automóvil fue a estrellarse contra un árbol a escasos metros de la casa desde la que hacían fuego. Cuando los emboscados agotaron las municiones de los rifles, continuaron con sus pistolas. Desde el asiento trasero del automóvil se les respondió tímidamente. Uno de los hombres que disparaba desde la casa cayó muerto, deslizándose por una de las ventanas. Del coche salieron dos de los pasajeros tratando de huir en medio de una granizada de balas. Ambos iban heridos, uno fallecería una semana más tarde, el otro perdería el brazo.

En menos de un minuto, sobre el dodge brothers con placas de Chihuahua habían sido disparados doscientos tiros. De repente, el silencio. Nadie se movió en el interior del carro. Tres de los emboscados se acercaron y descargaron sus automáticas sobre los cuerpos inertes. Los asesinos, sin prisa, a rostro descubierto, sacaron de los patios de las casas sus caballos y montaron. Un hombre se acercó y les entregó trescientos pesos por cabeza.

Abandonaron Parral al trote, tranquilamente. Stan, desde la ventana, los contempló irse con los ojos inmensamente abiertos y enrojecidos. No pudo moverse. Una de sus manos trataba de llegar al cuello de la botella. Un niño corrió hacia el automóvil y contempló a los muertos.

—¡Mataron a Pancho Villa! —gritó.

El grito rompió el embrujo y Stan pudo llevarse a los labios la ginebra. Bebió hasta vaciar la botella. Eran las ocho y dos minutos de la mañana del 20 de julio de 1923.

2 Historias de periodistas

(Habla Greg)

Cuando vi a Julio a lo lejos supe que trataría de engañar al aduanero. Tenía la cara de palo de Buster Keaton, no la mirada de inocencia de Stan Laurel. Julio parecía haber adquirido sus gestos prototípicos de las comedias de Hal Roach. Le había visto esa imperturbable mirada de inocencia distanciada en multitud de fronteras. Estaba más gordo, mi Buster Keaton mexicano. Me quité los lentes y la realidad desapareció. ¿Qué podía traer el Buster del DF en su maleta que motivara la actuación? Podía ser casi cualquier cosa: seis botellas de vino Rioja compradas en el duty free del Aeropuerto Benito Juárez, una ristra de cebollas, una edición de los poemas completos de Efraín Huerta, dos kilos de mariguana para regalárselos al portero del cine Odeón, sesenta cajetillas de cigarros cubanos, media docena de frascos de colonia española… Casi cualquier cosa.

Me coloqué de nuevo los lentes y la realidad de la sala de Pan Am en el aeropuerto de Los Ángeles se formó en torno mío. El aduanero, un hombre fornido de origen asiático, le estaba haciendo a Julio las preguntas rituales: ¿Frutas? ¿Alimentos?, a las que el Gordo contestaba seguramente con todo cinismo. Por fin sonrió cuando el nisei lo despidió con un gesto.

—Pinche chaparrito loco —me dijo—. I love you.

Su inglés seguía siendo tan primitivo como de costumbre. Parecía haberlo adquirido con un método diseñado por Tarzán con la ayuda de Erich von Stronheim.

Mis costillas se reblandecieron ante el brutal abrazo de Julio.

En este país en que la privacidad, el miedo a los gérmenes y la propiedad privada sobre el cuerpo hacen que todo el mundo evite el contacto personal, que la gente se roce lo menos posible, el Gordo gozaba ofreciendo derroches de cariño: palmadas, besos salivosos y abrazos por todos lados; estábamos dando un espectáculo inusitado interrumpiendo el flujo de ejecutivos con portafolio con nuestro abrazo de oso. Nuestro último abrazo había sido tres meses antes, al pie de una ambulancia de la Cruz Roja en Santiago de Chile y yo le sonreía a través de la sangre y dos dientes rotos, mientras él me cubría con su cuerpo de aquella nube de gases lacrimógenos. Es cierto, entonces llorábamos los dos, el Gordo porque es un llorón en toda situación emotiva que se lo permita y lo justifique; yo que soy más parco, porque tenía la laringe llena del sabor dulzón de los gases.

—Estás gordo, Julio —le dije, no en Santiago, sino mucho después, en el aeropuerto de Los Ángeles, en abril.

—Vengo comiendo como loco desde hace dos semanas, y bebiendo cervezas mexicanas como si fuera agua bendita. ¿Qué quieres? Como dijo mi general Zapata, la panza es del que se la trabaja.

—Julio Fernández, mi hermano —dije en español.

Your big brother, como el de Orwell —dijo Julio sonriendo.

—Vámonos de aquí, esto parece un aeropuerto —le dije a Julio.

El Gordo hizo tintinear las botellas que traía en el bolso de mano y como marineros borrachos, porque Julio se había apropiado de mí con un abrazo de pulpo, nos fuimos oscilando por los pasillos.

Podíamos poner nombres y fechas a decenas de aeropuertos; Boyeros, Linate, Benito Juárez, Marco Polo, Schiphol, Ranón, Ezeiza, Barajas, Fiumicino, Sandino, La Guardia. A ellos y a las ciudades. Las manifestaciones tumultuosas pasando ante los rifles en cuyos cañones brotaban los rojos claveles; el pescado asado en la orilla de la playa, las voces roncas de los que salían de la última discoteca, mezclada la música con el sonido de los obuses de 105 mm; el burdel solitario en el centro de la nada, aunque los mapas dijeran que aquello era la selva de Honduras; los jeeps destartalados, el laboratorio fotográfico instalado en el cuarto de baño del hotel de tercera, las cucarachas paseando entre los negativos; los aviones que crujían cuando encontraban viento de cola. Paisajes de la religión del scoop, la exclusiva; los rostros de la verdad y la verdad que los hacía rostros cuando se tecleaba en la máquina de escribir, fabricando inmortales, deteniendo en el tiempo las historias arduamente perseguidas por callejones, antesalas y plazas. Los aeropuertos podían parecerse y ser todos iguales, pero uno sabía que todos eran diferentes.

Una hora después, cuando nos detuvimos en la puerta de mi casa en Studio City, Julio me dijo:

—Me gustan estas casas porque todas son iguales, puedes emborracharte y no importa, siempre llegarás a tu casa. Supongo que no solo tendrás la tele en el mismo lugar, y el mismo libro encima de la mesa, y la misma marca de pasta de dientes, sino que tendrás hasta la misma mujer en la cama.

Le perdoné la simpleza. Julio se vuelve un poco elemental cuando llega a una nueva ciudad. Es su defensiva manera de admitir lo diferente. Y se lo perdoné doble cuando sacó de una de las maletas un jamón serrano absoluta y auténticamente español. Mi cara de adoración debió ser muy evidente, porque dijo:

—El único judío en el mundo que venera con rostro de éxtasis el jamón serrano eres tú.

—Yo también tengo algo para ti, well, is somewhere over there.

Cuando le puse enfrente las dos docenas de cintas de videotape, Julio estuvo a punto de morir de felicidad. Lo dejé hurgando entre ellas y pude dedicarme a contemplar el jamón serrano. Luego abrí su bolsa de viaje y comenzaron a salir botellas de vino, libros y latas de fabada. El Gordo tocando sus videocasetes como si fuera una novia recién estrenada, yo abrazando mi jamón. Mis vecinos se hubieran sorprendido, son de una generación que no se permite tantas emociones al mismo tiempo.

—Carajo, eres un genio, chaparrito, ¿dónde las conseguiste?

—¿De dónde sacaste estas maravillas? —preguntó Julio mesándose la calva incipiente que terminaba en una aureola de pelo largo que rebasaba la nuca.

Blackhawk films, una distribuidora de los viejos materiales de la Hal Roach. Está en un little town de lowa, Davenport.

El Gordo estaba tan emocionado que cuando conseguí un sacacorchos y la dos únicas copas que me quedaban sanas en la casa, se negó a soltar las cintas. Sesenta y seis películas de lo mejor de Stan Laurel y Oliver Hardy, directamente copiadas de las versiones originales. Media hora después seguía con los videocasetes abrazados al pecho, y no los soltó ni siquiera cuando le mostré el ejemplar de Rolling Stone donde había salido nuestra última historia.