…se separaron Los Beatles, Alex se encontraba absolutamente fuera del curso de la historia. Mientras el 10 de abril de 1970 la información de que el conjunto británico se desintegraba saltaba en los teletipos de todos los diarios del mundo, Alex se reponía de una borrachera de tres días y cuatro noches, que lo había dejado a pocos centímetros de la muerte por congestión alcohólica. Y esto no era una metáfora. Alex había estado a punto de morir en Acapulco y quizá por eso podía permanecer ajeno a la disolución de los sospechosamente inmortales muchachos de Liverpool.
Paul McCartney decía que se preparaba para realizar una serie de grabaciones con un nuevo grupo y Alex trataba de asomar la cabeza entre un océano de vómitos. Luego intentaría recordar los tres días y cuatro noches. Ahora se limitaba a intentar detener el movimiento del suelo y el acceso de un vómito biliar mientras trataba de que el sol le hiciera sudar el alcohol del cuerpo en su cuarto del hotel Tortuga. Pensaba que si se quedaba inmóvil, con todas las luces encendidas, el sol a pleno entrando por la ventana de la terraza, el aire acondicionado apagado y cuatro aspirinas en el estómago, lograrían que le sudara el cerebelo.
Paul se iba por su lado. John Lennon había anunciado el fin de la primavera rosa y la constitución de la «John and Yoko Mobile Political Plastic Ono Band Fun Show». Ringo prometía una exposición de esculturas y George Harrison informaba a la prensa mundial que se retiraría junto con su mujer a la meditación trascendental.
Alex simplemente quería volver a la otra realidad, aunque esa fuera también absolutamente borrosa, auténticamente imperfecta, básicamente formada de una amalgama de sueños turbios y reales pesadillas.
Había empezado a beber el martes en la noche por razones laborales y porque no le gustaban demasiado los dos policías mexicanos con los que tenía que tratar. Eran un par de tipos hoscos, escurridizos, con los cuales era muy difícil saber dónde empezaba el humor negro y dónde terminaba la insinuación; con un lenguaje repleto de palabras a medio decir, de frases cortadas que podrían llevar a cualquier sitio.
Alex había pasado un rato demostrándoles que el dolor no existe, que se encuentra solo en la cabeza del que lo recibe. Era una de sus habituales rutinas que le daba una pequeña ventaja sobre los vándalos con los que a veces trataba. Se había quemado varias veces el antebrazo con un cigarrillo mientras sonreía. Uno de los tipos trató de imitarlo y se quemó la palma de la mano con la llama de su encendedor Ronson de chapa de oro, luego se sintió incómodo y le rompió la mandíbula y le sacó un ojo de una patada a un vendedor de collares de coral que se les había acercado con la mercancía. El otro había estado bebiendo en silencio, apenas sin alterar su rostro inmóvil a través de las horas. Alex había tratado de jugar con ellos, de encontrar sus debilidades, de enfrentarlos, de manipularlos, de hacerlos rodar envueltos en un torrente de palabras, de mostrarles las posibilidades de la locura. De repente se había dado cuenta de que había perdido el control del juego y que los tipos podían matarlo solo para ver qué cara ponía en el momento final. Por eso se dedicó a beber, pescándose de cada copa que pasaba a su lado y dejando que los dos hombres llevaran la iniciativa. Recordaba pedazos. Uno de los policías lloraba con la cara hundida en la mesa mientras contaba cómo había matado a golpes a su hermana, el otro describía con lujo de detalles los pasos para hacer unos camarones sancochados. Uno entraba en un cabaret de mala muerte y se dedicaba a buscar con ojo sapiente a los travestís para luego ir tras ellos sorteando mesas y borrachos y hacerlos desnudarse a mitad de la pista mientras los amenazaba con una pistola. Uno sostenía a Alex mientras este vomitaba y se perdía un maravilloso amanecer en la playa de Revolcadero. Luego le metía el cañón de la 45 en la boca para ayudarlo a que siguiera vomitando. Pero no eran los gestos de violencia, eran las palabras de doble filo, los juegos que él reconocía de dominar a través del miedo y la ambigüedad, el mira yo sí te quiero, pero no te quiero, y yo te estimo un chingo, pero a lo mejor me cagas los huevos de repente y te rompo una costilla de un chingadazo, y luego lloro para que me perdones luego te arranco las uñas, porque ningún gringo hijo de su puta madre me ha visto nunca llorar a mí.
Tirado en la cama de la suite presidencial del hotel Tortuga, tratando de que el calor lo desenvenenara, estaba endiabladamente lejos de la palanca que desconectaba la música ambiental y que ese día en homenaje a la desaparición de Los Beatles tocaba una de sus canciones. No podía alcanzar, ni siquiera oír el listen, do you want to know a secret, mientras la música se escondía por el cuarto y los que tocaban la canción nunca volverían a cantarla juntos.
Cuando trataba de fijar la vista, sin lograrlo, en un cenicero sobre la mesita cercana, para asirse a cualquier cosa antes de que el mareo lo destruyera, Alex pensaba que nunca había estado más cerca de la verdad, y al mismo tiempo se sentía incapaz de saber de qué se trataba esa verdad profunda, y cómo podía retener ese misterio que casi tocaba con las manos. Ni siquiera podía recordar cómo había llegado al cuarto, y por qué le debía la vida al fortuito hecho de que la madre de uno de los agentes de la policía secreta mexicana había nacido el mismo día en que Los Beatles decidieron separarse, aunque con cincuenta y nueve años de diferencia.
Sabía que estaba vivo gracias a esa casualidad, y no le preocupaba tanto el haber bordeado la muerte, sino el haber descubierto que su locura tenía límites, tenía anclas en la realidad, que era susceptible al miedo. Tratando de recuperar el uso de su cuerpo a través del sudor, tratando de volver a pensar, Alex decidió que la operación que había venido a montar a México se haría, pero en ella no solo habría de morir el maestro de escuela convertido en guerrillero, sino los dos simpáticos policías judiciales con los que había bebido las tres últimas noches. Ahí Alex descubrió que el mejor antídoto del miedo es el poder.