8 El proyecto de tesis que le rechazaron a Elena Jordán
El que pueda contemplar los murales gigantescos de las sierras de San Borja, San Juan, San Francisco y Guadalupe en el desierto de Baja California, sabe que ha vislumbrado un fragmento de otro mundo. Estos hombres pintados en la roca, de colores rojinegros, cruzados y sobrepuestos a renos y ciervos, que cubren las inmensas paredes de piedra en las cuevas sorprendentemente conservadas, no tienen lugar en la historia de México. Figuras pintadas a seis y siete metros del suelo, de hombres de 1.80 a dos metros, con los brazos alzados; estilizados personajes de una danza a la que no hemos sido invitados.
Este mundo del rupestre mexicano, apenas explorado, no pudo ser integrado en los vestigios del mundo prehispánico que informativamente se construyeron en la etapa colonial con la labor de la élite intelectual de las comunidades eclesiásticas (Hambleton-Von Borstel, cuarta semana, Estudios Históricos BCS).
Las tribus con las que se relacionaron fundamentalmente los españoles a su llegada a la península de Baja California, aparentemente no conservaban huellas de estos primitivos pobladores. Ni los guaycuras, ni los cochimí, ni los pericúes, pudieron transmitir a los españoles más que elementos poco coherentes y de carácter legendario sobre los «hombres grandes que pintaban las paredes de roca».
La longitud del proceso colonizador en Baja California, que se prolongó a lo largo de dos siglos (León Portilla, primera semana, Est. Hist. BCS), el aislamiento de los enclaves coloniales y misioneros, parecen haber sido factores que colaboraron a desintegrar las huellas de esta tribu de cazadores que dejó centenares de muestras de su habilidad pictórica. Esta es la historia oficial manejada hasta nuestros días. Incorporemos un nuevo elemento: en una zona en la que actualmente se encuentran varias de las cuevas pintadas más importantes de Baja California, deberían hallarse también los restos de la misión de Santa Isabel, conocida por los historiadores como «La misión perdida», cuyos restos han desaparecido, y que por referencias documentales debería encontrarse situada entre las misiones de Calamajué y la de San Borja (Jordán, p. 188).
Rastreando las crónicas jesuitas y los registros virreinales sobre esta misión perdida, localicé en el Archivo General de la Nación, Ramo Virreinal, Sección Inquisición, un manuscrito encuadernado de narraciones indígenas transcritas por el padre jesuita Francisco Osorio, en cuyas últimas páginas se encuentra un documento en el que se hacen referencias no solo a la misión perdida de Santa Isabel, sino también a los antecesores de las tribus indígenas que los españoles conocieron. Aquellas que al decir de Cota (p. 16) «murieron de asombro al oír tañir una campana». El documento consta de siete páginas y existen zonas deterioradas o de transcripción imposible. Se trata de una carta-confesión (lamento lo que esto tiene de similar con la novela de Daniel Chavarría, La sexta isla, pero como se verá la realidad se aleja de la ficción y la desborda) escrita en castellano y fechada en los primeros años del siglo XVIII. Los referentes a su participación en la expedición de Diego de Vargas permiten precisar absolutamente las fechas y situar el documento en años ligeramente posteriores al intento de Vargas de llevar al norte las fronteras de Nuevo México, y que al narrador le costó el brazo en 1692.
Dice así en mi pobre transcripción adaptada al castellano que yo me sé (además de que saqué solo B en paleografía):
«Que habiendo venido a estas tierras a buscar la muerte de hastío o soledad en el desierto, hombre sin dios por haberlo perdido en la campaña militar del gobernador Vargas, donde así mismo perdí el brazo en combate con los indios, y habiendo visto ya todo lo que podían ver mis ojos, solo me queda contar la historia de cómo torné en otro y por qué y dejarla a la arena del desierto, por si otro igual de afortunado tuviere la intención de seguir mi ejemplo.
»Habiendo llegado vagando a la misión de San Francisco, el padre misionero de nombre Benito tras haber compartido su frugal comida, me informó de las huellas de las enormes pinturas que los indios habían hecho mucho tiempo ha sobre las rocas de las cercanías de la misión y a ellas mismas se ofreció a guiarme en compañía de los naturales y al día siguiente. Estos naturales decíanse no venir de herencia de los maravillosos indios pintores y vivían en paz en la misión, siendo desde tiempos antiguos hombres de tribus de diferente razón y dios, que la de los indios pintores, y ahora en el seno de la iglesia por mano de los jesuitas.
»Visité en días posteriores las cuevas, quedando anonadado ante la grandeza y el misterio de aquellos maravillosos muros, y apelando a la razón y no a las simples explicaciones de fe que el misionero dio para negar lo que ante los ojos se exponía: magníficos animales de cuerno y asta, hombres y mujeres danzando a veces sobrepuestos a las figuras de animales como si quisieran hacerse uno mismo con ellas o la contraria, las bestias quisieran, ignorantes de lo que les significaría de perjuicio, volverse hombres y mujeres.
»Durante horas vagué por esos lares consumiéndome en mi asombro y vislumbrando una grandeza que estaba más allá de las percepciones de la vida de soldado en la que había permanecido a la salida de mi infancia. Fray Benito me habría de contar al calor del fogón, que las leyendas decían que los indios que habían pintado las cuevas, o sus directos sucesores, seguían viviendo en aquellas tierras, pero que se habían hecho invisibles a los restantes mortales.
»Un día más tarde, antes de que el sol anunciara, tomé en solitario camino del desierto, creyendo a fe ciega en la leyenda, porque nada me quedaba por creer de más grato.
»A pocos pasos de la cueva, arrojé mis escasas pertenencias al suelo y desnudé como hijo recién salido de madre. Quedaron al sol mis desnudeces y mis cicatrices, mi brazo mutilado y mi barba entrecana. Si ellos querían ser invisibles a los ojos de todos, solo mi visibilidad absoluta y desnuda, sin los escondrijos y las farsas del ropaje, podría pedirles el encuentro. Yo que así nada podía esconder, ni más íntimo espacio, ni mi alma azorada, me dispuse a esperarlos.
»Pasaron dos días y una noche en la soledad del desierto. El cuerpo iba cediendo al cansancio, al dolor, al sueño y la locura cuyos humos subían por mis extremidades y descendían de mi cabeza a causa del intenso calor. No desfallecí porque la muerte no me importaba y cuando uno le dice a sus magullados restos que la vida puede irse, que se le ha otorgado el permiso, esta se aferra por contrasentido.
»Al anochecer del segundo día surgieron de las piedras y los arbustos los invisibles hombres, los indios sin dios, y me acogieron.»
Solo cuento con esta breve noticia cuya redacción y puntuación he alterado lo menos posible, limitándome a llenar dos breves lagunas de seis y tres palabras. Y a esta información sorprendente, pueden sumarse algunas de las legendarias historias transmitidas por indígenas aculturados en las misiones jesuitas que dicen que «los invisibles», «los hombres grandes», vivían en la locura como si esta fuera razón de cuerdos, y practicaban la libertad del sexo en las fiestas para luego retornar a la normalidad y no tenían caudillos, ni hacían guerras; ni tenían dioses ni hogares permanentes (Cabrera, 147, 190 a 198, 212).
Foucault diría: «La locura afirmada al fin en sus derechos». La historia precisa de un capítulo lateral. El conocimiento moderno de las cuevas rupestres bajacalifornianas, o más bien su divulgación, se debe entre otros al novelista policiaco norteamericano Erle Stanley Gardner, autor de los engendros literarios protagonizados por Perry Mason, quien frecuentaba como turista la región.
Bien, nos encontramos ante un sui generis punto de partida, el cual se entronca con una experiencia de campo vivida por la autora de este proyecto de tesis.
A raíz de la remodelación de las obras del Circuito Interior, en la zona de acceso al bosque de Chapultepec y la entrada de la Calzada de Tacubaya, el viejo parque donde se patinaba y se andaba en bicicleta se vio fragmentado en varios pedazos de jardines diminutos rodeados de puentes panorámicos, vías rápidas, tréboles de circulación y pasos a desnivel. Estos pequeños jardines abandonados en lo cotidiano por su incómodo acceso, se vuelven, durante los sábados y los domingos en la mañana, puntos de encuentro de grupos étnicos de la provincia mexicana.
Con una sorprendente precisión se reúnen, como una respuesta a la enormidad de la ciudad, sirvientas de Amealco en un triángulo de quince metros cuadrados de pasto, decenas de albañiles de Huajuapan de León en otro, veinticinco panaderos zacatecanos en el de más allá, media docena de vendedores ambulantes originarios de Santiago, Nayarit, en el último y así. La ciudad los arroja a lo largo de la semana a zonas alejadas entre sí por docenas de kilómetros y su condición económica les impide la intercomunicación. La vida los separa durante cinco o seis días y a veces dos o tres semanas, pero la existencia del reducto fijo, el punto de reencuentro, les permite hallarse siempre en este espacio extensión del original natal. Ahí se reorganiza la vida en torno a la afinidad y la nostalgia, y la amistad se convierte en baluarte en la diferencia contra el medio ambiente. Zonas urbanas rescatadas y transmutadas en espacios reconquistados. Fragmentos de un pueblo de Chiapas, una pequeña comunidad agraria poblana, un imaginario lago michoacano, en mitad de una ciudad de veinte millones de habitantes.
Lo esencial de estas presencias incrustadas en la ciudad, es su invisibilidad. En una encuesta realizada por la autora entre trescientos setenta y dos automovilistas que circulaban habitualmente por la zona (abril 12-mayo 18), se ha podido precisar la existencia de un extraño fenómeno. Estos grupos «tribales urbanos» son invisibles para ellos. No son percibidos, no existen.
Según han podido captar en estos esbozos que llevan a una proposición de tesis, este sería un trabajo sobre el mimetismo, pero sobre todo se trataría de un trabajo sobre la invisibilidad de «los otros» en el sentido sartreano del término (Sartre, Obras II, p. 118).
La hipótesis de trabajo es la siguiente: identificar el espacio geográfico que ocupa el más invisible de los invisibles grupos. Tratar de averiguar si se han producido fenómenos migratorios de indígenas bajacalifornianos de la zona de la sierra hacia el Distrito Federal y en qué oficio se han ubicado esencialmente los emigrantes. Tratar de identificar los viejos con los nuevos invisibles. Buscar las razones finales de su invisibilidad.
Espero que un proyecto tan poco ortodoxo como este al menos goce del beneficio de una evaluación imparcial y un estudio desapasionado y se permita a la autora proceder a la investigación limitándose los (prejuicios a la valoración posterior de los resultados. Bibliografía básica en anexo.
ELENA JORDáN
México, DF, abril, 1988.