…pensante» de Alex jugaba en 1965 una complicada quiniela. Había que poner once dólares y anotar un país. Si el país que querías anotar ya había sido mencionado por otro, tenías que especificar qué región de ese país. Era para ganar en solitario. Los regulares del grupo apostaban en su casi totalidad (cuatro de los cinco) por América Latina, con sus variaciones: República Dominicana, Perú, Venezuela y Argentina. Los irregulares, menos envueltos en las marañas de la desinformación y los juegos de los espejos, aventuraban un poco más. Uno de ellos sugería en una tarjeta manchada de café que Ernesto Che Guevara se encontraba en algún lugar del África negra, y ofrecía las opciones de Mozambique, Rodesia (cuando se le obligó a proponer una sola eligió la primera); el otro iba más lejos y sugería Francia, preparando allí, en los Pirineos, la guerrilla que conmovería a la España franquista. Alex no escogió ninguna de estas opciones.
La información sólida de la que Alex podía disponer y que fue ofrecida a los participantes como primer paso para el juego (solo esta se les dio, la información especulativa podían generarla ellos con mucha mayor solidez que los analistas oficiales de la agencia), cabía toda ella en un dossier de siete cuartillas con amplios márgenes y abundante espacio en blanco en la parte superior e inferior de las hojas.
Se reunieron ochenta y ocho dólares, que Alex guardó personalmente en una cajita y años después se gastó en la lotto de Nueva York (perdiéndolos, claro), pero aquello no revistió mayor importancia. El SD todavía no existía, pero Alex ya era Alex, aunque tenía solo veintiséis años y acababa de ser reclutado para la muy prosaica tarea de analista auxiliar en Langley. Su tarea era una revisión de la prensa de partidos de izquierda en el Cono Sur americano: Chile, Argentina, Uruguay y Paraguay. Los paraguayos eran los que menos trabajo le daban, los argentinos el que más. Parecían pensar que todo aquello que no se escribía quedaba fuera del registro de la historia.
Los ocho miembros del «grupo pensante» llenador de la quiniela, constituían una estructura totalmente informal compuesta por cinco miembros del aparato informativo y tres consultores externos con los que Alex tenía relaciones laborales. Todo era altamente marginal, material de juego.
El que Alex se hubiera gastado el dinero de la quiniela que se hizo respondiendo a la pregunta de dónde estaba el Che Guevara en 1965, no fue trascendente, porque cuando el Che reapareció en Bolivia a principios del 67, ninguno de los quinielistas pudo exigir el pago, porque Bolivia no aparecía escrita en la lista.
Aun así y gracias a los rebotes de la frecuente movilidad laboral en el mundo de la inteligencia profesional norteamericana, uno de los quinielistas que ascendió a una posición de alto mando años más tarde, recordó la historia y rastreó en los bancos de datos la información que Alex les había proporcionado en 1965, la revisó cuidadosamente y luego buscó a Alex y le preguntó cómo había sabido que en abril de 1965 el Che Guevara estaba en el Congo Leopoldville. Alex se encogió de hombros. Sabía ya entonces que nadie parecía admirar la lógica en aquellas oficinas donde escaseaba el ingenio y aquellos interminables pasillos repletos de rumores y susurros, sobre todo desde que la lógica oficial fracasaba con tanta regularidad. Por lo tanto, después de alzar los hombros, se limitó a sonreír, a sabiendas de que lo que se adoraba en Langley, en esos momentos, era la intuición.