(Habla Julio)
—Cuando tenía dieciséis años quería ser jugador de basquetbol, pero los demás seguían creciendo —le dije a Greg, y esperé la reacción. El Chaparro me miró por encima de los lentes mientras seguía limpiando el cuerpo de la cámara con un cepillito dotado de una perilla para arrojar aire. Luego me dedicó media sonrisa. Parece ser que mi declaración no ameritaba más.
—Mi madre me vio tan desesperado que a la hora de comer, el día en que abandoné el equipo de la preparatoria, cuando descubrí que por más que me colgaba de los pies en el clóset no pasaría del 1.82, me entregó ceremoniosamente el cuaderno del abuelo —insistí.
Greg continuaba inmerso en la cámara, como si le importara un carajo saber por qué toda mi vida había estado preescrita, antes de vivirla, en el cuaderno del abuelo. Había dispuesto su cámara desarmada sobre la mesa, encima de una franela color granate. No sé qué me gustaba más, si verlo trabajar con esa minuciosidad de artesano medieval, o el color y la textura de la franela. Un día de estos le iba a robar un pedazo para hacerme una bufanda.
—How much is 1.82?
—¿En pies?
—Claro.
—¿Qué mierda de pregunta es esa?
Greg se encogió de hombros.
—Casi seis pies, algo así como 5.11.
Dejé pasar quince minutos en silencio y volví a mi historia.
—Al amanecer del día siguiente, cuando terminé de leer el cuaderno, me valía absolutamente madres el basquetbol; me importaba un reverendo huevo que los demás crecieran. Todo lo que sería mi vida estaba ahí escrito por el abuelo en sus historias. Ahí estaban las claves de todo lo que tenía que hacer para los siglos venideros. Solo tenía que ajustarme, que interpretar correctamente, que hacer las debidas traducciones temporales de las historias del abuelo. ¿Fuiste alguna vez cabalista? ¿Alguna vez leíste libros donde estaban historias sumergidas que había que descubrir y relacionar con la vida de uno? ¿Has hecho crucigramas alguna vez?
Greg no se tomó la molestia de responder. Una vez, cuando pasamos cinco días encerrados en la cárcel de Asunción, me dejó hablar seis horas sin contestarme. Una de dos, o le importaba un carajo mi historia, o no la quería estropear interrumpiéndola. Eso si acaso había una historia que contar sobre un muchacho de dieciocho años que quería ser basquetbolista y el cuaderno de su abuelo. Greg, no cabe duda, era un magnífico escuchador. Tan buen escuchador, que me dio la espalda y se dedicó a hurgar en una caja de plástico repleta de subdivisiones, con tornillitos de todos los tamaños.
—Yo no sé cómo amanece en esta mierda de ciudad, pero en la ciudad de México amanecía entonces de verdad, no como ahora que el sol parece yema de huevo frito en medio de la mierda del esmog. Y ahí me tienes con el cuaderno en la mano, en plena experiencia mística, diciendo: «Chingue su madre el basquetbol, ¡viva el periodismo!»
Greg se dio la vuelta y me volvió a mirar por encima de los anteojos. La sonrisa se le había vuelto una mirada picara, un gesto de burla. Yo me desentendí de él y me dediqué a buscar la botella de vino Rioja que recordaba haber dejado atrás del sillón.
—¿Tienes una buena foto de tu abuelo? A good one, not a close up.
¿Cómo lo había adivinado? Hurgué en la cartera y saqué el doblado cartoncillo, copia de una copia: el abuelo de pie, cerca del mar, con traje de tres piezas y sombrero, bigote espeso y mirada soñadora y un poco perdida. Se la pasé.
—No tuvo nunca oportunidad de ser jugador de basquetbol. He’s about my size. Realty chiquito el abuelo… —dijo Greg contemplándola con atención. Luego me miró de nuevo y preguntó:
—¿Cómo era el cuaderno? Eso es lo único que me falta saber, porque el resto de la historia ya me lo contaste dos veces…
Como había encontrado los restos de la botella de vino, no me molesté en responder. Que se lo imaginara el muy mamón.