2. MANIFIESTO POR UN HOMBRE DE INTERIOR:

EL DESPERTAR DE LA CONCIENCIA

DOMÉSTICA DEL PLAYBOY

Sin duda la imagen más conocida de Hugh Hefner no es la fotografía en la que posa junto a la maqueta de arquitectura del Playboy Club de Los Ángeles, sino aquella, repetida en mil variaciones, en la que aparece vestido con pijama, batín y zapatillas de estar en casa, situado en un lugar que nunca va más allá del umbral de la Mansión Playboy, rodeado de un grupo de «conejitas». Difícil representar a Hefner de otro modo, si es cierto que, como afirman sus biógrafos, ha vivido más de cuarenta años sin salir de su casa salvo en ocasiones excepcionales y únicamente a bordo de su jet privado Big Bunny –un DC-9 equipado con pista de baile, cama elíptica y termas romanas– para trasladarse de su residencia de Chicago a la de Hollywood. Es posible que Hugh Hefner sea el primer personaje público masculino del siglo XX que haya sido representado fundamentalmente como un «hombre de interior»: el suyo habría sido el primer cuerpo masculino en entrar en la historia llevando por único traje un impecable pijama de seda y un batín corto de terciopelo.

En el libro Inside the Playboy Mansion, la periodista Gretchen Edgren, respondiendo a un encargo de Playboy Enterprises, reconstruye la biografía de Hefner y la historia de la revista a través de más de mil fotografías del interior de las diferentes casas y habitáculos Playboy: la Mansión Playboy, construida en 1959 en un antiguo edificio institucional de Chicago, y la Mansión Playboy West, situada en Los Ángeles, que será la residencia oficial de Hugh Hefner a partir de 1972.

Edgren nos permite acceder a lo que se presenta como un archivo privado y doméstico de la vida de Hefner: vemos a los invitados de la casa, los juegos nocturnos, las proyecciones caseras de cine, vemos a Hefner eligiendo las fotos de la revista utilizando su cama giratoria como una enorme plataforma visual, le vemos mientras su peluquero personal le corta el pelo, dando de comer a los monos enjaulados, jugando al ping-pong, ordenando pijamas de todos los colores en su armario, pero también vemos las cámaras de televisión rodando el primer programa desde un escenario idéntico al de la Mansión en 1959, o filmando las fiestas nocturnas de la casa.13 No vemos prácticamente ni una sola imagen del exterior de la propiedad, nunca atravesamos la puerta de la Mansión de Chicago o vamos más allá del jardín de la Mansión West de Los Ángeles. Paradójicamente, incluso las imágenes del avión o del yate Playboy vuelven a representar interiores. Edgren traza una narrativa arquitectónico-épica de Playboy en la que la emergencia de la revista aparece como un momento concreto en un proyecto mucho más amplio de diseño de un nuevo espacio interior que se materializará en la Mansión. Gretchen Edgren sugiere que Playboy, a través de diversos medios audiovisuales, habría perseguido un objetivo fundamentalmente político y arquitectónico (sólo secundariamente mediático y en ningún caso pornográfico): desencadenar un movimiento por la liberación sexual masculina, dotar al hombre americano de una conciencia política del derecho masculino a un espacio doméstico y, en último término, construir un espacio autónomo no regido por las leyes sexuales y morales del matrimonio heterosexual. Y todo ello, reivindica Hefner, mucho antes del despertar del feminismo y de los movimientos de liberación sexual. Frente al «imperio del hogar familiar heterosexual» de los años cincuenta, topos central del sueño americano, Playboy habría luchado por la construcción de una utopía paralela: «el imperio del soltero en la ciudad». La página Salon.com dedicada a la historia de Playboy relata de este modo la revolución masculinista iniciada por la revista:

Playboy metió a los hombres en sus hogares. Convenció a los chicos de que era fantástico quedarse a jugar en casa. Mientras las otras revistas masculinas –Argosy, Field & Stream, True– manifestaban que los hombres debían dedicarse a cazar patos o pescar truchas, la de Hef dejaba a los hombres en casa preparando cócteles, sentados junto a la chimenea y jugando al backgammon o besando a la novia. En lo que años después pudo verse como una irónica complicidad con feministas como Betty Friedan, Playboy arremetía contra las instituciones establecidas del matrimonio y la vida hogareña y familiar en las urbanizaciones. De pronto la soltería se había vuelto una opción posible, adornada, además, con bebidas inteligentes, equipos de alta fidelidad y pisos urbanitas, capaz de superar los sueños de la clase media americana. Los hombres descubrían que era posible ser sofisticados, y el universo de Playboy los invitaba a valorar «lo mejor de lo mejor»: la literatura, una buena pipa, un jersey de cachemir, una mujer bella. Estados Unidos asistía al nacimiento del soltero urbanita, que por fin podía ahorrarse la sospecha de ser homosexual por no ajustarse a las normas hogareñas, gracias a su dosis mensual de fotos de mujeres desnudas.14

Entre 1953 y 1963, Playboy pone en circulación un combativo discurso destinado a construir una nueva identidad masculina, la del joven soltero urbanita y casero. El nuevo hombre urbano, soltero (o divorciado) pero heterosexual, y su apartamento serán las figuras centrales de esta contranarrativa del sueño americano propuesta por Playboy. Ya en diciembre de 1953, el editorial del segundo número de Playboy define la publicación como una «revista de interior», acercándola de modo insólito tanto a las revistas femeninas como a las revistas de arquitectura y decoración, por oposición a las revistas tradicionales masculinas: «Actualmente, la mayoría de las “revistas para hombres” transcurren al aire libre, entre matorrales y zarzas o en medio de las aguas bravas de los rápidos. También nosotros visitaremos esos parajes de vez en cuando, pero desde ahora anunciamos que vamos a pasar la mayor parte del tiempo entre cuatro paredes. Nos encanta estar en casa.»15

El masculinismo heterosexual de interior promovido por Playboy ataca las segregaciones espaciales que regían la vida social en Estados Unidos durante la guerra fría. Cuando Playboy defiende la ocupación masculina del espacio doméstico no pretende reenviar al soltero a una reclusión forzada en la casa suburbana, hasta ahora espacio tradicionalmente femenino, sino que anuncia la creación de un nuevo espacio radicalmente opuesto al hábitat de la familia nuclear americana.

La teoría de las «dos esferas» que había dominado el espacio social burgués desde el siglo XIX estaba basada en una rígida división de género: definía el espacio público, exterior y político como campos de batallas propios de la masculinidad, haciendo del espacio doméstico, interior y privado lugares naturalmente femeninos. En realidad, la economía industrial había erosionado la función productiva del espacio doméstico, que una vez privado de poder se había visto caracterizado como femenino.16 Sin embargo, las nociones mismas de «exterior» e «interior», como las categorías de «masculinidad» y «feminidad», se habían complicado durante la Segunda Guerra Mundial. Por una parte, la guerra había supuesto una reordenación de los espacios de género: la célula familiar se había visto dislocada por el alistamiento masivo de los hombres en el ejército; las mujeres se habían integrado con mayor fuerza en la vida pública y en el trabajo productivo fuera del espacio doméstico. Además, el ejército americano y sus violentas medidas de estigmatización de la homosexualidad dieron lugar a una campaña sin precedentes de visibilización y de repolitización de la disidencia sexual en Estados Unidos.

Entre 1941 y 1945, más de 9.000 hombres y mujeres americanos fueron diagnosticados como «homosexuales» y sometidos a curas psiquiátricas o considerados no aptos para el servicio militar. Como ha mostrado el historiador Allan Bérubé, el primer movimiento americano de defensa de los derechos de los homosexuales en Estados Unidos, anterior a la lucha de los derechos civiles, surgirá precisamente de los debates internos de los servicios psiquiátricos del ejército en defensa de un tratamiento igualitario de los soldados con independencia de su orientación sexual.17

Entretanto, la invención de nuevas técnicas de modificación hormonal y quirúrgica de la morfología sexual habían dado lugar a la invención de la noción de «género» en 1947 y a la aparición de estrictos protocolos de tratamiento de los llamados «bebés intersexuales», a la invención de la primera píldora anticonceptiva y a la puesta en práctica de las primeras operaciones de reasignación de sexo. En 1953, el soldado americano George W. Jorgensen se transforma en Christine Jorgensen, convirtiéndose en la primera mujer transexual cuyo cambio de sexo será objeto de seguimiento mediático.18 El capitalismo de guerra y de producción estaba mutando hacia un modelo de consumo y de información del que el cuerpo, el sexo y el placer formaban parte. A partir de 1953, Alfred Kinsey publica sus estudios sobre la sexualidad masculina y femenina, dejando al descubierto la brecha abierta entre la moral victoriana y las prácticas sexuales de los americanos. El sexo y la privacidad doméstica que un día habían sido sólidos, por decirlo con Marx, empezaban ahora a desvanecerse en el aire.

En este contexto de redefinición de las tradicionales fronteras de género, así como de los límites entre lo privado y lo público, la vuelta de los soldados americanos a casa, aun con la promesa de escapar de los peligros bélicos y nucleares del exterior, no había sido un simple proceso de re-domesticación, sino más bien un desplazamiento sin retorno. El soldado heterosexual, postraumáticamente inadaptado a la vida monógama de la unidad familiar, vuelve a casa para convertirse no tanto en la complementaria pareja de la mujer heterosexual, sino en su principal rival. Lo doméstico se había vuelto extraño. Ahora era la heterosexualidad la que estaba en guerra.

Quizás fue esta crisis en las tradicionales instituciones que habían regulado las diferencias de género y de sexualidad la que llevó durante la guerra fría a una persecución encarnizada de los homosexuales como «enemigos de la nación». La campaña Fight for America, dirigida por el senador Joseph McCarthy, fue una operación de denuncia y castigo de comunistas, gays y lesbianas que ocupaban posiciones institucionales.19 La guerra fría había desplazado la confrontación desde el espacio geográfico del Estado-nación hasta la escurridiza superficie de los cuerpos. En un giro paranoico, el Estado volvía sus instrumentos de espionaje, vigilancia y tortura contra sus propios ciudadanos, tomando el cuerpo, el género y la sexualidad como expresiones literales de fidelidad nacional. La homosexualidad, entendida a través de las analogías de la contaminación («una epidemia que infecta la nación») y la penetración («un misil nuclear entre los Estados Unidos y la Unión Soviética»), aparece como una amenaza frente a la integridad del «cuerpo social» americano. Pensado como un aliado sexual del judío y del comunista, el homosexual es un extranjero, ocupa un espacio de intersección entre todos los afueras (geopolíticos y sexuales) que definen la identidad americana de posguerra. La lucha contra la homosexualidad se acompañó de un recrudecimiento de lo que podríamos llamar con Judith Butler los modelos performativos del género y de la raza.20 La perfecta ama de casa y el padre trabajador son diseñados como modelos de género complementarios de los que depende la estabilidad de la familia blanca heterosexual.

El régimen espacial de la casa suburbana que se impone en Estados Unidos durante la guerra fría no es sólo una consecuencia de la amenaza de un eventual ataque nuclear sobre las grandes metrópolis americanas que empujaría a la descentralización y a la construcción de barrios residenciales familiares alejados de los nudos urbanos. El régimen espacial de la casa suburbana es también una traducción arquitectónica de las premisas de redefinición de la masculinidad, feminidad y heterosexualidad que habían estructurado la purificación sexual, racial e ideológica de la sociedad americana iniciada por McCarthy. Como explica el urbanista e historiador Mario Gandelsonas, «la ciudad suburbana sólo se hizo realidad tras la Segunda Guerra Mundial gracias a la convergencia de dos factores, uno social y otro físico. El primero tuvo lugar cuando la prioridad nacional pasó a ser emplear a los veteranos de guerra y retirar a las mujeres de los puestos de trabajo remunerados. Pero el impulso definitivo lo dio la construcción del sistema de autopistas interestatales, que jugará un papel crucial en los cambios radicales que determinarán la forma y la velocidad del desarrollo de las comunidades suburbanas y de los centros urbanos».21 Para Gandelsonas eran las oposiciones sociales y políticas las que estructuraban la ciudad: «esta nueva forma urbana se definía por la relación de términos opuestos: las áreas suburbanas (término positivo) frente al downtown o centro de la ciudad (término negativo); las áreas residenciales frente al lugar de trabajo; pero también divididos en términos de clase y raza, la clase media blanca frente a la clase baja negra».22

La polaridad casa suburbana-centro urbano producía una segregación de género y racial mucho más violenta que la que había dominado el espacio metropolitano del siglo XIX.23 Mientras los hombres conducían sus automóviles por las nuevas autopistas hacia sus lugares de trabajo, las mujeres y los niños quedaban recluidos en los enclaves suburbanos. Dentro de la casa unifamiliar, la mujer se convertía en una trabajadora no-asalariada a tiempo completo al servicio del consumo y de la (re)producción familiar. Por otra parte, los ajardinados complejos suburbanos eran zonas segregadas racialmente, puesto que la propiedad privada de una casa unifamiliar era un privilegio al que sólo las familias blancas de clase media podían acceder: la retirada de los blancos del downtown se acompañó de una nueva política de vigilancia policial y de recesión de los espacios públicos urbanos.

Los años de posguerra podrían caracterizarse como la época de extensión y consolidación de un conjunto de normas de género y sexuales que constituirían lo que más tarde Adrienne Rich denominaría «imperativo heterosexual».24 Como la casa unifamiliar y el automóvil, la masculinidad y la feminidad de posguerra son ensamblajes estandarizados que responden a un mismo proceso de industrialización. La casa suburbana es una fábrica descentrada de producción de nuevos modelos performativos de género, raza y sexualidad. La familia blanca heterosexual no es únicamente una potente unidad económica de producción y consumo, sino, y sobre todo, la matriz del imaginario nacionalista americano. En este contexto, la lucha de Playboy por extraer al hombre de la célula reproductiva suburbana tendrá que movilizar también una defensa a ultranza de la heterosexualidad y del consumo para ahuyentar las sospechas de los «vicios antiamericanos» de homosexualidad y comunismo.

«A room of his own». Una habitación propia... para él

Frente a la restauración de la segregación sexual de esferas que exhortaba al hombre a dejar la casa suburbana en manos femeninas, Playboy va a defender la ocupación, la recuperación o incluso la colonización masculina del espacio doméstico y del downtown. Frente al retorno a la casa unifamiliar en los suburbios, Playboy apuesta por la construcción de una utopía paralela, un «refugio en la ciudad para el hombre soltero»: el ático urbano. Este desplazamiento del varón hacia el espacio doméstico fue presentado por Playboy como una forma de compensación activa, un mecanismo regulador frente al exceso de virilidad ranchera que amenazaba con llevar al hombre tradicional estadounidense a desentenderse de los detalles de su hogar.

Es posible leer los editoriales de los primeros números de Playboy como un auténtico manifiesto por la liberación masculina de la ideología doméstica.25 Sin embargo, esta liberación no consistirá, como en el caso del feminismo, en el abandono de la domesticidad, sino más bien, y de manera paradójica, en la construcción de un espacio doméstico específicamente masculino.

Formando parte de esta agenda de colonización masculina del espacio doméstico, cada número de Playboy a partir de 1953 incluirá un reportaje sobre la conquista y la reapropiación de un espacio interior o pseudodoméstico para el soltero urbano: la glamourosa cabaña de fiesta para los fines de semana, el yate, el estudio, la cama, la oficina o el coche se convierten en parte de un programa de reconquista. Se trata de hogares subrogados, interioridades de sustitución en las que producir un nuevo tipo de subjetividad masculina basada en formas de relación y de sociedad alternativas al modelo tradicional americano. El punto climático de este programa de recolonización del interior será el reportaje sobre «el apartamento penthouse del playboy» publicado en septiembre y octubre de 1956.

Las acuarelas en color del ático urbano para soltero se inspiran en el apartamento de recién divorciado de Victor A. Lownes, uno de los socios de Hefner, que había abandonado su vida familiar para escapar de lo que definía, anticipando el lenguaje del feminismo que Betty Friedan utilizará para caracterizar la situación de las mujeres en la casa suburbana, como «la prisión del matrimonio y del césped verde de las áreas suburbanas». Hefner explica el abandono de Victor A. Lownes de la casa familiar como un proceso de liberación sexual masculina que adquiriría después la forma de una pandemia a la que podríamos identificar con el lema «salió a comprar tabaco y no volvió»:

Poseía todo lo que un hombre puede desear: una esposa bella y cariñosa, dos hijos magníficos, una casa espléndida y un buen trabajo. El único problema era que se aburría como una ostra. Odiaba el club de tenis, la interminable noria de cócteles y barbacoas, las banalidades y la autocomplaciente respetabilidad de la vida de ensueño de la clase media americana. Confesaba, pesaroso, que lo único que lograba animarlo era la perspectiva de tener encuentros sexuales extraconyugales. Un día, en 1953, sencillamente salió por la puerta y nunca regresó.26

Lownes se instaló después en un apartamento de una única habitación en la ciudad, en el que el dormitorio, situado en un rincón de la casa, era un simple espacio dividido por una cortina. Playboy definía con una sola frase un espacio que ya se dibujaba con los trazos de la futura pornotopía: «era como tener una sala de fiestas en tu propia casa».

La nueva identidad masculina del recién divorciado encarnada por Lownes no se caracterizaba por rasgos psicológicos peculiares, sino por su hábitat: el estudio urbano en el que el playboy-en-devenir debía encerrarse para encontrar su libertad. Sin embargo este encierro entre objetos de diseño será un proceso paradójico en el que el recién divorciado se juega su autonomía y su masculinidad. Por una parte, sólo en la cautividad de su apartamento el playboy llegará a sentirse libre. Por otra, sólo a través de un ejercicio de reapropiación del espacio doméstico y decoración interior, prácticas tradicionalmente asociadas a la feminidad, el recién divorciado puede convertirse en playboy. En este sentido, el playboy se sitúa en el umbral de la feminidad, masculinizando prácticas (consumo y domesticidad) hasta entonces minusvaloradas en la economía de la producción que caracteriza al varón. De ahí la importancia de la asociación visual y discursiva entre el interior doméstico y las chicas desnudas: el erotismo heterosexual aseguraba que Playboy no era simplemente una revista femenina u homosexual.

El movimiento del playboy hacia el hogar y el relativo abandono del exterior no supone, sin embargo, una retirada de la esfera pública, sino que más bien coincide con un proceso de politización y mercantilización de la vida privada que se lleva a cabo durante la posguerra.27 El estratégico desplazamiento de Playboy hacia el interior podría entenderse como parte de un proceso más amplio de extensión del ámbito del mercado, de la información y de lo político hacia el interior doméstico. El ático de soltero, lleno de «cosas que vienen en estuches de cuero: binoculares, estéreo, cámaras réflex, radios portátiles y pistolas»,28 no es tan sólo un refugio aislado del mundo exterior diseñado para el divertimento sexual. Se trata, en realidad, de una estación de vigilancia, un centro de gestión de información en el que se procesan y se producen ficciones mediáticas de lo público. El placer, ya lo veremos, no será sino uno de los efectos colaterales del tráfico continuo de información e imágenes.

Por otra parte, ante el temor de contaminación homosexual, Playboy lucha por definir su movimiento hacia el interior como un proceso de masculinización de lo doméstico en lugar de como una simple feminización del soltero urbanita. Playboy entiende la reorganización de los códigos de género y de la sexualidad como una batalla semiótica y estética que se libra a través de la información, de la arquitectura y de los objetos de consumo. La masculinidad del playboy se construye mediante un cuidado ejercicio de teatralización en el que las técnicas de puesta en escena y los elementos del decorado son tan importantes como la psicología interior. Playboy rechaza la visión naturalista de la masculinidad y aboga por una masculinidad construida, efecto de un conjunto de tecnologías de la imagen y de la información. De todas las ficciones que acompañan al habitante del ático urbano la que mejor se corresponde con la identidad artificial del playboy es la del espía. El ático es el centro de operaciones que permite el desplazamiento desde el soldado/marido hacia el espía/ amante. Mientras el soldado, valiente y luchador, corporal y primario, era la figura masculina central de los años de la Segunda Guerra Mundial, el espía (encarnado en la figura literaria y cinematográfica de James Bond),29 artificial, impenetrable, doble, seductor, camaleónico y sofisticado, aparece como la nueva figura política de los años de la guerra fría.

El ático de soltero es un observatorio seguro y camuflado en el que el playboy se pone al abrigo del exterior atómico de la posguerra, suplementando su cuerpo vulnerable con un conjunto de mercancías y de técnicas de comunicación que funcionan como auténticas prótesis recubiertas de piel («vienen en estuches de cuero») y que lo conectan constantemente al flujo vital de información. En el cascarón de su estudio privado, más o menos a salvo de las amenazas de la guerra, aunque aún equipado con las armas de la última batalla, el nuevo playboy puede dedicarse finalmente a los placeres elementales (aunque hasta entonces casi inalcanzables) del sexo y el consumo. El habitante del ático Playboy es una versión erotizada y mercantil del hombre ultraconectado de McLuhan.

Más allá de proponer un refugio para el exhausto recién divorciado, el reportaje sobre el ático urbano da la vuelta como a un guante a la conocida petición de Virginia Woolf de «a room for her own» en la que la independencia de las mujeres se asocia con la autonomía habitacional y exige la recuperación del espacio doméstico para los hombres, un enclave que, según Playboy, ha sido históricamente dominado por las mujeres. Con la pedagógica asistencia de la revista Playboy, el nuevo soltero aprenderá a reconquistar el espacio que le ha sido «expropiado por las mujeres» a través de una ideología moral que pretendía establecer una ecuación natural entre feminidad, matrimonio y familia. El editorial de Playboy explica:

El hombre pide a gritos un alojamiento propio. No sueña con un rincón donde colgar el sombrero, sino con su propio espacio, con un lugar que sepa que le pertenece... Playboy ha diseñado, proyectado y decorado, de los zócalos al techo, el ático ideal para el soltero urbanita, ese hombre que sabe vivir bien, es un sofisticado conocedor de lo mejor tanto en el arte como en la comida y la bebida, y sabe rodearse de afables compañeros de los dos sexos.30

El artículo dedicado al dormitorio y el cuarto de baño en la entrega de la revista de octubre de 1956 añade: «La casa de un hombre es su castillo, o lo debería ser, la expresión externa de su ser interior –una expresión confortable, viva y excitante del tipo de persona que es y de la vida que lleva–. Pero la abrumadora mayoría de los hogares son decorados por las mujeres. ¿Dónde queda el soltero y su necesidad de tener un lugar que pueda llamar propio?»31 Al poner en cuestión la relación política establecida históricamente entre espacio doméstico y feminidad, Playboy inicia un ejercicio de desnaturalización de la domesticidad paralelo, aunque en cierto sentido opuesto, al que el feminismo pone en marcha en los mismos años. Intercambiando las oposiciones de género de la sociedad americana de posguerra, este retorno al ámbito del hogar se traducirá en un aparente rechazo del espacio público, tradicionalmente un territorio reservado a los hombres: «No pretendemos resolver los problemas del mundo», declaraba el primer editorial de Playboy, «ni propugnar grandes verdades morales. Si somos capaces de dar al hombre americano unas carcajadas extra y distraerle de la ansiedad de la era atómica, veremos nuestra existencia más que justificada.»32

La tracción de Playboy hacia el espacio interior puede ser leída como un intento de resignificar un dominio tradicionalmente entendido como «femenino» y «privado», precisamente en un momento en el que las mujeres han ganado acceso al espacio público y profesional. Playboy despliega una suerte de masculinismo que se opone al mismo tiempo a los valores dominantes de la familia heterosexual y de la masculinidad heroica, y a la crítica de la dominación masculina y de las instituciones heterosexuales que ya comienza a articularse en los incipientes movimientos feministas y homosexuales.

La Segunda Guerra Mundial había transformado radicalmente el terreno del debate feminista en Estados Unidos. El llamado «feminismo de la primera ola», que había centrado sus reivindicaciones en la igualdad de voto, no había contestado la separación sexual de esferas, entendiendo todavía la feminidad como naturalmente conectada al espacio doméstico y a las tareas de reproducción. En el ámbito teórico, la obra pionera de la antropóloga Margaret Mead había elaborado por primera vez en 1935 una distinción entre sexo biológico y comportamiento social (algo que luego vendría a llamarse género), pero había seguido asociando la domesticidad a las tareas maternas de la reproducción.33 Simone de Beauvoir había articulado en 1949 la primera crítica política de la feminidad definida no como esencia biológica sino como producto de la opresión social que pesa sobre el cuerpo de las mujeres y su capacidad reproductiva.34 Su crítica de la institución matrimonial, su práctica bisexual y su rechazo del domicilio conyugal en beneficio de la habitación individual de hotel habían hecho de De Beauvoir un modelo de feminista antidoméstica. Sin embargo, la crítica más explícita del régimen doméstico suburbano vendrá de la obra de la americana Betty Friedan, en torno a la que se establecerá el movimiento feminista National Organization for Women.35

La obra de Friedan es una reacción frente al endurecimiento de las normas de género y de la segregación espacial de la ciudad suburbana: el fin de la Segunda Guerra Mundial había puesto en cuestión el proceso de ampliación de la esfera pública que se había iniciado en los años veinte. A mediados de los cincuenta, había disminuido dramáticamente la proporción de mujeres que accedían a la educación universitaria, y el matrimonio y la reproducción aparecían como las formas naturales de la realización femenina. La mística de la feminidad podría definirse como el manifiesto de la «esposa suburbana» que lucha por liberarse del régimen de encierro de la casa unifamiliar que caracteriza a la sociedad norteamericana durante la guerra fría. Friedan fue una de las primeras en entender que el paraíso doméstico funcionaba como una arquitectura penitenciaria en la que las mujeres eran encerradas de por vida y mantenidas a distancia de la esfera política, del trabajo remunerado y de los ámbitos de la cultura y de la producción de comunicación social. Este análisis político la lleva a denunciar la casa unifamiliar como «un confortable campo de concentración suburbano para las mujeres».36 Por ello, el objetivo de Friedan, como ya lo había sido de Virginia Woolf, era destruir la figura mítica tradicional del «ama de casa» y el «ángel del hogar», reclamando la salida de la mujer del espacio doméstico y su entrada, en pie de igualdad, en los ámbitos de la vida pública y del trabajo remunerado, pero sin abandonar las convenciones del matrimonio heterosexual y de la familia.

A pesar de sus diferencias internas, la crítica feminista de Friedan a la casa unifamiliar y la defensa de Playboy del derecho de los hombres a un espacio doméstico urbano libre de las ataduras de la moral matrimonial son dos de los contradiscursos más relevantes en oposición a las divisiones de género del régimen de la guerra fría. Buscando un espacio propio en un mosaico político articulado por posiciones enfrentadas, Playboy desarrolla un discurso masculino, adolescente, heterosexual y consumista, para mantener una distancia estratégica tanto con respecto a la estricta moral sexual de la casa suburbana y sus distinciones de género, como con respecto a la defensa feminista de la expansión de las mujeres al espacio público.

En un contexto social conservador y en un clima geopolítico marcado por el peligro de una guerra nuclear, por la represión brutal de los intentos de autodeterminación de los pueblos colonizados y la guerra de Vietnam, comienzan a abrirse paso movimientos de contestación que elaboran nuevos conceptos críticos y utilizan nuevas técnicas de ocupación del espacio público para hacer visibles sus demandas políticas. Se estructuran primero los movimientos por los derechos civiles de los negros en Estados Unidos, que progresivamente adquieren la igualdad legal. En los años sesenta, se forma la primera movilización pacifista ciudadana contra la guerra de Vietnam en Estados Unidos. Adoptando modos de acción y de toma de conciencia semejantes a estas luchas políticas, surgirán después los movimientos feministas, de liberación homosexual y poscoloniales.

Retrospectivamente, Playboy busca situarse dentro de estos movimientos de contestación, como un discurso disidente frente al lenguaje blanco heterosexual y colonial dominante durante los años cincuenta en Estados Unidos, representado por el macarthismo. Hefner no duda en definir hoy el trabajo de Playboy como «una avanzadilla de la revolución sexual» con un impacto comparable al de los movimientos feministas, antirracistas y de descolonización.37 Sin embargo, será más prudente entender el discurso de Playboy como la punta de lanza de una mutación en curso en los lenguajes dominantes que llevaría desde los regímenes disciplinarios típicos del siglo XIX (de los que el macarthismo era una manifestación extrema) hasta las formas de control y producción capitalistas flexibles que caracterizarán el final del siglo XX y el principio del siglo XXI y que conducirán a la consolidación de nuevas identidades sexuales, nuevas formas de masculinidad y feminidad, capaces de funcionar como nuevos centros de consumo y producción farmacopornográficos.

Espacio soltero

¿Debemos entender esta retirada del playboy del mundo exterior como un rechazo genuino del espacio público? ¿Cabe interpretar este retorno del soltero al espacio doméstico como un síntoma de «feminización»?38 ¿O se trata más bien de una respuesta estratégica al movimiento de las mujeres hacia el espacio público que corresponde al periodo de la posguerra y a la emergencia del feminismo en América? ¿Cuáles son los límites de esta «reversibilidad de género» del playboy?

Aunque este movimiento de Playboy hacia el interior contribuye a la deconstrucción de los límites que renaturalizan el espacio interior como femenino y el espacio exterior como masculino, y por lo tanto aparecía como futurista y revolucionario, los ideales de Playboy sirvieron para apuntalar una distribución premoderna de los espacios de género. En primer lugar, Playboy aspiraba a una redefinición de la masculinidad heterosexual que vendría a poner en cuestión la moral sexual victoriana y los códigos burgueses de las instituciones tradicionales del matrimonio y la familia. La masculinidad de Playboy no es simplemente heterosexual, en el sentido médico y cultural que este término adquiere a partir de finales del siglo XVIII. La desconfianza frente al régimen moral heterosexual monógamo de la casa suburbana llevará a Hefner a declarar en 1962: «Votamos a favor de una sexualidad heterosexual hasta que se presente algo mejor.»39 Hefner, que era lector asiduo de Alfred Kinsey, introduce un ideal de salud psicosocial en el discurso popular sobre la sexualidad y opone la «heterosexualidad sana» a lo que el discurso de Playboy denomina «pornografía pía»: el sexo «enfermo» y «perverso» de las «esposas vírgenes», de los «celos», de la «pedofilia» y de la «homosexualidad».40 Playboy diferencia entre la «heterosexualidad sana» y la rígida división de espacios sexuales promovida por la moral de los años cincuenta que, según la revista, incita a la homosexualidad: «beber cerveza o ir de caza entre hombres dejando a las mujeres en casa», según la revista, «era, desde un punto de vista freudiano, totalmente homosexual».41 Esta psicología-pop de Playboy dibujaba un nuevo espectro de sexualidades normales y desviadas en el que tanto el matrimonio heterosexual monógamo como la homosexualidad ocupaban posiciones perversas. Frente a ambas, la heterosexualidad libertina y polígama de Playboy, «limpia», «sana» y «racional», se alzaba como un nuevo modelo de salud psicosocial: mientras que la represión y la culpa estaban de lado del matrimonio monógamo y de la homosexualidad, la libertad y la diversión caracterizaban la nueva práctica de la heterosexualidad sana.

En cierto sentido, y aunque el discurso de Playboy parecía estructurarse en radical oposición a la masculinidad tradicional, la identidad del nuevo soltero, el lector «urbano, despreocupado y sofisticado», dependía también de un ideal nostálgico.42 De hecho, el primer nombre que Hefner dio a la revista Playboy fue Stag Party Magazine (literalmente «fiesta de ciervos», donde el ciervo corresponde a una imagen del hombre solterón recalcitrante), en referencia a los grupos de hombres que se reunían en espacios domésticos y privados para visionar las primeras películas porno americanas conocidas como Stag films.43 Aquello no era un golpe de márketing, sino que se trataba de un apunte autobiográfico: en 1952, mucho antes de divorciarse de su primera esposa Millie, Hefner había comenzado a utilizar su propio apartamento de Hyde Park para hacer pequeñas fiestas de intercambio de parejas, había transformado su cuarto de estar en sala de proyección de películas pornográficas para sus amigos y había grabado su primera película porno, After the Masquerade, en la que él mismo, con el rostro tapado por una máscara, era el actor porno protagonista.44

Las películas stag, producidas por hombres y dirigidas a un público exclusivamente masculino, inventan la gramática de la pornografía cinematográfica moderna. A diferencia de los filmes sonoros y en color de finales de la década de los sesenta, programados en salas de cine, aquellas cintas mudas filmadas en blanco y negro y de corta duración (una bobina) se proyectaban en privado, en un ambiente que contribuía a reforzar los vínculos y la camaradería masculinos.45 Lo que resultaba determinante en las películas stag eran sus condiciones materiales de producción y de recepción. La estructura homoerótica de las sesiones de visionado de stag films ponía de manifiesto, como Playboy subrayaría después en sus artículos, no sólo que los hombres heterosexuales no necesitaban a las mujeres para pasarlo bien, sino, incluso, que lo pasaban mejor sin ellas. Un placer aún más intenso que el placer sexual, basado en la exclusión de las mujeres y en el consumo homoerótico de sus imágenes, parecía definir la economía visual de la pornografía: un placer de género, derivado de la producción de la masculinidad. Reclamando una filiación a través del nombre «stag party» con las fiestas de proyección de películas pornográficas, Hefner situaba a la revista en esta tradición de voyeurismo masculinista.

El placer masculino de mirar sin ser visto dominaba los códigos visuales en los reportajes fotográficos de Playboy: las imágenes situaban al lector en la posición del voyeur que, a través de una mirilla, una rendija o una ventana, lograba acceder a un espacio hasta entonces privado. La cuarta pared del espacio doméstico había sido abatida y en su lugar se había situado una cámara. La revista proporcionaba al ojo colectivo masculino acceso visual a la intimidad femenina cuidadosamente coreografiada. Las fotografías mostraban mujeres que, sin ser conscientes de ser observadas, llevaban a cabo acciones cotidianas: salían de la ducha pisando patitos de goma, se maquillaban frente a un espejo olvidando subirse la cremallera del vestido, colgaban bolas en el árbol de Navidad sin darse cuenta de que su falda había quedado enganchada en la escalera dejando sus muslos al descubierto, metían pavos en el horno mostrando un descarado escote y haciendo que sus collares estuvieran a punto de hundirse en la salsa, colgaban cuadros golpeándose el dedo con el martillo... La sencillez de sus acciones, el gesto inconsciente e infantil de sus rostros eran directamente proporcionales a la estupidez contenida en la mirada masculina, al resorte bobalicón y naíf en el que se apoyaba el mecanismo visual masturbatorio de Playboy. No había ninguna amenaza, ningún riesgo. El dispositivo masturbatorio era repetido una y otra vez como un ritual que venía a calmar las ansiedades masculinas frente a la transformación social. La necesidad de asegurar el mecanismo masturbador y de evitar el deseo homosexual hacía que la mirada siempre fuera unidireccional. Nunca había hombres acompañando a las mujeres representadas. Se establece así una rigurosa segmentación entre sujeto y objeto de la mirada. El voyeur sólo podía ser masculino, el objeto de placer visual sólo podía ser femenino. Esta estructura voyeurista del campo visual se materializará después a través de los dispositivos de vigilancia y transmisión audiovisual diseminados dentro de las estancias de la Mansión Playboy destinados a la filmación y la proyección de películas. Proyectando un paraíso retro en el futuro en el que el hombre heterosexual accede a la visión pública de lo privado, Playboy logrará reproducir virtualmente lo que podríamos llamar un «espacio stag», el habitáculo del nuevo soltero.

La ambigüedad con respecto a la domesticidad y a la reversibilidad de las lógicas espaciales de género, latente después en el ático urbano, se manifestaba ya abiertamente en la producción del logo de Playboy como resultado de una metamorfosis semántica y visual del «stag»/ciervo en «bunny»/conejito. En 1953, pocos meses antes del lanzamiento de la revista Playboy, Hefner escogió una mascota (que recordaba a «Esky», el muñequito de plastilina de la revista Esquire) para representar su publicación. El primer diseño, hecho por Arv Miller, era un ciervo, vestido con batín y zapatillas de estar en casa, fumando una pipa. El dibujo no sólo jugaba con el doble sentido de la palabra «stag», al mismo tiempo «ciervo macho» y «hombre que acude solo o sin compañía femenina a las fiestas y consumidor de películas stag», sino que además transfería el batín y las zapatillas de estar en casa de Hefner al ciervo, dando un toque inesperadamente doméstico a un animal salvaje. Testigo de las oposiciones internas de Playboy, la mascota expresaba la tensión entre cazador y animal cazado, entre caza exterior y caza doméstica, entre salvaje y domesticado. Pero cuando estaba a punto de registrar oficialmente «Stag Party Magazine» como nombre para su futura revista, Hefner descubrió que el «ciervo» era el nombre y el logo (esta vez sin pipa, batín y zapatillas) de una publicación americana dedicada (¡obviamente!) a la caza y la pesca. Tras una reunión de trabajo, su amigo Eldon Sellers sugirió el nombre de Playboy, posiblemente en referencia al por entonces poco conocido automóvil diseñado por la compañía de automóviles Playboy de Buffalo, Nueva York, donde la madre de Sellers había trabajado como secretaria.46

Hefner quedó fascinado con la idea, pero insistió en conservar la imagen de caza, por lo que propuso una ligera modificación en el dibujo de Miller para diseñar el logo de la compañía: en lugar del ciervo, la mascota sería un «conejo apuesto, juguetón y sexy vestido de esmoquin».47 Cuando Art Paul acabó de diseñar la nueva imagen, el venado se había convertido en el «conejito Playboy»: un animal infantil y sin compromiso dedicado a cazar hembras sin salir de su casa. Los desplazamientos semánticos que llevan desde el «stag» (ciervo) al «bunny» (conejito) contienen una teoría del poder y de la subjetivación como respuesta a las transformaciones culturales que se están produciendo durante los años cincuenta. La subjetividad masculina «ciervo», adulta, seria, ruda y salvaje, ha sido desplazada en beneficio de una subjetividad «conejo», adolescente, rápida, saltarina y doméstica. Las formas de poder y los modos de relación están mutando desde la «caza mayor» hasta la «menor»: si la subjetividad ciervo era protestante, austera y moralista y aspiraba a hacerse con una sola gran pieza como trofeo (la esposa para toda la vida), la subjetividad conejo es totémica, politeísta y amoral y disfruta no tanto con la captura sino más bien con el juego con una gran variedad de piezas (varios ligues sexuales, efímeros y sin consecuencias). Además, mientras que la subjetividad ciervo era masculina por naturaleza, la subjetividad conejo oscila inevitablemente entre la ambigüedad que la polisemia de la palabra «bunny» abre en inglés: conejo y nena. Por eso, no es extraño que el conejo de Playboy se transforme, en el número de enero de 1954, en «Playmate», convirtiéndose en una mujer-coneja.

Finalmente, el logo en blanco y negro hoy mundialmente conocido será creado por Art Paul en 1956 para su utilización en objetos accesorios, como gemelos, pendientes, brazaletes, alfileres de corbata y camisas. Después de la reconstrucción de la Mansión en 1960, este logo será utilizado en lugar de la dirección de la casa en los sobres de Playboy, asumiendo además la función de indicador topográfico.

Conejo juega

Entre 1953 y 1963, mediante la revista y la construcción de la Mansión, Playboy elabora una economía espacial articulada en torno a las oposiciones binarias que dominan el paisaje político de la sociedad de posguerra: interior/ exterior, privado/público, trabajo/ocio, vestido/desnudo, uno/múltiple, seco/húmedo, humano/animal, controlado/ relajado, fidelidad/promiscuidad, vertical/horizontal, blanco/negro, familia/extraño. Otras revistas norteamericanas de la época trabajaban dentro de este cuadro de binarismos, pero no articulaban las oposiciones del mismo modo que Playboy. Esquire, la publicación más importante de los años treinta-cuarenta, dirigida a un público masculino, defendía una figura ejemplar de hombre americano exterior, público, volcado en el trabajo, humano, vestido, seco, controlado, fiel, blanco y vertical. De estos valores dependían la unidad familiar y nacional. En el extremo opuesto, las revistas Sunshine and Health y Modern Sunbath se dedicaban exclusivamente a la publicación de desnudos femeninos: eran revistas de ocio, que promovían valores mojados, horizontales, relajados y promiscuos. Entre ambos extremos, Playboy va a situarse como un dispositivo de conversión que permite pasar constantemente de un polo a otro. Reacio a posicionarse ante las disyuntivas morales, el playboy se configura como un sujeto liminar que en última instancia aspira sólo a «jugar» (to play). El «juego» quedará reflejado no sólo en el nombre de la revista, sino, y sobre todo, en la utilización de lo que podríamos denominar dispositivos giratorios destinados a operar la conversión de los polos opuestos y que, a menudo, Playboy alaba por sus cualidades de flexibilidad, reversibilidad y circularidad: sofás reclinables, cámaras ocultas, cristales que por un lado son espejo y por el otro son transparentes, pasadizos, camas giratorias, trampillas, dobles fondos...

Dos elementos caracterizaban el juego de estos dispositivos y su funcionamiento reversible. En primer lugar, el actor (es decir, el único autorizado a jugar) es el lector-cliente (y posteriormente el espectador televisivo) masculino: él es el auténtico destinatario de la retórica de la seducción y capaz de operar el paso de un extremo a otro de la oposición. En segundo lugar, la conversión de los opuestos produce placer y capital. Lo que genera placer es el paso incesante de uno a otro de los polos opuestos, la transformación de lo privado en público opera como un mecanismo de excitación sexual. Éste es el juego que da nombre a la revista.

¿Pero quién es este jugador capaz de balancearse alegremente entre los extremos de oposiciones políticas que hasta entonces habían sido cruciales para la definición de la masculinidad blanca de clase media? El playboy, atleta de interior y malabarista de tensiones morales, es una variante de la nueva figura del consumidor apolítico creada por la sociedad de la abundancia y de la comunicación de la posguerra: el teenager. El economista Eugene Gilbert acuñó la noción «teen-ager» en los años cuarenta para describir un nuevo segmento demográfico del mercado de consumo: lo importante del adolescente no es su edad sino su capacidad de consumir sin restricciones morales.48 En 1942, el sociólogo Talcott Parsons inventó el término «cultura juvenil» para indicar un conjunto de nuevas prácticas sociales características de estos adolescentes consumidores de música, alcohol, drogas, que escapaban durante unos años a las restricciones de la moral suburbana de la familia y el trabajo.49 La explosión de la natalidad de la posguerra había formado un bloque de 10 millones de jóvenes consumidores que, gracias a la educación y a la prosperidad económica de las clases medias americanas, se perfilaba como un objetivo mercantil sin precedentes. El chico adolescente blanco y heterosexual era el centro de un nuevo mercado cultural organizado en torno a las prácticas de la vida universitaria, el jazz y el rock and roll, el cine, los deportes, los coches y las chicas. Libre aún de las ataduras del matrimonio, dotado de un poder de adquisición y por primera vez dueño de su cuerpo (no reclamado todavía por el Estado para nuevas guerras), el teenager es el consumidor ideal de la nueva imagen pornográfica y del nuevo discurso sobre la masculinidad urbana desplegado por la revista:50 «Playboy tiene un brillo profesional y una fórmula dirigida a hombres adolescentes de todas las edades.»51 Mientras los adolescentes de las clases bajas o afroamericanas, privados de poder adquisitivo, serán representados como criminales en potencia, el teenager blanco de clase media (¡de cualquier edad!) podrá aspirar a convertirse en un auténtico playboy.