Orígenes familiares y comienzode la vida pública
Al promediar la penúltima década del siglo XVIII, La Rioja era la región menos favorecida entre las que componían la Intendencia de Córdoba del Tucumán. En 1785 la visitó el gobernador, marqués de Sobre Monte, quien, al llegar a la ciudad donde residían las autoridades y la mayor parte de los habitantes, se encontró con un puñado de casas modestas. En su informe al virrey del Río de la Plata, marqués de Loreto, las calificó de miserables, y agregó que se trataba de un «pueblo pobre y corto», que carecía de recursos para cualquier tipo de obra que lo mejorase. En las arcas municipales había solo 36 pesos del ramo de propios, y no era previsible obtener una moneda más. Los habitantes eran 2.287, incluidos los de las estancias y sitios aledaños. Sumados los pobladores de los partidos de Arauco, los Llanos, Guandacol y Famatina, toda la jurisdicción contaba con un total de 9.887 almas. En ese aspecto, La Rioja superaba a San Luis y San Juan y era apenas inferior a Mendoza. (1)
La ciudad carecía de un río caudaloso, como poseían las dos últimas, por lo que el regadío resultaba sumamente difícil. El clima era seco y cálido y las lluvias, demasiado escasas. De ahí que los riojanos tuvieran que multiplicar sus esfuerzos para comerciar su algodón, vinos y aguardiente con las regiones vecinas.
En cambio, en Arauco, Famatina y Guandacol, la presencia del agua y la posibilidad de contar con mano de obra, primero indígena y después esclava, permitía obtener abundante pastura para el ganado, y sembrar trigo, maíz, porotos y zapallos, indispensables para la dieta de los más necesitados. La molienda era otro recurso apreciable, pues cubría el consumo local de harina y viabilizaba la venta del excedente en otros puntos de la gobernación. Los indios, antiguamente regidos por encomenderos, pagaban tributo a las autoridades, generalmente en especie, sobre todo lienzo de algodón.
En los tres partidos, las tierras más codiciadas eran acaparadas por los principales vecinos de la ciudad, cuyas familias constituían una suerte de aristocracia lugareña en la que el poder económico, la posibilidad de enviar a los hijos a cursar estudios superiores en Córdoba o en Chuquisaca, y la existencia de vínculos de parentesco con personas influyentes en las demás ciudades de la gobernación favorecían alianzas, pero también provocaban duras disputas que no solían terminar bien. Los pleitos y los duelos eran una realidad constante. Famatina contaba, además, con un recurso potencial extraordinario: las minas que atesoraban abundante oro y plata.
Por último, los Llanos constituía la zona ganadera de La Rioja. Durante su visita, Sobre Monte había calculado que allí pastaban unas diez mil cabezas de hacienda vacuna, tres mil de caballar y dos mil de mular, aunque en opinión de Armando Raúl Bazán «el marqués se quedó corto en sus estimaciones». (2)
Don José Prudencio Quiroga
Entre los hacendados más prósperos del partido se destacaba José Prudencio Quiroga, que años atrás había dejado la comandancia militar de Jáchal, por consejo paterno, para poner fin a un pleito con el teniente de corregidor y justicia mayor de San Juan, que amenazaba con llegar al Consejo de Indias.
Los Quiroga habían arribado a las costas de Chile luego de surcar el océano a bordo de frágiles veleros, entre fines del siglo XVI y comienzos del siglo XVII. Algunos permanecieron en la Capitanía General de Nueva Extremadura, y otros cruzaron los Andes para asentarse en San Juan. Los esfuerzos, batallas y alianzas matrimoniales enriquecieron a las distintas ramas de aquella familia gallega, que optó por probar fortuna en el Nuevo Mundo en lugar de conformarse con un destino de pobreza y oscuridad en la metrópoli.
Mientras los padres de José Prudencio Quiroga, José e Isabel de Larrea y Bustos, y varios de sus hermanos permanecían en sus haciendas de Jáchal, aquel comenzaba a echar las bases de su fortuna en el villorrio de Minas, ubicado en las sierras de Argañaraz. (3)
El conocimiento de los antecedentes familiares del nuevo vecino y su evidente voluntad de abrirse camino en la vida hicieron que el rico propietario de toda la zona, Gregorio Argañaraz, lo considerara un candidato recomendable para su hija Juana Rosa. Le permitió apacentar el ganado que llevaba y acomodar los enseres indispensables con el fin de montar un nuevo establecimiento, mientras lo recibía con la patriarcal sencillez de los criollos de su tiempo en el casco de la principal estancia, de austera construcción y escaso mobiliario.
El 26 de abril de 1780 tuvo lugar el matrimonio, previo cumplimiento de los requisitos reclamados por la Iglesia para los forasteros, exigencia que hubiese podido excusar el reconocimiento de que gozaba la familia del contrayente. Percibida la dote de su esposa y transcurridos unos meses, ambos pasaron a San Antonio de los Llanos donde José Prudencio adquirió «una gran extensión de campos y bosques» para formar su primera estancia. (4)
Con el correr del tiempo se alzaron vides, olivos y distintas especies de árboles frutales, que se convirtieron en buen vino, aguardiente, aceite y pasas destinados al consumo propio y a la comercialización en toda la intendencia de Córdoba y tal vez Buenos Aires. Simultáneamente, el hacendado levantó puestos, construyó depósitos de agua y cuanto fue necesario para el creciente ganado que pastaba en sus propiedades.
La experiencia adquirida en el manejo de hombres y armas, como comandante de las milicias de Jáchal, hizo que pronto se expidiera a José Prudencio el nombramiento de capitán de milicias de los Llanos, y si bien por aquellos días ninguna amenaza de guerra sacudía al virreinato, el nuevo jefe se dedicó a instruirlos en el manejo de tercerolas y fusiles de chispa. No necesitaba, por cierto, enseñarles a aquellos paisanos, acostumbrados a la dura vida en el campo, a utilizar sables e improvisadas lanzas.
Juan Facundo
Mientras José Prudencio trabajaba duro en las varias estancias que ya poseía, su esposa le daba hijos. Primero nacieron dos mujeres: Cándida y Servanda, y luego el primer varón, destinado a proyectar la fama de los Quiroga en un período breve pero crucial de la historia argentina: Juan Facundo, que vio la luz el 27 de noviembre de 1788.
Le siguieron Claudio, Saturnina, Tomás y María Lina, de cuyas existencias poco se conoce.
Tampoco se sabe si a la edad de recibir la instrucción elemental, Juan Facundo y sus hermanos contaron con la enseñanza de sus padres o se trasladaron a la ciudad de La Rioja, para aprender a leer y escribir con quienes solían ser maestros de las familias acomodadas: los frailes franciscanos, mercedarios y dominicos.
Juan Facundo adquirió una más que discreta capacidad para expresarse por escrito —a veces mediante una prosa barroca; otras, con frases firmes y cortantes— y, según se aprecia en su correspondencia, poseyó un buen conocimiento de la Biblia, cuyos versículos solía citar en sus conversaciones y cartas.
Llegado a la adolescencia, su padre lo inició en trabajos rurales que le permitieron desarrollar el extraordinario vigor físico que subrayaron algunos de sus contemporáneos. De estatura media y recia estampa, las duras faenas rurales, de las que entonces no se libraban los hijos de los hacendados y, por el contrario, constituían un legado de valor incalculable que los padres les dejaban, fueron acrecentando su agilidad y su musculatura.
En los momentos de descanso, Juan Facundo participaba de las diversiones de los peones, que le guardaban particular respeto. Entre ellas el juego, se practicase al aire libre mediante la taba y las carreras; en los patios, donde se montaban feroces riñas de gallos, o en las cuadras donde se mostraba la habilidad y la suerte de cada uno a través de sucias cartas españolas. Con el tiempo, el juego se convertiría para Quiroga en una pasión devoradora e imposible de frenar.
Cuando lo consideró en condiciones de viajar por los riesgosos y desiertos caminos de la región, don José Prudencio comenzó a encargarle la conducción de arrias de mulas con productos de sus tierras. En los primeros trayectos lo acompañaba el capataz de la estancia, hasta que se descubrió que se enriquecía hurtando a su patrón. Se le aplicó un castigo ejemplar y a los veinte años Juan Facundo asumió esa responsabilidad en forma exclusiva. (5)
El arriero, fuese hombre rico como Quiroga, o muy pobre como la mayoría de sus acompañantes, se sometía a sacrificios que a la larga minaban su cuerpo. El denominado Camino Real era apenas una senda cubierta de pozos que fatigaba a hombres y mulas y destruía cualquier vehículo. En cuanto a las vías secundarias, la mayoría de las veces quedaban desdibujadas por las inclemencias climáticas y el peso de las carretas.
La presencia de indios y bandoleros obligaba a estar atentos y con las armas cargadas. No menos peligrosos eran los perros cimarrones que aparecían sorpresivamente y se lanzaban hambrientos sobre jinetes y ganado.
Las postas no resultaban un ámbito de verdadero descanso después de una ardua jornada. Se trataba de pobres ranchos en cuyos techos de paja anidaban vinchucas, cucarachas y otros insectos, rodeados por un foso y una precaria empalizada con puente levadizo, para cerrar el enclave. Unos pocos catres, a veces, o el suelo apisonado donde se echaban los jergones como lechos solían hallarse en el mismo ambiente en que se comía, bebía e intercambiaban noticias. El maestro de posta, su familia y el reducido personal se ocupaban de servir a los casi siempre quejosos huéspedes. Era gente de escasa limpieza, acostumbrada a la dureza de un medio hostil, que una o muchas veces habían tenido que vérselas con los indios. Para hacerles frente solían contar con pocas armas de fuego, facones y boleadoras.
Cambios políticos
La vida política de La Rioja se circunscribía a los cabildeos entre grupos antagónicos, unas veces pacíficos y otros exasperados y violentos, pero en 1806 comenzaron a conocerse los episodios que inesperadamente agitaron Buenos Aires. Sin embargo, las noticias no conmovieron los espíritus locales. La imprevista invasión inglesa de fines de junio de 1806 terminó con la total derrota de los atacantes antes de que los sucesos se supieran en detalle en Cuyo y en el Noroeste. Otro tanto ocurrió con el segundo intento, de enero a julio de 1807, aunque algunos riojanos de humilde condición que se hallaban en la capital del virreinato se unieron al capitán del Regimiento de Arribeños Francisco Antonio Ortiz de Ocampo, que había nacido en la ciudad de La Rioja en 1771, y se batieron heroicamente, primero en Montevideo y luego en las calles porteñas, hasta que se produjo la rendición de los agresores.
Los acontecimientos que a continuación tuvieron lugar en Buenos Aires, la creciente influencia de los criollos encabezados por el héroe de la Reconquista, Santiago de Liniers, quien no obstante jamás se apartó de su fidelidad a la corona española, sonaron en La Rioja como un eco lejano. Dice muy bien Bazán que esta acató hasta 1810 las pautas políticas que marcaba el régimen virreinal: «La aristocracia de la tierra concentraba en sí el prestigio social, el poder económico y también monopolizaba el mando político en oficios y magistraturas». A veces debía admitir en las funciones de mayor jerarquía, como la Comandancia de Armas y la Subdelegación de la Real Hacienda, a españoles avecindados, pero estos eran paulatinamente asimilados a través de alianzas matrimoniales por la antigua elite colonial. (6)
Cuando simultáneamente se conocieron los sucesos que habían precipitado la caída de la Junta Central de Sevilla, seguida por el dominio de toda España, excepto Cádiz, por los ejércitos de Napoleón Bonaparte, y la formación de un gobierno propio en Buenos Aires, La Rioja se plegó sin vacilar. Nombró diputado ante la junta porteña al ahora coronel Ortiz de Ocampo, quien sin embargo no se hizo cargo pues había marchado hacia el Alto Perú como jefe de la primera fuerza expedicionaria patriota, y días más tarde designó a un hermano de este, Domingo, hasta entonces funcionario virreinal, en calidad de comandante de armas del nuevo sistema.
La junta provincial con sede en Córdoba, surgida del reglamento orgánico dictado por la Junta Grande el 10 de febrero de 1811, no tardó en reclamar que se le informase el número de hombres aptos para empuñar las armas, frente al peligro que entrañaba el bombardeo de Buenos Aires por los buques del Apostadero Naval de Montevideo. La junta subordinada de La Rioja respondió que las milicias pasaban de 2.000 efectivos, «entre casados y solteros». Como la mitad eran labradores y mineros, consideraba conveniente no distraerlos en otra ocupación, pero en caso de «mayor aprieto», se podría poner sobre las armas a 900 solteros y 1.000 casados. Y preventivamente convocó a 200 milicianos. (7)
Aunque la difícil situación fue superada, los más humildes no tardaron en sentir en carne propia crecientes peripecias, cuando se los sacó de sus tareas para engrosar las tropas que peleaban en el Alto Perú, y posteriormente fueron enviados a otros frentes. En ocasiones, se producían deserciones y los comandantes militares, entre ellos José Prudencio Quiroga, recibían órdenes perentorias de prender y castigar a los que habían huido del servicio, como las que remitió el gobernador de Córdoba, José Javier Díaz, reclamando «una corrección extraordinaria [sin la cual] jamás podría contar con brazos auxiliadores en la provincia». (8)
Poco a poco, los más pudientes se vieron involucrados en forma directa cuando se reclamó su apoyo con mulas, armas, aperos y otros elementos. Esto ocurría mientras seguían las disputas entre familias que no cedían siquiera frente a las vicisitudes de la revolución.
Breve reclutamiento
Juan Facundo Quiroga continuó sus faenas rurales y sus periódicos viajes a los centros comerciales donde se colocaban los productos de las posesiones paternas.
A mediados de 1812, cuando regresaba hacia los Llanos con las talegas llenas de monedas de plata fruto de la venta de un importante cargamento de aguardiente, ocurrió en una de las postas del camino un hecho que estuvo a punto de cambiar la vida de Quiroga. Alguien sugirió matar el tiempo mediante una partida de dados o un juego de cartas. Juan Facundo no se hizo rogar y perdió sobre el raído tapete todo el dinero que debía rendir a su padre.
La idea de decepcionarlo le pesó más que haber perdido una cuantiosa suma, por lo que tomó la drástica decisión de no volver a La Rioja. Pondría su brazo al servicio del gobierno, que necesitaba hombres para luchar contra los ejércitos realistas sin haber proclamado aún su deseo de sacudir el yugo de Fernando VII en cuyo nombre actuaba. Era joven —contaba 24 años de edad—, fuerte y se hallaba dotado de una instrucción fuera de lo común. Aunque se lo diese de alta como soldado, podría abrirse camino en la carrera de las armas.
Uno de sus primeros biógrafos, David Peña, relata así el episodio, que no ha sido posible dilucidar con claridad y que pertenece al patrimonio de la tradición oral:
En 1812 se encontraba de jefe de la frontera sur de la ciudad de Mendoza el teniente coronel don Manuel Corvalán, cuando recibió orden de levantar bandera de enganche hasta formar un contingente de doscientos hombres.
Presentose en tales circunstancias un joven que comenzó por rehusar el importe de su enganche y que continuó haciéndose notar por otros rasgos, de que el ayudante dio cuenta: el recluta no comía con el resto de la tropa; llevaba su rancho aparte y allí se lo veía utilizar su cubierto de plata.
Conducido a presencia del comandante, este le pidió explicaciones acerca de sus antecedentes; el joven soldado contestó que su padre lo había enviado desde La Rioja, destino a Buenos Aires, con una tropa de aguardiente; que había jugado en el camino y que antes de presentarse ante él, después de tal falta y viendo la bandera de enganche, había tomado la resolución de alistarse como soldado.
Desde aquel momento el comandante lo agregó a su servicio inmediato, siguiendo con el contingente camino de la Capital. Durante la marcha y todavía en jurisdicción de Córdoba, un chasque entregó al comandante Corvalán una carta del padre de Quiroga, en la que pedía se le devolviese a su hijo, «a quien deseaba ver a su lado y en el seno de la familia, sin dar importancia alguna a la pérdida que este había sufrido» […]. Al llegar el contingente a Buenos Aires fue destinado a formar en el Regimiento de Granaderos a Caballo, que empezaba a instruirse en el Retiro bajo las órdenes del general San Martín. A Juan Facundo Quiroga se lo alistó en una compañía que mandaba el capitán Juan Bautista Morón, en un regimiento de infantería, donde permaneció un mes, y recibió las primeras nociones de la instrucción militar, hasta que el comandante Corvalán [a quien don José Prudencio le había pedido que le devolviese a su hijo, decidido a olvidar lo sucedido] consiguió que se le diera de baja, y se retiró Quiroga inmediatamente a su provincia natal. (9)
Es posible que su breve permanencia en Buenos Aires haya despertado en Quiroga sentimientos encontrados. Estaba en una ciudad totalmente distinta a La Rioja, en una población que contaba con más de cuarenta mil habitantes, varios edificios de dos pisos, imponentes templos a los que concurrían con actitud devota bellas mujeres de tez pálida y ojos negros de mirar profundo, además de una variada actividad mercantil. Los cafés eran hervideros donde se discutía sobre política y otras múltiples materias y en los que también se tendían tapetes de juego. Jóvenes vestidos a la francesa proferían allí juramentos de adhesión a la independencia, criticaban al gobierno y se explayaban con desenfado sobre las cuestiones más diversas.
En cambio, La Rioja continuaba siendo un puñado de casas casi siempre silenciosas donde las celebraciones se circunscribían casi exclusivamente a las que marcaba el santoral y donde los litigios de aldea ocupaban la atención de la reducida burocracia y de los hacendados que vivían casi todo el tiempo en la ciudad.
A Quiroga no le atraían los cargos que hubiese podido desempeñar allí, pues prefería vivir en los Llanos donde estaban sus intereses materiales, sus afectos y su decisión de constituir su hogar con una joven acorde a su linaje. Por otro lado, quería continuar con sus viajes de negocios por el noroeste y Cuyo.
Capitán de milicias
Poco después de su regreso se produjo la caída del Segundo Triunvirato y la instauración de un gobierno unipersonal cuyo titular poseía el rango de director supremo de las Provincias Unidas. El 31 de enero de 1814 asumió Gervasio Antonio Posadas, notario de la Catedral de Buenos Aires con poca vocación para un cargo que implicaba tantas exigencias, pero lo impulsaba su joven y ambicioso sobrino Carlos de Alvear, que aspiraba a sucederlo.
La situación del país no podía ser peor. En el norte, el ejército a las órdenes de Manuel Belgrano había sufrido las derrotas de Vilcapugio y Ayohuma, y quedaba bajo la sola pero denodada defensa de Martín Miguel de Güemes y sus gauchos. La ciudad de Montevideo seguía en poder de los realistas y los buques del Apostadero Naval continuaban incursionando por las vías fluviales para terror y pérdidas materiales de los habitantes ribereños. Densos nubarrones cubrían el cielo del litoral, donde se acrecentaba la inquina hacia el centralismo porteño y surgían anhelos de autonomía. Las finanzas se hallaban en estado calamitoso y no había donde obtener recursos para la acción bélica.
Posadas tuvo la visión de aceptar el pedido del coronel José de San Martín, que había marchado hacia el norte para reemplazar a Belgrano, de que se lo designara gobernador intendente de Cuyo para poner en marcha su idea de constituir un ejército pequeño pero bien armado y disciplinado con el cual cruzar los Andes y dar libertad a Chile y al Perú. El Directorio también mandó organizar una escuadra con el fin de cerrar el cerco sobre Montevideo, y adoptó medidas tendientes a poner término a las rencillas lugareñas que comprometían el esfuerzo bélico de la revolución.
En lo atinente a la gobernación intendencia de Córdoba, Posadas procedió a poner al frente al coronel mayor Francisco Ortiz de Ocampo, que entonces era presidente de Charcas. Trasladó a Francisco Pantaleón Luna, teniente de gobernador de La Rioja, con igual cargo a Catamarca, y designó en su reemplazo a Francisco Javier de Brizuela y Doria. «Era [dice Armando Raúl Bazán] una manera de hacer justicia distributiva en el reparto de funciones como expediente para calmar los antagonismos de pueblo chico. El jefe de los Ocampo a Córdoba, brindándole un escenario apropiado para desplegar su patriotismo y capacidad; el jefe de los Dávila, como autoridad en La Rioja y, de paso, cambiar de destino a Luna, demasiado comprometido en su lucha con el Cabildo». (10)
Brizuela y Doria se empeñó en cumplir con los pedidos de hombres y recursos con el fin de responder a los requerimientos de la lucha contra los realistas y asegurar los límites provinciales. Para ello reclutó a ciudadanos solteros, casados y viudos, aunque advirtió a su superior que «las campañas quedan sin brazos para el cultivo […] y el mineral de Famatina enteramente desolado, como igualmente algunas familias abandonadas […], sin amparo alguno e inhábiles para conseguir la precisa subsistencia». (11)
A ello se agregaron dos empréstitos forzosos para los españoles, que no pudieron pagar.
La noticia del triunfo naval de Montevideo, obtenido por Guillermo Brown el 17 de mayo de 1814, que permitió ocupar definitivamente esa plaza, constituyó una señal de alivio para porteños y provincianos. Estos últimos recibieron la nueva bastante después, aunque paralelamente supieron que se planteaba la terrible amenaza de una gran expedición española destinada a derrotar la revolución en el Plata. Más tarde se conoció que los buques, que transportaban miles de hombres, habían torcido su rumbo y enfilado hacia Costa Firme (Venezuela).
Posadas cedió el mando a su joven sobrino Carlos María de Alvear, cuya conducta altanera le ganó múltiples enemigos y le hizo perder en poco tiempo la conducción del Estado. El 3 de abril, el coronel Ignacio Álvarez Thomas se sublevó con sus tropas en Fontezuelas. Finalmente asumió como director supremo interino. Las provincias pensaron en independizarse de lo que consideraban una opresión porteña, y el Cabildo de Buenos Aires, para evitarlo, propuso una relación de igual a igual que impidió la ruptura.
Mientras tanto, en La Rioja volvían a encenderse las disputas entre familias. El gobernador Ortiz de Ocampo debió renunciar por la presión de los partidarios cordobeses del caudillo oriental José Artigas, quien se titulaba Protector de los Pueblos Libres. El mando quedó en manos de José Javier Díaz.
El cabildo riojano supeditó su acatamiento a la resolución que tomara el director supremo. Pero al ver que peligraba su permanencia en el poder, el partido de los Dávila imitó la acción separatista de los cordobeses y en cabildo abierto realizado el 24 de mayo de 1815 nombró gobernador a Francisco Javier Brizuela y Doria, pese a las protestas de los Villafañe. Dos días más tarde, La Rioja se declaraba provincia «soberana e independiente de la de Córdoba».
Casi simultáneamente se conocieron los términos del Estatuto Provisional sancionado a principios de ese mes en Buenos Aires, que, entre otras cosas, fijaba las reglas para la reunión de un Congreso General Constituyente del que debían participar todas las provincias del Río de la Plata, con el objeto de establecer las bases de la organización política del país. La sede fijada era San Miguel de Tucumán, donde en marzo de 1816 estuvieron casi todos los diputados —faltaban los del litoral, que combatían al Directorio— quienes dieron por inaugurada la magna asamblea el 24 y 25 de ese mes.
Fue ese cuerpo el que eligió al entonces diputado por San Luis, Juan Martín de Pueyrredon, como nuevo director supremo. Este, luego de mediar en las disputas entre el caudillo salteño general Martín Miguel de Güemes y el jefe del Ejército del Alto Perú, general José Rondeau, y de reunirse en Córdoba con el gobernador intendente de Cuyo, José de San Martín, para delinear sobre bases firmes su proyecto libertador, pudo asumir el poder en Buenos Aires.
La Rioja estaba representada en el Congreso por el doctor Pedro Ignacio de Castro Barros, cercano a los Quiroga, quien se convertiría en una especie de mentor de Juan Facundo, que experimentaba especial respeto y aprecio por el sacerdote, (12) orador fogoso y exaltado, además de ex miembro de la Asamblea General Constituyente de 1813.
Designado bajo la administración del teniente de gobernador Brizuela y Doria, Castro Barros fue acusado por las autoridades emanadas del motín del 15 de abril de 1816, que devolvieron La Rioja a la jurisdicción cordobesa y respondían a sus mortales enemigos Ocampo y Villafañe, de «faccioso, venal y representante clandestino». El clérigo se defendió con inflamadas palabras ante sus colegas y mantuvo el cargo desde el cual hizo oír sus ideas sobre la indisoluble unión entre la Iglesia y el Estado y en favor de la monarquía constitucional, hasta que el prudente fray Justo Santa María de Oro convenció a los diputados de que había que oír la opinión de las provincias antes de adoptar una decisión en una cuestión tan trascendente.
El 25 de febrero de 1816, Juan Facundo Quiroga había sido nombrado capitán y comandante de milicias de San Antonio en reemplazo de su hermano Claudio, quien a su vez había recibido el cargo de manos de don José Prudencio. Este había renunciado por su edad y sus achaques, en la convicción de que no podía seguir al frente de hombres que debían estar entrenados para cualquier contingencia, máxime cuando se aceleraban en Mendoza los preparativos encabezados por San Martín y podían ser convocados para integrar el ejército o ser empleados en misiones auxiliares. La orden de Brizuela y Doria le fue transmitida a Juan Facundo por el comandante de los Llanos, Juan Fulgencio Peñaloza, desde su sede en Malanzán. (13)
Quiroga recibió de inmediato otro oficio que refleja lo implacable de aquellos tiempos. Se exigía a la jurisdicción que remitiese 24 hombres para sumarlos a los de otros puntos de La Rioja, de los cuales cuatro debían ser sacados de su compañía.
Al registrarse el motín de abril, permaneció fiel al gobernador Brizuela y Doria, quien fue repuesto por el teniente coronel Alejandro Heredia, al que había designado el Congreso para que pusiera fin a las reyertas locales. El retorno del mandatario provocó un verdadero éxodo de sus enemigos hacia Córdoba. El gobernador Díaz, que no había aceptado la separación de La Rioja, le ordenó a Brizuela y Doria que pusiese en libertad al promotor del motín. Pero Brizuela recurrió al Congreso quien le ordenó a Díaz que se abstuviera de ejercer acto alguno de jurisdicción en La Rioja. Después, los diputados volvieron sobre sus pasos y decidieron que ese territorio volviera a integrar la gobernación intendencia.
Entre la espada y las faenas rurales
Al no ser soldados de línea sino ciudadanos que eran puestos sobre las armas cuando la situación lo exigía, los convocados debían dejar sus ocupaciones y hogares tanto para combatir alzamientos locales como para marchar al Norte o a Cuyo, sin que se supiese cuándo llegaría la hora de regresar, siempre que una bala o un lanzazo no los dejara tendidos en lugar un remoto.
Por orden superior Quiroga tuvo que actuar sin miramientos para asegurarse la comparecencia de los convocados:
Prevengo a usted que presente ante mí cuatro hombres de su compañía, aunque sean hombres de bien, apercibiendo al padre que tenga dos hijos que dé uno, y completando este número con los intrusos en ese partido, sean de La Rioja o de otra cualquier parte, sin excepción de persona […]. Estrecha al gobierno en tal conformidad que hace responsable a cualquiera al que se le note la más leve omisión. (14)
El capitán de los Llanos no vaciló en el cumplimiento de su misión y actuó de modo similar ante los sucesivos pedidos de hombres que se le hicieron. La tarea se tornaba aún más difícil cuando se trataba de perseguir desertores, pero si algo le sobraba a Quiroga era rigor en un momento en que resultaba natural estaquear o poner en el cepo a los que escapaban o se insubordinaban.
Desde el comienzo logró una obediencia ciega entre los oficiales y soldados de su compañía de caballería. No es extraño, ya que la mayoría eran a la vez peones de sus estancias. Al recibirse una orden superior, todos dejaban sus elementos de trabajo aunque no abandonaban el lazo y el cuchillo, que solían compensar la carencia de «latones», sables corvos que se elaboraban en la fábrica de armas blancas de la estancia de Caroya, y ensillaban los caballos que proveía el propio Quiroga.
La instrucción militar solía hacerse los fines de semana, con el fin de no afectar las tareas normales, por lo que quedaba poco tiempo para la familia y las diversiones.
Quiroga y algunos de sus hombres marcharon hacia la ciudad de La Rioja para prestar solemne juramento, el 30 de agosto de 1816, «de la independencia de los reyes de España». Eligió a los soldados, según se lo había mandado el comandante militar Peñaloza, entre «los más decentes de su compañía». Así le tocó ratificar, espada en mano, el compromiso con la emancipación de la patria, que su respetado Castro Barros había suscripto, junto con los demás congresales, el 9 de Julio en San Miguel de Tucumán. (15)
Matrimonio e hijos
Hacia 1816, Juan Facundo comenzó a cortejar a su joven pariente María Dolores Fernández, de apenas 15 años de edad, con la que contrajo enlace, posiblemente en agosto de 1816, en la viceparroquia de Malanzán, curato de Tama, previa dispensa del impedimento de consanguinidad. La novia era hija de Claudio Fernández Cabezas y Francisca Sánchez de Balderrama y Zárate.
Si no se conoce la fecha exacta de la boda, en cambio se conserva el expediente en que se pide la excepción y que constituye un notable testimonio de las costumbres y de la realidad social riojana. El 23 de julio de 1816, el párroco de San Antonio, maestro Francisco Javier Nicolás Granillo, se dirigió al provisor eclesiástico de la diócesis de Córdoba, doctor Bernardino Millán, para solicitar la aprobación de la Iglesia:
Se ha presentado a esta vicaría a producir información de libertad don Juan Facundo Quiroga, vecino de San Antonio de este curato para casarse con doña María Dolores Fernández Cabezas, del mismo curato y vecindad, y resulta por la presentación el parentesco por línea de tercero con cuarto grado de consanguinidad ex copula lícita, como manifiesta por el árbol genealógico marginal.
No hay madre más piadosa que la Iglesia pues no desea otra cosa que sus hijos le pidan para abrir sus manos y comunicarles cuanto sea útil para el bien espiritual de ellos. Con esta confianza trata este mi feligrés de solicitar por mi mediación la dispensa que allane el parentesco que tiene con su pretendida, y no dudo lo conseguirá de su bondad en virtud de las facultades que están depositadas en vuestra señoría, siempre que juzgue por justas las siguientes causa.
1ª. La propagación de la América juzgó muy legítima causa que estos grados de parentesco, como se acordó con el gobierno de la Nación, pues es tanta la escasez de hombres en este curato con la continua extracción que ha habido y aún hay para el servicio del Estado, que en breve solo quedarán mujeres.
2ª. La angustia del lugar en la residencia de dichos pretendientes, [es] que no esté emparentada en igual o más próximo estado, y que con dificultad suma llegará a ser pretendida por lo romo [chato] del lugar y ningún tráfico de gente.
3ª. La novia es hija de una viuda con cuatro hijos menores, expuesta por lo mismo a muchos infortunios que trae la orfandad careciendo del asilo de los padres, causa que bien considerada es por sí sola capaz de mover la piedad de la Iglesia.
Últimamente nada se opone a la buena educación y nobleza de una joven para que caiga en una fragilidad que deslustrando el candor que solo la hacía apreciable la reduzca a ser la befa y ludibrio aun de aquellos que la amaban. Y para estorbar todos estos males a que es tan proclive el sexo, máxime en estos lugares en que es tan común el vicio de la molicie, no dudo mediará piedad de la Iglesia concediendo la dispensa que se pide, uniéndolos por el matrimonio, que es a lo que debemos aspirar los párrocos.
La aprobación fue rápida, pues tuvo lugar el 29 de julio de 1816. El 8 de agosto testificaron en términos coincidentes con la presentación del maestro Granillo, cuatro vecinos de San Antonio ante el teniente cura del lugar, fray Francisco Antonio Candioti, y el 19 de ese mes, después de publicar las tres conciliares proclamas, recibió el consentimiento de la contrayente con lo que se dio por cerrado el trámite. (16)
La tradición indica que María Dolores era una belleza hispano-criolla de tez blanca, cabellos negros y ojos rasgados, y los papeles que de ella se conservan subrayan que era una mujer de mucho carácter y gran habilidad para administrar los bienes de su marido. Tras su muerte le tocaría tutelar la herencia recibida y orientar a sus hijos para mantener y acrecentar el patrimonio obtenido. (17)
Según declaró casi dos décadas más tarde, Juan Facundo «no llevó capital alguno, fuera de aquello que constituía la decencia de su persona», y tampoco heredó bienes de su padre ni de otras personas». En cuanto a ella, cuando contrajo matrimonio no aportó dote alguna, excepto unas cabezas de ganado. Por tanto, todos los bienes que lograron reunir habrían sido producto del esfuerzo de ambos. (18)
Poco se sabe acerca de la vida matrimonial de los Quiroga. Las cartas que se conservan entre Juan Facundo y Dolores son muy pocas y siempre afectuosas. La joven esposa y la mujer madura que vio llegar a Buenos Aires el féretro de su marido debió conocer sus aventuras de tiempos de guerra y sus incursiones extramaritales en el noroeste y Buenos Aires, pero es de suponer que las ignoró en bien de la armonía familiar.
A los pocos meses del casamiento llegó el primer vástago, Juan Ramón, el 1º de junio de 1817. Dos años más tarde, a fines de enero de 1819, nació Juan Norberto, y en 1820 vio la luz Juan Facundo. En cuanto a las dos últimas hijas, se registra una pausa entre una y otra, derivada de las largas ausencias del padre: María del Corazón de Jesús vino al mundo en 1823 y Antonina Mercedes, en julio de 1826. (19)
El mismo año del matrimonio Quiroga adoptó a un niño nacido cuatro años antes, con el padrinazgo de su hermano Claudio y de su esposa Lina Quiroga: José Camilo. (20) Lo curioso del trámite es que tanto en el período hispánico como en la etapa independiente era absolutamente inusual asumir de manera tan plena la paternidad, cuando en todo caso lo corriente resultaba hacerse cargo, y no siempre, de la crianza. En las comunidades relativamente pequeñas, y aun en las de mayor número de habitantes como Buenos Aires, casi todos sabían si un hijo era nacido dentro del matrimonio o fruto de una relación prohibida, pero esto último resultaba un secreto que corría en tono de susurro. (21)
Aportes a la causa de la independencia
Con inteligencia y firmeza, San Martín iba completando la organización de su ejército en el campamento del Plumerillo, en las afueras de la ciudad de Mendoza. Para alcanzar sus objetivos reclamaba el auxilio del exhausto Directorio, pero también pedía contribuciones en hombres y medios a los demás pueblos de su jurisdicción y aun a aquellos que no pertenecían a la gobernación intendencia de Cuyo, como La Rioja.
Una vez finalizado el entrenamiento de las tropas a fines de 1816, se dedicó a trazar los últimos detalles para el cruce de los Andes que, aparte de Mendoza y San, Juan incluían a La Rioja. La idea era confundir a los realistas sobre los puntos desde donde se realizaría el paso, a la vez que abrir un frente de campaña muy extenso, 800 kilómetros, para dividir al enemigo. Las dos columnas principales marcharían por Uspallata y Los Patos, y se concentrarían en el valle del Aconcagua, donde pensaba dar una batalla decisiva.
Desde La Rioja, por el paso Come Caballos, penetraría a Copiapó un conjunto de 130 soldados dirigidos por el teniente coronel Francisco Zelada y el capitán Nicolás Dávila, desprendidos por Belgrano del Ejército del Alto Perú a pedido de San Martín; por San Juan marcharía el teniente coronel Juan Manuel Cabot con 120 hombres, y pequeños destacamentos penetrarían por el camino del Portillo y por el paso del Planchón. La marcha escalonada comenzó el 5 de enero y concluyó con el gran triunfo de Chacabuco, el 12 de febrero de 1817. Ese mismo día la columna riojana penetró en Copiapó.
Al conocerse la exitosa acción de Chacabuco, la ciudad de La Rioja celebró con cuatro noches de luminarias, música, fuegos artificiales y una misa solemne a la que concurrió la mayoría del vecindario. Más modestamente lo hizo la población rural, entre ella la de San Antonio de los Llanos.
Los Quiroga, en especial don José Prudencio y su hijo, contribuyeron para la campaña como lo hicieron para el sostenimiento del Ejército del Norte. Según David Peña, los riojanos, aun los más humildes, dieron cuanto estuvo en sus manos con el fin de sostener las tropas de Belgrano, y «Facundo fue el alma de aquellos primeros servicios […] pues conducía los auxilios en dinero y cargas que los vecinos de Huandacol, Vinchina, Jagüel, Bateas y Anguinán suministraban». (22)
Se profundiza la guerra civil
La agudización de la guerra en el Alto Perú obligó al Congreso a fijar su sede en Buenos Aires para alejarse del teatro de operaciones, lo que facilitó el incremento de la hegemonía centralista del Directorio. Los diputados, entre ellos Castro Barros, adoptaron la decisión de «bajar» desde el norte a la Capital el 23 de septiembre de 1816 y debieron emprender una larga y dificultosa marcha para llegar a destino y establecerse en el antiguo local del Real Consulado.
Paralelamente, continuaba la intransigencia de Artigas, quien seguía en su postura de rechazo al Congreso, a pesar de que en el pacto de Santo Tomé se había dispuesto la evacuación de todas las fuerzas porteñas que operaban en la provincia de Santa Fe. Esta actitud favoreció las ambiciones portuguesas. La corte lusitana ordenó una nueva invasión a la Banda Oriental bajo el mando de Carlos Federico Lecor. El ejército de ocupación tomó el 20 de enero de 1817 la ciudad de Montevideo. La expansión portuguesa se producía con la excusa de que el desconocimiento de Artigas al Congreso de Tucumán implicaba la independencia de la Banda Oriental, por lo que una nueva invasión no iría en contra del tratado firmado en 1812 que puso fin a la intervención portuguesa en dicho territorio. Sin el apoyo de Buenos Aires, Artigas procuró controlar el interior oriental para evitar la expansión lusitana.
Mientras se agravaba la situación, los caudillos del litoral lograban fortalecerse y se alejaban de la hegemonía del uruguayo para alcanzar un protagonismo propio. En 1818, Estanislao López depuso al gobernador de Santa Fe, Mariano Vera, y se designó a sí mismo, aunque ratificado por una asamblea provincial. Por su parte, Francisco Ramírez consolidó su posición de Supremo Entrerriano. Ambos enviaron agentes al interior y procuraron la adhesión de Córdoba a las ideas federales que sostenían y que ganaban terreno en todo el país. Parecidas acciones desarrollaron en el Noroeste. La Rioja, aun inmersa en sus propios litigios, no dejó de recibir ese impacto.
Sublevación de los prisioneros realistas en San Luis y actuación de Quiroga
A comienzos de febrero de 1819, el capitán Juan Facundo Quiroga se hallaba prisionero en la pequeña y aislada ciudad de San Luis. Se desconoce el motivo, aunque algunos autores sostienen que pudo deberse a las sospechas que despertaba un oficial de milicias riojano que llegaba desde Córdoba sin documentos fehacientes acerca de la razón de su viaje. Los momentos eran difíciles y la desconfianza agitaba a quienes roía la incertidumbre de no saber qué partido tomar frente a la guerra civil.
La privación de la libertad se circunscribía al compromiso de no salir de la ciudad, ya que le estaba permitido desplazarse por las calles y visitar casas de familia y pulperías, con la obligación de regresar al cuartel donde se hallaban presos algunos oficiales y soldados realistas tomados por las tropas de San Martín desde la batalla de Chacabuco a la concluyente victoria de Maipú, el 5 de abril de 1818. Los militares de mayor graduación habían sido ubicados por el teniente de gobernador coronel Vicente Dupuy en casas de familia y gozaban de un tratamiento benévolo por parte del mandatario y de la sociedad puntana.
Se trataba de personajes distinguidos, casi todos oficiales que exhibían una brillante carrera en el ejército español, quienes vieron peligrar la situación en que se encontraban tras la llegada del doctor Bernardo Monteagudo, al que San Martín ordenó permanecer en San Luis a raíz de su drástica y discutida actuación en la ejecución sumaria de los hermanos Carrera y de sus disidencias con el secretario y amigo del Libertador, Tomás Guido. El «mulato», como lo llamaban con desprecio no pocos de sus contemporáneos, estaba atormentado porque una hermana de un oficial del Ejército de los Andes, Juan Pascual Pringles, (23) no había respondido a sus requerimientos amorosos y sí a los del brigadier español José Ordóñez. La joven tal vez no lo supiese, pero aquel tenía esposa en Chile.
Los realistas notaron un cambio en el tratamiento que les prodigaba Dupuy, y concibieron la idea de fugarse de San Luis luego de tomar el cuartel y liberar a los demás prisioneros. Pero como carecían de armas dejaron transcurrir un tiempo hasta que el 8 de febrero de 1819 comenzaron a ejecutar sus planes.
Solicitaron una entrevista con el teniente de gobernador a quien le extrañó el pedido, ya que el día anterior, domingo, los había recibido según su costumbre. Tras los saludos de cortesía, uno de los oficiales se abalanzó cuchillo en mano sobre Dupuy, quien alcanzó a desviar el acero. En cambio, su secretario recibió una herida. En el forcejeo, el cirujano José María Gómez, confinado de Chile, que se hallaba presente, logró huir y dio la voz de alarma. Dupuy subió a una mesa y derribó de un puñetazo a uno de sus atacantes. Los demás lo hicieron trastabillar y la lucha continuó en el suelo.
Pasaron apenas unos minutos hasta que el vecindario llegó a la sede del gobierno y comenzó a empujar la puerta para ingresar al edificio. Los jefes realistas le pidieron a Dupuy que salvara sus vidas, y este, generosamente, se dirigió a la puerta para contener a los atacantes, pero apenas corrió los cerrojos el gentío se arrojó sobre los sublevados y comenzó a darles muerte. El coronel José Primo de Rivera prefirió evitar cualquier escarnio suicidándose con una escopeta.
Mientras tanto, un grupo de españoles había tomado el cuartel con el propósito de liberar a sus camaradas y a algunos cordobeses y santafesinos a quienes se había detenido por motivos similares a Quiroga, sin descartar a los delincuentes comunes.
Así relata la escena Bartolomé Mitre, quien brinda una original versión sobre los antecedentes militares de Quiroga, sin duda inspirado, como otros autores, en la tradición oral:
Entre 8 a 9 de la mañana, la partida destinada a asaltar el cuartel llegó a sus puertas y a los gritos de: «¿Qué es esto? ¿Qué es esto?» que era la palabra de orden, desarmaron al centinela, penetraron en el patio, trabaron una lucha cuerpo a cuerpo, con la guardia a la que vencieron, al fin apoderándose de sus armas y ocupando las puertas de las cuadras. Entre los asaltantes se hacía notar un teniente del batallón de Arequipa José María Riesco, natural de Chile, quien con un puñal ensangrentado en una mano y un hacha en la otra, se dirigió a la cuadra donde se hallaban los montoneros con que creían poder contar. Al tiempo de llegar a la puerta, le salió al encuentro un hombre de fisonomía hosca con rasgos acentuados, de feroz hermosura, mirada torva, melena poblada y larga barba renegrida, quien armado de un cabo de lanza lo contuvo. Se llamaba Juan Facundo Quiroga; era natural de La Rioja, tenía a la sazón treinta y un años; había sido blandengue de la frontera a órdenes de San Martín en el fuerte de San Carlos, de donde desertara, prestando enseguida algunos servicios al Ejército del Norte y enrolándose por último en la montonera, por cuya causa se hallaba preso. Tal fue la aparición en la historia del hombre destinado a alcanzar una aterradora celebridad como caudillo, en los fastos sangrientos de la guerra civil argentina. Su ejemplo alentó a los presos, que cargaron sobre los asaltantes, al mismo tiempo que los soldados del cuartel reaccionaban y de todos los puntos de la población acudía multitud de paisanos, armados, estrechando en el patio el pequeño grupo, que fue exterminado, salvándose únicamente Riesco, mal herido. Entre los muertos, se contaba el intendente del ejército realista en Chile, Miguel Barrueta, que se había unido al grupo y cayó peleando con las armas en la mano al lado del capitán La Madrid. El ataque al cuartel estaba frustrado.
La partida destinada a posesionarse de la cárcel, al llegar a la plaza vio cruzar a un jinete a caballo que, sable en mano, gritaba: «¡A las armas!», a cuya voz salían de los ranchos hombres armados que se le reunían. Era el comandante Becerra, cuya sola presencia bastó para dispersarla, siendo muertos por el pueblo los que la componían, con excepción de uno que se había rezagado. Los destinados a prender a Monteagudo no alcanzaron a llegar a su casa, y fueron sacrificados aisladamente, en distintos puntos, menos uno, el teniente Juan Burguillo, que se reunió a Ordóñez.
Concluido el motín se procedió a realizar un juicio sumarísimo, con la presidencia de Monteagudo. De los 40 conjurados, 24 habían muerto en la refriega. De los 16 que sobrevivieron, algunos de ellos heridos, siete fueron fusilados. Se salvó un sobrino del brigadier Ordóñez por sus pocos años.
Cuando llegó San Martín desde Chile con el objeto de indagar la profundidad del complot y sus posibles repercusiones, el joven fue llevado a su presencia con un grillete y una cadena en la cintura. El Libertador lo hizo sentar, llamó a un herrero para que limase sus ataduras y le perdonó la vida. Agrega Mitre que lo había hecho «después de hacer poner en libertad a Juan Facundo Quiroga, que desde ese día le profesó una entusiasta admiración y afecto». (24)
De regreso en los Llanos
Franqueado el paso para dirigirse a los Llanos, Quiroga se reencontró con Dolores y sus hijos y reasumió de inmediato el mando de su compañía, a la vez que se dedicó a poner en orden sus cuentas y recorrer sus propiedades.
Era una especie de señor feudal que convocaba a sus mesnadas para la guerra, ayudaba a los más necesitados y organizaba festejos que le ganaban la incondicional adhesión de su gente. En ocasiones, no vacilaba en participar él mismo en la doma de los caballos ariscos, demostrando, como casi todos los caudillos de su tiempo, que entre los buenos era el mejor.
Es difícil saber si ya entonces demostraba esos rasgos de repentina crueldad que caracterizarían su actuación posterior. En cambio no resulta aventurado afirmar que sabía poner el pecho cuando era necesario, como en San Luis.
Tras el retorno, cumplidas las tareas más urgentes, le escribió al teniente de gobernador Dupuy. No conocemos el texto de su carta, pero debió expresar su reconocimiento por las atenciones recibidas. El mandatario le respondió con fecha 20 de junio de 1819:
Mi amigo muy querido: contesto con el mayor placer su carta del 7 del corriente, la que recibí en circunstancias que deseaba con impaciencia saber de usted pues hasta entonces no había tenido la menor noticia ni contestación alguna de ese señor teniente de gobernador [de La Rioja].
El Supremo Gobierno me ha hecho el honor de consultarme los premios a que se hicieron acreedores los defensores del orden en la horrorosa conspiración del 8 de febrero, y a consecuencia propuse un escudo para todos los oficiales y una medalla para los miembros del ilustre Cabildo, lo que ha sido aprobado, y espero que me serán remitidas en primera oportunidad. Luego que lleguen tendré la satisfacción de remitirle la que ha merecido usted tan dignamente.
A continuación agradecía un gesto de Quiroga muy típico de la cortesía provinciana, que se sintió en la obligación de retribuir en forma similar:
He recibido la carga de naranjas que usted me ha remitido, cuya fineza la he apreciado del modo más vivo, así por ser exquisitas y particulares en este destino, como por ser un obsequio de un amigo a quien aprecio de un modo singular. Con el mismo miliciano que trajo las naranjas, le remito a usted seis quesos para que los tome en mi nombre.
Dentro de pocos días pienso mandar a su consignación un individuo para que con él me remita cuatro barriles de vino de los mejores que se encuentren en ese destino, pero con la precisa condición de que me ha de hacer el cargo de su importe, sin cuya circunstancia no los admitiré.
No deje usted de escribirme en cuantas proporciones tenga, que yo jamás dejaré de contestarle con el mayor placer. Ruego a usted con todo el sentido de la expresión recuerde todos los momentos el aprecio que me debe y ocupe con toda confianza y sin ceremonia a quien será eternamente su buen amigo. (25)
El contenido de la carta disipa la versión de que Quiroga había sido preso por forajido. No se escribe en esos términos a quien se considera un delincuente, ni tampoco, en aquellos tiempos, a quien no es considerado un igual.
Meses más tarde, con fecha 16 de octubre, el ahora general Dupuy le enviaba un oficio con el que le adjuntaba la medalla conferida por el Directorio como premio «por sus distinguidos servicios en esta ciudad de San Luis el 8 de febrero último en la horrorosa conspiración intentada por los enemigos de nuestra causa y por los oficiales prisioneros del ejército del rey». (26)
Quiroga no podía abstraerse de los cada vez más intensos sacudones que experimentaba el país. Cada viajero que llegaba a los Llanos refería la agitación reinante en Buenos Aires y en el resto del territorio, de la que La Rioja no resultaba ajena pues el gobernador Diego de Barrenechea era constantemente jaqueado por sus adversarios locales.
Se acrecienta la discordia
En Buenos Aires, las presiones políticas, en especial de los caudillos del litoral, y la falta de concreción de los proyectos monárquicos impulsaron al Congreso a sancionar una constitución que diera un nuevo ordenamiento jurídico a las Provincias Unidas. Establecía una organización ejecutiva válida tanto para una monarquía como para una república. Pero su marcado centralismo y su carácter unitario provocaron el inmediato rechazo de las provincias de Santa Fe y Entre Ríos, que se habían pronunciado sin vacilaciones por el sistema federal.
Debido al desgaste político sufrido y al deterioro de su salud, Pueyrredón renunció como director supremo de las Provincias Unidas. Estaba seguro de haber cumplido sus dos grandes objetivos: la libertad de Chile y la sanción de una constitución que encarrilara definitivamente el país. En su reemplazo fue designado interinamente el general Rondeau.
El Congreso promovió la jura de la Constitución para el 25 de mayo de 1819 y La Rioja se dispuso a jurarle acatamiento, pese a que por entonces ya la llama del federalismo se había encendido en algunos dirigentes. Aquel día, con la presencia de numeroso público, el coronel Eduardo Kaunitz barón de Holmberg, que se hallaba preso en la ciudad por orden de Belgrano, pronunció su promesa inclinándose ante el Evangelio. Luego lo hicieron los prelados de las órdenes religiosas de la ciudad, el tesorero de la Caja de La Rioja, el administrador de correos y los comandantes militares de los distintos partidos, entre ellos Juan Facundo Quiroga.
El acto no fue del todo pacífico. El cura Juan José de Espinoza se negó a prometer fidelidad hasta no saber que la constitución estuviese libre de artículos opuestos a la religión, aunque citado por el gobierno al día siguiente, procedió a jurar tras haberla leído. Por otro lado, los vecinos Mateo Vallejos y Andrés Vega fueron acusados por el gobernador de ridiculizar el acto. Lo cual no impidió que durante ocho días consecutivos hubiera juegos, bailes y luminarias. (27) Sin embargo, no tardaría en ser alterada la tranquilidad.
Los Dávila acusaron a Barrenechea de gobernar despóticamente, por las contribuciones forzosas y los donativos que disponía. Esto no respondía a un capricho personal, sino a las presiones del Directorio. Por otro lado, se imputaba al teniente de gobernador de maquinar contra el diputado Castro Barros.
Barrenechea se quejó a Rondeau de la acción del «grupo anárquico y sedicioso» encabezado por Ramón Brizuela y Doria, del que formaban parte dos cabildantes y el sacerdote Francisco Javier Granillo. Y estos se consideraron agraviados por varias acciones del funcionario que eclosionaron en junio de 1819 a raíz de la decisión de Barrenechea de no concurrir a la sala del ayuntamiento ni a la celebración religiosa si tenía lugar en la iglesia matriz, por estar enemistado con el cura Espinosa.
El teniente de gobernador produjo por esos días un atropello al Cabildo que los capitulares se negaron a tolerar. Con el objeto de que el coronel Holmberg y otros forasteros se instruyeran de asuntos reservados, extrajo el libro de acuerdos de la corporación y lo retuvo en su poder varios días.
El 18 de junio, el cabildo en pleno firmó un acta donde se hacían constar esas irregularidades. Pero el mismo día, don José Prudencio Quiroga, que ostentaba la dignidad de alcalde de segundo voto, denunció ante Barrenechea las presiones que habían protagonizado los cabildantes Dávila y Pazos, y aclaró que durante la sesión tanto él como José Toribio Mercado habían formulado objeciones que no habían sido tomadas en cuenta.
Cuando Barrenechea dispuso la formación de una compañía compuesta por esclavos para atender a las crecientes necesidades militares, el síndico procurador del Cabildo abundó en consideraciones sobre los perjuicios que la medida provocaba a los propietarios. El teniente de gobernador lo acusó, junto con otros adversarios, de intrigar y difundir falsos rumores en una conducta que atentaba contra los intereses de la patria. A su vez, el Cabildo le negó atribuciones, y ambas partes continuaron enfrentadas por futilezas. Hasta que cada una decidió recurrir al Directorio.
Antes de recibir la resolución, redactada en forma salomónica por un jurista experto y conciliador que había desempeñado papeles de extrema importancia desde los primeros días de la revolución, el doctor Juan José Paso, Barrenechea mandó instruir un nuevo expediente contra el alcalde de primer voto, Nicolás Dávila y el regidor Pazos, acusándolos de conspiración. El padre de Quiroga y otro capitular dieron elementos para avalar la decisión del gobernador. Las actuaciones sumaron una pila de folios, que fueron remitidos al Directorio.
Rondeau, que tenía problemas más serios que resolver, puso fin al entredicho citando a Barrenechea a Buenos Aires donde se le asignaría nuevo destino «para seguir prestando servicios a la patria», pero este se encegueció y desobedeció la orden de entregar el mando al cabildo hasta que llegara el nuevo teniente de gobernador, Gregorio José González, y volvió a insistir ante el Directorio poniendo de relieve sus aportes a los ejércitos patriotas y sus esfuerzos por mejorar la explotación de las minas de Famatina.
Quiroga se encontraba entre la espada y la pared. Barrenechea insistía en mantenerse en el puesto y el Cabildo le ordenaba que reuniese materiales bélicos a raíz de la difícil situación creada en la vecina Catamarca como consecuencia de la guerra entre el mandatario tucumano Benjamín Aráoz y el gobernador de Salta, general Martín Miguel de Güemes. Este había sido derrotado y se temía que los tucumanos avanzasen sobre Catamarca e incluso convulsionaran todavía más La Rioja. (28)
Pero en realidad lo que quería Dávila era asegurarse la subordinación de Quiroga, al menos mientras lograba afianzarse en el poder.
Aquel mismo día, José María Suero le escribía desde San Juan por un motivo bien distinto. Había recibido la carta de Quiroga con instrucciones para organizar una carrera de caballos a la que lo habían desafiado, tal vez para probar la velocidad y el brío de sus corceles, que este quería realizar cuanto antes. Pero el comedido no encontraba contrincantes pues todos los jinetes famosos se hallaban ocupados en distintos puntos. Es de imaginar la contrariedad del jugador empedernido que era Juan Facundo, quien debió resignarse a olvidar el certamen y conformarse con el pedido de compra de un poncho y 200 cabras que le hacía Suero, transacción que le permitía ganar una suma importante por vías menos riesgosas que apostando a la destreza de un jinete y a la resistencia de un animal. (29)
Para poner en situación de combate a su gente y a la de las zonas vecinas, Quiroga debía gastar todo el dinero con que contase y a la vez enviarle a Dávila 100 pesos. Este, por su lado, había ordenado al comandante de Famatina que fundiese balas en la fragua de las minas, con el fin de poder disparar sus fusiles y pequeñas piezas de artillería. (30)
Motín de Arequito y rebelión de los Cazadores de los Andes
Cansados de guerrear y jaqueados por las privaciones, los soldados del Ejército del Norte, que habían marchado primero a las órdenes de Belgrano y después al mando del general Francisco Fernández de la Cruz, con el fin de combatir a los caudillos del litoral, se amotinaron en la posta de Arequito, Santa Fe, el 8 de enero de 1820. Entre los sublevados se destacaban futuros caudillos políticos que rivalizarían entre sí, como el general cordobés Juan Bautista Bustos, que se puso al frente de las tropas, su comprovinciano el coronel José María Paz y el tucumano coronel Alejandro Heredia.
El ejército fue disuelto y cada jefe regresó a su provincia. En varias de ellas promovieron revoluciones locales que les permitieron asumir como nuevos gobernadores. Tales fueron los casos de Bustos, que logró la renuncia del doctor Manuel Antonio Castro en Córdoba, y de Ibarra, quien acabó por separar Santiago del Estero de la provincia de Tucumán gobernada por Bernabé Aráoz.
El retiro de las tropas que rehusaron participar en acciones bélicas que no respondieran a la causa de la independencia permitió el avance de los desarrapados pero valientes soldados de Estanislao López y Francisco Ramírez sobre Buenos Aires.
Un día después de Arequito, sin que hubiese existido conexión alguna, se produjo un alzamiento de tropas del Ejército Argentino Chileno que se hallaban en Cuyo.
San Martín había rechazado la orden del director Rondeau, que en cambio había aceptado Belgrano, para no mezclarse en las luchas fratricidas y poner en riesgo la campaña libertadora al Perú. Gravemente enfermo cruzó los Andes y dejó en Cuyo una división de su ejército al mando del coronel Rudecindo Alvarado, que alcanzaba a unos 2.200 hombres. La fuerza inicial de 1.100 soldados había sido aumentada con reclutas cuyanos en previsión de marchar a Buenos Aires si se concretaba una tan anunciada expedición española contra el Río de la Plata, o de formar parte de la operación anfibia con la que San Martín pensaba libertar al Perú. El Batallón Nº 1 de Cazadores de los Andes era una unidad de infantería ligera que tenía adscritas algunas compañías de cazadores-dragones, con un total de cerca de 1.000 plazas, la mayoría de las cuales se hallaban en San Juan. En Mendoza se encontraban los cazadores montados y en San Luis el Regimiento de Granaderos a Caballo. Esa distribución buscaba garantizar que Cuyo quedara libre de la propagación del incendio que afectaba el litoral.
El levantamiento en San Juan, encabezado por el capitán Mariano Mendizábal y secundado por oficiales subalternos y sargentos, se concretó al grito de consignas federales, y depuso al gobernador José Ignacio de la Roza con el apoyo del cabildo local. Pero no pudo contener el brutal saqueo y las tremendas tropelías de la tropa. El gobernador intendente de Cuyo, general Toribio de Luzuriaga, intentó sofocar el movimiento, pero temió ser vencido y volvió a Mendoza, donde renunció al mando. San Martín ordenó el repliegue de las tropas que no habían intervenido en la rebelión, que cruzaron los Andes al mando de Alvarado. Poco después, Mendoza y San Luis, cuyo mandatario Dupuy fue depuesto, se convirtieron en provincias federales al igual que San Juan.
En aquella situación de confusión y tensión, Ramírez y López procuraron invadir Buenos Aires, en expreso repudio a la constitución unitaria. Contaron con el apoyo de los exiliados Carlos de Alvear y José Miguel Carrera, quienes desde Río de Janeiro conspiraban para causar la caída del Directorio y asumir el control político.
Menos de un mes más tarde, el 1º de febrero de 1820, los soldados al mando de Rondeau se enfrentaron contra los gauchos santafesinos y entrerrianos en los campos de Cepeda. Fue, al decir de Diego Luis Molinari, «la batalla que en un minuto decidió la suerte de un siglo». López se dirigió al Cabildo de Buenos Aires para prevenirle: «En vano será que hagan reformas por la administración, que se anuncien constituciones, que se admita un sistema federal: todo es inútil si no es la obra de un pueblo en libertad».
Y el ayuntamiento comprendió que no eran meras palabras y que debía impedir la dictadura militar del general Soler, único con el que había aceptado tratar Ramírez. Intimó al director y al Congreso su cese «en nombre de la salud pública» y tanto Rondeau como los diputados aceptaron sin oponer resistencia.
Tras un intento de nombrar nuevo director, la presión de los federales terminó por causar la desarticulación completa del gobierno central, lo que implicó la reasunción de la soberanía por parte de cada una de las provincias.
Quedaba firme la idea de un gobierno republicano y moría todo intento de instaurar una monarquía. Paralelamente, el ejército de Artigas fue finalmente derrotado por el general portugués Lecor en la batalla de Tacuarembó (Uruguay), lo que ocasionó el retiro del caudillo y la completa pérdida de la Banda Oriental que quedó bajo el dominio lusitano.
El proyecto centralista de Buenos Aires había cedido paso a la instauración de gobiernos autonómicos que debían buscar nuevas formas de relacionarse entre sí y de enfrentar los peligros que provinieran del exterior.
Repercusión en La Rioja
El 26 de enero de 1820, Barrenechea, con el respaldo de los Ocampo, que vieron llegada la hora de acabar con los Dávila, convocó a un cabildo abierto que lo repuso en el mando en forma interina, previa prisión del gobernador intendente González. Quien había ordenado el arresto había sido el general Francisco Antonio Ortiz de Ocampo, decidido a volcarse al nuevo orden de cosas en el plano nacional. Al día siguiente, Barrenechea le escribió a Quiroga para que se sometiera a su autoridad, invocando incluso el disgusto que podía darle a su padre si formaba parte del bando de sus opositores:
Está vulgarizado en este pueblo que vuestra merced trata de reunirse con don Nicolás Dávila para hostilizar a este pueblo desobedeciendo a este gobierno.
Yo, persuadido de sus buenos sentimientos y de nuestra amistad, no he dado el menor asenso a esta noticia que lastimará demasiado el corazón sensible de su padre si llega a saberlo. Pero yo espero que vuestra merced, en obsequio de la paz de este vecindario, no se aventure a un paso que oscurece su reputación y buen nombre, antes por el contrario creo que vuestra merced debe en cumplimiento de la orden que le dirigió el cabildo gobierno ponerse en marchas redobladas (si no lo ha verificado) hacia esta ciudad con la gente de mayor confianza, lo que verificado me anticipará un parte de su arribo desde Tucumán. (31)
Dos jornadas más tarde, tras ratificarle su confirmación por el vecindario, Barrenechea le hizo saber que había ordenado al coronel Domingo Ortiz de Ocampo que lo hiciese reconocer como sargento mayor y comandante interino del regimiento de los Llanos y que debía presentarse en La Rioja solo con su compañía, suspendiendo hasta nueva orden la marcha de las demás.
Concluía el mes cuando el coronel dispuso que Quiroga y los capitanes Peñaloza y Fernández se detuviesen en Patquía y tratasen de interceptar la correspondencia de Inocencio del Moral y Benito Villafañe, quienes a la postre apoyarían a su hermano el general. Al mismo tiempo les hacía saber que él llegaría al día siguiente y que durante su ausencia Quiroga era el destinado a reemplazarlo.
Por su parte, Barrenechea le recomendaba a Ortiz de Ocampo que velase sobre la conducta de los hombres díscolos, pues había que evitar que se difundieran ideas contrarias al sistema de libertad proclamado en la provincia. Y este le advirtió a Quiroga que los nombres de las personas cuya lista acompañaba no podían intervenir en las reuniones populares pues estaban suspendidos en los derechos de ciudadanía mientras no se limpiaran de la acusación de ser «disidentes contra la libertad».
Una vez dominada la situación, los Ortiz de Ocampo dieron un nuevo paso: el 1º de marzo decidieron, con el respaldo de gente de la campaña, que La Rioja se convirtiera en provincia independiente hasta la futura reunión de un congreso nacional. En aquella ocasión se adoptó «la forma federal proclamada por los demás pueblos hermanos». Acto seguido el general Ortiz de Ocampo fue designado gobernador.
Quiroga, que parecía haber manifestado simpatías por el sistema unitario, comprendió que la mayoría de la población riojana abrazaba las ideas federales y, como dice Ricardo R. Caillet-Bois, «tuvo el buen tino de someterse a los principios que acababan de triunfar». (32)
1. Armando Raúl Bazán, Historia de La Rioja, Buenos Aires, Editorial Plus Ultra, 1979, p. 199.
2. Ibidem, p. 202.
3. Pedro de Paoli, Facundo. Vida del brigadier general don Juan Facundo Quiroga. Víctima suprema de la impostura, Buenos Aires, Ciordia & Rodríguez, 1952, p. 22.
4. Ibidem, p. 26.
5. Ibidem, p. 24.
6. Op. cit., p. 229.
7. Ibidem, p. 231.
8. Archivo del Brigadier General Juan Facundo Quiroga (1815-1821) (en adelante AJFQ), tomo I, Buenos Aires, Universidad de Buenos Aires. Facultad de Filosofía y Letras. Instituto de Historia Argentina «Dr. Emilio Ravignani», 1957, p. 45. Al comandante de la Villa de la Concepción, 10 de julio de 1815.
9. Juan Facundo Quiroga, Buenos Aires, Emecé, 1999, p. 39.
10. Op. cit., p. 237.
11. Ibidem.
12. Sobre este singular personaje de tanta actuación en las primeras décadas de la revolución y la independencia, es fundamental el libro de Américo A. Tonda, Castro Barros, Córdoba, Imprenta de la Universidad, 1949. Más recientemente se ocupó de su trayectoria y sus vínculos con el caudillo riojano, Juan Aurelio Ortiz, Cartas y algo más. Castro Barros y Facundo Quiroga, La Rioja, Ernesto Víctor García, 2008, y en Pedro Ignacio de Castro Barros. Sacerdote y político argentino, Buenos Aires, Círculo de Legisladores de la Nación Argentina, 2014.
13. AJFQ, cit., p. 54.
14. AJFQ. De Peñaloza a Quiroga. Malanzán, 10 de marzo de 1816.
15. Ibidem. Catuna, 15 de agosto de 1816.
16. Archivo del Arzobispado de Córdoba, Parroquia de Tama, caja 5, carpeta 6: Información de Dn. Juan Facundo Quiroga con Da. Dolores Fernández. Año de 1816.
17. Miguel Bravo Tedín, Llanistos del 19. Vida cotidiana en los Llanos de La Rioja en el siglo XIX, La Rioja, Nexo, 2004, p. 71.
18. Archivo General de la Nación, Buenos Aires, Sucesiones. Testamentaria del finado Sor. Brigadier Gl. Juan Facundo Quiroga, leg. 2-1-G. Tal declaración tendía a tornar más fácil la repartición de la herencia, pues al tratarse de bienes gananciales la mitad correspondían a la esposa y la otra mitad se repartía entre los hijos. Ver también: Bienes sucesorios del Brigadier General don Juan Facundo Quiroga (introducción por el académico de número Ernesto J. Fitte), Buenos Aires, Academia Nacional de la Historia, 1971.
19. La imprecisión con que se llevaban los libros de bautismo, matrimonios y defunciones torna difícil ofrecer fechas exactas. En ocasiones los bautizados por necesidad, cuando alguna dolencia hacía prever su muerte, recién eran registrados en el momento en que podían ser llevados a las parroquias. En no pocas oportunidades, los párrocos anotaban en hojas sueltas los nacimientos, bodas y muertes, que solían extraviarse y luego ponían fechas aproximadas a pedido de los familiares o apelando a su memoria.
20. «Argentina, La Rioja, registros parroquiales 1714-1970». Database with images, Family Search. Inscripto el 14 de julio de 1816. No se sabe qué relación mantuvo con su padre pero se conoce que tuvo cinco hijos y que vivió al menos hasta fines de la década de 1860. En la testamentaria promovida tras el asesinato de Quiroga, su esposa señaló como únicos y universales herederos, junto con ella, a los hijos de su matrimonio.
21. También es factible que se tratase de un hijo de una hermana o miembro cercano de la familia a la que deseaba proteger. Véase María Isabel Seoane, «Crianza “versus” adopción en el Buenos Aires colonial. Estudio realizado sobre la base de protocolos notariales», en Actas y Estudios. Congreso del Instituto de Historia del Derecho Indiano, volumen 2, Madrid, 1991, p. 161.
22. Op. cit., p. 44.
23. Apoteosis de Pringles (1795-1895). Precedida de una Carta-Prólogo del Dr. Anjel Justiniano Carranza. Publicación coordinada por Juan W. Gez y enriquecida con documentos auténticos para perfilar la memoria del glorioso vencido en Chancay, reedición de la obra publicada en 1895, San Luis, San Luis Libro, 2010, p. 205. Se publican las versiones de historiadores y contemporáneos acerca de los sucesos.
24. Historia de San Martín y de la emancipación sudamericana, transcripto en Apoteosis de Pringles…, cit., p. 229.
25. AJFQ, tomo I, p. 109.
26. Ibidem, p. 110.
27. Bazán, op. cit., p. 258.
28. AFJQ, tomo I, p. 114. La Rioja, 3 de enero de 1820.
29. Ibidem, p. 115. San Juan, 3 de enero de 1820.
30. Ibidem, p. 116. La Rioja, 6 de enero de 1820.
31. La carta ha sido citada por David Peña, Pedro de Paoli y otros autores como muestra de la veneración que Quiroga sentía por su padre, circunstancia que no impediría que la desobedeciera.
32. Advertencia preliminar e introducción al Archivo del Brigadier General Juan Facundo Quiroga, tomo I, p. 43.