Los dos días más importantes de tu vida son el día en que naces y el día en que descubres para qué.
MARK TWAIN
Para definir el propósito, conviene antes de nada bucear rápidamente tanto en las definiciones históricas del concepto como en aquellas más recientes nacidas al albor de este resurgir.
El propósito no constituye un concepto nuevo en el management, puesto que desde hace ya muchos años se viene hablando de la responsabilidad de las empresas en relación con su impacto en la sociedad.
Quizás el primer y mayor visionario en este sentido fue Robert Wood Johnson, presidente de Johnson & Johnson desde 1932 a 1963 y miembro de la familia fundadora de la compañía. Fue él quien escribió el primer borrador del magnífico Credo de Johnson & Johnson en 1943,34 justo antes de que la compañía se convirtiera en una empresa cotizada. Leamos ese credo (su «brújula») que, en palabras de sus directivos, aún hoy es utilizado por ellos para tomar decisiones y guiar a la compañía:
Creemos que nuestra primera responsabilidad es para con los médicos, los enfermeros o enfermeras y pacientes, para con las madres y los padres, y para con todos aquellos que utilizan nuestros productos y servicios. Todo lo que hagamos para satisfacer sus necesidades ha de ser de alta calidad. Debemos esforzarnos constantemente en reducir nuestros costes para poder mantener unos precios razonables. Los pedidos de nuestros clientes han de servirse con rapidez y precisión. Nuestros proveedores han de tener la oportunidad de obtener un beneficio justo.
Somos responsables ante nuestros empleados, los hombres y mujeres que trabajan con nosotros en todo el mundo. Todos deben ser considerados como individuos. Debemos respetar su dignidad y reconocer su mérito. Han de tener una sensación de seguridad en sus trabajos. La compensación ha de ser justa y adecuada, y las condiciones de trabajo limpias, ordenadas y seguras. Debemos ser sensibles a la manera en que podemos ayudar a nuestros empleados en el cumplimiento de sus obligaciones familiares. Nuestros empleados han de sentirse libres para hacer sugerencias y formular sus quejas. Debe haber las mismas oportunidades de empleo, desarrollo y promoción para aquellos que estén cualificados. Debemos proveer una dirección competente, y sus acciones deben ser justas y éticas.
Somos responsables ante las comunidades en las que vivimos y trabajamos, y también ante la comunidad mundial. Debemos ser buenos ciudadanos, apoyar las buenas obras y la caridad, y pagar nuestra parte equitativa de los impuestos. Debemos promover las mejoras cívicas, sanitarias y educativas. Debemos mantener en buen estado los bienes que tenemos el privilegio de utilizar, protegiendo el medio ambiente y los recursos naturales.
Nuestra responsabilidad final es para con los accionistas. Nuestro negocio ha de mantener un beneficio sólido. Debemos experimentar con nuevas ideas. Se debe investigar, desarrollar programas innovadores y pagar por los errores. Deben adquirirse nuevos equipos, proporcionarse nuevos medios y lanzarse nuevos productos. Se deben crear reservas para hacer frente a los tiempos adversos. Si actuamos de acuerdo con estos principios, los accionistas han de obtener una retribución justa.
Lo más increíble de este credo es el año en el que se redactó (1943), cuando no existía en absoluto el concepto de responsabilidad social corporativa (RSC), e incluso la palabra stakeholders (grupos de interés o partes interesadas) no estaba en uso, lo cual da una idea del espíritu visionario del texto y, por supuesto, de la grandeza que implica su uso e inspiración por parte de la compañía hasta el día de hoy. De hecho, el término stakeholder comienza a ser utilizado por el Stanford Research Institute como mezcla de las palabras inglesas shareholder y stockholder (ambas con el significado de «accionista»), para ser posteriormente empleado por el pionero del management Igor Ansoff en 1965 y más tarde popularizado por Edward Freeman35 en su definición de 1984, la más aclamada mundialmente.
Si seguimos buceando en la historia, podemos recuperar una frase histórica que David Packard (cofundador de Hewlett-Packard) utilizó en un discurso a la compañía en 1960: «Quiero debatir cuál es la razón primera por la que una empresa existe. En otras palabras, ¿para qué estamos aquí? Creo que muchas personas asumen, erróneamente, que una empresa existe simplemente para ganar dinero. Si bien ese es un resultado importante de la existencia de una empresa, tenemos que indagar de forma más profunda y encontrar las verdaderas razones de nuestra existencia».
Fijaos que, en este discurso, David Packard habla de la necesidad de «indagar de forma más profunda y encontrar las verdaderas razones de nuestra existencia» como organización, lo que, como veremos más adelante, se ha demostrado absolutamente cierto, pero requiere de una cierta capacidad de abstracción y de una cierta curiosidad creativa a fin de «descubrir» o «construir» esa razón o razones fundamentales.
Y es que Hewlett-Packard era una de las empresas que, al igual que Johnson & Johnson, se incluían en aquel estudio de 1996 sobre compañías visionarias que luego se convirtió en libro (el célebre Built to Last de Collins y Porras) y que, como ya comenté en la introducción, me inspiró profundamente al inicio de mi carrera profesional. Tal investigación y el libro al que dio lugar constituyen probablemente una de las primeras ocasiones en las que los conceptos de propósito y valores aparecieron con verdadera fuerza. En concreto, Collins y Porras hablaban de dos grandes conceptos correspondientes a lo que ellos denominaban «la ideología» de una corporación. Uno de ellos era lo que nos mantenía unidos (como el pegamento, decían los autores), nos identificaba como colectivo y no cambiaba a lo largo del tiempo, por mucho que cambiasen el negocio en el que se desenvolvía la compañía, el entorno o incluso el sector. Así pues, este concepto englobaba claramente tanto el propósito como los valores de la organización. Es decir, «la razón principal de una organización para existir», que se encontraba más allá de los beneficios económicos y que hacía que las personas se sintieran motivadas cada mañana para ir a trabajar. En palabras de los autores del libro, los fundadores «no te hablan de que fundaran su compañía para generar dividendos al accionista o hacerse ricos», no, lo que realmente describen es la motivación que sentían por aportar algo necesario para la sociedad o para algún colectivo o colectivos importantes de la misma, esto es, por generar una contribución al bien común. Tal propósito, por otra parte, y según los fundadores, no era algo que la compañía tuviese que alcanzar o conseguir a modo de objetivo, sino que funcionaba más bien como «un faro» al que mirar en momentos de incertidumbre y de cambio, y que nos aclaraba el destino más adecuado para nuestro barco, es decir, la organización.
La que acabamos de exponer («la razón principal de una organización para existir») se trata quizá de la definición más extendida de este factor, popularizada, entre otros, por la escuela de negocios IMD (International Institute for Management Development) y a la que volveremos más adelante.
Por su parte, el EY Beacon Institute lo define, de manera similar, como «la razón aspiracional para existir que está enraizada en la humanidad e inspira y llama a la acción».
Otra interesante formulación es la que ofrece la consultora BCG,25 que sitúa el propósito como el «por qué» de la compañía, en la intersección entre dos grandes conceptos, que yo adapto a mi manera:
• El qué, es decir, qué es importante para nosotros (nuestros valores) y en qué somos buenos (fortalezas).
• Y cuál es la contribución que hacemos a la sociedad y el planeta.
Figura 4
Fuente: Adaptado por Víctor Rodríguez Ardura de BrightHouse & BCG: Purpose with the Power to Transform your Organization. Mayo de 2017
En cuanto a la dimensión personal, más allá del negocio, Aaron Hurst, en su magnífico libro The Purpose Economy,36 nos dice que las compañías orientadas a que las personas vivan su propósito y se autorrealicen lo hacen realidad en la medida en que permiten que estas vivan en su trabajo experiencias de tres tipos: contribuir a algo más grande que uno mismo (impacto), lograr desarrollo personal y profesional (crecimiento) y desarrollar y mantener una fuerte red de relaciones sociales (relaciones).
En todos estos casos es importante mencionar que dicha razón de existir aglutina a todos los grupos de interés (stakeholders) de la compañía en torno al deseo de lograr un impacto en el bien común, principalmente en tres ámbitos: el económico, el social y el medioambiental, es decir, las famosas 3 P de las que hablan los anglosajones: Profit, People & Planet, y que conforman el concepto de sostenibilidad, al que ya nos hemos referido en páginas anteriores.
Volviendo a la historia, aunque el concepto de propósito o de realización del bien común no es, como vemos, en absoluto nuevo, a finales del siglo pasado perdió vigencia (en especial durante los años 70 y 80) en favor del famoso y renombrado valor añadido para el accionista, que funcionó cual mantra en los años de exaltación del retorno de la inversión como indicador clave de gestión para las compañías, una época en la que la dimensión financiera concentraba los principales objetivos empresariales. En los años 90, y de manera muy lenta y gradual, la citada noción empezó a emerger, primero bajo el archiconocido concepto (ya mencionado) de responsabilidad social corporativa (RSC), y luego, ya en los albores de este siglo xxi, bajo los conceptos de desarrollo sostenible, sostenibilidad, triple bottom line o valor compartido (shared value),37 como ha popularizado más recientemente Michael Porter.
Y es que, aunque con diversos matices y significados que varían de compañía a compañía y en función del contexto concreto de cada una, todas estas corrientes comparten la idea de que las compañías deben crear valor no solo a un grupo de interés (léase accionistas) sino a todos los stakeholders o grupos de interés de la compañía, empezando por sus personas, como base para el bien común. En ese sentido, veremos que un buen propósito aglutina las acciones de RSC y sostenibilidad, pero va un poco más allá al poner a la persona en el centro, cosa que esas otras iniciativas no siempre hacen.
Así pues, si tomamos en cuenta todas las definiciones anteriores, sin duda podemos elaborar una definición sencilla de propósito como el auténtico «para qué» de la organización, es decir:
• Para qué existimos como organización (razón de existencia).
• Para qué fines del bien común contribuimos (sociales, económicos y/o ambientales).
• Para qué se levantan las personas de mi organización cada mañana de lunes a viernes.
En la definición es importante que estén presentes esas tres dimensiones, pues sobre ellas pivota el éxito de un buen propósito: fin último más allá de ganar dinero, contribución a la sociedad y a nuestros stakeholders y fuente de inspiración y desarrollo para nuestras personas y equipos.
Fijaos que me refiero al «para qué» y no al «por qué», pues si bien en inglés sería «por qué» (why), en español la pregunta «por qué» puede dirigir nuestra mirada hacia atrás, tratando de buscar justificaciones a las causas por las cuales hemos actuado, cuando en realidad lo que nos interesa es enfocarnos en el futuro, en la visión para los próximos años, un lugar al que nos lleva más fácilmente la pregunta «para qué», como sabemos muy bien los que también trabajamos como coaches.
Es interesante que los primeros en hablar de los para qué (why) como fórmula o método para llegar al propósito fueran Collins y Porras en el citado Built to Last. Posteriormente Richard Barrett, al que nos referiremos más adelante como uno de los grandes ideólogos de la cultura y los valores corporativos, lo utilizó también, en su libro The Values-Driven Organization,38 como método para construir o revisar la misión y la visión de una organización (the four whys), aunque, no obstante, es en los últimos años cuando el célebre Simon Sinek lo ha popularizado de forma mucho más divulgativa y con gran impacto, mediante su célebre Start with Why: How Great Leaders Inspire Everyone to Take Action39 y su charla TED sobre el tema.40
En la mencionada charla, visualizada por más de 25 millones de personas en todo el mundo, Sinek nos habla de un círculo dorado o Golden Circle compuesto de tres círculos concéntricos, en cada uno de los cuales tendríamos un concepto, de forma que, de fuera adentro, encontraríamos el qué, el cómo y el por qué del producto o servicio. Así, el qué integraría el primer círculo y en él encontraríamos el producto o servicio que la empresa vende o fabrica (ordenadores, en el ejemplo de Sinek con Apple); el cómo nos permite diferenciar el citado producto del resto, es decir, nos muestra aquellos atributos o propuestas que lo hacen distinto y único (en el caso de Apple, Sinek habla del diseño y del hecho de ser user-friendly o fácil de usar); por último, en el círculo central hallaríamos el por qué: la razón por la que se crea ese producto, es decir, el propósito, la causa o las creencias que subyacen a su fabricación y que hacen que nos enamoremos de un producto y nos guste más que el resto, pues compartimos tal propósito o tales creencias. En el caso de Apple, dice Sinek que ese por qué es que «queremos cambiar el mundo gracias a la tecnología».
Lo más novedoso de la propuesta de Sinek es que la comunicación empresarial suele hacerse –en términos de este círculo– de fuera adentro: comunicamos el qué y el cómo, que son contenidos normalmente conectados con el cerebro racional (el neocórtex) del hombre, el que más tarde se desarrolló, y que por ello se basan en describir características racionales sobre cómo es mi producto y qué hace, mientras que la comunicación basada en el por qué va de dentro afuera y se basa en la conexión con la emoción de la persona y –añado yo– con los valores y el propósito de la misma. De ahí que al final, y siguiendo con su ejemplo, los cientos de miles de fans de Apple estén alineados con esa creencia fantástica de que la célebre manzana está cambiando el mundo –tal como lo conocemos– con cada nuevo producto que lanza. Es decir, no compran en función del qué ni del cómo es el producto (elementos racionales clásicos), sino del por qué, esto es, de su conexión vital con ese propósito con el que presuntamente Apple está cambiando la vida de millones de personas.
En consecuencia, y tal como nos demuestran Sinek y otros estudios similares, una razón más para darle importancia al propósito sería que si lo usamos como base de nuestra comunicación podremos acceder más fácilmente a la parte emocional de la persona y conectar con ella.
Así pues, y en resumen, podemos definir el propósito de una organización como su razón máxima para existir con arreglo a tres pilares: su negocio, su contribución externa y sus personas.
• Su negocio, es decir, el qué hacemos, porque cuanto más cerca esté el negocio de generar un impacto positivo en el mundo –más allá del dinero–, tanto mejor será.
• Su contribución externa, porque su impacto en clientes, proveedores, instituciones y otros grupos de interés o stakeholders es básico para generar el bien común en la sociedad.
• Sus personas, porque nada de esto tendrá sentido si el propósito no es capaz de inspirar a las personas y conseguir que todo el tiempo que emplean en trabajar pase a tener un sentido de contribución personal a una causa más grande o poderosa que la propia función o puesto que ocupan, esto es, al bien común. En definitiva, la respuesta al «¿Para qué me levanto cada mañana entre lunes y viernes?» es un elemento vital de motivación para la persona que trabaja en una organización.
En este último sentido, la ya clásica historia del rey medieval que, de paseo con su corte, se encuentra con un grupo de hombres que arrastran unos enormes pedruscos por un camino nos ofrece un gran ejemplo. En dicha historia, el cortejo se detiene y el monarca –interesado en el trabajo del grupo– le pregunta a uno de aquellos hombres: «¿Qué estáis haciendo?», a lo que el disciplinado obrero contesta: «Llevando estas grandes piedras de este montón a aquella ladera, mi señor». En cambio, cuando más adelante el cortejo se topa con otro grupo de hombres que desarrollan la misma actividad que los anteriores y el rey vuelve a preguntar: «¿Qué estáis haciendo, buen hombre?», este nuevo trabajador responde, de manera muy firme y segura: «Construyendo una catedral, mi señor».
La diferencia entre las respuestas de ambos hombres ilustra muy bien dos hechos: la grandeza de que nuestro trabajo contribuya a un buen propósito y de que nos sintamos orgullosos de participar en el proyecto mucho más allá de la propia tarea, a veces rutinaria o monótona, y la importancia de tener claro cuál es dicho propósito y, por consiguiente, de que sea trabajado por todos y comunicado adecuadamente. Ampliaremos este segundo aspecto más adelante.
En este punto, otro elemento a tener en consideración sería la relevancia que la motivación personal por el trabajo ha cobrado en los últimos tiempos, principalmente por los siguientes motivos:
• Las nuevas generaciones –llamémoslas Generación Y o millennials, o incluso Generación Z–, como ya hemos comentado anteriormente, muestran un interés mucho más potente y enraizado por su propósito personal y por la posibilidad de que su trabajo sea un vehículo que los acerque al mismo.
• El incremento espectacular de la esperanza de vida en el mundo occidental, sobre todo en los últimos años, nos está conduciendo a una realidad en la que, además de trabajar más años (quién duda ahora de que al menos la gente de mi generación trabajará hasta los 70 años) y vivir más y mejor la última etapa de la vida, cuando echemos la vista atrás y hagamos un recuento del tiempo que hayamos pasado trabajando respecto al que hayamos dedicado a nuestras personas más queridas (pareja o parejas, padres, hijos...), el balance siempre será favorable al número de horas trabajadas. Ignoro, querido lector, si has realizado ese recuento alguna vez, pero si quieres calcularlo de forma fácil cuenta aproximadamente el número de años que llevas trabajando y multiplícalo por los 225 días laborales que cada año tiene (365 días menos 104 correspondientes a los fines de semana y 36 –más o menos- a los festivos y vacaciones). Una vez hecho esto, calcula el tiempo que pasas con tu familia o pareja (esos 140 días que te faltan para llegar al año más horas sueltas cada día) y, en fin, creo que empezarás a ver –infelizmente quizás– que en la mayoría de los casos vence tu trabajo. Así pues, cada vez es más difícil vivir de modo coherente en una realidad en la que nuestra vida profesional no esté claramente alineada con nuestro sentido de la vida, de ahí que la mayor parte de las personas queramos superar esa dualidad (mi vida personal y mi vida profesional) para llegar a la unicidad: mi vida, y que el sentido de esta sea uno solo en el que mi vida profesional constituya un bastión más que aporte coherencia a mi sentido vital.
• Por último, la inercia de las generaciones más dedicadas al trabajo (porque han dedicado o dedican mucho tiempo de sus vidas en tiempo real al mismo) o las más «presencialistas» (esto es, en tiempo figurado, pues, como bien sabemos, en muchas compañías todavía es importante mostrar que pasas mucho tiempo en tu silla o despacho –con independencia del rendimiento que logres–, bien porque tienes que irte más tarde que tu jefe, bien porque casi todo el mundo lo hace y espera de ti lo mismo) ha generado un efecto boomerang en las generaciones posteriores. Me explico: piensa en los chavales que, tras muchos años de no ver con demasiada frecuencia a sus padres en el día a día (padres que llegaban muy tarde a casa por la cantidad de tiempo dedicado al trabajo), van a empezar a acceder al mercado de trabajo. ¿No crees que lo más natural es que valoren mucho más el equilibrio entre la vida personal y la profesional, así como la conciliación entre las mismas? En Spirit, donde trabajamos con estos valores y contamos con datos provenientes de numerosas organizaciones relativos a los mismos, ya estamos notando una tendencia imparable a mencionarlos como valores centrales por parte de las personas que trabajan en organizaciones, mucho más que hace unos años, y probablemente esto no haya hecho más que empezar.
Para trabajar bien el propósito vamos a presentar varias técnicas que suelen dar buen resultado y que a mí me han funcionado siempre muy bien. Una de ellas consiste en un juego iterativo con la pregunta que nos hacíamos antes, es decir: «¿Para qué existimos como organización?».
Una manera de llevarlo a cabo sería reformulando la pregunta varias veces (por ejemplo, al equipo de dirección) y apuntando las respuestas conforme van saliendo, pues ello nos acercará a la razón superior que inspira nuestro negocio. Así, si la primera respuesta es «Para servir a nuestros clientes», o «Para ganar dinero», tendremos que volver a preguntarnos: «¿Para qué queremos servir a nuestros clientes»?, y así, de forma secuencial, iremos adentrándonos en la parte menos visible del famoso iceberg de la organización (o de la persona), donde se halla nuestra verdadera identidad y nuestro verdadero ser o esencia, mientras que en la superficie estaría en realidad el hacer (tus acciones y comportamientos) y el tener (los resultados que logras). Si hacemos esto hasta cuatro o cinco veces, el resultado será algo más profundo y potente de lo que suele serlo tras la primera pregunta.
En una empresa cliente con la que estuve trabajando hace ya algunos años este ejercicio tuvo una repercusión brutal, y me parece que se trata de un ejemplo muy ilustrativo. La empresa básicamente se dedica a fabricar y vender sombreros de piel, con lo que la respuesta a la primera pregunta, «¿Para qué existimos como organización?», recuerdo que fue algo así como: «Para fabricar y vender los mejores sombreros a nuestros clientes». Tras algunos debates acalorados (no en vano estamos entrando en la esencia de la organización) y varias vueltas a este juego iterativo, se fue abriendo paso una frase con la que a la mayoría de las personas les empezó a cambiar la cara: «Contribuir con entusiasmo a crear la identidad de las personas». La mayor parte de los allí presentes (serían unas veinte personas: el equipo directivo, pero también comerciales y personal de la fábrica sin cargos directivos) empezaron a sonreír y a sentirse orgullosos al darse cuenta de que con su trabajo estaban contribuyendo a crear o reforzar la identidad de las personas en el mundo. En este caso, además, daba la casualidad de que los países que constituían sus principales clientes (Bolivia, Perú, Texas en EE. UU., Israel...) eran lugares donde existe una fuerte tradición cultural e identitaria que hace que el sombrero sea todavía un elemento distintivo, elegante y en algunos casos incluso práctico por razones climáticas. Fijaos que, tal como queda patente en el ejemplo, la empresa elaboraba ese producto desde hacía muchos años y probablemente algunas de sus personas (sobre todo sus directivos) ya eran conscientes de esa contribución positiva que realizaban a través de la fabricación y distribución de sus productos; sin embargo, como quedó claro –y no solo en este caso, sino en todos aquellos en los que he trabajado este concepto–, otras personas (una mayoría, que aumentaba a medida que descendíamos desde la dirección a las áreas operativas) descubrían o redescubrían el sentido de su trabajo y conectaban con algo de una gran potencia emocional que, en muchos casos, no habían conocido hasta entonces: ser conscientes de su aportación al bien común.
Como os decía antes, y es algo que me ha sucedido en numerosas ocasiones, dicha conexión se hace evidente en esas sonrisas que se van haciendo cada vez más grandes, ese entusiasmo y esa ilusión que empiezan a surgir en el equipo con el que estás trabajando, y que podrían resumirse en una frase que me han dicho muchas personas: «Eso es lo que hacemos, sí. A veces es duro, pero es reconfortante y me hace sentir muy bien».
Tales momentos representan para mí algunos de los más maravillosos que me ha dado la vida como consultor o facilitador: sentir que ayudas a los demás a descubrir o conectar con su fin último en el trabajo.
Un método alternativo o complementario para poder llegar a formular el propósito es hacer varias preguntas trascendentes sobre la compañía, tales como: «¿Qué pierde el mundo si deja de existir mi organización?», o bien: «¿Cuál es el rol que tiene mi organización en el mundo/en la sociedad?».
Un requisito fundamental a la hora de trabajar el propósito es situarlo previamente con respecto a otros dos conceptos pertenecientes al management empresarial: la misión y la visión. Se trata de dos conceptos clásicos de la estrategia empresarial, sobre todo de lo que llamamos estrategia corporativa o central de una compañía, diferente a la estrategia de negocio, más relacionada con las decisiones y patrones de actuación con respecto al producto y a los mercados en los que la compañía actúa.
De un tiempo a esta parte, numerosas organizaciones de los cinco continentes han definido o trabajado una misión y una visión como elementos clave estratégicos, y claro, ahora llega esto tan en boga del propósito. ¿Qué hacemos entonces?, os preguntaréis. ¿Tenemos que tirar por la borda esos conceptos para adoptar este? ¿Sustituimos la misión por el propósito y ya está? ¿Tenemos que volver a revisarlos todos? En las siguientes páginas vamos a tratar de aclarar estos conceptos de manera simple.
Para empezar, si acudimos al diccionario (el de la RAE, por ejemplo), encontramos, entre otras, la siguiente acepción de misión: «Poder, facultad que se da a alguien de ir a desempeñar algún cometido». Sin embargo, más adelante hallamos una acepción de especial interés para nosotros: «Serie o conjunto de sermones fervorosos que predican los religiosos y misioneros en las peregrinaciones evangélicas».
Lo que viene a decir que el concepto original estaba muy relacionado con las misiones evangélicas y los discursos que los misioneros cristianos daban en sus peregrinaciones en busca de más fieles para la Iglesia, o incluso en las cruzadas. Tengamos, además, en cuenta que misión y visión son dos conceptos clásicos de la estrategia empresarial cuyo origen, como el de otras muchas nociones de estrategia (planes estratégicos, por ejemplo), hay que buscarlo en el ámbito militar (y en este caso también clerical). Por lo tanto, y dado que muchas organizaciones no se quieren organizar ya de manera tan jerarquizada ni estructurada (por no decir castrista), a la manera de un ejército o una orden eclesiástica, quizás cambiar alguna de estas denominaciones, en concreto la de misión por propósito, pueda ser positivo.
Sea como fuere, no debemos obviar la semejanza o coincidencia de significado que en muchos contextos ofrecen misión y propósito, por cuanto una buena parte de los modelos definen ambos conceptos como esa razón de ser de la compañía más allá de ganar dinero. En otros casos, los autores y modelos definen la misión como aquello que hace la compañía (el core business o negocio principal, esto es, la respuesta a la pregunta «¿A qué nos dedicamos?»), mientras que el propósito coincide con el para qué.
En mi opinión, este puede constituir un buen enfoque, aunque de esta manera generamos una multitud de conceptos diferentes para nuestra estrategia corporativa: propósito, misión, visión, valores, estrategia, etc., con la consecuente complicación y falta de simplicidad (la cual, a mi modo de entender, siempre es una ventaja). Por mi parte, soy un convencido practicante del modelo antiguamente conocido como KISS: Keep It Simple, Stupid! Y es que, pudiendo tener algo sencillo y fácil, para qué lo vamos a hacer más complejo.
Para complicarlo aún más, y como muchos ya sabéis, hay multitud de modelos y teorías que definen cómo deben ser los conceptos de misión y visión. Puesto que tales modelos y teorías suman un gran número y en su mayoría tienen adeptos y detractores por igual, no vamos a enumerarlos todos, aunque encuentro que podría ser positivo –si tú tienes tu propio modelo o tus propios conceptos ya definidos y trabajados en tu organización– tratar de testar si superan la siguiente prueba que te voy a proponer y que creo que puede arrojar luz sobre esta interesante cuestión.
El siguiente test recurre a las metáforas, que, como bien sabéis, son una herramienta fantástica y tremendamente poderosa a la hora de inspirar a las personas y proporcionarles pautas para comprender los conceptos y hacerlos suyos sin dar instrucciones u órdenes totalmente cerradas o precisas, es decir, sin ser directivos ni coercitivos.
En dicha prueba vamos a establecer dos conceptos muy claros, basados en dos metáforas y a los que luego daremos nombre –si queréis–, aunque lo importante no es el nombre que les asignemos (la etiqueta) sino el significado profundo que subyace.
Por un lado, cualquier organización del mundo debe tener una «estrella polar». La Estrella Polar, como sabéis, es aquella que nos indica el Norte. Nos dice Wikipedia:
Estrella Polar o Polaris es el nombre de la estrella más cercana al eje de la Tierra en su prolongación Sur-Norte. Es por este motivo que nos indica el norte verdadero y de ahí su gran importancia a la hora de orientarnos. Y es que mientras que el resto de estrellas se mueven, a Polaris podemos encontrarla siempre dirigiendo nuestra vista hacia el norte, lo que la ha convertido en un punto de referencia para los navegantes del hemisferio norte.
Según esto, el propósito sería esa estrella, una gran luz brillante que nos guía en nuestro camino y, con independencia de las aguas turbulentas o cualquier otro fenómeno ambiental que afecte a nuestra organización, siempre nos señala la ruta a seguir, gracias a lo cual podemos «filtrar» todas nuestras decisiones en función de si eso nos permite permanecer cerca de la luz que nos guía.
Otra metáfora que puede ayudarnos a trabajar este prolífico concepto es la del faro, según la cual el propósito sería un faro de navegación que nos guía y nos acerca a nuestro puerto o destino, alejándonos a su vez de las grandes amenazas (rocas, tempestades, galernas...) que vamos encontrando en nuestra navegación hacia nuestro destino final.
Veamos a continuación algunos ejemplos de propósito empresarial que ilustran este particular. Amy Bernstein, editora de la popular revista empresarial HBR (Harvard Business Review), afirma que su propósito es «mejorar la práctica del management en un mundo cambiante»,1 lo que según ella le facilita tomar decisiones en su día a día. Y, a la vista del número de publicaciones que solemos leer la mayoría de las personas que trabajamos en temas de liderazgo y empresa, seguro que no le falta razón.
Por su parte, el propósito o misión de Google es «organizar la información del mundo y hacerla universalmente accesible y útil». Si pensamos en la mayoría de los productos que proporciona Google y que la han convertido en una de las grandes empresas de conocimiento de esta era (el buscador de información, Gmail, Android, Google Maps, Google Earth, Google Flights, Google Drive, Google Photos, Google Translate, etc.), veremos que todos o casi todos cumplen este propósito, incluso algunos que han sido sonados fracasos (Google+, Google Glass...).
El propósito de Nestlé es «mejorar la calidad de vida y contribuir a un futuro más saludable». Y nos explican: «Queremos ayudar a generar un mundo mejor y más saludable. Queremos inspirar a las personas a vivir una vida más saludable. Así es como contribuimos a la sociedad a la vez que aseguramos el éxito a largo plazo de nuestra compañía».
Figura 10
Fuente: Extraído de la web de Nestlé: https://www.nestle.com/aboutus
En cuanto a Whole Foods Market, define su propósito de la siguiente manera: «Con gran coraje, integridad y amor, abrazamos nuestra responsabilidad de cocrear un mundo donde cada uno de nosotros, nuestras comunidades y nuestro planeta podamos florecer, mientras celebramos el amor y el placer de la comida».
Whole Foods Market es, por si no lo sabéis, la cadena de alimentación orgánica más grande del mundo y uno de los grandes ejemplos del libro (precursor del movimiento homónimo) Capitalismo Consciente, que hemos comentado en páginas anteriores. Es además conocida por sus prácticas increíblemente sostenibles en toda su cadena de valor, incluidos todos sus proveedores, a los que somete a pruebas muy exigentes para asegurarse de que son respetuosos con los animales (comercializan comida), el medio ambiente y las comunidades donde trabajan y viven. De este modo, aunque no opera en todo el mundo, está empezando a expandirse y en 2017 fue comprada por Amazon.
Los ejemplos mencionados constituyen casos bien conocidos –y reconocidos– de cumplimiento de los tres grandes pilares que hemos comentado acerca del propósito.
El otro gran concepto que debemos tener en cuenta en este debate es lo que yo denomino, utilizando otra licencia metafórica, la «montaña» que hay que escalar, es decir, el gran reto que debe afrontar la organización en los siguientes años (aproximadamente cinco). Dicha montaña ha de ser un gran reto asociado al negocio de la compañía, y si logramos superarlo estaremos en una posición realmente ventajosa.
Cuando hablo de la montaña como metáfora, me estoy refiriendo a un punto al que todas las personas de la compañía saben que tenemos que «ascender», es decir, alcanzar, y que muy habitualmente es una cifra, un número o un símbolo importante, con un componente emocional y simbólico relevante para nuestras personas y cuyo logro generará en todas ellas la consciencia del éxito en el negocio.
Así pues, una vez lo hayamos logrado, deberemos celebrarlo todos juntos (sí, es muy importante celebrar los grandes retos todos juntos como forma de conectar con la emoción de nuestro equipo) y seguramente, en poco tiempo, sacaremos los prismáticos de nuestro bolsillo imaginario y buscaremos una nueva cima próxima –quizás en esa misma «cordillera» o mercado en el que estamos o en otro más alejado y diferenciado– que pasará a ser nuestro gran reto, nuestra nueva montaña a ascender en el siguiente horizonte temporal.
Este gran reto o montaña es el que normalmente da lugar al clásico plan estratégico, que luego se despliega en objetivos por áreas, divisiones o departamentos concretos, o, en el caso de compañías que han trabajado con herramientas como el BSC (Balanced Scorecard), a un gran mapa estratégico (una herramienta muy útil cuando es bien utilizada) con sus objetivos a conseguir, sus indicadores o KPI, sus metas (valores concretos a alcanzar para cada indicador en el tiempo) y sus responsables e iniciativas o proyectos a llevar a cabo.
Volviendo a la «montaña» o visión, este era el segundo elemento al que aludía páginas atrás, y del cual nos decían Collins y Porras que tenía que ser muy audaz –según ellos, BHAG (Big Hairy, Audacious Goal), algo así como un reto enorme, audaz y que te ponga los pelos de punta–, y yo añado la necesidad de que sea de verdad ilusionante para todo el equipo y de que resuene emocionalmente con las personas. Además, el tiempo para lograr la visión siempre debe moverse en el largo plazo, por más que sea variable en función del sector de actividad y de su nivel de cambio. Cuando Collins y Porras escribieron su libro, hablaban de un tiempo aproximado de entre 10 y 15 años, mientras que hoy, dados los niveles de cambio VUCA con los que convivimos, eso nos parece una auténtica barbaridad y la mayor parte de los líderes ya tienen verdaderas dificultades para pensar en un periodo de 5 años vista. De ahí que nuestro consejo actual para una buena visión o montaña es que se pueda conseguir en un periodo de entre 3 y 5 años.
Veamos, al hilo de todo esto, algunos ejemplos de visión o «montaña» en el ámbito empresarial.
El primer caso es el de una organización mediana del sector financiero que estaba creciendo de manera muy importante en su sector durante los últimos años (incluso llegando a dos cifras de crecimiento anual en muchos periodos) y a la que ayudamos a definir y operativizar su estrategia, alineando a su equipo directivo con respecto a ella. El CEO de la organización era una persona muy carismática y su equipo, muy diverso, le tenía un gran respeto y admiración. Así, cuando llegamos a la definición de su visión, si bien hubo mucho consenso en la frase escogida, corta, sencilla y muy clara, algo así como «Crecer, posicionándonos como socio de confianza de nuestros clientes», los problemas se presentaron a la hora de establecer una cifra para los próximos años, esto es, a la hora de fijar la «altura» de la montaña a ascender. El CEO, muy ambicioso y locuaz, gran conocedor del sector y respetado en el mismo, hablaba de una cifra de 20 millones de euros a conseguir en 3 años, cuando la compañía el año anterior había facturado poco más de 9. De este modo, y a pesar de que se estableció un debate muy potente y en algunos momentos enconado entre unos líderes y otros, al final el CEO consiguió convencerles de manera muy elegante y cerraron la cifra en 18 millones con el consenso de todos, aunque con las dudas de algunos de ellos acerca de si serían capaces de llegar a la misma.
Lo divertido es que, al cabo de solo 2 años, nos volvieron a llamar para revisar y actualizar la estrategia definida anteriormente (su propósito, visión, valores y mapa estratégico), y al llegar a la «altura de la montaña» –en ese momento ya estaban casi alcanzando la cifra de 18 millones y solo habían pasado 3 años–, cuando el CEO volvió a argumentar, con un discurso muy sólido y nuevamente ambicioso, que ahora debían llegar a 30 millones, ya casi nadie en el equipo se echó las manos a la cabeza. Se rieron unos cuantos, recordando el intenso debate de tres años atrás, pero salieron todos convencidos de que lo iban a conseguir, como espero (aún no lo sé) que así sea. Y es que la «montaña», si se define con ilusión y entre todos los líderes de la organización, es un elemento clave de avance, desarrollo y crecimiento y un modo de mantener al equipo motivado y unido.
En otras organizaciones del sector comercio, por ejemplo, la «montaña» suele estar relacionada con el número de puntos, países o regiones donde se vende el producto y con el número total de clientes o de clientes actuales «vivos» (sobre todo, y muy a menudo, en el caso de empresas de tecnología o venta por internet), además de la cifra de ventas.
Otra organización con la que trabajé, esta perteneciente al sector de la belleza, había formulado su visión del siguiente modo: «Tener uno de nuestros productos en todos los hogares». Esta visión era mucho más a largo plazo en aquel momento (otra opción válida, siempre que cuentes en el resto del marco estratégico interno con otros conceptos medibles más a corto plazo y que te den una idea clara de dónde estás en cada momento para monitorizar tu estrategia) y resonaba también enormemente con el equipo de líderes y el CEO de la compañía, ambiciosos y con la determinación de conseguir que sus productos y soluciones se expandieran a todos los hogares (por aquel entonces de la Unión Europea, hoy ya de todo el mundo). No obstante, con el transcurso de los años, y tras observar que su visión remitía a un plazo demasiado largo en su anterior enunciado, la han ido perfilando y concretando en un factor más operativo, pues el propio equipo se dio cuenta de que era preferible poder tener algo más accionable a unos 5 años, algo cuya consecución (no en vano la sensación de logro o de «conquista de la cima» siempre es un gran motivador energético) pudiera celebrar el equipo con todas las personas y que se fuese renovando periódicamente.
Otro ejemplo célebre es el de Walmart, cadena número uno del mundo del sector alimentación y creadora de un modelo de negocio copiado y secundado a escala mundial (aquí por Mercadona, por ejemplo), y que en 1996 decía algo así como «Convertirnos en una empresa de 125 000 millones de dólares en el año 2000», cifra que alcanzaron de forma exitosa ya en 1998.
Fijaos que, mientras que la estrella polar o el faro antes mencionados (propósito) no son un destino en sí mismos, es decir, no perseguimos su logro y «solo» nos guían (que no es poco) en el largo y complicado camino, dicho camino nos lleva hacia nuestra próxima montaña o destino, que sí debemos ascender y alcanzar. Además, si bien podemos conseguir un objetivo o completar una estrategia (subir una montaña, en nuestro símil), no podemos lograr o conseguir un propósito, pues la estrella polar simboliza el progreso y el cambio que toda organización ha de estimular en todo momento, pero no el logro.
Por resumir a lo esencial lo expuesto hasta ahora, digamos que, con independencia de cómo denominemos a cada uno de estos conceptos –muchos llamamos propósito a la estrella o al faro, y visión a la montaña–, lo realmente importante es que todas las organizaciones asuman ambos conceptos y los trabajen con sus personas y equipos, es decir:
• Una estrella polar o faro de luz que nos guíe cada mañana al levantarnos y nos diga qué aportamos al mundo (contribución).
• Y una montaña o gran reto que debemos «ascender» (alcanzar) en los próximos años (logro).
En nuestro caso, y en nuestros proyectos, a la estrella y al faro solemos llamarlos propósito y a la montaña visión, aunque, como digo, las etiquetas son lo de menos y lo fundamental es que convivan y operen ambos conceptos. Dicho esto, muchas compañías con las que hemos trabajado han decidido denominar misión al faro, porque era más reconocible para ellos o se sentían más a gusto con esa nomenclatura.
Ya decían Collins y Porras en Built to Last, ese gran libro del que tan a menudo te estoy hablando, que lo importante es que coexistan ambos conceptos y sean bien gestionados por las organizaciones. En particular, se referían a ellos (la estrella polar y la montaña) como el yin y el yang, que conoceréis de la cultura asiática.
Es decir, no nos hallamos ante conceptos contrarios sino complementarios, pues uno de ellos me lleva a tratar de que la esencia (el para qué) de mi negocio siempre permanezca, sin grandes cambios (la estrella polar que me guía) por más que el entorno (sector, competidores, etc.) cambie significativamente, mientras que el otro hace que me tenga que mover y reinventar de forma constante (la montaña), dado que ese gran reto va a ir variando en función del mercado y de las necesidades sociales y de mis stakeholders, a las que tengo que responder con rapidez, flexibilidad y agilidad.
La clave, en consecuencia, es que las compañías y las personas de las mismas conozcan ambos conceptos, los entiendan, los compartan, los trabajen de manera participativa y los integren en sus procesos, procedimientos y políticas del día a día, punto este que –como ya vimos en la introducción– no suele cumplirse y que trataremos en capítulos posteriores.
Volviendo al propósito, es importante resaltar que no se trata de un concepto puramente aspiracional, es decir, de futuro, sino que para poner en el centro ese fin último debemos ir haciendo cosas ya en nuestro día a día (en el presente).
Por último, todas aquellas compañías que desean trabajar impulsadas por un propósito que va más allá del dinero tratan de conformar un ecosistema a su alrededor en el que no tienen empleados comunes sino misionarios, y en el que no persiguen tener clientes fieles sino fans incondicionales que amen su compañía y el sentido que esta otorga a la vida de las personas que diseñan, elaboran, compran o disfrutan con sus productos y servicios. En definitiva, no persiguen relaciones con sus grupos de interés movidas por la satisfacción, la lealtad o la fidelidad, sino por la admiración y el amor.