Mi nombre es Erica Sánchez y soy periodista y corredora. Hasta hace poco tiempo solo era periodista. Pero hace siete años me puse por primera vez unas zapatillas para ver qué pasaba. Me pesaba el culo. Mucho. Bastante. Pesaba cerca de cien kilos y no sabía muy bien qué estaba haciendo. Salía al final de la tarde. Sola. Con música y en lugares poco transitados para evitar miradas que me incomodaran. No sabía qué era el running, ni si era supinadora, pronadora o neutra, ni cuánto tiempo tardaba en hacer un kilómetro. Solo quería moverme. Hacer deporte. Probar. Sentirme bien o simplemente reconciliarme conmigo misma.

Dicen que borramos los momentos negativos y nos quedamos solo con aquello que nos hace felices. Pero a veces lo malo se queda latente a modo de aviso, como una forma de no bajar la guardia, y nos sirve de aliciente para seguir avanzando. Hace siete años alguien opinó sobre mí, poniendo en duda si una gorda como yo era capaz de correr o simplemente de trotar. No te engaño si te digo que esas palabras me dolieron. Dolieron mucho. Pero desde aquel momento las guardé en mi cabeza. Al principio me taladraban a todas horas. Más tarde comprendí que debía convivir con ellas para finalmente entender que, sin saber aún cómo, me harían más fuerte.

Y seguí corriendo. A mi ritmo. A mi manera. Solo quería sorprenderme a mí misma. Superar arcos de meta. Me dejaba llevar por la inercia de lo que me hacía feliz y dejó de importarme que me vieran correr, que me miraran, que opinaran… Decidí quedarme con lo bueno, apartar lo malo, aprender de los errores y celebrar las victorias personales como me merecía. La gorda que corre comprendió que aquella batalla entre los kilos y los kilómetros debería servir para algo más que para generarle remordimientos innecesarios. Debía servir para que más mujeres dejaran de lado sus miedos y dijeran sí a sus anhelos. Quería demostrar que los kilos de más pueden desaparecer, pero las ilusiones verdaderas nacen cada día. Y se renuevan.

Hoy la gorda que corre disfruta de los maratones, se ha dado cuenta de que le gusta la larga distancia, de que debería tomarse más en serio la montaña y de que sufrir a veces merece la pena. La gorda que corre ha sido capaz de superar obstáculos inimaginables que no estaban ni en sus mejores sueños. La gorda que corre ha sido capaz de sacar la parte positiva de aquello que en su día la hizo sufrir. Y la culpa la tiene el running, que te devuelve con creces aquello que entregas. Requiere tiempo, esfuerzo, dedicación y constancia. Pero llega. Todo llega. Y se instala en esa parte de la memoria en la que residen los recuerdos que nos dejan una sonrisa en la cara y kilómetros de felicidad en las piernas.

Los kilos de más pueden desaparecer, pero las ilusiones verdaderas nacen cada día.

Gracias a aquella persona que opinó de mí sin saber quién era yo, qué quería o qué sentía. Gracias de corazón. Tu odio ha generado mi camino y cada vez somos más las que corremos sin que nos importe nada más. No juzgues a la persona que está a tu lado cuando corres. No opines sin saber. La ignorancia es muy atrevida y la vida muy larga para demostrarte que los sueños (por muy grandes que sean) se cumplen.

Y se cumplen de muchas formas, después de permanecer guardados durante años en esa parte de tu mente que mantienes en silencio por no creer en tus posibilidades. Este libro se inicia con estos párrafos extraídos de mi blog, de un post que ha sido el más leído de la historia de Corro y Soy Mujer y que merecía abrir este sueño que tienes entre tus manos. Nunca pensé ser tantas cosas que hoy soy, y mi objetivo es que a través de estas páginas puedas tener esa valentía que todos llevamos dentro para librar nuestras propias batallas y dejar en el mundo una historia que contar llena de lecciones aprendidas, momentos inolvidables y vida, mucha vida.

CORRO Y SOY MUJER

Si solo me conoces por los primeros párrafos que acabas de leer, creo que es justo contarte qué es Corro y Soy Mujer y cómo forma parte de mi vida. En realidad es el proyecto que ha estado marcando mi camino deportivo desde hace años y el que me ha traído hasta aquí, el que da sentido a este libro. Corro y Soy Mujer soy yo, es mi alter ego, es mi espacio online, donde nació mi historia y donde no solo cuento todo lo que vivo, sino que me sirve para descubrir otras historias, otros mundos, otras mujeres que, como yo, decidieron cambiar su vida a través de sus zancadas. Corro y Soy Mujer nació justo un año después de empezar a correr, doce meses después de la primera vez que salí a correr. Decidí abrir un espacio online donde contar todo lo que me había pasado en ese tiempo, cómo había cambiado mi manera de ver el mundo, cómo había cambiado yo y cómo las metas que atravesaba se convertían en nuevas formas de conocerme. Me di cuenta de que a través del running estaba sacando a la luz mi verdadera esencia y, sobre todo, estaba descubriendo que el deporte puede salvarnos cuando creemos que todo está perdido.

El deporte puede salvarnos cuando creemos que todo está perdido.

Corro y Soy Mujer fue una apuesta personal para dar salida a mis sentimientos, a mis miedos, a mis logros, a mis entrenamientos, a mis retos, a mis deseos de superarme… Lo que empezó como un diario personal se ha convertido hoy en un espacio de interacción y de empoderamiento femenino, donde cada vez más mujeres descubrimos que sí podemos ponernos unas zapatillas, retarnos y correr, algo que a priori parece fácil, pero que muchas veces nos cuesta descubrir por no saber cómo hacerlo, cómo empezar, qué tener en cuenta… Y por eso nació ese espacio virtual: para contar mi historia. Pero también para que tú cuentes la tuya. La mía es la de una chica de veintisiete años que estaba perdida, que no encontraba las ganas de exprimir la vida al máximo y que tenía mucho miedo. Pero que lo hizo y lo consiguió. Y eso es lo que quiero que descubras en estas páginas.

Cuando empecé a correr en 2012, las mujeres representábamos un porcentaje muy discreto en las carreras. En las calles era incluso más difícil vernos entrenar. Por eso decidí que mi proyecto tenía que tener nombre y voz femenina, para gritar al mundo que estábamos en este deporte para apostar por nosotras, ser cada día más y ser conscientes de que podemos hacernos visibles a través de nuestro esfuerzo sin ser deportistas profesionales. Mujeres normales con su vida, su trabajo, sus problemas, sus alegrías y sus miedos que querían comerse el mundo con el poder de sus piernas.

Además, en esa época nació el famoso boom de este deporte, y cuando las calles se empezaron a llenar de corredores populares, las carreras aumentaban cada fin de semana y cuidarse a conciencia ya no era una moda pasajera o cuestión de algunos meses al año, aquello había aparecido en nuestra sociedad para quedarse y las mujeres íbamos a tener un papel muy importante. La actividad física continuada y la alimentación consciente estaban asentándose socialmente para quedarse, aunque aún no fuéramos conscientes de ello. Por eso, Corro y Soy Mujer quiso llenar ese hueco social en el que se hablara de una mujer normal que era capaz de cambiar sus hábitos, de salir de sus peores fantasmas mentales, de correr carreras, de plantearse retos que a priori parecían impensables y de contarle al mundo que no hay mayor logro que el que consigues realizar por ti misma. Y fue justo un año después de empezar a correr, en 2013, cuando Corro y Soy Mujer se convirtió en realidad y cuando tuve el valor suficiente para contar cómo durante doce meses todo había cambiado a mejor. Pero sobre todo quería contar que lo había hecho sin creer que sería capaz, y por ello debía contar mi historia para ayudar a otras mujeres a cambiar su vida.

Desde entonces escribo sobre mí, pero también sobre todas y cada una de las historias de superación que he ido descubriendo a lo largo de este tiempo. Con los años, la mujer ha ido ganando presencia en todos los ámbitos, pero en el running popular hemos roto todos los esquemas. Hemos sido capaces de aumentar esas estadísticas de las carreras, de salir a la luz, de mostrarnos tal y como somos y de contar nuestros triunfos como parte de lo que hemos llegado a ser. Ahora, años después de mi primer dorsal, miro a mi alrededor en las carreras o en las calles de cualquier ciudad y nos veo a todas, corriendo, con la cabeza alta, la zancada amplia y la sonrisa permanente de quien es capaz de romper sus propias barreras. Y por eso cada día somos más, y por eso no debemos parar hasta conseguir que aquella persona que aún piensa que no puede se ponga las zapatillas y salga a la calle a comerse el mundo. Mi objetivo es potenciarnos como mujeres, como madres, como corredoras, como trabajadoras, como inspiración para crear una gran red global con el running como nexo de unión, con el deporte como espejo en el que mirarnos cuando queremos superarnos. Desde hace tiempo, mis metas no son solo mías, son también de aquellas mujeres a las que en algún momento a lo largo de estos años les he servido de impulso para salir de sus miedos y pensar que sí pueden hacerlo. Ese es el espíritu de Corro y Soy Mujer, que sigue intacto con los años.

Ahora entenderás cuando digo que Corro y Soy Mujer es algo muy mío, muy personal, pero también lo siento como «muy nuestro». Y es que se inició el día en que salí de casa por primera vez a correr y a los poco minutos regresé pensando que aquello no era para mí. Allí comenzaba todo, aunque yo no era consciente de ello. Ese día mi mundo ya había cambiado, y algo dentro de mí también, aunque en aquel momento no supe verlo. Actualmente cierro los ojos y me acuerdo de mí misma saliendo por la puerta de casa sin saber muy bien qué iba a hacer, pero con la intención de realizar algo por mí. Y ese fue sin duda el acto más decisivo que he hecho nunca.

Corro y Soy Mujer soy yo, pero también eres tú, y quiero que lo descubras en estas páginas. Quiero que, como yo hice en su día, te comprometas contigo misma y con tus sueños y los conviertas en realidad. Puede que suene un poco idílico, pero la realidad es esa y ojalá puedas descubrirlo como yo lo hice. Ojalá puedas experimentar ser dueña de tu tiempo, de tus fortalezas, de tus logros, y comprender que todo depende de ti. Solo hay que atreverse. Solo hay que perder el miedo. Solo hay que dejarse llevar. Y yo estoy dispuesta a ayudarte a conseguirlo.

¿QUÉ ME HA TRAÍDO HASTA AQUÍ?

Todos los principios son complicados. En la vida, en el amor, en el trabajo, en el deporte. Sobre todo cuando somos de costumbres, cuando tenemos unos vicios adquiridos desde siempre y nos damos cuenta, un buen día, de que no sabemos nada y de que deberíamos dejarnos sorprender por lo que la vida nos pone en el camino. Creo que todos los dichos populares son pura realidad, y aquel que dice que nadie nace enseñado es uno de los que más me apropio en mi día a día. Sería muy aburrido ser perfecta, que todo saliera bien a la primera, que no existieran los errores que nos enseñan a encontrar la esencia de lo que estamos buscando. Sería muy aburrido no continuar aprendiendo con los años y no redescubrirnos a lo largo de nuestra vida.

Pero en muchos de esos principios, en esos momentos en los que dudamos de si lo que estamos haciendo será bueno o malo para nosotras, podemos encontrar lo que estamos buscando. Salta una chispa y la vocecilla interior se activa advirtiéndote de que aquello que nunca pensaste hacer no está mal del todo. Cuando no estás acostumbrada a salir de tu zona de confort, esas voces incomodan, pero cuando das el salto al vacío esperas que te vayan guiando. El instinto, dicen. El destino. Me gusta pensar que es una mezcla de ambas lo que hace que nos decantemos por algo en concreto.

Todos los cambios nos dan miedo, y eso es algo inherente al ser humano, pero lo que nos distingue a los unos de los otros es la capacidad que tenemos para adaptarnos, para asumir riesgos, para ser capaces de resurgir y de reinventarnos. Eso nos hace diferentes y va forjando nuestra identidad. Por eso soy de las que creen que no debemos dejar de tener esa curiosidad que nos va posicionando a lo largo de nuestra vida. John Lennon dijo una vez que «la vida es lo que pasa mientras nos dedicamos a hacer otros planes», y es tan cierto que a veces asusta. Este libro es parte de mí, en realidad soy yo a corazón abierto para contarte cómo he llegado hasta aquí, cómo la vida, mis vocecillas interiores, los planes que no decidimos, el instinto, el destino o como quieras llamarlo me han hecho llegar a este punto con unas zapatillas de running en los pies. Realmente son mis piernas las que han marcado el camino en estos años, ellas han superado obstáculos, han peleado, han escalado, han flaqueado, han resurgido y se han repuesto una y mil veces para contar los kilómetros de vivencias, cambios e historias que quiero compartir contigo.

No siempre es fácil correr, ni empezar, ni sumergirte en un mundo de deporte que desconoces. No es un camino de rosas, al principio tienes muchas ganas de abandonar, pero de repente todo cambia cuando menos lo esperas y te das cuenta de que sudar, retarte, ponerte un dorsal y salir despeinada en las fotos no es tan malo.

Quiero ayudarte a recorrer ese camino, guiarte, aconsejarte y contarte mi experiencia. A partir de este momento comienza mi viaje, tu viaje, nuestra aventura. Espero que esto te sirva para cambiar tu vida como me pasó a mí, o por lo menos para que entiendas que los cambios pueden traer cosas mejores, nos pueden salvar en ese momento en el que, como a mí me pasó, te miras al espejo y no ves aquello que quieres. Más allá del aspecto físico, no ves tu alma brillar, y es entonces cuando empieza un cambio que no te dejará indiferente.

Ojalá encuentres en estas páginas aquello que necesitas para empujarte a hacer lo que hace tiempo estás pensando que querrías hacer pero no te atreves; lanzarte, valorarte, tomar posiciones… Yo también tuve miedo, y lo sigo teniendo, pero ese miedo es humano, normal y hasta bueno porque nos hace vibrar, nos ayuda a mantenernos a flote, a estar siempre alerta. Me ha costado mucho darme cuenta de esto, pero creo que nuestras acciones, hasta las que nos asustan y bloquean, sirven para hacernos brillar.

En este mundo, donde hay demasiadas sombras, brillar te hace extraordinaria.

EMPEZAMOS

Creo que lo mejor es empezar por el principio, contar cómo era yo y qué me llevó al punto actual. Es lo correcto cuando quieres que se entienda toda la historia, cuando quieres que se comprenda todo tu universo. Nací en Elche, la ciudad de las palmeras y del sol eterno, un lunes del mes de junio. Mi madre siempre decía que solo comía y que no daba la lata. Lo de comer bien me duró toda la infancia y la adolescencia, y ahí creo que encontré mis primeros fantasmas. Pero todo a su debido tiempo.

Recuerdo haber sido siempre una niña abierta, extrovertida, alegre y con ganas de conocer cosas. Pero de conocerlas de verdad: saber la razón por la que pasaban, indagar en varias versiones de un mismo hecho, valorar la información que tenía y comprender así qué había ocurrido. Fue con ocho años más o menos cuando me di cuenta de que ser periodista no estaría tan mal, y desde entonces no he dejado de pensarlo, aunque sea una profesión maltratada en muchas ocasiones, pero que volvería a elegir una y mil veces. Me gustaba estudiar, leer y ser consciente de mi espacio, de mis responsabilidades y de mi tiempo. Devoraba libros y lo sigo haciendo, y veía que eso no era algo normal a mi alrededor; yo disfrutaba leyendo y conociendo cosas, apuntando frases hechas, incluyéndolas en mi vocabulario y descubriendo que había vida a través de unas páginas. Por eso, creo que para mí es muy importante poder plasmar aquí todo lo que mi cabeza loca ha ido almacenando durante todos estos años en los que me ha cambiado la vida. Ser periodista es también ayudar a los demás dando a conocer algo que ignoran o de lo que no tienen toda la información necesaria para formarse una opinión propia. Y es que la información es poder, la información es el camino que nos va a marcar en nuestra vida, y por suerte está en nuestra mano no dejar de querer aprender. No siempre he tenido esto tan claro, pero desde que comencé a correr y a moverme, el deporte me ha demostrado que siempre quieres más, que es necesario estar abierta, expectante y ávida de información para conseguir todo aquello que te propones.

Todo esto lo dan el tiempo y las ganas. Si no te mueve nada por dentro, si no quieres cambiar, si no tienes un rumbo claro o pretensiones firmes, es muy difícil que algo cambie, pero si existe una chispa, por mínima que sea, de comprometerte contigo misma, debes apoyarte en ella para alcanzar lo que te ronde por la cabeza. En esa fuerza interior residen, en la mayoría de los casos, los cambios que se producen en nuestra vida. Y aunque no creas en ella, no te miento si te digo que está en nosotras siempre, solo hace falta querer verla. Pero, como para todo, siempre existe un momento exacto en la vida en el que todo encaja. La fuerza interior es poderosa cuando la dejas salir. Parece una paradoja, pero es tan cierta que nos asusta y nos impide hacerlo con asiduidad.

Si existe una chispa, por mínima que sea, de comprometerte contigo misma, debes apoyarte en ella para alcanzar lo que te ronde por la cabeza.

Cuando entré en la adolescencia, todo esto que os acabo de contar ni me rondaba el pensamiento. Y no lo hacía porque estaba demasiado preocupada por ordenar mis fantasmas mentales. Pero eso nunca lo ves. Crecí con una dieta y un control nutricionista bajo el brazo y pasé los años más complicados de aceptación personal contando calorías, creyendo que la comida era el enemigo y, sobre todo, con la sensación de estar privándome de momentos en los que la comida era la protagonista, pero que yo no podía disfrutar como me hubiera gustado. A los diez años más o menos, y por iniciativa propia, les dije a mis padres que quería hacer deporte, concretamente taekwondo, y estuve muchos años aprendiendo esta disciplina; incluso llegué a ser cinturón marrón, pero cuando me tocó dar el paso más importante, como era el de examinarme para cinturón negro, desistí. Ahí me di cuenta de que ya había dejado atrás mi interés por ese deporte, que me había dado buenos momentos, y solo pensaba en otras cosas: verme mejor. La época de la adolescencia, la de mirarse al espejo y no gustarse, había llamado a mi puerta. Ahora me doy cuenta de que no me gustaba enfrentarme a retos que supusieran un esfuerzo mayor para mí. No porque creyera que no lo conseguiría; más bien pensaba que tenía que esforzarme demasiado para llegar y no tenía ni la motivación ni las ganas ni la confianza que necesitaba. Ni en eso ni en nada. No concebía el deporte como manera de cambio, estaba tan preocupada por la comida y por no engordar que ya había entrado en el bucle insano en el que dejar de comer o comer menos podría ser la solución a todo. O eso creía yo. Y lo hice, no disfrutaba comiendo y pasé a convertirlo en un mero trámite, aunque intentaba que las cantidades no fueran demasiado grandes y me concedía pocas licencias. En ese momento la comida y yo empezamos a dejar de ser buenas amigas. A partir de ahí me ha costado muchos años aprender a comer, a saber qué necesito para sentirme bien y que alimentar el cuerpo es también alimentar el alma para poder disfrutar del resto de las cosas que anhelas conseguir. Se llama encontrar el equilibrio. Actualmente aún lo busco para intentar no autodestruirme con ello.

La adolescencia no fue mala, pero sí me dejó el recuerdo de no estar a gusto conmigo misma a pesar de ser una persona extrovertida, divertida y siempre dispuesta a cualquier plan o actividad. Me desarrollé muy pronto, y eso no siempre fue algo que me gustara: era de las chicas más grandes y con más pecho del instituto y, claro, eso llamaba la atención en muchos aspectos. Sin embargo, intenté que nunca me afectara de cara a la galería, aunque frente al espejo mi mente fuera por otro lado. Los fantasmas siempre llegan a ti cuando tu cabeza desconecta de lo racional, cuando te cuestionas todo y cuando lo que ves en el espejo no te gusta. Yo pensaba que era más fuerte que todo eso, pero no. No lo era y me daba cuenta cuando no dejaba de compararme con el resto sin buscar aquello que me diferenciaba en positivo de las demás personas, de mis amigas. En el instituto siempre me impliqué en proyectos, clases, iniciativas estudiantiles, jornadas extraescolares como parte de esa forma de ser que no quería abandonar: la divertida y sociable que intentaba mantenerse intacta aunque por dentro el barco hiciera aguas.

Nunca abandoné la idea de perseguir la única meta que tenía clara por aquel entonces: ser periodista. Sin darme cuenta, ese era el primer reto real e importante que me había puesto en mi vida y que estaba cumpliendo, aunque esto lo viera muchos años después.

Sí hubo una época mala en todo este proceso. Muy mala. En la que recuerdo que mi familia sufrió demasiado, más de lo que yo misma sufría en mi batalla contra la báscula, la comida y los malos hábitos. A partir de los catorce años, más o menos, desistí de todo y tomé el peor camino: dejar de comer lo que mi cuerpo necesitaba y encerrarme en un mundo en el que ni yo sabía dónde me metía. Solo quería que no llegara la hora de comer, de cenar, de merendar. La hora de ingerir cualquier alimento. No quería ser la «grande» del grupo. Digamos que buscaba ese tamaño estándar que yo creía que era el bueno, el aceptable socialmente, ese tamaño basado en estándares de belleza que nos han inculcado desde pequeños, ese cuerpo basado en medidas perfectas que nos genera más de un problema cuando estamos en plena adolescencia. Y todavía quedan en mí reminiscencias de aquella época que trabajo día a día para intentar eliminar. Todavía en la actualidad, muchos de los fantasmas mentales con los que intento lidiar se me hacen cuesta arriba. Aunque hablaré más detenidamente de esta etapa y de cómo afrontar y trabajar la mente y el cuerpo para reconocerte frente al espejo y quererte tal como eres, he de decir que ser consciente de no gustarme, de no ver en mí algo que me llamara la atención y, sobre todo, estar luchando continuamente contra las calorías ocasionó etapas vitales negativas que se fueron repitiendo con los años. Como un bucle sin sentido.

Ahora lo llaman etiquetas, y la sociedad actual, por suerte, está luchando por extinguirlas y para que nos queramos con todo lo que somos. Pero en mi época las etiquetas se clavaban como puñales, te señalaban, se veían desde lejos y costaba mucho esfuerzo deshacerse de ellas. Ahora siempre intento no poner etiquetas a nadie, tras comprender el dolor que puede suponer en la vida de una persona. La lástima es que ese mensaje llegue tarde y no aprendamos desde bien pequeños que todos somos distintos, peculiares, raros (ahora me fascina esa palabra, ya que para mí es sinónimo de «persona única»), y no por ello somos peores ni mejores. Hay una asignatura social pendiente en la que debemos incidir si queremos avanzar.

No juzgues. No sabes el camino por el que ha pasado la persona que tienes al lado.

Mis padres decidieron llevarme a un especialista que analizara mi conducta «extraña»: me encerraba en mí misma, se me torció el carácter y prefería no hacer mucha vida social que implicara enfrentarme a muchos de mis fantasmas. A ellos los pilló por sorpresa que cambiara mi actitud frente a la comida de una forma tan radical, los pilló a contrapié, sobre todo cuando nunca me había mostrado desafiante ante nada. Pero, ya se sabe, la adolescencia, el creer que no necesitas a nadie, el sentir que puedes con todo y el no querer ver la realidad se convierten en una mezcla explosiva. Fueron muchos meses luchando contra mí misma, hasta que me di cuenta de que no podía seguir por ese camino y dejé de pelear contra todos, contra mí, contra lo que me agobiaba, y decidí dejarme llevar. Ocultaba aquello que no me gustaba ante los demás y aprendí a vivir escondiendo lo que hacía que no me encontrara bien pensando que, si yo no lo veía o no lo quería ver, el resto tampoco lo haría. Pero lo que no nos gusta, nuestros fallos, nuestros defectos siempre acaban almacenados en un lugar de nuestra memoria, como dormidos, para aparecer cuando menos lo esperamos. Y eso pasó años después.

La universidad, los primeros trabajos y conseguir un futuro laboral en aquello que había estudiado centraron los siguientes años de mi vida. Terminé de estudiar, trabajé en mi ciudad algún tiempo hasta que me fui a seguir creciendo a otros lugares, como Madrid y Barcelona, donde continué formándome como profesional. Todo pasó muy rápido y yo solo quería sumar experiencias laborales sin mirar más allá. Y sí, me seguí preocupando por todo lo que arrastraba de la adolescencia, pero el cambio de etapas y el apostar por mis estudios y mi currículo hizo que todo quedara a un lado, hasta mi imagen. Los años pasaron muy rápido y yo no quería parar de avanzar y de crecer, sin darme cuenta de que a pesar de haber conseguido lo que quería, ser periodista, había cosas que no habían cambiado: los fantasmas seguían ahí, más maduros, pero estaban conmigo y me seguían recordando que había una batalla personal que aún no había sido capaz de pelear y que algún día en mi vida debería enfrentarme a ella. Y lo hice. Pero cuando pasó no fui consciente de que había llegado el momento. Y eso es lo que suele pasar: aquello que no esperas que sea crucial en tu vida llega en el momento justo para cambiarlo todo.

Sabía que quería hacer algo por mí, como esa idea que a todos nos ronda en la cabeza desde siempre, pero que nunca nos atrevemos a ejecutar. Y siempre volvía al mismo pensamiento cuando me ahogaba en mí misma: cuídate, muévete y empieza a pensar en lo que quieres. Y de verdad que lo había intentado durante muchos años, pero no sabía hacerlo. Y el no saber hacerlo me llevó a dar el salto al abismo que tanto tiempo llevaba buscando, y la expresión «como no sabía que era imposible, lo hizo» adquirió todo el significado del mundo.