Capítulo 3

LAS EXCUSAS

 

 

 

 

A las cinco de la tarde estaba en pijama en el sofá. Había hablado con Estrella varias veces a lo largo de todo el día, la primera para que me contase por qué me había dejado tirada sin darme explicación alguna.

—Tía, no te enfades, surgió así la cosa —fue toda su disculpa.

—Al menos podías haber mandado un mensaje o algo, aunque solo fuera para saber que te habías ido por propia voluntad.

—Pues claro que me fui por propia voluntad.

—Bueno, y ¿qué tal? Cuéntame.

Estrella no tenía muchas ganas de hablar, así que a duras penas pude sacarle que Cristóbal tenía cuarenta años, que estaba divorciado, tenía una hija y acababa de dejar una relación de ida y vuelta con la madre de una compañera del cole de su hija, que pretendía echarle la soga al cuello, según palabras textuales del tipo. Que, efectivamente, había resultado ser un empotrador de manual y que no habían quedado en nada en concreto, que ya se verían. Yo le conté que había quedado con Juan esa tarde y que no estaba muy segura de querer ir, pero que no podía mandarle un wasap para cancelar la cita porque no tenía su teléfono.

—Y ¿por qué no se lo pediste?

—Y yo qué sé… Si es que me pilló desprevenida… Cuando iba a proponerle ir a mi piso, me sale con que se iba a dormir, que hoy madrugaba, y me acompañó a casa. Me dejó fuera de juego.

—Pues, tía, tú ve a tomarte el café y a ver qué se cuenta. A lo mejor es un romántico.

—O a lo mejor es un anormal. De hecho, lo más probable es que sea un gilipollas.

—Si no bajas, te vas a quedar con la duda y, lo que es peor, yo también. Hazlo por mí, anda.

Bien fuera por hacerle el favor a Estrella, bien porque en el fondo me picaba la curiosidad, decidí a ir a tomar ese café. Nada más bajar al portal me empecé a arrepentir. Eran las 17:32, Juan no había llegado y yo me sentía un poco idiota ahí esperando. Pasaron cinco minutos, y luego otros cinco. Nada. Instintivamente, miré el móvil, pero difícilmente me podía avisar de que le había surgido algo si no tenía mi número. ¿A partir de cuánto tiempo se puede decir que oficialmente te han dado plantón, diez minutos, quince? A falta de datos oficiales que lo determinen, decidí que veinte minutos esperando era más que suficiente para dejar de hacer el ridículo, así que me subí a casa y me puse el kit completo de señora huraña de los sábados: mi chándal, mis zapatillas de borreguillo y el moño de ir a buscar drogaína. Lo bueno era que nadie tenía por qué saber que Juan había pasado de mí, excepto él, claro, y todo aquel a quien él se lo contase; lo malo era que me sentía una completa y absoluta gilipollas. Me sentía francamente humillada. No era capaz de entender qué clase de ser retorcido, siniestro y maligno se acerca a una mujer, le dice que ha sentido el repentino e irrefrenable deseo de conocerla, le propone tomar algo, se pasa media noche interesándose por su vida, siendo simpático, amable y encantador, le pone una excusa para largarse, la acompaña a casa y cuando parece que ya se ha librado de ella, le pide una cita para el día siguiente y le da plantón. Un ser muy despreciable y desequilibrado, sin duda alguna. Un mamonazo.

Cuando yo ya creía que Juan era un apunte más en mi lista de fracasos estrepitosos, sonó el telefonillo.

—¿Sí?

—¿Cristina? ¿Eres tú? —dijo una voz a través de interfono.

—Sí, ¿quién es? —No me lo puedo creer.

—Soy Juan…, el de anoche…, que habíamos quedado… Juan.

—Ya. Habíamos quedado hace una hora, ¿no?

—¿Puedo subir y te explico?

—¡No! —¿En serio?

—Pues baja, por favor, que te lo puedo explicar.

Tal y como iba, en chándal y zapatillas, bajé al portal. Abrí la puerta y ahí estaba él, perfectamente arreglado, oliendo a recién duchado.

—Cristina, lo siento, de verdad, he llegado tarde porque se ha ido la luz de mi edificio y no podía abrir la puerta del garaje. Y como no tenía tu teléfono, no te he podido avisar.

—Ya. Mira, una cosa te voy a reconocer, como excusa, es cojonuda. —Me di la vuelta dispuesta a subirme a mi casa y cerrar este capítulo tan estúpido de mi historia reciente.

—Cristina, que te juro que es verdad. No te enfades, por favor.

—No, si yo no me enfado, pero es que me molesta mucho perder el tiempo y que me hagan perderlo. Y yo he perdido media hora esperándote abajo. —Mierda, eso no tenía que haberlo dicho.

—Lo siento, en serio, perdóname, por favor. ¿Te puedo invitar a un café?

—Es tarde, si tomo café a estas horas, ya no duermo.

—¿Y a cenar? Es pronto, no habrás cenado ya, ¿no?

—No, no acostumbro a cenar antes de las seis y media de la tarde, la verdad.

—¿Entonces?

—Entonces tengo que cambiarme, porque no suelo ir a cenar en chándal y lo mismo, mientras me cambio, te abduce una nave extraterrestre, se muere tu abuela o se te come los deberes el perro.

—Siempre puedes darme tu teléfono y, si eso sucede, te aviso. Cristina, soy buen tío, te lo juro.

No sé muy bien por qué, acepté. Por un lado, estaba convencida de que no era una buena idea. No hacía ni veinticuatro horas que conocía a Juan y ya me había generado más minutos de ansiedad que de placer. Pero, por otro lado, me tenía intrigada toda aquella historia. El interés por conocerme, no querer llevarme a la cama a las primeras de cambio, cuando estaba claro que podría haberlo hecho, darme plantón y venir a disculparse… Sentía curiosidad por ver cómo acababa todo aquello, la verdad. Cuando faltaban tres minutos para las nueve y media, sonó el timbre. Sin contestar, bajé al portal.

—Hombre, qué puntual —le dije.

—¿La verdad? He estado en la cafetería de enfrente desde que he venido esta tarde, no quería que hubiera ningún imprevisto.

—Pero ¿qué dices? —No, si ya sabía yo que este tío era un psicópata, un anormal de libro.

—En realidad tenía que trabajar y esa cafetería me ha parecido perfecta para ponerme a ello un rato.

 

Durante la cena, Juan me contó que era profesor de Literatura española en un instituto, algo que jamás hubiera adivinado a juzgar por su apariencia. Yo hubiese apostado por abogado, asesor financiero o director de marketing de alguna empresa, más que nada por las pintas de pijo que se gastaba, nunca jamás por un profe de secundaria en un instituto público. Además, estaba escribiendo su segunda novela, que era precisamente en lo que había estado trabajando las tres horas que estuvo esperándome antes de cenar. La primera la había escrito hacía apenas un par de años, dentro de un proyecto de varios profesores de literatura de secundaria. No estaba destinada al gran público, pero el boca a boca la llevó a ser número uno en Amazon varias veces, haciendo que una gran editorial se interesase por él y le encargaran escribir esta segunda.

—El problema es que estoy en blanco. Empecé con una idea, una buena idea, creo yo, pero no sé cómo seguir.

—Y ¿de qué va?

—Pues… —Se inclinó hacia delante y empezó a gesticular con vehemencia, como si me estuviera contando el argumento de Crimen y castigo—. Un hombre recibe un mensaje anónimo que le advierte de que todas las exparejas de su actual amante están apareciendo muertas, en extrañas circunstancias. El hombre decide investigar si se trata de una casualidad o si es su amante la que los está asesinando y si su vida corre peligro.

—Ya… —Esta peli ya la he visto yo en Antena3.

—No te gusta…

—No es que no me guste, es que… No sé cómo decirte, es… ¿poco original?

—Vaya, qué sincera.

—Bueno, verás, es que el mito de la vagina dentata está muy visto.

—¿El mito de qué?

—La vagina dentada, la mujer como castradora del hombre, las historias rollo viuda negra… Todo eso.

—Ah, no, pero no es eso… Quiero decir, es una novela de misterio, no va de viudas negras o de mujeres castradoras.

Estuvimos un buen rato hablando sobre literatura, feminismo, los llamados «libros para mujeres» y cómo siempre en ellos se repetían patrones y estereotipos. Yo sostenía que, en la novela romántica, la protagonista siempre es una tipa torpe y calamitosa, una suerte de pardilla insegura que se pasa trescientas páginas pasando auténticas fatalidades, mientras que el chico se muestra impasible, para al final ser recompensada con el regalo de su amor. Juan me daba la razón, pero insistía en que su novela era un thriller de misterio que no tenía nada que ver con esos estereotipos.

—¿Estás seguro? —pregunté.

—Por supuesto.

—A ver, ¿cómo se conocen los protagonistas?

—Pues veamos… Ellos no tienen una relación propiamente dicha, se acuestan de vez en cuando, pero ya está. Cuando la novela empieza, ellos ya se conocen.

—Y ¿a qué se dedican los protagonistas? Profesionalmente hablando, me refiero. —Intuía que la respuesta iba a sostener mi teoría.

—Pues él es director financiero de una empresa multinacional y ella… Ella es… —Se acarició la barbilla con la mano y miró a su alrededor mientras parecía buscar la respuesta—. Coño, pues no lo sé, no le he dado una profesión.

—¿Lo ves? En resumen: tío forrado con un puestazo se acuesta con una tía de la que lo único que sabemos es que es posible que esté matando a todos los hombres que la han dejado para vengarse de ellos, porque es una rencorosa de mierda.

Juan se quedó mirándome fijamente y, de repente, soltó una sonora carcajada. Sacudía la cabeza y sonreía. Se echó hacia atrás en la silla, cogió la copa de vino, dio un sorbo y dijo:

—Te acabas de cargar mi novela, ¿lo sabes?

—¿Yo? ¿Por qué?

—Pues porque ya no puedo ver al protagonista como un tío de éxito con una increíble perspicacia para resolver crímenes misteriosos. Ahora no es más que un gilipollas integral.

—Lo siento, no era mi intención, en serio.

—Ya, pero lo has hecho. Que no pasa nada, lo único es que ahora me vas a tener que ayudar a redefinir los personajes.

Aunque empezó como una broma, lo de colaborar con él en la novela volvió a salir en la conversación varias veces durante la cena. Según Juan, contar con un punto de vista diferente mientras la escribía podría dotar a la novela de mayor verosimilitud y enriquecerla en matices. Tal y como él lo veía, si yo iba leyendo la novela al tiempo que él la escribía, podría sugerirle cambios, otras líneas argumentales e, incluso, proponer correcciones sobre aquello que no terminase de convencerme.

—Por supuesto, no lo harías de gratis, pienso pagarte e incluirte en los agradecimientos, o incluso como coautora de la novela.

—Pero yo no he escrito nada en mi vida, no sé si sabría…

—No pasa nada, de escribir me encargo yo. Tú serás el apoyo creativo, ¿qué te parece?

—Bueno, déjame pensarlo…

Terminamos de cenar y fuimos a El local de moda a tomar una copa. A pesar de que la música apenas nos dejaba escuchar nuestros propios pensamientos, seguimos hablando durante horas. A gritos, acercándonos mucho a la oreja, a veces sin entender nada, descubrimos que ambos éramos fans de The Clash y que I Fought the Law era nuestra canción favorita. También coincidimos en señalar que lo peor de empezar a conocer a alguien era precisamente eso, empezar, no saber a qué atenerte, el temor a que tus chistes y bromas pudieran ser malinterpretados o el miedo a meter la pata criticando algo que para la otra persona fuera importante.

—Eso me aterra —le confesé—. Una vez me organizaron una cita casi a ciegas con el amigo de una amiga. En un momento de la cena, a mí se me ocurrió decir que mi madre me había tratado como una niña toda mi vida y que por eso nada más acabar la carrera decidí largarme a Dublín una temporada a trabajar, para poder madurar lejos de ella y de su control. Pues resulta que la madre del tipo había muerto cuando él era pequeño y me recriminó que hablase así de mi madre, que ojalá él hubiera podido disfrutar de la suya tanto tiempo, en lugar de haber tenido que madurar a la fuerza siendo un niño.

—Mi madre sigue viva y, para ser benevolente, digamos que para ella sigo teniendo diez años, así que puedes poner a la tuya a caer de un burro sin reparos, porque te entenderé a la perfección.

Salimos a la calle a fumar y seguimos hablando de nuestras madres y de nuestras familias. Yo le conté cómo, desde que acabé la carrera, a los veinticuatro, mis padres insistían en que tenía que sentar la cabeza, es decir, encontrar a alguien y casarme, pero no a un alguien cualquiera, a alguien a mi altura, es decir, de buena familia, con buena posición social, con un trabajo decente —y por decente entendemos médico, abogado, empresario o similar— y dedicarme a tener hijos. Le hice un retrato robot de mi familia, para que comprendiese de qué estábamos hablando. Mi padre, oficial de la marina ya retirado, no había vuelto a ser feliz políticamente hablando desde que Aznar dejó la presidencia del gobierno. Mi madre había consagrado su vida entera a ser la señora de la casa y, a día de hoy, seguía sin comprender qué era lo que me había llevado a querer dedicar mi vida a hurgar en bocas ajenas, tal y como ella lo describía. Y mis tres hermanos, dos mayores que yo y una más pequeña, habían sentado la cabeza en el momento apropiado, con las personas adecuadas, y su unión ya había dado sus frutos, once nietos tan rubios, tan ideales y tan educados que no hacían sino poner de manifiesto que había muchísimas posibilidades de que yo, en realidad, pudiera ser una niña abandonada por mi verdadera madre en el portal de aquella estupenda familia, que tan amablemente me había criado como a una hija propia. Lo de ser del Opus y tal me lo ahorré. Too much para una primera cita, pensé.

—O sea, que, definitivamente, la oveja negra de tu familia eres tú —apuntó Juan.

—Con total seguridad. Llevo desde los veintipocos oyendo eso de «qué vas a hacer con tu vida», como si fuera sin rumbo y a la deriva.

—Y ¿cómo lo llevas?

—Pues mira, al principio, mal. Ese fue uno de los motivos por los que me fui a Dublín. A la vuelta pensé que me dejarían en paz, pero no. Barajé incluso la posibilidad de decirles que era lesbiana, a ver si así se les pasaban las ganas de que me emparejase, pero, conociendo a mis padres, habrían caído muertos al instante y, siendo mentira, era demasiado hasta para mí. Así que asumí que no me quedaba otra que aguantarme y aceptar que seguirían mirándome con lástima, la pobre Cristina que no encuentra su camino.

—Pero sí has encontrado tu camino, ¿no?

—Por supuesto. Durante algún tiempo, reconozco que seguía esperando que pasase, lo de conocer a un tío… Bueno, al TÍO, ese ser especial que iba a dar sentido a mi vida y que pondría todo en orden. Luego me hice consciente de que mi vida ya tiene sentido y de que ya está ordenada. Si don Perfecto aparece, pues genial. Y si no, también. Aunque también te advierto que, cada día que pasa, el nivel de exigencia aumenta.

Juan me observaba atentamente. En un momento determinado, hizo ademán de empezar a hablar, pero se calló. Yo le pregunté si iba a decir algo y él me contestó que no, pero apenas un segundo después, comenzó a hablar.

—La verdad es que mi vida no es tan interesante como la tuya. Yo he nacido aquí, he vivido siempre aquí y he trabajado aquí desde que aprobé la oposición hace ya… Uf, quince años.

—Algo más habrás hecho con tu vida… ¿Has estado casado? —Me arrepentí inmediatamente de haber dicho aquello. Con la de cosas interesantes que le podría haber preguntado y le pregunto por el matrimonio…

—Casi.

—¿Casi? ¿Y eso?

—Después de aprobar la oposición, mi novia de toda la vida y yo decidimos casarnos. Pusimos fecha para un año después, pero tuvimos que posponerla porque falleció su padre. El caso es que después de casi tres años con idas y venidas con la boda, un día me dijo que ella no se resignaba a ser la mujer de un profesor de instituto, que aspiraba a algo más.

—Joder, viva la liberación de la mujer…

—Sí, bueno, Celia era algo… particular. Ahora está casada con un político que sale mucho por la tele, no sé si te sonará, Tomás Escamilla.

—¿El exministro? ¿El que está imputado por corrupción en cinco o seis casos?

—El mismo. Y desde que lo dejamos, pues por unas cosas o por otras, el caso es que no he vuelto a tener una relación seria, que durase más de tres o cuatro meses. Así que esa es mi historia, no hay mucho más que contar.

Sin querer ahondar en los motivos de por qué no había cuajado ninguna relación y sin perder de vista que existía la posibilidad de que contármelo fuera una suerte de advertencia velada de que allí no había mucho donde rascar, me dispuse a proponerle ir a otro sitio, digamos, no sé, a mi casa. Pero justo en ese momento aparecieron Estrella, Mery y la última persona que hubiera podido imaginar, colgada de su brazo, riéndose y, como saltaba a la vista, borrachos como piojos.

Hossstia, tía, ¿caces aquí? —preguntó Estrella.

—¿Yo? Nada, que he quedado con Juan, ¿te acuerdas de él? —dije, dirigiéndome a Estrella.

—Bueno, bueno, Cris, a mí no me lo has presentado —dijo Mery, invadiendo el espacio vital de Juan de manera apabullante.

—Ah, sí, mira, Juan, esta es Mery, una amiga. A Estrella ya la conoces de ayer. Y este… Este no sé qué hace aquí.

Mery iba colgada del brazo de Beltrán de los Cobos, el tío más gilipollas que existe en todo Madrid. Hijo de unos amigos de mis padres, marqueses o condeses o alguna otra movida de esas, es el típico que se cree que ha nacido para que tengas la enorme suerte de conocer a un tío tan maravilloso como él. Hace años trató de tirarme la caña, pero vamos, ni con un palo. Es subnormal para esta vida y tres más. Hace tiempo se lo presenté a estas y, por lo visto, Mery y Estrella se lo acababan de encontrar y se les había colgado.

—Este es Bruno —anunció Mery.

—Beltrán, me llamo Beltrán. Hola, Cris…

—Pues eso, un nombre pijo, Beltrán, Bruno, Bosco, Borja… ¿Por qué todos los nombres pijos empiezan por B? —exclamó Mery, sin poder contener la risa.

—Encantado, Mery. ¿Qué tal, Estrella? Beltrán —respondió Juan, a modo de saludo, sin intención de darles dos besos ni nada que se le pareciera.

—Venga, vamos para dentro, que me muero por un gin-tonic —bramó Estrella.

Mery me echó un brazo por encima y yo me dispuse a decir que no, que nos íbamos a otro lado, pero Juan me puso la mano en la espalda y me dijo que estaba cansado, que se iba a casa —a la suya, solo, sin mí— y que me quedase con mis amigas a pasarlo bien, aunque a mí, lo de estar aguantando al imbécil de Beltrán me apetecía más bien poco.