La antología que aquí se presenta reúne las voces de treinta poetas, treinta mujeres que desarrollaron su actividad poética entre los siglos V y XIII y crearon sus obras en el marco de la época más esplendorosa de la poesía árabe clásica. Con esta muestra se pretende ofrecer un panorama global, aunque ni mucho menos exhaustivo, de la contribución femenina a una de las grandes tradiciones literarias clásicas del mundo. El volumen contiene la traducción de noventa y nueve poemas compuestos a lo largo de más de ochocientos años, que coinciden en el tiempo con la Edad Media según la periodización establecida por la historiografía europea moderna. El arco temporal de la selección, por lo tanto, es muy amplio y cubre desde los tiempos de la Arabia preislámica hasta el siglo en que los mongoles, las hordas de Gengis Kan y sus descendientes, arrasaron los territorios orientales del antaño pujante imperio árabe islámico y su capital, la mítica Bagdad del califato abasí. Durante esta etapa, la literatura árabe vivió su edad de oro, cuyo momento álgido se sitúa en los siglos IX y X, cuando culminó la codificación de la lengua común, la koiné literaria, y se consolidaron los modelos que configuran el paradigma clásico. Una de las consecuencias más importantes de la primera expansión del islam y la formación de un imperio de vastas dimensiones, con estructuras de Estado centralizado, fue la adopción de la lengua árabe, la de los conquistadores, como vehículo de expresión literaria por las élites culturales de medio mundo, eso es, del mundo entonces conocido, desde Asia Central y la India noroccidental hasta el norte de África y la península Ibérica.
La historia de la literatura árabe se explica normalmente en función de la cronología de la historia política del islam, por lo que el esquema de división en etapas y en espacios geográficos sigue a grandes rasgos el establecido para el estudio del pasado del mundo islámico. En primer lugar, comprende un período en el que se examina el medio cultural de la Arabia en la que, hacia el año 610, Muhámmad ibn Abdallah (c. 570-632) o Mahoma recibió las primeras revelaciones divinas cerca de La Meca, su ciudad natal. En lo concerniente a este medio, la poesía preislámica, y la elaborada durante los primeros tiempos del islam, ha proporcionado mucha parte de las informaciones que tenemos sobre el entorno y el modo de vida en la Arabia antigua hasta, aproximadamente, un siglo y medio antes de los años en que el Profeta transmitió el mensaje del Corán, que es todo lo que permite remontarnos hacia atrás en el tiempo el corpus poético conservado. A partir de ahí y hasta el siglo XIII, al que pertenece la última poeta de la antología, los períodos a contemplar como contexto general del conjunto son:
1. Arabia preislámica: anterior a 622, año de la emigración (Hégira) del profeta Muhámmad de La Meca a Medina e inicial del calendario islámico.1
2. Los primeros tiempos del islam y el califato de Medina: 622-661.
3. Época omeya (califato de Damasco): 661-750.
4. Época abasí (califato de Bagdad): 750-1258.
El período preislámico, en árabe, es conocido como la época de la Jahilía, que literalmente significa «ignorancia»; ignorancia de la revelación divina comunicada a la humanidad en el Corán, se entiende. Conviene abordar con mucha prudencia cualquier información referente a la Jahilía debido a la elaboración de la que fue objeto en los primeros siglos del islam, que acabó proyectando dos imágenes antitéticas de esa época tan difusa. Por un lado, de acuerdo con el sentido del término usado para designarla, se promovió la idea de una era de impiedad, paganismo y desconocimiento de la verdadera fe. Al mismo tiempo, y de forma contradictoria, se fue construyendo una percepción de la Jahilía como pasado mítico, un espacio simbólico poblado de héroes arquetípicos y en el que la lengua árabe común, según esta reconstrucción del pasado, alcanzó su estado más puro. Hay que recordar, asimismo, que el espacio físico de la Arabia antigua no se limitaba al perímetro de la península Arábiga, ya que grupos de etnia árabe habitaban en diversas regiones del Creciente Fértil, entre Siria e Iraq, desde tiempos inmemoriales.
Las formas de vida beduinas eran la característica común de las sociedades árabes de entonces, ya fuesen nómadas o sedentarias. Aunque había núcleos urbanos, especialmente en las zonas fértiles del sur y el norte, o alrededor de oasis como La Meca y Yatrib (antiguo nombre de Medina), en los que la agricultura era parte importante de la economía local, la mayoría de los habitantes de la región eran seminómadas y basaban su economía en el comercio y la ganadería. Se trataba de sociedades de tipo tribal y patriarcal, estructuradas en clanes familiares controlados por un jeque y cohesionados por su descendencia de un mismo antepasado, el epónimo de la tribu, en las que lo colectivo primaba sobre lo individual. No existía una superestructura estatal, por lo que las tribus se organizaban en alianzas y confederaciones unidas por intereses comunes cuando no guerreaban entre ellas, porque la guerra era otra de las actividades practicadas regularmente y también el pillaje en busca de botín. La dureza del medio natural hacía que valores como la generosidad y la hospitalidad fueran muy apreciados, pero también el cariz patriarcal y guerrero condicionaba el sistema de valores morales y las normas de comportamiento. Para los varones, había un código de honor que contemplaba una serie de virtudes propiamente masculinas, como la longanimidad o el coraje, que reunidas implicaban que el hombre en cuestión estaba dotado de muruwwa, un concepto muy cercano al de la virtus romana y que a veces se traduce como «hombría». Por supuesto, la honorabilidad de las mujeres, de acuerdo con los criterios que marcaba ese mismo código, era asunto de vital importancia para el prestigio de un clan o de una tribu. En cuanto a las creencias, en la Arabia preislámica hubo comunidades judías y cristianas, a las que constantemente se dirige el discurso del Corán de forma crítica, y también grupos minoritarios de monoteístas, llamados hanafíes, muy cercanos a los postulados que más adelante recogería el islam, pero la mayoría de los árabes practicaba el paganismo y era politeísta —los «idólatras» que el Corán condena—, es decir, rendía culto a panteones de dioses y diosas que personificaban a fuerzas de la naturaleza o a los astros.
En este ambiente surgieron muchos de los conceptos y las imágenes que siguieron vigentes en la poesía clásica y que todavía hoy son referentes culturales sin los que es difícil entender muchas alusiones de la literatura árabe moderna. La función social de los poetas era primordial en la Arabia preislámica: eran los portavoces de la tribu y de sus aciertos o desaciertos en el arte de engarzar palabras en versos se beneficiaba o resultaba perjudicado todo el grupo. Los contenidos de la poesía preislámica dan fe de estas funciones y en el campo de la poesía considerada de buena factura, de transmisión exclusivamente oral entonces, participaron hombres y mujeres. Géneros muy estimados por su impacto social, como el panegírico, la sátira o la exaltación del orgullo tribal, eran comunes, y también hubo géneros en los que la participación de mujeres fue más numerosa, como el elegíaco, puesto que ellas jugaban un papel importante a la hora de llorar a los muertos y conservar la memoria de su existencia y de sus actos en la comunidad, sobre todo la de los caídos en batalla. En los versos de las poetas, de todos modos, se refleja también otra forma, más activa, de participación de las mujeres en las guerras: animando a los combatientes en la liza o incitando a los hombres a ir a la lucha para vengar algún oprobio que pudiera manchar la reputación de la tribu. En un principio, el profeta del islam se mostró muy contrario a los poetas, sobre todo en su etapa de predicación en La Meca, cuidando de que no le identificaran con uno de ellos por su modo de intervenir en el espacio público, pero más adelante, ya en Medina y desde una posición más segura, modificó su opinión y, al final, integrando contenidos e islamizando algunos conceptos, la poesía continuó siendo el eje alrededor del cual giró la literatura durante toda la época clásica.
El triunfo del islam y el enorme movimiento expansivo que protagonizó, desde la muerte del Profeta en 632 hasta 750, trajo transformaciones importantes para estas sociedades beduinas, aunque «lo beduino», como ideal de vida noble y heroica, siguiera enraizado en la mente colectiva. El concepto de umma o comunidad de creyentes, a la cual pertenece todo musulmán con independencia de su origen o condición social —tal como había preconizado el profeta Muhámmad—, vino acompañado de una nueva organización política para los árabes, el primer paso hacia la creación de estructuras de Estado. Más allá de unificar las tribus de Arabia, cuando los árabes conquistaron todo el territorio del Imperio persa sasánida y una parte muy importante, entre Siria y Egipto, del bizantino, fue evidente que lo que se requería era gestionar un imperio. Para ello siguieron los modelos existentes de Estado centralizado, dotado de una jerarquía de poder vertebrada en torno a la figura de un máximo dirigente, un ejército profesional, un sistema legal unificado y de toda la burocracia correspondiente, con una administración central localizada en un lugar fijo desde la que controlar las delegaciones de gobierno, recaudar impuestos y redistribuir las ganancias del erario público. El islam se presentó bien pertrechado para asumir esa responsabilidad, con una jerarquía de poder ordenada en torno a la figura del califa, o príncipe de los creyentes, sucesor del Profeta al frente de la umma y máxima autoridad tanto religiosa como política. Los árabes aprovecharon las estructuras presentes en los territorios conquistados para gobernar un imperio multiétnico y multicultural, puesto que la forma tradicional de organización beduina no era eficiente para un espacio tan vasto, en que la mayoría de las sociedades eran de base económica agraria y donde había una red de núcleos urbanos muy desarrollados.
En el año 661, el clan árabe de los omeyas y sus aliados consiguieron situar a su candidato, el gobernador de Damasco Muawiya ibn Abi Sufyán, en lo más alto del escalafón de la umma. A partir de entonces y ya como califa, Muawiya instauró un califato dinástico. Una de sus primeras medidas de gobierno fue trasladar la capital política a Damasco, desde donde era más factible controlar las provincias orientales y seguir avanzando en la extensión del islam hacia el norte y hacia el oeste, con miras al ámbito mediterráneo. Durante la época omeya, el Imperio árabe islámico siguió ensanchándose: se incorporó el Cáucaso, la Transoxiana y el noroeste de la India, en dirección este; y, en dirección oeste se llegó hasta el corazón de la Galia, aunque al final solo acabó asentándose en gran parte de la península Ibérica, en lo que sería al-Ándalus. El fortalecimiento de la corte califal, con sus delegaciones en provincias y el funcionariado adscrito a la administración, contribuyó también a iniciar un cambio sustancial para la cultura árabe, que fue adquiriendo el carácter eminentemente urbano que identifica la civilización islámica clásica. Ciudades que habían tenido su origen en campamentos militares desde los que lanzar las conquistas, como Kufa (637) o Basora (638), en Iraq, se convirtieron en sedes de poderosas gobernaciones y experimentaron un gran desarrollo. Se iniciaron los procesos de arabización lingüística e islamización de las poblaciones conquistadas, pero los conquistados, a su vez, influyeron también en el modo en como evolucionaron las costumbres y la mentalidad de los conquistadores. En tiempos de los omeyas de Damasco, se empezó a producir el cambio de una cultura oral a una cultura escrita, es decir, se concedió cada vez más importancia a la escritura en el momento de fijar y conservar la producción intelectual, lo que incluye, por supuesto, a la literatura. La poesía árabe siguió elaborándose con los fundamentos cimentados durante la Jahilía, pero incorporando gradualmente la visión islámica en las temáticas y las referencias al Corán, cuya consignación por escrito para fijar el texto definitivo, iniciada en la época del califato de Medina, contribuyó mucho al progreso de la escritura árabe y a la difusión del libro manuscrito. La corte califal, al mismo tiempo, procuró atraerse a los poetas y financiar su actividad creativa, bien como sujetos propagandísticos o para entretenimiento de los cortesanos. Al final, la conflictividad social y las disensiones internas del islam —que a partir del problema suscitado por la legitimidad de la sucesión al califato se fueron ideologizando y acabaron provocando la división del islam en distintas ramas, como la de los chiíes o chiitas— provocaron la caída del régimen de los omeyas en 750. Un nuevo clan, el de los Banu Abbás, se hizo con el califato, que siguió siendo dinástico e inauguró una nueva era para la historia del islam: la época abasí, que marcó definitivamente los patrones de la literatura árabe clásica.
La época abasí supuso el fin de la primera gran expansión del islam y acabó con la ampliación de los límites del imperio político, pero, por otro lado, consolidó los modelos culturales y de ortodoxia religiosa configurada por la sunna —el corpus de tradiciones proféticas consideradas auténticas y recopiladas por doctos especialistas—, la teología sunní y la codificación de la sharía o ley islámica según la interpretación de las cuatro escuelas jurídicas que hasta hoy son admitidas por el islam sunní. La apuesta por la escritura recibió un impulso definitivo a partir de la segunda mitad del siglo VIII cuando, tras la batalla de Talas (751), los árabes descubrieron el arte de la fabricación del papel en Samarcanda, gracias a unos prisioneros chinos, y empezaron a difundirlo por el mundo. El papel resultó ser un material idóneo como soporte de la escritura y bastante menos costoso de obtener que el pergamino, cuyo uso se fue reduciendo. El primer centro de operaciones de la nueva dinastía fue la ciudad de Kufa, pero el segundo califa abasí, Abu Jáfar al-Mansur (754-775), tomó la decisión de trasladar la capital a orillas del Tigris y fundar una ciudad que pronto se convertiría en una urbe de grandes dimensiones, la más poblada del imperio y polo de atracción de intelectuales y artistas de todos los rincones del imperio: Bagdad.
Asimismo, fue al-Mansur quien, dirigiendo claramente la política del régimen hacia Oriente, estimuló el comercio marítimo a gran escala por el océano Índico, uno de los puntales económicos del Estado, e instauró una fastuosidad de la corte abasí que, remedando las pompas palaciegas de los emperadores romanos y de los reyes sasánidas, la ha hecho legendaria. Los primeros ciento cincuenta años de gobierno abasí fueron el gran momento de la ascensión de los persas en las jerarquías de poder y de su influencia en las ideas, modas y costumbres de las sociedades urbanas de muchas regiones del imperio. Asimismo, fue la época en que gobernaron califas mitificados por la historiografía y la literatura, culta y popular, como Harún al-Rashid (786-809) y al-Mamún (813-833), alabado como protector de las ciencias y las artes y promotor de un proyecto de traducciones filosóficas y científicas —del griego, el siríaco o el pehlevi— que sentó las bases de la brillante ciencia árabe medieval. A partir del siglo X, sin embargo, el poder abasí se debilitó, el territorio dominado se fue reduciendo y el signo del imperio fue el de la fragmentación. No solo provincias orientales y occidentales se fueron independizando, sino que el mundo islámico llegó a tener tres califatos: el de Bagdad, el de Córdoba —desde que el emir Abderramán III, de linaje omeya, se autoproclamó califa en 929— y, a partir de 969, el califato fatimita con sede en El Cairo, el único chiita que ha existido. La historia de al-Ándalus, desde 711, había ido por sus propios derroteros, pero la cultura andalusí, ya desde los tiempos del emirato, había intentado emular los modelos orientales y, la corte cordobesa fue un reflejo de la bagdadí. Con la caída del califato de Córdoba, en 1030, al-Ándalus sufrió también la fragmentación de su territorio en los reinos de taifas —época que habitualmente se menciona como la edad de oro de la poesía andalusí—, principio del fin de Estado que recibió golpes fatales en el siglo XIII y acabó reducido al reino nazarí de Granada, desaparecido en 1492. Antes, en el mundo islámico oriental, lo que quedaba de los dominios del califato abasí había recibido su última estocada con las invasiones mongolas. En 1258, Bagdad había sido devastada y el califa al-Mústasim (1242-1258) había sido asesinado.
El siglo X, asimismo, también vio el resurgir literario de la lengua persa y, poco a poco, literatos y poetas persas y turcos fueron abandonando el árabe como lengua literaria. En el terreno científico se mantuvo unos pocos siglos más, pero en última instancia fue el factor religioso el que hizo que el idioma conservara su prestigio fuera de los límites del mundo árabe que hoy conocemos. Finalmente, el cuarto período en que se divide la historia del islam, y por consiguiente la historia de la literatura árabe, es demasiado largo y complejo para tratarlo de forma unificada; lo usual es subdividirlo en etapas y tratar los acontecimientos y los temas por áreas regionales. Una subdivisión del período en etapas muy corriente es la que sigue:
4.1. 750-847: hasta el reinado del califa al-Mutawakkil.
4.2. 847-945: hasta la entrada en Bagdad de las tropas buyíes, dinastía chiita originaria del altiplano iraní. Los gobernantes buyíes mantuvieron al califa en su función simbólica, pero fueron ellos quienes realmente llevaron las riendas del poder.
4.3. 945-1055: hasta la entrada en Bagdad de los seljúcidas, dinastía turca sunní que desempeñó un papel muy importante en los siglos XI y XII.
4.4. 1055-1258: mientras los visires seljúcidas dirigen la política en Bagdad, la irrupción de las Cruzadas y la formación de los Estados Latinos de Oriente introduce un nuevo factor de inestabilidad en el Mediterráneo Oriental. Las invasiones de los mongoles y la destrucción de Bagdad (1258) por Hulagu Kan, nieto de Gengis, señalan el final de una era.
Durante las dos primeras etapas de la época abasí se emprendió el registro sistemático de la poesía árabe antigua y de época omeya, gracias, entre otros factores, al florecimiento del mecenazgo cultural entre la aristocracia y las clases altas como sello de prestigio. Se recopilaron antologías, ordenadas por temas o por generaciones de autores, y poemarios completos de la obra de un autor. A la edición de la obra completa de un poeta se la llamó diwán, que precisamente significa «registro», y la escritura de los poemas se fue haciendo cada vez más frecuente, hasta el punto de que empezaron a compilarse diwanes de poetas contemporáneos. La forma de los poemas admitidos como clásicos siguió los parámetros antiguos, pero en el medio urbano los gustos cambiaron, se prefirieron composiciones más breves y se trataron otros temas. En los ambientes cortesanos y los salones de la alta sociedad, la recitación de poemas acompañados de música o de poesías compuestas como letras de canciones para el entretenimiento de fiestas, actos y reuniones vivió un gran auge. También en el medio urbano surgió un movimiento de contestación y crítica al uso estereotipado de términos arcaicos, metáforas y conceptos que remitían a paisajes y valores de la Arabia de la Jahilía, un movimiento cuyos representantes fueron llamados «los modernos» o «los renovadores» y que, a la vez, tuvo sus detractores en los llamados «neoclásicos», amantes de la simbología de un mundo beduino que, según ellos, reproducía lo más genuino del espíritu árabe, contrapuesto, y por supuesto superior, a lo demás, que se consideraba extranjero y adoptado.
Junto a la evolución de la poesía, la innovación más importante de la época abasí consistió en la introducción de la prosa en el campo literario, que hizo que los buenos autores de textos prosaicos empezaran a ser tratados con igual respeto que los buenos poetas. Pero, atención, no valía cualquier tipo de prosa: la narrativa de ficción, por ejemplo, tenía mala reputación entre las élites, que la consideraban vulgar entretenimiento para el populacho. La clase de escritos prosaicos aceptados como literarios fue la de una categoría para la que se reformuló el sentido de la palabra —ádab— empleada para designarlos. En principio, ádab significa «educación» y, en efecto, el propósito fundamental de una obra así catalogada era educar, pero a un tipo de público muy especial: los señores de clase alta, deseosos de acumular una serie de conocimientos amplios —los que ahora llamamos humanísticos y divulgación científica—, necesarios para acreditar su posición, aspirar a formar parte del grupo de altos secretarios de la administración o simplemente lucirse en las tertulias más selectas de intelectuales, políticos y ulemas influyentes. El otro presupuesto de una obra de ádab es que fuera amena, para, así, instruir deleitando y, desde luego, tenía que estar escrita en árabe culto, con una redacción pulcra, un vocabulario apropiado y una retórica específica. En sí, una obra de ádab no pertenecía a ningún género literario, sino que englobaba a varios, ya que dentro de un discurso que podríamos llamar ensayístico, monográfico en torno a un tema o misceláneo, y para ilustrar las cuestiones tratadas, incluía relatos verídicos convenientemente autentificados, epístolas, hadices de la tradición profética, proverbios y máximas sapienciales, etc.; y, para el caso que nos interesa, un gran número de citas poéticas. Por ello, en las obras de ádab se ha conservado también una parte considerable del legado poético clásico.
Pero todas estas transformaciones culturales ¿cómo afectaron a las mujeres y, en particular, a las que practicaban el arte de la poesía culta? En primer lugar, lo que no cambió en ese edificio remodelado fueron las estructuras básicas que lo sustentaban, es decir, las propias del patriarcado. En segundo lugar, la situación de las mujeres, en este caso igual que la de los hombres, siguió siendo muy variable, dependiendo del medio en que habitaban, rural o urbano, y de la clase social a la que pertenecían. En la transición de la preeminencia del mundo beduino al mundo de las ciudades, lo que sí perdieron las poetas fue visibilidad y oportunidades de hablar en el espacio público. En determinados espacios privados de las ciudades, lo que ocurrió fue que adquirieron protagonismo en el terreno de la creación poética bastantes mujeres cuya condición social era entonces la más baja posible: las esclavas. La esclavitud era normal en Arabia, como lo era en todo el mundo antiguo, y el islam no vino a modificar esta situación. Una mujer «libre» (hurra, en árabe) no lo era en el sentido actual del término, sino que ser libre quería decir que la mujer en cuestión no era esclava. Ser libre significaba tener un origen conocido y una identidad (apellidos, sobre todo) que le otorgaban la pertenencia a una familia, a un clan y a una tribu, y eso es lo que le confería el estatus de honorabilidad. Aparte, para ser digna de ese honor y no manchar el honor de la familia, una mujer libre estaba sujeta a muchas obligaciones y a otras tantas restricciones de su libertad individual, entendiendo, ahora sí, el término libertad en el sentido actual. En el paso de los horizontes abiertos del desierto o el campo a las calles y plazas de las ciudades, más fáciles de controlar por los hombres que dictaban las normas y velaban para que se cumplieran, las mujeres libres que escribían poesía perdieron oportunidades de hacer escuchar su voz.
El tránsito de la oralidad a la escritura añadió un obstáculo más para que eso fuera posible, dado que el control de la publicación y difusión de lo escrito estuvo en manos masculinas. No es que no hubiera mujeres libres que escribieran, las hubo en las capas altas de la sociedad y se sabe que hubo copistas de manuscritos y redactoras de libros de religión, de tratados de retórica y de muchos otros temas. Ahora bien, que sus nombres fuesen tenidos en cuenta o que sus obras pasaran a la historia ya fue muchísimo más difícil que sucediera, porque a las condiciones de selección que les tocó vivir en su tiempo hay que agregar las de los siglos posteriores, que no variaron, puesto que el control de lo literario siguió siendo asunto de hombres libres y cultos.
Las esclavas eran mujeres sin honor, de entrada, adquiridas para realizar determinadas tareas y disponibles para ser usadas sexualmente por los amos. Una de las consecuencias de las conquistas territoriales impulsadas por el islam, de la formación del imperio y de la prosperidad económica que trajo consigo el control de una red extraordinaria de rutas comerciales, terrestres y marítimas, fue un crecimiento exponencial correlativo de la actividad en el mercado de esclavos. Las clases medias y altas urbanas, y las cortes califales, hicieron crecer notablemente la demanda, de forma que aumentó la compraventa de esclavos y esclavas procedentes del comercio organizado o de capturas, resultado de victorias guerreras y de incursiones de pillaje. La coyuntura propició al mismo tiempo una estratificación en las categorías de esclavos según sus funciones. Las mujeres esclavas, las llamadas imá (plural de ama) o jawari (plural de jaria) se utilizaban sobe todo para el servicio doméstico y como nodrizas o damas de compañía de señoras pudientes, pero lo que caracterizó esa época fue la proliferación de una clase de esclavas muy exclusivas, las qiyan (plural de qayna), formadas desde niñas o muy jóvenes no para trabajar en tareas del hogar, sino para complacer a los señores en los momentos de ocio, además de para prestar servicios sexuales, que se daban por supuestos. Las qiyan recibían una educación esmerada en una serie de conocimientos muy variados, con el objetivo de que fueran capaces de conversar de manera entretenida; se las enseñaba también a escribir con buena caligrafía y se les proporcionaba formación en música, interpretación de instrumentos y canto. A la par, se las formaba en el arte de la poesía culta, para que pudieran componer, recitar o cantar poemas en toda clase de ocasiones y animar veladas. Por eso también se las llama con frecuencia esclavas cantoras. Una qayna, además de ser joven y guapa, debía poseer muchas otras cualidades, y el precio ascendía si se trataba de una chica exótica; entre las de piel clara eran muy apreciadas las caucásicas y, entre las de piel oscura, las abisinias, aunque a aquel que podía le gustaba hacer acopio de unas y otras. El palacio califal abasí, en sus mejores momentos, acumuló un gran número de esclavas cantoras en el harén, un harén que tal vez se ha utilizado en ocasiones con demasiada ligereza como ejemplo de lo que era un sitio así, cuando aquel fue más bien un lugar excepcional, solo comparable a harenes situados en cortes similares, como la del palacio de Córdoba. Las qiyan, por su condición y sus funciones, han sido comparadas a menudo con las geishas japonesas o las hetairas griegas. Eran mujeres sin honor, al fin y al cabo, y por eso podían relacionarse con los hombres de una manera que les estaba vedada a las libres y tener acceso a sus estancias reservadas, lo que hizo que las voces poéticas de algunas de ellas, de épocas omeya y abasí, quedaran registradas en los libros de ádab.
Las poetas seleccionadas en la antología vivieron en diferentes momentos históricos y en diferentes lugares de ese mundo medieval en el que la cultura árabe, después de haber ocupado una posición periférica en la Antigüedad, se situó en el centro de la ecúmene. Las autoras de los poemas, de diversos orígenes y distintas condiciones sociales, libres o esclavas, compartieron la misma lengua y utilizaron idénticas formas en el cultivo del arte poético, que es el denominador común que las une —e incluye a las preislámicas—, de acuerdo con las convenciones de la poesía árabe reconocida como culta y clásica. Dentro de esta unidad en lo formal, sin embargo, la variedad temática, el reflejo de un entorno particular y la impronta de la personalidad propia de cada una aportan colorido y viveza al conjunto, alejándolo de la monotonía. El criterio cronológico seguido al ordenar la antología, en cualquier caso, intenta destacar la inserción de estas treinta autoras en el acervo de una determinada tradición literaria, en la que también hay que situar a las cuatro poetas andalusíes que figuran en el repertorio. En Europa, y singularmente en España y Portugal (por razones obvias), el arabismo ha prestado mucha atención a las poetas de al-Ándalus.2 Existe una extensa bibliografía dedicada a ellas, entre artículos académicos o de divulgación y libros en los que se ha recogido, traducido y comentado prácticamente la totalidad de su producción —tal como la literatura árabe clásica o posclásica la transmitió—, de modo que en castellano, por ejemplo, contamos con diversas versiones traducidas de sus poemas. En cambio, las poetas de otras regiones del mundo árabe, coetáneas o anteriores a las andalusíes, no han sido objeto de un interés parecido. En los manuales al uso sobre historia de la literatura árabe o en monografías, antologías y estudios dedicados a la poesía árabe clásica —poco abundantes frente al gran volumen de publicaciones que se han ocupado de la poesía andalusí—, las autoras aparecen, cuando aparecen, en ínfimo número y totalmente desdibujadas en un paisaje repleto de referentes masculinos y dominado por el punto de vista de los hombres.3 En general, el discurso que sustenta esta puesta en escena alega que no se hace más que reproducir el tenor de lo que nos ha legado la misma tradición árabe, pero, sin discutir la veracidad ni la lógica del argumento, quizá el cuadro admita algunos retoques si nos acercamos a ella y la releemos procurando que los preconceptos o los juicios emitidos hasta ahora no interfieran demasiado en el enfoque de la mirada.
Al igual que en el caso de las tradiciones clásicas griega o latina, allá como acá, y en virtud de la parecida consideración social de las mujeres, han sido hombres pertenecientes a las élites sociales y culturales quienes han realizado el registro gráfico del quehacer literario, quienes han establecido los cánones y han escrito los libros de historia, los tratados de retórica, los repertorios biográficos de autores destacados y los florilegios representativos de sus obras. La exclusión de las mujeres de los círculos intelectuales, especialmente de los más vinculados al poder y a la toma de decisiones, junto con las restricciones impuestas en el uso de la palabra —oral y escrita— dentro del espacio público, también ha determinado el sesgo genérico del legado literario árabe clásico tal como lo hemos recibido, bajo el prisma de una perspectiva masculina aceptada como «normal». El resultado previsible del proceso es que hay pocas voces femeninas en el corpus conservado de poesía árabe clásica y que las admitidas en el campo literario oficial ocupan una situación marginal y son aceptadas con condescendencia o como «curiosidades», e interpretadas o valoradas según el criterio y los gustos de los señores que así lo dispusieron.
Hasta aquí los rasgos comunes, en términos cualitativos al menos, entre nuestra tradición literaria clásica, europea u occidental, y la tradición árabe, clasificada en el ámbito de lo oriental. En términos cuantitativos, sin embargo, una revisión atenta de las fuentes permite apreciar que, en realidad, y sobre todo en el terreno de la creación poética, los árabes admitieron en su registro histórico a bastantes más mujeres que los griegos o los latinos. A partir del siglo XIX y hasta finales del XX, el filtro del orientalismo moderno europeo a la hora de transmitir en estudios y traducciones a lenguas occidentales la poesía árabe clásica no favoreció la visibilidad de las autoras, si no es que limitamos el asunto a la consabida excepción andalusí. La escasez de materiales de producción femenina en los textos árabes devino en práctica ausencia en muchos textos occidentales, poco inclinados a escuchar los matices que pudieran aportar las voces de las poetas. Esta ausencia es todavía más lamentable, si cabe, si tenemos en cuenta que la poesía fue el género con el que algunas mujeres, del modo que tendremos ocasión de comprobar, consiguieron hacerse un hueco en el universo literario de la época dorada y, si dirigimos la vista todavía más atrás, hacia el período formativo, tal vez lleguemos a suscribir el enunciado de Tahera Qutbuddin: «Al parecer, al menos durante el período clásico más temprano, las poetas formaron parte del panorama poético común de una manera más dinámica de lo que generalmente se cree».4 A la hora de rediseñar el paisaje, pues, es necesario acudir a las fuentes originales, cada vez más accesibles gracias a la digitalización de ediciones de textos clásicos ya existentes o de manuscritos inéditos.
Para empezar, la cantidad de nombres propios de mujeres poetas que consta en los archivos árabes asombra en comparación, por ejemplo, a la extrema pobreza en este sentido de las fuentes latinas clásicas. Esto no significa que la lista de nombres que pueda elaborarse indagando en los textos árabes equivalga a un volumen igualmente importante de obra conservada. Salvo excepciones, los ejemplos de las creaciones de aquellas autoras de las que se reproducen versos son más bien exiguos, a pesar de que se nos diga que la poeta citada había sido muy prolífica o que se recopiló un poemario con sus composiciones. Casi todos esos poemarios compuestos por mujeres durante la época que aquí nos ocupa se han perdido, pero la mención de su existencia en la documentación histórica ya es, en sí, un dato muy valioso. Los versos que nos han llegado de algunas de aquellas poetas se encuentran dispersos no solo en capítulos y pasajes de libros de literatura o de historia, sino también en citas y anotaciones contenidas en gramáticas, diccionarios y ensayos de toda índole. La tradición árabe, además, ha conservado algunas antologías dedicadas en exclusiva a mujeres, como Al-Imá al-shawair (Las esclavas poetas) de Abulbaraj al-Isfahani (897-967), que contiene información sobre treinta y tres autoras y reproduce fragmentos de sus composiciones, aunque no de todas las citadas; Ashaar al-nisá (Poemas de mujeres) de Muhámmad ibn Imrán al-Marzubani (910-994), de la que solo se ha conservado una parte que incluye a treinta y siete autoras, y Nuzhat al-julasá fi ashaar al-nisá (Recreo de contertulios en los versos de las mujeres) de Jalal al-Din al-Suyuti (1445-1505), que agrupa a cuarenta poetas, dieciséis de ellas andalusíes. El autor egipcio al-Suyuti menciona en más de una ocasión una de sus principales fuentes de información: un escritor llamado Ibn al-Tarraj, del que no se tienen más datos, el cual compuso una obra sobre poesía árabe femenina que ocupaba seis volúmenes manuscritos cuando la consultó al-Suyuti. Desgraciadamente, hasta ahora no se ha localizado ninguna copia del trabajo de Ibn al-Tarraj, ni siquiera parcial.
Una obra fundamental para recuperar nombres y versos de autoras antiguas, y sobre todo de muchas de las que vivieron durante el período álgido de la era abasí (siglo IX) es el Kitab al-agani (Libro de canciones) de al-Isfahani, anteriormente citado como autor de la antología Las esclavas poetas. La impresionante enciclopedia literaria de al-Isfahani, que abarca unos veinte volúmenes —y más de diez mil páginas— en las ediciones actuales, es una mina de información sobre la sociedad y el entorno cultural que propiciaron el apogeo de la literatura escrita en árabe, y también sirve para observar cómo en el medio oral la poesía evolucionó estrechamente ligada a la música y al canto. A partir de la relectura de estas y otras fuentes con propuestas innovadoras de investigación, y en el contexto de los estudios académicos contemporáneos —en los que las publicaciones en inglés determinan su alcance global—, el interés por las poetas árabes clásicas ha experimentado un auge importante en lo que llevamos de siglo XXI. Por fin, más allá de las ediciones de textos y los estudios publicados en árabe, el público actual dispone de antologías que, en traducción al inglés, ofrecen una serie relevante de poemas compuestos por mujeres durante la etapa clásica de la literatura árabe, como la de Abdullah al-Udhari,5 que incluye a sesenta y cuatro poetas, veintiuna de las cuales son andalusíes. Recientemente, la profesora Wessam Elmeligi ha publicado un libro que reúne poemas árabes traducidos al inglés de doscientas dieciocho autoras, treinta y tres andalusíes entre ellas.6 Para quien tenga conocimiento de la poesía árabe clásica a través de otros medios, puede que la lectura del volumen de Elmeligi represente una experiencia similar a la que vivió Umberto Eco al leer el libro Histoire des femmes philosophes del latinista francés Gilles Ménage (1613-1692) y descubrir que había más pensadoras clásicas que Hipatia de Alejandría, la única citada en las enciclopedias filosóficas que hasta entonces había manejado. Concluyó el autor italiano: «No es que no hayan existido mujeres que filosofaran, es que los filósofos han preferido olvidarlas».7 Por otra parte, la diferencia más importante entre las antologías de al-Udhari y Elmeligi no reside solamente en el factor cuantitativo, por más que llame la atención, sino en el tipo de análisis y de interpretación de los textos que propone Elmeligi en la introducción y en el ensayo «Poetics of rejection», incluido también en el libro. Dice la autora: «Géneros como el panegírico o la invectiva, tan propios de la poesía árabe beduina, han sido estudiados hasta ahora solo en referencia a los poemas escritos por hombres. Por lo tanto, usar estos modelos para interpretar la poesía escrita por mujeres limita mucho la comprensión de una parte sustancial de la poesía árabe clásica y medieval».8
Parece, en efecto, que ya es hora de poner en duda la infalibilidad del discurso de ciertas autoridades académicas sobre la cuestión. Se trata, simplemente, de observar la escena desde otra perspectiva, no solo de colocar en ella, como comparsas en un desfile, a los personajes que, por pertenecer al sexo femenino, fueron o son discriminados. Hombres y mujeres, autores y autoras de poemas clásicos, se ciñeron, por supuesto, a unos moldes definidos en cuanto a los aspectos formales del arte, compartieron la misma normativa sobre la métrica de los versos, utilizaron tópicos literarios similares y emplearon metáforas acuñadas desde antiguo o novedosas, y en todo caso comprensibles para la sociedad en la que se forjaron y dentro de la que adquirieron sentido. En principio, unos y otras también frecuentaron por igual los mismos géneros poéticos: elegía, panegírico o sátira, de raigambre muy antigua, o la poesía amorosa, mística, báquica y de cualquier otra clase, tal como fueron evolucionando las diferentes tipologías y los subgéneros ya en un contexto islámico. Sin embargo, en este aspecto, sí que la tradición clásica marcó con el sello de «propiamente femenino» el cultivo del género elegíaco, estableció límites de permisividad a las mujeres libres para la práctica de géneros como el satírico o el erótico, mal vistos en una señora de honor —aunque, como podremos comprobar, las hubo que hicieron caso omiso de esos límites— y, en cambio, estimuló la dedicación de las esclavas cantoras a la poesía amorosa y erótica para placer de sus propietarios.
Como sea, dentro de estas acotaciones, los poemas de las mujeres presentan variables en el tratamiento de los temas, muestran actitudes y se refieren a situaciones desde un punto de vista diferente al de la óptica androcéntrica con que se ha venido enfocando el estudio de la poesía árabe clásica. Frente a la investigación académica conservadora o a la opinión de la crítica que sostiene que recuperar los versos de las poetas no aporta nada nuevo al campo, sino que responde a un ejercicio de «feminismo contemporáneo» que, con frecuencia, se califica de absurdo, actualmente contamos con cada vez más estudios que, al disponer de suficientes materiales de base, demuestran que vale la pena escuchar y atender a las voces femeninas. Cada una, además, expresa deseos, opiniones, sentimientos y emociones desde una experiencia personal y según el medio o las circunstancias que la rodearon. Más allá de la constatación de la existencia de esas voces en la tradición clásica árabe, es posible que la lectura de los poemas contenidos en esta antología y el descubrimiento de sus autoras depare más sorpresas. Tal vez sirva también para poner en tela de juicio algunos estereotipos vigentes en Occidente, imágenes muy populares y persistentes en el tiempo, sobre «la mujer árabe» o «la mujer islámica», entelequias que no responden a una realidad mucho más diversa.
Antes de emprender la lectura, conviene aclarar que los poemas de la antología pertenecen todos a la forma clásica por excelencia de la poesía árabe: la casida. Este arabismo existe en el diccionario de la RAE, que lo define así: «Composición poética arábiga y también persa, monorrima, de asuntos variados, y con un número indeterminado de versos». El sustantivo árabe se relaciona con el verbo qasada, que significa «proponerse (algo)» o «dirigirse (a)», y que alude al hecho de que una casida se componía con un propósito y estaba dirigida a alguien en concreto, ya fuera un individuo o una colectividad. La antigüedad de esta forma poética es imposible de delimitar, pero las más antiguas que se conocen datan de la Arabia preislámica del siglo V y muestran una elaboración que requiere de una tradición bien asentada.
La codificación de la casida, el ajuste de sus estructuras rítmicas a unos metros determinados, la llevó a cabo Khalil ibn Áhmad al-Farahidi (m. entre 776 y 791), filólogo de origen persa, nacido en Omán y que residió en Basora la mayor parte de su vida. Según estos patrones, la métrica de una casida es cuantitativa, basada en una combinación de sílabas breves y largas distribuidas en pies, con un máximo de ocho pies por verso. Son las distintas asociaciones posibles de pies las que determinan el metro del poema y cada casida debe someterse a un metro único. Al-Farahidi establecio dieciséis tipos de metros, conocidos como «círculos de Khalil», cada uno con un nombre y un número máximo posible de combinaciones silábicas. Algunos metros, sin embargo, admiten formas reducidas o truncadas. Cada verso de una casida está formado por dos hemistiquios, separados por una cesura.
Una casida es monorrima y no admite subdivisiones en estrofas. La rima la marca la consonante final del primer verso, que debe repetirse en los versos subsiguientes, hasta el último. Tradicionalmente, las casidas no tenían título y, para identificarlas, casi siempre se recurría a citar la consonante de la rima seguida del nombre del autor de la composición; si era necesario, se añadía el nombre del metro con el que se había construido el poema. El número de versos que puede contener una casida es, en principio, ilimitado. Algunas preceptivas de la primera época abasí establecieron directrices en este sentido —que estaban entre un mínimo de siete y un máximo de ciento cincuenta versos—, pero en realidad los poetas no se atuvieron especialmente a esas normativas. Sobre el contenido, la tendencia clásica es que cada verso, dentro del tema de que trate el poema, condense una unidad de significado que pueda extraerse sin menoscabo de su comprensión para citas puntuales. El léxico también define bastante una casida y suele ser arcaizante y rebuscado.
Traducir poesía es siempre un asunto complicado y un desafío que impone cuando se trata de verter a una lengua latina versos de casidas árabes compuestos hace siglos. En mi versión de los poemas, he traducido verso a verso procurando reproducir gráficamente la estructura de cada uno, dividido en dos hemistiquios. Para ello, he utilizado dos líneas de escritura para traducir cada verso, de modo que cada línea corresponde a un hemistiquio. La separación entre verso y verso se indica con doble espacio. Los títulos que encabezan cada casida no están en los textos originales, los he introducido para facilitar la localización de un poema o a efectos de citarlo, si es preciso, en el contexto que sea. Cada selección de poemas de una autora aparece precedida por un texto que contiene sus datos biográficos y otros elementos que ayudan a contextualizarla y a complementar lo expuesto en esta introducción. Para la traducción del poema «Preferencias» y de todas las casidas de las autoras andalusíes, he contado con la colaboración de la poeta Encarna Sant-Celoni Verger, a quien agradezco sus valiosas aportaciones así como sus ánimos al enfrentarme a este reto. Para terminar, solo me queda añadir que el tratamiento de esta obra no ha sido el de un texto académico, tal como también he señalado en el apartado en que se explica el sistema de transcripción, ni la política de traducción responde a la tipificación filológica y erudita según las clasificaciones de la traductología contemporánea. Merezcan los juicios que merezcan estas decisiones, y agraden más o menos las traducciones, si el objetivo de dar a conocer a un público más amplio estas treinta poetas de la tradición clásica árabe se cumple —sabiendo que, lejos de agotar la materia, he presentado tan solo una muestra—, bastará para dar por satisfechas las expectativas.