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El vikingo que me regaló mi hermano por mi cumpleaños era alto y tenía músculos. Aunque no fueras experto en vikingos ni hubieras leído el Manual del vikingo de Kepple habrías dicho que aquello era un vikingo. Tenía cara de haber vencido a hordas de villanos y consumado actos de valentía, como Beowulf, el más célebre de los vikingos, que venció a Grendel, que no sólo era un villano normal, sino también un monstruo.

Pero como yo soy una experta, le vi muchos fallos. Por ejemplo, la espada vikinga no era metálica y la ropa era de plástico, no de brynja, o de cota de malla, que es una armadura hecha de anillas con la que los guerreros se protegen de las espadas. Su pelo no era rubio de verdad; se notaba que iba teñido.

Después de ver al vikingo, elegí una nueva «palabra del día», que terminó siendo «colosal», una forma de decir que algo, o alguien, es increíblemente grande. Era una palabra que había escrito en mi lista, con la ayuda de mi mejor amiga, AK47, y como recordaba la definición, y el vikingo y la palabra combinaban bien, decidí olvidarme de mi otra palabra del día («elocuente») y convertir «colosal» en la nueva.

El vikingo cruzó como un trueno la puerta de nuestro apartamento, pasando por delante de Gert, y se quedó allí plantado, con la espada en la mano. Lo primero que dijo fue:

—¿DÓNDE ESTÁ ZELDA?

Echó un vistazo al salón, donde no había más que el sofá, la silla de Gert, la lámpara del rincón, la mesita de centro y la tele de Gert, nuestra posesión más legendaria.

Gert me señaló e hizo un ruidito con la garganta.

—¿Tú eres Zelda? —dijo el vikingo, señalándome con su espada de plástico.

El vikingo había incumplido ya tres de las normas que Gert y yo hemos puesto junto a la puerta para asegurarnos de que nuestro apartamento siempre está limpio y ordenado y sigue siendo un buen sitio para vivir los dos:

Las normas empiezan con una línea en mayúsculas que dice: NORMAS PARA ENTRAR Y SALIR, y hay un dibujo de una puerta y una persona entrando que Gert y yo hicimos juntos con la caja de pinturas que cogí prestada del centro cívico.

El vikingo no leyó las normas, pero cuando Gert hizo un ruidito y se señaló los zapatos, el vikingo dijo:

—Uy, mierda. —Y se los quitó de una patada—. Perdón —añadió.

(Aunque las palabrotas estaban permitidas, una de las normas de la casa era que había que procurar no decirlas, algo que a Gert le costaba más que a mí.)

—Y la puerta —dijo Gert sonriente.

La sonrisa no era una norma escrita, sino algo que hacíamos el uno por el otro para demostrar que estábamos contentos con lo que hacía el otro sin tener que decir «GRACIAS POR HACER ALGO PEQUEÑO QUE ME HA GUSTADO». De ese modo podíamos guardarnos los gracias grandes para cosas más colosales.

—He venido a felicitarte por tu cumpleaños —me dijo el vikingo.

Cuando se acercó, noté que olía como las naranjas que llevan mucho tiempo en la encimera.

Góðan dag! —le solté.

—¿Cómo dices? —dijo él.

Góðan dag! —dije más alto y procurando pronunciar con claridad y correctamente todos los sonidos (palabra del día del 4 de junio).

Según el Manual del vikingo de Kepple, Góðan dag es el saludo tradicional de los vikingos. En la página web de Kepple hay un vídeo donde enseña a pronunciar palabras y frases vikingas. Góðan dag se pronuncia «gou-dan-dag». Cuando dices palabras en nórdico antiguo tiene que parecer que escupes. Una de las cosas que hacía cuando empecé a hablar vikingo era ponerme la mano delante de la boca, porque si se me mojaba de saliva era que lo estaba diciendo bien.

Miró a mi hermano.

—¿Qué dice?

Góðan dag —repetí, luego añadí—: Ek heiti Zelda! Hvat heitir þú?

Vamos, le dije mi nombre y le pregunté cómo se llamaba él.

—Contéstale lo que te he dicho antes —le dijo Gert.

Gert estaba sentado en el brazo del sofá y llevaba un gorrito de cumpleaños en forma de cono con unos dedos arrugados que le salían por arriba y que se movían con el aire que entraba por el balcón.

El vikingo miró a mi hermano un segundo, sin saber de qué le hablaba, hasta que de pronto se acordó y le cambió la cara.

—Ah, vale. Un segundo.

El vikingo cerró los ojos y se aclaró la garganta, como si fuera el presidente a punto de contarle al mundo algo muy importante. Gert bajó la música de tambores, que yo le había hecho descargar a propósito de la página web de Kepple.

Ac an dear —dijo, parando en cada palabra y sin dejar de mirarme—. Ac an dear —repitió el vikingo, y se volvió hacia Gert—. ¿Lo he dicho bien?

—¿Lo ha dicho bien? —me preguntó Gert.

Ac an dear —dije yo. Sonaba a nórdico antiguo, o algo así, solo que con menos escupitajos—. ¿Te importa repetirlo pero escupiendo más?

Ac an dear.

Tosió y se sacó un papel doblado del calzoncillo de plástico, que era brillante y dorado (algo que un vikingo jamás se habría puesto). Me pasó el papel.

El texto estaba en nórdico antiguo. Lo pronuncié letra por letra.

—¡Aaah! —exclamé—. Ek ann þér.

Gert sonrió.

—¿Vale?

No era perfecto, pero con mi sonrisa le dije a Gert que me gustaba mucho el vikingo.

 

 

Casi todas las vikingas se quedan en casa y tienen bebés, cocinan y limpian, pero ésa no había sido nunca la clase de mujer que yo quería ser. Mi parte favorita del Manual del vikingo de Kepple es la de las valquirias, unas mujeres fuertes y mágicas que deciden quién debe vivir o morir en las batallas. Llevan a los guerreros que eligen a un sitio que llaman el Valhalla, una casa donde están Odín y todos los demás dioses y que debe de ser colosal para que quepa en ella tanta gente. No te puedes hacer valquiria, claro. Lo eres de nacimiento. No es como los héroes, que se hacen siendo legendarios.

Yo no tengo aspecto de vikinga. Mido poco más de metro y medio y tengo los brazos flacos. Las piernas no las tengo flacas porque juego mucho con Gert al baloncesto y eso te las pone fuertes. Corro muy bien y podría correr sin parar, aunque los vikingos pasan más tiempo peleando que corriendo. Cuando iba al instituto, estaba en el equipo de atletismo. La mascota de nuestro colegio era el Cruzado, que es casi como un vikingo y también lleva armadura. Pero luego ya no pude seguir yendo a clase porque suspendí casi todo.

Muchas personas como yo tienen la frente ancha y los ojos pequeños. Mi amigo Yoda tiene la cara así. Pero en mi caso cuesta ver que no soy normal.

Cuento con el factor sorpresa en la batalla.

Aunque me gustaba el vikingo de Gert, habría preferido que me trajera una valquiria. Casi todo el mundo sabe cosas de los vikingos, pero muy pocos saben cosas de las valquirias, que son más poderosas que los vikingos. Normalmente, sólo conocen La cabalgata de las valquirias, que es una canción de una ópera que hizo un antiguo músico alemán llamado Wagner.

A los vikingos les gustan las leyendas y, como la gente aún se acuerda de Wagner a pesar de que murió hace mucho, a mí él me gusta y respeto su leyenda.

Había otras tres personas que quería que vinieran a mi cumpleaños. Mamá ya no vivía, así que no podía invitarla, salvo en espíritu, como hacen los vikingos para que sus familiares y amigos muertos vayan a las fiestas invisiblemente, pero sí que invité a AK47 y a Marxy.

Nuestro edificio de apartamentos está en una porquería de barrio, y Marxy vive en una parte muy rica de la ciudad, con lo que su madre, Pearl, nunca lo deja venir, ni siquiera a algo tan especial como mi primer cumpleaños desde que él y yo nos enamoramos.

Además, Pearl piensa que Gert es un delincuente. Qué estupidez, creo yo. ¿Los delincuentes van a la universidad con grandes becas para estudiar cosas de dinero?

Pues no. Se portan como villanos y hacen daño a otros en vez de salvarlos.

Mi hermano tiene buen corazón, pero asusta a mucha gente por su cabeza rapada y sus tatuajes, sobre todo el de la frente, que es una calavera que ríe y tiene una lengua grande y roja, y porque no viste como alguien que trabaja en un banco y tiene un empleo de verdad. Lleva vaqueros y camisetas negras ajustadas.

Ésos, los que no se fían de Gert, son pinchamierdas y gilipullos, porque Gert es una de las personas más listas que conozco, y la más valiente, y si viviéramos en el pasado, la gente escribiría leyendas sobre él, ya te digo yo que sí. Si los villanos atacaran a tu tribu, querrías que Gert estuviera ahí para defenderte en la batalla.

Aunque también eché de menos a AK47 y me habría gustado que hubiera venido. Sabía que Gert y ella aún se querían, aunque ella dijera que lo odiaba con toda su alma y él dijera que ella ya no podía volver a estar en el apartamento nunca más.

A AK47 le habría gustado el vikingo. Estaba allí plantado, con sus calzoncillos dorados, haciendo animalitos con globos hinchados. Según él, su especialidad eran los perros. «Pero puedo hacer lo que me pidan.»

—¿Qué animal quieres que te haga? —me preguntó Gert.

Le pedí un dragón, porque en muchas de las sagas antiguas de vikingos hay dragones.

Infló un globo y un segundo después ya tenía forma casi de dragón. Lo sostuve en alto y le dije que estaba muy bien, aunque se parecía más a una serpiente que hubiera intentado atarse a sí misma, como los cordones de unos zapatos.

—¿Otro? —preguntó.

Sonó el telefonillo. Gert no se levantó a contestar como hace siempre que llama alguien. Es una norma que tenemos: si está en casa y llama alguien al telefonillo, siempre contesta él y decide si dejar entrar o no a la persona que está en el vestíbulo.

Volvió a sonar el telefonillo. El vikingo dejó de liar el globo y miró a Gert. Yo también miré a Gert.

—Llaman a la puerta —dije.

—Ya... ¿Contestas tú?

—Pero la norma...

Gert sonrió.

—Me parece que hoy te puedes saltar esa norma, porque es tu cumpleaños. Y porque creo que va a ser alguien especial.

No solemos saltarnos las normas, porque a los dos nos gusta saber cómo van a ser las cosas, y porque a mí me cuesta actuar correctamente si no tengo normas que seguir. Pero era cierto, era mi cumpleaños, y ya era adulta y tenía veintiún años.

Me quedé plantada en medio del salón, sin saber muy bien qué hacer.

El telefonillo sonó una vez más.

—En serio —dijo Gert—, ve a contestar. —Cerré los ojos y conté hasta diez, una de las cosas que me dijo el doctor Laird que hiciera cuando pensara que no se estaban cumpliendo las normas—. Venga, que tú puedes.

—Vale —dije—. Voy.

Cogí el globo dragón, me acerqué al telefonillo y pulsé el botón que decía HABLAR.

—Hola... —dije por el aparato.

—¿Eres Zelda?

Era una voz de mujer. Contesté que Zelda era yo, luego oí la voz de Marxy.

—¡Felicidades! —me dijo.

Miré a Gert, que hablaba con el vikingo. Sonrió por encima del hombro del otro y me hizo una seña con el pulgar hacia arriba.

Había hecho magia.

 

 

Marxy no recordaba el saludo tradicional vikingo, pero Pearl, que olía a perfume, le señaló el cartel para que leyera las normas de la casa.

—¿Te acuerdas de tu libro? —le dijo Pearl—. Pues esto es como una página de ese libro.

En su casa, Marxy tenía un libro de imágenes que lo ayudaban a pasar el día, una especie de normas de la casa.

Marxy es alto y cuando camina agacha la cabeza, como si tuviera miedo de darse con las nubes. Además, habla despacio y no le gusta mirar a la gente a los ojos, salvo a las personas a las que quiere y de las que se fía. A veces coge hilos que se encuentra y hace con ellos bolitas minúsculas que le gusta masticar, y es asqueroso, pero cuando quieres a alguien intentas que no te molesten las cosas asquerosas que hace si no lo puede evitar.

Lo malo es que le cuesta recordar un montón de cosas importantes.

Marxy iba muy bien vestido, claro que él siempre vestía bien. Ese día parecía que fuese a una boda. Llevaba camisa, con su cuello y sus botones por delante. Era de color azul, mi favorito. Tenía todo el pelo para un lado, repeinado y brillante.

—Gert... —dijo Pearl, saludando con la cabeza a mi hermano, que aún estaba con el vikingo.

—¡Hola!

Ella, con sus joyas adornándole el brazo y los pendientes dorados colgándole de las orejas, miró al vikingo.

—Y éste es... —preguntó.

—Thor, rey de los vikingos —contestó el vikingo.

Pearl lo miró fijamente y dijo:

—Vale, entonces el estríper no se va a quitar la ropa, ¿verdad?

—Este vikingo sólo hace figuras de animalitos con globos —contestó el vikingo.

—¿Eres estríper? —le pregunté al vikingo—. ¿Te quitas la ropa?

—Tengo múltiples habilidades —contestó él.

—Bueno, pues esta fiesta es para menores —dijo Pearl, luego le dio una tarjeta a Gert y le pidió que la llamara si había algún problema—. Vuelvo en una hora.

—Procuraremos no quemar la casa —contestó Gert, pero era una broma, porque él tiene mucho cuidado con el fuego en casa y ni siquiera le hace gracia que yo cocine si él no anda cerca, una norma que cambiamos en cuanto demostré que sabía cocinar cosas como la pasta.

—Llámame cuando haga falta —le dijo Pearl a Marxy, agarrándolo de los hombros—. ¿Llevas el teléfono?

Marxy le enseñó el móvil. Se inclinó hacia delante y ella le besó la mejilla.

 

 

Cuando Pearl se marchó, el vikingo hizo otro dragón con un globo y se lo pasó a Marxy. Yo llevaba meses intentando enseñar a Marxy a hablar nórdico antiguo, pero por más que ensayábamos juntos, él no conseguía recordarlo.

Ni siquiera se acordaba de la palabra del día. Empecé a hacer un seguimiento del tiempo que era capaz de recordar la palabra del día y descubrí que, cuando eran palabras cortas que no conocía, lograba retenerlas tres días. Aunque seguramente su cerebro es más grande que el mío, no funciona del todo bien, con lo que tiene menos espacio de almacenamiento que el de una persona normal.

Las palabras más largas, como «colosal», se le olvidaban al día siguiente. Queríamos tener un idioma que poder hablar entre nosotros, uno que no supiera nadie más. Por eso intentaba enseñarle vikingo.

Marxy ya me había dado mi regalo de cumpleaños: un dibujo de los dos como vikingos. No se le da muy bien dibujar manos ni pies ni caras. Creo que lo que mejor le sale es que parezcamos enamorados. Y las espadas. Nuestras espadas se ven colosales e increíbles en el dibujo que me hizo por mi cumpleaños.

Marxy dejó que el globo dragón que el vikingo le había hecho cayera flotando al suelo. El vikingo se rascó la tripa sin pelo de color amarillo sol.

Ac an dear —le dijo a Marxy.

—¿Y eso qué significa? —preguntó el otro, cogiendo del suelo el globo dragón y acariciándolo en el regazo.

—Te quiero —dije yo.

—Y yo te quiero a ti —me contestó, envolviéndome con sus brazos—. Ec an pear.

Sonreí a mi hermano.

—¿Sigo haciendo animalitos con los globos? —preguntó el vikingo.

—No sé —dijo Gert—. Pregúntale a la cumpleañera.

Marxy tenía otro regalo para mí: un beso con lengua. Nos habíamos besado antes, pero no con lengua.

Como sólo he besado a Marxy, lo único que sé es por vídeos de YouTube sobre besar y por lo que AK47 me ha contado, que es que no hay que pasarse con nada. No hay que pasarse con la lengua, me ha dicho AK47. No hay que pasarse con los labios. No hay que pasarse con nada.

A los besos de Marxy seguramente les sobra de todo, pero da igual. Me metió la lengua en la boca y la movió por dentro. Ya habíamos hablado de los besos con lengua, pero aún no los habíamos puesto en práctica, y debió de pensar que mi cumpleaños era el mejor momento para hacerlo.

Me rodeó con sus brazos y luego pegó su boca a la mía. Me besó delante del vikingo, que estaba al lado del equipo de música, observando los altavoces enormes de Gert. Nos miró unos segundos y le gritó a Gert: «¡Igual deberías venir a ver esto!», y cuando regresó mi hermano de la cocina, le dio al vikingo su trozo de tarta y nos separó.

—Beso con lengua —dijo Marxy, sonriendo y limpiándose de la cara una saliva que podía haber sido de cualquiera de los dos.

—Sí —dijo Gert, dándole una palmada en la espalda—. Sí, beso con lengua.

Marxy es alto como el vikingo, pero tiene menos músculo. También es más alto que Gert. Aun siendo colosal, le da miedo casi todo. Nunca se lo digo, pero sería un guerrero vikingo espantoso. En las tribus vikingas hay mucha gente, no sólo guerreros y héroes como Gert. Marxy sería un granjero estupendo porque le gusta estar al aire libre y al sol, y trabaja mucho.

 

 

Al final de la noche, después de que se fueran Marxy y el vikingo, Gert se sentó en el sofá a mi lado, estiró los brazos y soltó un gran bostezo.

—Bueno, no ha estado mal, ¿verdad? —dijo, y abrió una lata de refresco de uva, nuestro favorito. Bebió un trago y me pasó la lata.

Yo le contesté que había sido un cumpleaños poderoso y, aunque me dieron ganas de añadir que podría haber sido mejor si él hubiera hecho las paces con AK47, no lo hice. Estuvimos un rato sentados en el sofá, bebiendo el refresco. Luego yo me incorporé y recordé algo que quería hacer antes de irme a la cama.

—¿Podemos verlo? —le pregunté.

—Ya es tarde y cuesta una eternidad prepararlo —protestó Gert.

—Por favor... —dije, pellizcándole la piel fofa y rara del codo y retorciéndosela.

Me dijo que podíamos, pero que «sólo una vez», y dejó la lata de refresco en la mesita de centro, junto a su cajetilla de tabaco y uno de los globos dragón del vikingo. Volvió enseguida con una bolsa de plástico con el reproductor de vídeo en una mano y la cinta VHS en la otra.

Lo ayudé a prepararlo, enchufando los cables en los agujeros de la tele, el rojo en el rojo y el amarillo en el amarillo, mientras Gert colocaba el reproductor en equilibrio sobre el de DVD.

Después me senté en el sofá y puse en marcha el videocasete.

Al principio, la tele se veía borrosa, pero luego todo se volvió más claro. Gert subió el volumen para que pudiéramos oír las risas.

En el vídeo, estamos en la playa. Gert y mamá llevan gafas de sol y su pelo rubio brilla al sol. El viento hace que las olas del mar rompan en la arena. Yo soy muy pequeña y llevo un bañador rosa, y gafas de sol también, unas grandes de color verde que me tapan media cara.

«Haz el pino», me dice mamá, y yo hago el pino. Gert me coge por un tobillo y mamá me agarra el otro riendo y me quedo cabeza abajo. Las olas nos salpican y de repente estamos corriendo por la playa, los tres, y gritando mientras nos sigue la cámara.

Estamos contentos y mojados. Hay gaviotas en el aire y no hay nubes, así que parecen letras del alfabeto volando por el cielo.

—¿Dónde era esto?

—En Florida —contestó Gert—. A las afueras de Fort Lauderdale. Fuimos allí de vacaciones en...

Cierro los ojos.

—En 1994 —digo—. Yo tenía seis años.

—Eso es.

El vídeo entero dura once minutos, luego hay un programa de la tele sobre la selva amazónica que alguien grabó sin querer encima a mitad del vídeo de la playa. Lo último que se ve es a mamá riendo cuando Gert coge la cámara y se la planta en toda la cara, con sus dientes blancos y sus labios gruesos, y ella la aparta con la mano mientras ríe como un famoso que no quiere salir en la tele.

Luego, Gert le dio al botón de stop y el televisor se quedó negro otra vez.

—Bueno, hora de acostarse —dijo, sacando la cinta y guardándola en su funda.

No hablamos de que era papá el que llevaba la cámara, el que corría detrás de nosotros por la playa, ni de que la única vez que recuerdo haberlo visto es cuando baja la cámara y se le ven los pies descalzos y peludos.

 

 

Los vikingos pasan mucho tiempo hablando de los muertos, sobre todo de los que han muerto con valentía en combate. Nuestra madre murió de cáncer, no peleándose con nadie, aunque cuando lo cuenta Gert a veces parece que fuera una especie de batalla, que se hubiera peleado con una tribu de villanos que tuviera dentro de su cuerpo.

Gert me contó que se le cayó el pelo, que se quedó flaca y murió porque la estaban envenenando. Yo no recuerdo que la envenenaran con radiación, que es invisible. No recuerdo mucho de ella. En las fotos que hay por nuestro apartamento se la ve guapa y rubia, que es el color del pelo de todas las vikingas famosas.

Cuando no se afeita la cabeza, Gert es rubio. Yo tengo el pelo oscuro, casi negro. No me lo afeito. Gert no me deja. A veces me parece que yo también debería tenerlo rubio, porque soy la que más sabe de vikingos, luego me digo que el color del pelo no te hace vikingo.

Son los actos lo que hacen a una persona grande y legendaria.

Nuestro padre le puso Gert a mi hermano porque es un nombre típico alemán. Gert no sabe que encontré su caja de fotos de nuestro padre, que él consiguió después de que muriera mamá. En esa caja hay una foto de nuestro padre en una cama, sin camisa, fumándose un cigarrillo. Lleva la cabeza afeitada y tatuajes y bigote, y se parece mucho a Gert. Hay otra en la que está en una moto, y mamá detrás, agarrada con fuerza a su cintura. Va con cazadora de cuero y sin casco, aunque ir en moto sin casco va contra las normas y es peligroso, porque si te abres el cráneo se te podrían salir los sesos.

No sabemos lo que le pasó. Gert dice que lo detuvieron por meterse en las casas de la gente y que, cuando salió de la cárcel, ya no volvió con su familia.

—Seguramente está a dos metros bajo tierra —dijo Gert, queriendo decir muerto y enterrado.

No nos permitimos hablar de papá, y de mamá sólo a veces. A Gert no le gusta mucho hablar de ninguno de los dos.

Yo no sé mucho de nuestra madre, salvo lo que me ha contado Gert. Me invento cosas sobre ella y se las cuento a todo el mundo. Los vikingos creen que las cosas que cuentas de una persona aquí, en la tierra, la hacen muy feliz en el Valhalla y que la mejor forma de hacer feliz a alguien es convertirlo en una leyenda de la que hable todo el mundo.

Por eso, yo les digo a todos que mi madre se enfrentó con una sola espada a cincuenta millones de barcos repletos de cánceres.

«Fue la mujer más valiente que haya existido jamás», le digo a la gente.

Antes de acostarme, cogí la foto de mamá que tengo enmarcada en mi escritorio y canté sus alabanzas, mentalmente, para no despertar a nadie. Si piensas en alguien antes de dormirte, a veces sueñas con esa persona. En mis sueños, a veces pienso que mamá murió y se convirtió en valquiria, y que un día, cuando yo esté en la batalla, me llevará con ella al Valhalla.