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EL MIEDO

Las emociones se desarrollan en el teatro del cuerpo.
Los sentimientos se manifiestan en el teatro de la mente.
DRA. SARAH MCKAY, neurocientífica

¿Qué es el miedo?

En términos simples y directos podemos decir que el miedo es una emoción y, sin embargo, es mucho más que eso, pero vamos por partes. Hay diferentes teorías y modelos acerca de las emociones; unos dicen que son cuatro, otros cinco, están los que dicen que son ocho y más. Se habla también de emociones primarias y secundarias, pero para nuestro tema no conviene entrar en el debate sobre cuál es el modelo más válido; lo importante es saber que hay cuatro emociones, sin importar la teoría o modelo que tomemos como referencia, ya que están presentes en todos y cada uno de ellos. Estas emociones son: la alegría, el enojo, la tristeza y, por supuesto, el miedo.

La etimología de la palabra emoción refiere al “impulso que mueve a la acción.” Una emoción es algo que nos saca de nuestro estado habitual o base y nos mueve hacia estados más adecuados para hacer frente a lo que surge y que incluso puede sacarnos de balance. Desde el punto de vista neurológico, podemos decir que las emociones son respuestas automáticas (no dependen de nuestra voluntad) que se producen en el cerebro y generan reacciones bioquímicas en el cuerpo que alteran su estado físico. Algo sucede, interno o externo, real o imaginario, y entonces se dispara una emoción; sentimos algo y actuamos en consecuencia de formas que nos pongan a salvo y, de ser posible, resuelvan aquello que se ha desatado. El fin es volver a estar en paz o recobrar el equilibrio a pesar de lo que pueda surgir en el camino de la vida. Estar en paz, por cierto, no implica estar libre de sobresaltos y eventos desagradables, sino que, a pesar de ellos, podamos recuperar un estado base de relativa tranquilidad y felicidad, como quiera que cada uno la conciba.

Las emociones, como el miedo, son muy antiguas en términos de la evolución humana; originalmente ayudaron a nuestra especie a sobrevivir produciendo reacciones rápidas ante amenazas, recompensas y otros agentes del entorno que, a través de ellas, eran evaluados como peligrosos o deseables. Las emociones están codificadas en nuestros genes, así que no tenemos que aprenderlas y, aunque varían ligeramente en cada persona y dependen de las circunstancias, generalmente son similares en todos los seres humanos, incluso en otras especies. Su expresión puede ser influida por la cultura, pero no su sentir. Son como un sistema de alarma interno que nos dice calma, alerta, huye, pelea o escóndete. Todo esto, como ya dije, para protegernos y ayudarnos a adaptarnos al entorno físico y social.

Para cumplir con su función de alertarnos y movernos a la acción, deben hacer, al menos, dos cosas. Dirigir y focalizar nuestra atención hacia aquello que las estimula, y hacerse notar. Por ejemplo, si el miedo lo sintiéramos como una minúscula comezón detrás de la oreja quizá no sería lo suficientemente notorio para ponernos a salvo en caso de peligro. Lo mismo pasa con el enojo o la tristeza, que si no fuera tan incómoda su presencia, reaccionaríamos de manera poco adaptativa y pro social sin reconciliarnos con quien nos ha lastimado o poner límites a quien insista en hacerlo. Ésta es la razón por la que las emociones son tan notorias; deben sentirse y también hacerse ver. Sentirse, como ya dije, para ayudarnos a afrontar lo que surja de la manera más adecuada. Mostrarse, para que otros se den cuenta de nuestro estado y con ello puedan, a su vez, ser alertados, como con el miedo o el enojo; o invitados a acercarse, como con la alegría o, incluso, la tristeza.

¿Qué tan negativas son las llamadas “emociones negativas”?

El miedo entra en la lista de las llamadas “emociones negativas”, de modo que conviene aclarar por qué se les llama así, pues ya con el puro nombre cualquiera podría pensar que las positivas hacen bien, las negativas mal y las neutras, pues como que salen sobrando.

A grandes rasgos podemos decir que las emociones positivas son emociones que normalmente encontramos placenteras y nos mueven a acercarnos o buscar aquello que las evoca; son respuestas agradables a nuestro mundo interior o exterior. ¿Quién que esté sano no quisiera estar cerca de alguien que le ofrece amor incondicional, interés genuino o estados de alegría? Sin embargo, las emociones positivas no sólo nos llevan a buscar estas “fuentes” o circunstancias de placer, también hacen que propiciemos y procuremos, a partir de ellas, entornos placenteros. Organizamos fiestas, visitamos a alguien enfermo o perdonamos a alguien para reconciliarnos. Yo preferiría llamar a las emociones “positivas”, emociones placenteras o agradables.

Por otro lado, las “emociones negativas” son aquellas que normalmente no resultan placenteras; se sienten tan desagradables, que nos hacen evitar o alejarnos de aquello que las produce. ¡Y qué bueno que lo hagamos!, porque no es conveniente sentir culpa, miedo, tristeza o asco y quedarse ahí, estoicamente, soportándolos sin hacer nada. Aunque no son agradables de experimentar, las emociones negativas son indispensables para la vida porque nos llevan a movernos fuera de situaciones que podrían ser física o socialmente peligrosas. Aumentan nuestras posibilidades de supervivencia y nos ayudan a crecer, pertenecer y desarrollarnos en un entorno social. Por ejemplo, cuando se está bajo los efectos del alcohol perdemos temporalmente, entre otras cosas, el miedo que normalmente nos hace protegernos y hacemos o decimos cosas que nos ponen en situaciones de riesgo. Es por ello que a las emociones “negativas” prefería llamarlas emociones displacenteras o desagradables.

Ya sean positivas y negativas, todas las emociones cumplen un propósito evolutivo, de otra manera, no las experimentaríamos. Sabemos que al cerebro no le gusta gastar energía de forma innecesaria. La diferencia fundamental es que las emociones positivas nos acercan a lo placentero y las negativas nos alejan de ello. Quizás si las hubieran nombrado como emociones de “acercamiento” y “alejamiento”, se podrían entender de distinta manera.

La mala reputación del miedo

Sabemos ya que el miedo es la experiencia que tienes cuando te sientes amenazado por algo o alguien. Cada quien puede sentirse amenazado de muchas maneras diferentes por distintas cosas; algunas son más comunes e instintivas y otras, ya hablaremos de ello, más personales y aprendidas. Dicho esto, el propósito del miedo es alertarnos y movernos a realizar acciones y tomar decisiones que nos pongan a salvo ante una amenaza percibida. Digamos que es una emoción de supervivencia. El miedo es como el dolor; ambos existen para protegernos de daños potenciales o mayores.

El miedo es la alarma que activa a nuestros sistemas de respuesta a actuar. Por ejemplo, si alguien tiene miedo a que su casa se incendie por la noche, tomará todas las precauciones necesarias para evitarlo. Además de asegurarse que todo esté en su lugar y que no haya ninguna fuente potencial de peligro, pondrá sensores de calor y de humo, colocará extinguidores en lugares estratégicos y hasta sistemas de extinción de incendios automatizados. Eso tiene sentido, ¿no es así? ¿Quién, que tema al fuego, desconectaría todos los sistemas de seguridad contra incendios para que las alarmas “no lo espanten”? Eso sería el equivalente a buscar no tener miedo. Por supuesto hay a quien “le suena la alarma” todo el tiempo sin tener un peligro real, pero de la ansiedad ya hablaré más adelante.

No obstante, muchas personas ven al miedo como algo indeseable que habría que arrancar de raíz, como si fuera una enfermedad o propio de débiles o cobardes. A más de uno le han enseñado no sólo que hay que evitarlo, sino negarlo, ocultarlo y declarar abiertamente que no se tiene miedo a nada para hacerlo más “valiente y respetable” a los ojos de los demás. “No tengas miedo”, nos dicen nuestros padres cuando de niños nos impulsan a hacer algo nuevo como nadar o andar en bicicleta, lo que, desde mi punto de vista, es un abordaje un tanto impreciso, por no decir erróneo. Recuerdo que un paciente me contó que su padre para obligarlo a enfrentar lo que le asustaba cuando era niño le decía: “No seas marica. No tengas miedo.” No le podemos decir a alguien que no sienta algo que no está en su voluntad sentir y mucho menos callar sólo por el mero deseo de hacerlo; recordemos que el miedo también es una reacción bioquímica involuntaria que sirve para protegernos de lo que se considera una amenaza. Si la supuesta amenaza es objetivamente real o no, ése es otro tema del que hablaremos después; la cuestión es que la respuesta de miedo se da frente a una amenaza o peligro percibido. Entonces, ayudaría más reemplazar el: “No tengas miedo”, por: “Aquí no hay nada que temer.” Lamentablemente, ya desde la infancia tener miedo puede ser objeto de burla y hasta de vergüenza.

También, hemos aprendido que para “vencer” al miedo hay que ser valientes o, al menos, mostrar valor. Pero, ¿de verdad, es eso lo que se necesita? ¿Un arrebato de valor para cerrar los ojos, entrar a la cueva y transitarla sin importar lo que pase? Muchas veces a lo que llamamos valor no es más que un puro acto de inconsciencia e impulso tan irracional como el miedo mismo. ¿Es tomar una sola bocanada de aire lo que te hace cruzar a nado la alberca o saber que puedes salir a respirar de vez en vez siempre que lo necesites? ¿Es saber que la alberca tiene una profundidad de 1.40 m lo que te da seguridad o saber que, así tuviera tres metros, puedes tocar el fondo e impulsarte hacia afuera? ¿Es tener fe en que nunca te van a traicionar lo que te hace confiar en otros o saber que, así ocurriera lo que temes, podrías hacerte cargo de ti y tus heridas emocionales aprendiendo de la experiencia? No, no creo que sea valor lo que se necesita, sino confianza en nosotros que nos permita relevar al miedo de su función. En esto, especialmente, voy a abundar más adelante.

El miedo que se oculta hasta de ti

En ocasiones, para tratar de quitarle el miedo a alguien, le hacemos una lista de todos los sistemas de seguridad, todas las posibles alternativas y hasta una demostración de mira, “no pasa nada”, si se atreve a lo que no se atreve. Esto no siempre es de ayuda. Frecuentemente, aquello a lo que se teme es inconsciente e inespecífico. Parece obvio que aquel que no quiere subirse a una bicicleta tenga miedo a caerse, mientras que para los demás una caída de bicicleta (casi) nunca mata a nadie. Pero quizá no es la caída a lo que más se teme. Puede ser al ridículo, a no detener la bicicleta y rodar eternamente hasta el fin de los tiempos, a la crítica o burla de otros por no hacerlo bien o simplemente a algo que se siente, pero que no se puede definir. Si bien los estímulos amenazantes provocan sentimientos de miedo, las amenazas inespecíficas también se pueden procesar de manera no consciente y activar los circuitos del miedo. Digamos que el miedo, bajo este esquema, funciona como una intuición que nos dice que algo está mal; que si, por ejemplo, todos insisten tanto en que yo haga algo es porque “hay gato encerrado.”

Hace ya tiempo un paciente me contó que de niño siempre quiso aprender a andar en bicicleta, pero no fue sino hasta los dieciocho años que lo logró. De niño no aprendió porque le daba mucho miedo. No obstante, para día de reyes, durante ocho años consecutivos, pidió en su carta una bicicleta. ¿Cómo alguien que tiene miedo a andar en bicicleta comete la locura de pedir que le traigan una? El caso es que llegaba la bicicleta y no se atrevía a subirse a ella. En una ocasión hasta le trajeron “rueditas” auxiliares, pero ni así funcionó, pues él temía que las rueditas no funcionaran como era debido; no confiaba en ellas. Nada parecía dar resultado; durante un año, su papá, con diferentes estrategias, trató sin éxito de enseñarle. Al año siguiente, su mamá se unió con el mismo fin, pero nada. Luego sus hermanos (mayores y menores) se unieron al coro de: “Sí se puede”; tampoco resultó. No había manera de que el niño lograra dar un par de pedaleadas. Una vez su madre trató de usar una vieja estratagema: le dijo que lo iba a ayudar y que no soltaría la bicicleta hasta que él dijera que estaba listo para ir solo. El niño quiso confiar, pero se dio cuenta de que su mamá realmente lo que buscaba es que él se sintiera confiado para luego decirle algo como “¿Ves que fácil era? La verdad es que nunca te agarré y lo hiciste todo tú solo.” Algo de malo debía haber en todo aquello donde hasta los adultos se atrevían a mentirle. Le decían que caerse no era peligroso y hasta le regalaron casco, coderas y rodilleras, pero ni así. Era incongruente que aquello que decían que no representaba ningún peligro requiriera de tanto equipo, pensaba el niño. Ahí había gato encerrado. Así pasaron los años y quedaron algunas bicicletas oxidadas. Un día, a sus dieciocho años, estando solo en su casa, cargó la bicicleta a la azotea y se dijo: “No es posible que a esta edad no sepa andar en bicicleta.” Se subió y empezó a pedalear. En menos de tres minutos, me contó, lo había logrado. Entonces, ¿cuál era su miedo? Evidentemente no era a caerse como todos habían supuesto, dado que una caída desde la azotea es objetivamente más peligrosa que una a ras de suelo. Nunca lo supo con certeza, pero quizá algo tuvo que ver con estar solo al intentarlo. Básicamente podemos decir que no confiaba en los demás porque este miedo a la bicicleta no venía solo. Había tenido miedo a nadar, por temor a que lo dejaran ahogarse. Miedo a ir a la escuela, por temor a que lo abandonaran ahí y miedo a subirse a un camión con su mamá, porque juraba que en alguna parada se iba a bajar corriendo y lo iba a dejar solo y a su suerte. ¿Cuál era su miedo real ante tantos escenarios tan distintos? ¿Al abandono, a la traición, a la maldad de los otros, a su incapacidad para generar amor en los demás hacia él? Nunca lo supo con certeza, pero lo importante es que poco a poco fue relevando al miedo de sus funciones al hacerse cargo de aquello que lo asustaba.

El miedo más allá de la emoción

No es cierto que los seres humanos somos
seres racionales por excelencia.

Somos, como mamíferos, seres emocionales
que usamos la razón para justificar u ocultar
las emociones en las cuales se dan nuestras acciones.

HUMBERTO MATURANA, biólogo y filósofo

Si el miedo se quedara sólo en la respuesta puramente emocional, la de hacernos actuar para ponernos a salvo y afrontar lo que surja cuando así conviene, no representaría un problema ni tendríamos que hablar de él. Llega, hace lo que tiene que hacer y se marcha. Pero no es tan sencillo ni tan simple como eso porque, como dije al principio, es verdad que el miedo es una emoción, pero también es mucho más que eso. Como seres que usamos la emoción y la razón para interactuar con nuestro mundo interior y exterior, la emoción se imbrica con el sentimiento a través del pensamiento y la interpretación. La emoción, en este caso el miedo, que debería ser pasajero, se cuela por las rendijas de nuestra vulnerabilidad y se asienta en nuestros sueños, nuestras relaciones y en la vida misma. Sin embargo, es la razón la que puede matizar y guiar al miedo. No se trata de controlarlo, sino de evitar que se desborde, que se pierda por los caminos y grietas de la mente tropezando y causando estragos dentro de ella. No es que el miedo quiera lastimarnos, es sólo que la razón, al estar dormida, deja de guiarlo y, al estar perdido, el miedo despierta toda clase de proyecciones monstruosas en nuestra cabeza. Es cuando deja de ser emoción pura y se vuelve pensamiento, sentimiento, pesadilla y catástrofe. Nada más descriptivo de esto que el grabado de Francisco de Goya, “El sueño de la razón produce monstruos”, que se encuentra en el Museo del Prado, en Madrid, España. La interpretación que más me gusta acerca de este grabado y que comparto es la que se encuentra en la biblioteca nacional de España: “...cuando los hombres no oyen el grito de la razón, todo se vuelve visiones.”

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Demasiada razón, sin emoción, produce frialdad y un comportamiento mecánico. Demasiada emoción, sin razonar, se desborda en una especie de locura sin control que, en el caso del miedo, nos ofrece representaciones terroríficas.

A la gran mayoría, en algún momento de la vida, se nos puede llegar a presentar una dificultad u obstáculo que no sabemos cómo resolver y nos asusta. Imaginemos la vida como un camino que va desde tu nacimiento hasta tu muerte. Un día, a veces al terminar una curva o del otro lado de una colina, te encuentras que justo en el medio del camino hay una gran cueva; ése es tu miedo más grande. Es oscura, tenebrosa y hay que cruzarla para llegar al otro lado, pues el camino de la vida sigue precisamente del otro lado de la cueva; del otro lado del miedo. No hay otra posibilidad que ir a través de ella, pero cómo hacerlo si al poner un pie adentro empiezan a surgir voces y visiones que te aseguran que si continúas te toparás con toda clase de peligros, amenazas y situaciones que te harán sufrir. Las voces te recuerdan que no puedes, que no sabes, que el reto es grande; que todos te miran y están esperando tu fracaso para reprochártelo o burlarse; que vas a decepcionar a los tuyos y por ello ya nadie te querrá cerca, porque los avergonzaste. Esas mismas voces se encargan de recordarte viejos fracasos como prueba de que no eres capaz. Tú podrías continuar caminando, pero el miedo te detiene y es cuando te paras en la entrada de la cueva. Deseas cruzar, pero a la vez temes hacerlo por miedo a que lo que te dicen las voces se haga realidad.

Éstas y otras fantasías ocurren cuando el miedo se desborda ante el abandono de la razón. No es casualidad que nuestros ancestros (y uno que otro contemporáneo) hayan temido a los castigos de los dioses iracundos y vengativos que estaban dispuestos a castigar a cualquiera que transgrediera sus leyes. Rayos, terremotos, erupciones e inundaciones eran castigos temidos que había que evitar o apaciguar con ofrendas y sacrificios. No podemos culparlos, eran tiempos en donde se ignoraban cosas que hoy se saben. La razón no estaba tan despierta y se daban otras explicaciones a los fenómenos que hoy, nosotros, entendemos de manera distinta. El miedo existe todavía, sólo que lo hemos hecho un poco menos irracional gracias al saber.

Lo anterior no significa que ya no tengamos miedo a los desastres naturales o a las epidemias; al contrario, ha sido ese temor el que nos ha llevado a desarrollar métodos un poco más efectivos para lidiar con ellos que sólo hincarnos a pedir clemencia a dioses destructores. Hoy sabemos que está en nuestras manos hacernos cargo de lo que surja buscando evitar lo evitable, reparar lo reparable o adaptarnos ante lo que no va a cambiar. Siempre podemos hacer algo más.

Cuando todo esto sucede, cuando el miedo no es contenido por los brazos de la razón, deja de ser consejero para volverse, involuntariamente, un tirano que nos desvía del camino o nos impide avanzar y cruzar la cueva. Y es que el miedo no está capacitado para servir de guía; no puede ver más allá de lo que la razón le dice que hay. Es como nosotros; cuando uno pierde la razón, se vuelve loco. Cuando el miedo pierde esa misma guía le pasa algo similar, enloquece. Se topa con un ratón y, sin la razón que le diga que es un ratón, ve en él un monstruo invencible con intenciones malévolas y sed de nuestra sangre. Una sombra le parece un fantasma; un ruido desconocido, los pasos de Lucifer. Es justo cuando nos ordena correr, alejarnos tanto como sea posible de aquellas bestias, aun a costa de caer por las escaleras o salir corriendo a la calle con el riesgo de ser atropellados. La razón está ausente para apagar la alarma y decirle a la emoción que el peligro es relativo y que es más peligroso caer o ser golpeado por un auto que huir de la propia sombra.

Tu relación con el miedo

Este apartado me lleva a preguntarte, ¿cómo es tu relación con el miedo? Podrías tener una relación de dominancia, una de sumisión o alguna más simétrica, pero de respeto. Por ejemplo, los que se envalentonan y dicen que a nada le tienen miedo pretenden tener una relación de dominio sobre él, pero si de verdad esto fuera posible, no sé si sería tan conveniente. Dominar al miedo provocaría una especie de interferencia consciente y eso causaría que éste ya no pudiera hacer bien su labor: la de alertarnos y protegernos llamando nuestra atención ante aquello que sea realmente peligroso. Es como si tuviéramos que estar midiendo la temperatura del refrigerador a cada momento para echar a andar el motor cuando subiera la temperatura y apagarlo antes de que se congelen todos los alimentos. Afortunadamente quien tenga un refrigerador no tiene que hacerlo porque para eso existe el termostato que identifica las variaciones en la temperatura y hace que el motor actúe en consecuencia. Si dependiera de nuestra atención consciente y memoria el funcionamiento de un aparato así, es probable que más de una vez se nos hubiera congelado o echado a perder la comida.

Volviendo a nuestra relación con el miedo, por ejemplo, yo no sé si me gustaría hacerme amigo de una persona que dice que no tiene miedo a nada, porque eso significa que, de ser cierto, tampoco tendría miedo a lastimarme, traicionarme o hacer algo que potencialmente pueda dañarme, como conducir descuidadamente o llevarme por caminos peligrosos. Pero, aunque no fuera verdad que no tiene miedo a nada, el sólo hecho de que lo diga me deja ver que tiene tanto miedo que su necesidad de negarlo es grande. En ese caso no me quiero imaginar si estuviéramos juntos y de pronto un peligro real nos acechara. Seguramente entraría en estado de shock o pánico intenso, cosa que no me iba a ayudar justo en el momento que necesito más calma para decidir cómo actuar para ponerme a salvo.

Por otro lado, una relación de sumisión con el miedo es igualmente problemática. Darle el poder de nuestras decisiones al miedo es como darle a pilotar un avión a un niño; seguramente accedería muy emocionado a hacerlo (no tiene conciencia del peligro y la responsabilidad que eso conlleva), pero es probable que cuando se dé cuenta de que está en una situación realmente peligrosa lo que acierte a hacer sea ponerse a llorar y taparse los ojos. No creo que eso pueda salvar la vida de nadie, ni siquiera la de él mismo. Como ya dije anteriormente, el miedo no está capacitado para ser guía, sino sólo guardián o consejero. Su función es alertarnos y cuidarnos, no dirigirnos o gobernarnos. Como buen guardaespaldas puede a veces abalanzarse sobre nosotros para ponernos pecho a tierra en caso de peligro, pero de ninguna manera debería obligarnos a pasar el resto de nuestra vida con la cabeza enterrada en el suelo sin ninguna razón, ¿no es así? Vivir sometidos al miedo es entregarnos a la oscuridad sin esperanza. Como en el caso de los que padecen alguna forma de ansiedad; se muestran indefensos e impotentes ante ella y le entregan, aun contra su voluntad, su voluntad en sí misma. Esto me recuerda las líneas que aparecen en el libro La divina comedia, de Dante Alighieri, a la entrada de las puertas del Infierno: “Es por mí que se va a la ciudad del llanto, es por mí que se va al dolor eterno y al lugar donde sufre la raza condenada, yo fui creado por el poder divino, la suprema sabiduría y el primer amor, y no hubo nada que existiera antes que yo, abandona la esperanza si entras aquí.” Ése es el verdadero poder del mal y del infierno; infundir miedo para hacer perder toda esperanza y, entonces, nadie luche por salir. Pero si el mismo Dante y Virgilio pudieron salir del peor de los lugares imaginados, ¿por qué nosotros no?

Otra posibilidad sería establecer con el miedo una relación más simétrica y de respeto. Simétrica porque nadie manda a nadie y de respeto porque dejamos que el miedo haga lo que tiene que hacer que es cumplir con su función de cuidarnos. Confiamos en él para eso y luego lo dejamos marcharse. Aun cuando dominamos una actividad o situación en donde nos sintamos muy seguros, no significa que el miedo se haya ido en realidad, simplemente no se adueña de nuestra voluntad ni apaga nuestra razón. Esto es útil lograrlo en diferentes contextos y para fines definidos; por ejemplo, en los deportes de alto riesgo donde un paracaidista o motociclista, precisamente por el respeto que le deben a su profesión y la preocupación que en ellos despierta el seguir vivos y sanos, toman las precauciones necesarias que el miedo les aconseja para salir bien librados. De otra manera, si se mostraran dominantes ante el miedo, no usarían casco, no revisarían su equipo ni seguirían las indicaciones de seguridad. Si, por el contrario, fueran sumisos, ni siquiera se atreverían a acercarse a un avión o una moto, aun queriendo hacerlo. Es un poco lo que nos sucede a todos en la vida cotidiana. El miedo nos hace mirar hacia ambos lados de la calle antes de cruzarla, asegurarnos que la medicina que vamos a tomar esté dentro de la caducidad marcada o esmerarnos en estudiar para pasar un examen. Con una relación más simétrica y de respeto, el miedo se convierte en un gran compañero de travesía.

Volvamos a nuestro ejemplo de la cueva. Adentro está oscuro, el terreno puede ser irregular, incluso frágil en ciertas partes. Mi relación con el miedo, si es sana, me hace tomar las precauciones necesarias y llevar el equipo adecuado. Me alerta de posibles peligros, como cuando escucho que algo cae o siento que el piso es resbaloso. Gracias a que lo escucho, mis probabilidades de salir del otro lado aumentan. En cambio, si mi relación es dominante, entraré como un loco sin precaución alguna. Si es sumisa, me quedaré a vivir en la boca de la cueva porque así lo dicta el miedo. Creo que con estos ejemplos ha quedado claro lo que quiero transmitir acerca de nuestra relación con el miedo.

El miedo que no asusta (al menos a algunos)

¿Qué tienen en común un trapecista en plena función, un trabajador que limpia vidrios en lo alto de un rascacielos y tú mirando una película de terror? Acertaste; todas son personas. Y como personas que son sienten miedo (siempre que estén sanos, por supuesto). Entonces, ¿por qué cada uno hace lo que hace si siente miedo? ¿No deberían dedicarse a otra cosa o tú no deberías ver otro tipo de películas?

Aunque ya vimos que el miedo, desde el punto de vista biológico, es común en todas las personas y otros seres, no todos lo experimentan en la misma medida y no siempre por las mismas razones, incluso, hay algunos que hasta buscan experiencias que los hagan sentirlo. ¿Y por qué? Puede haber varias razones; veamos unas cuantas.

Riesgo calculado

A pesar de que los trapecistas y limpiavidrios no tienen bajo sus pies una red de seguridad, sí tienen arneses y artefactos que disminuyen el riesgo de un accidente catastrófico. Además, tienen conocimiento y el entrenamiento necesario para saber qué conductas y movimientos son seguros o no. De alguna manera, no sólo confían en ellos, también en sus equipos de seguridad, lo mismo que en sus compañeros que colaboran en la misma actividad. En tanto que a la sala de cine, por ejemplo, la consideramos un lugar relativamente seguro en términos físicos. Aunque vayamos a ver la peor película de terror, la posibilidad de que esos seres proyectados en la pantalla se hagan reales, salgan para dañarnos o se aparezcan esa noche bajo la cama son extremadamente remotas por no decir imposibles. En todos estos ejemplos el cerebro percibe el peligro inherente a lo que afuera está sucediendo, por lo que dispara la emoción del miedo, pero nuestra razón se encarga de tranquilizar al cuerpo al decirle que el riesgo real es lejano; que la experiencia es emocionante pero realmente no tan riesgosa, especialmente si se toman precauciones o se tiene cuidado como en el caso del trapecista y el limpiavidrios. Cuando razonamos que el riesgo no es tan elevado, se puede disfrutar o sobrellevar la experiencia de miedo sin que ésta altere al cuerpo de forma importante o nos haga reaccionar en pánico. Una muestra más de que la razón matiza a la emoción y es por eso que no salimos corriendo despavoridos de la sala de cine alertando a todo el mundo que los zombis se han liberado y están sedientos de sangre.

Por supuesto no es imposible que algo se salga de control y que todos los escenarios ya mencionados puedan entrar en una situación de riesgo real. Es decir, el trapecio podría fallar, igual que el andamio del limpiavidrios. En el cine podría ocurrir un incendio u otra emergencia. Sin el miedo necesario no podrían activarse los recursos indispensables para hacer frente a la amenaza y buscar salir lo mejor librado posible llegado el momento.

En suma, podríamos decir que cuando te sueltas a la emoción, pero te agarras de la razón, sientes confianza y disfrutas de la experiencia.

La emoción

Muchos de nosotros buscamos miedo y suspenso “calculados” porque sabemos que estamos a salvo, pues el efecto mismo del miedo puede ser, además de excitante, un tanto adictivo.

Parte de lo que ocurre en el cuerpo tras una situación de miedo es la liberación explosiva de diferentes neurotransmisores y hormonas como adrenalina, dopamina y endorfinas. Recordemos que el cerebro nos está preparando para afrontar un gran peligro, así que debe liberar todo eso para que cada parte del cuerpo haga lo que le corresponde y garantizar así nuestra integridad y supervivencia. Los músculos deben llenarse de energía, el corazón debe estar dispuesto a sobrellevar una carga extraordinaria y el dolor debe paliarse para afrontar lo que surja. Entramos en una sensación de euforia que, sumada a que nuestra mente sabe que estamos en un riesgo calculado, nos lleva a estados muy gratificantes, por decirlo de alguna manera. Sentimos alivio al bajar de la montaña rusa, pero de inmediato corremos a formarnos para una vuelta más. La sensación de estar sano y salvo se une a toda la experiencia emocional para brindarnos placer. Como gran parte de lo que se libera en la sangre son opioides naturales del cuerpo, la experiencia, como dije, se puede volver ligeramente adictiva para algunos.

En esto de sentir emociones también hay algunos que sienten gran placer en probar y traspasar sus propios límites. Ver cuánto miedo se puede tolerar o qué nuevas experiencias pueden probarse, hace sentir orgullosos a muchos y es un incentivo para seguirlo haciendo. Bueno, siempre que tengan la certeza de que el riesgo es calculado, por supuesto.

Claro está que si tu mente, pensemos particularmente en tu lóbulo frontal que es el que procesa en gran parte a la razón, no tiene manera de evaluar si el peligro es real o no, seguramente cederá el control de tu cuerpo al miedo para que salgas corriendo y te pongas a salvo. Ante la duda, el miedo actúa a la segura.

Unos más que otros

Entre los rasgos de personalidad que nos definen, existe uno conocido como “Apertura a la experiencia” y una variable llamada “Búsqueda de sensaciones.” Ambos son factores importantes cuando se trata del gusto y la tolerancia por el riesgo y el miedo. Aquellas personas que califican más alto en ambos rasgos disfrutan más las experiencias que a otros definitivamente pueden aterrar.

Hay otro factor menos obvio que hace que unos disfruten más el miedo: la empatía. Las emociones son contagiosas, y una forma de entender las emociones de otras personas es recreándolas nosotros mismos. Alguien que es muy empático puede disfrutar más la experiencia del miedo que alguien que no lo es.

Pero éstas sólo son diferencias que no son ni buenas ni malas; sólo diferencias que hay entre las personas en cuanto a gustos, preferencias y umbrales. No deberíamos obligar a alguien que no gusta de los deportes extremos o las experiencias excitantes a que lo haga sólo porque nosotros lo disfrutamos mucho. No todos disfrutaremos, y quizá nunca lo hagamos, lanzarnos de un paracaídas. Pero tampoco pensemos que aquellos que gozan con las películas de terror, la velocidad o las experiencias límite necesariamente están mal de la cabeza. Como ya he dicho, son sólo diferencias; hay quien le gusta el café, hay quien le gusta el té y a otros, ambos o ninguno. Que nadie se sienta obligado a beber, o dejar de beber, de su taza favorita.

¿Hay miedos imaginarios?

Ésta es una buena pregunta. No podemos imaginar aquello que no conocemos; recreamos al menos algo que se parezca a lo que conocemos. Por ejemplo, mucha gente teme a los fantasmas o a los espíritus. Algunos podrían decir que ése es un miedo imaginario porque no existen, pero de alguna manera los conocemos y nos han dicho que no siempre tienen buenas intenciones. Entonces, si la persona cree que existen entidades malignas invisibles y eso le provoca miedo ¿diríamos que el miedo es imaginario?, o que ¿lo imaginario es aquello que provoca el miedo? Con esto quiero decir que no hay miedos imaginarios, es decir, nadie imagina que está sintiendo miedo cuando en realidad no lo siente. El miedo y su experiencia son reales en cuanto se presentan porque, al ser una emoción, se hace notar para llevarnos a actuar. Si el origen de los miedos es objetivamente real o peligroso, eso es otra cuestión.

Otro ejemplo es el de la persona que cree tener una enfermedad que no tiene. Sabe que la enfermedad en cuestión existe, evalúa que puede ser limitante, dolorosa, incluso mortal y eso le provoca miedo. Por ello puede hacerse diversos exámenes médicos que le arrojan resultados negativos, pero eso, a lo sumo, la tranquiliza un corto tiempo hasta que empieza a percibir signos y síntomas que le indican que “ahora sí” su miedo más grande se ha hecho realidad. La enfermedad en sí no es imaginaria (porque existe), el miedo que siente tampoco lo es (porque lo siente), lo que está imaginando es que tiene tal enfermedad.

¿Por qué considero importante hacer esta distinción? Porque esto nos ayuda a separar la emoción de sus causas de la misma manera que evaluamos un peligro real cuando una alarma suena. Pero si la alarma suena (funciona y hace lo que se supone que debe de hacer), cuando el peligro no está presente, el problema debe ser un sensor que está mal calibrado y que detecta peligros cuando no los hay. Por ejemplo, si alguien me dice que tiene miedo a volar porque tiene la certeza de que el avión que va a abordar se va a caer, ¿qué bien le haría yo al decirle que no tenga miedo? El avión claro que se puede caer, aunque no es tan probable, pero él no teme a la probabilidad, sino a la certeza que hay en su mente. De este modo yo puedo validar la emoción de una persona (el miedo) diciéndole algo así: “Entiendo que tengas tanto miedo de volar si tienes la certeza de que el avión se va a caer; yo, en tu lugar, con la misma certeza que tú tienes tampoco me subiría”, y después acompañarlo en el razonamiento de tal certeza con un: “¿Y cómo sabes eso?” Es ayudarle a distinguir la razón de la emoción; el saber del temor, sin invalidar su miedo en sí mismo. Con esta pequeña maniobra no vamos a erradicar el miedo de nadie, pero sí estamos empezando a establecer las bases que pueden ayudar a comprender cómo no todo lo que se siente corresponde con lo que realmente sucede o es probable que suceda.

Justamente esto es la distinción que hacemos cuando hablamos de miedos racionales, los que vienen acompañados de la razón, y los irracionales, aquellos que ya perdieron su rumbo y vagan como fantasmas dentro de la cueva. Escuchar un ruido de origen desconocido podría deberse a una presencia diabólica o maléfica, pero también podría tener otras causas como la caída de una piedra o el viento que agitó las ramas de un árbol. Incluso podríamos declarar que ese sonido se queda así, como un ruido de origen desconocido. El truco en el que caemos es que, cuando estamos poseídos por el miedo y alejados de la razón, el miedo proyecta sombras en el teatro de la mente en donde somos actores involuntarios.

¿Y si la causa del miedo es real, qué hago?

La causa del miedo puede ser real, imaginaria o una combinación de ambas, pero incluso si la amenaza es real, el miedo es subjetivo, porque la imaginación juega un papel importante en la percepción de esa amenaza.

Es importante recordar que el miedo, como todas las emociones, tiene como propósito movernos para evitar, resolver, afrontar o adaptarnos a aquello que está representando una amenaza. Es decir, si la causa del miedo es real, como por ejemplo, que ya es un hecho que perdiste los ahorros de tu vida, que tienes una enfermedad grave o reprobaste tu examen de grado, a lo que temes está en el futuro. Ya no le temes al hecho consumado (la pérdida, el diagnóstico o el resultado del examen), sino a las consecuencias que temes que eso te traiga en la vida (pobreza, muerte y fracaso).

Lo que quiero decir con esto es que cuando la causa del miedo es imaginaria o improbable, lo que toca es usar la razón para matizar a las emociones. Cuando la causa es real o ya está consumada, lo que toca es actuar en consecuencia para evitar males mayores, reparar los ya ocurridos o aprender a vivir en una nueva realidad, especialmente cuando las cosas ya no se pueden cambiar o, al menos, no de inmediato.

El que la causa del miedo sea real tampoco tendría por qué hacernos caer en pánico; de hecho, toda causa real de miedo engendra otras imaginarias (lo que se teme que pueda pasar, pero que ahora mismo no está pasando y que frecuentemente no es inevitable que suceda), por lo que habría que darles el trato correspondiente; es decir, evitarlas de ser posible o afrontarlas. En sí, se trata de responder a la pregunta: “¿Qué voy a hacer si esto que temo se hace realidad?” Quizá, si ahora mismo estás pasando por una situación de miedo, tu respuesta inmediata a la pregunta sea: “No sé”, y es natural dado tu estado mental actual. Así que por qué no pruebas entonces responder una segunda pregunta que ahora voy a hacerte (aun suponiendo que es un hecho que por ahora no sabes qué hacer ¿de acuerdo?). Imagina que y YO estamos conversando acerca de esto que te está pasado y tanto temes. Veamos:

Breve ejercicio de posibilidades

Yo: ¿Qué vas a hacer con esto que te detiene o te asusta?

Tú: ¡No sé!

Yo: Yo sé que no sabes, pero ¿y si supieras, qué harías?

Tú: _______________

Claro que podrías volver a responder “No sé”, pero eso ya lo sabemos, que no sabes. Por eso la segunda pregunta no se refiere a lo que sabes o no sabes, sino a lo que harías si supieras. Si esto te confunde no te preocupes, también es natural que eso pase en tu estado mental actual, así que simplemente responde la pregunta, anótala por ahí y sigamos adelante. Tampoco espero que tu respuesta te abra un camino de acción absolutamente claro para afrontar tu situación actual; tan sólo es el inicio. Hasta la idea más pequeña puede ser de ayuda, ¿no es así?

La idea con este breve ejercicio es que encuentres algo útil por hacer o que, al menos, te des cuenta de que siempre puedes hacer algo.

Miedo, ansiedad y angustia

Al inicio de este capítulo dije que el miedo era una emoción, pero que era mucho más que eso, especialmente cuando vamos más allá de los horizontes puramente biológicos y nos adentramos en lo psicológico: la experiencia subjetiva y la interpretación. También dije que la razón puede matizar la emoción y que, trabajando juntas, podrían ayudarnos a mirar a las sombras que surgen en nuestra mente como lo que realmente son: sombras que se proyectan y nada más.

Sin embargo, le hemos dado tantos rostros y nombres al miedo (temor, pánico, terror, preocupación, inquietud, ansiedad, angustia, espanto, pavor, aprensión, etcétera) que sería prácticamente imposible nombrarlos a todos con precisión y observar con claridad sus distinciones sin más remedio que escribir un capítulo para cada uno, y ése no es el objetivo de este libro. De hecho, cuando me refiero al miedo en este libro, lo hago como una forma de reunir todas estas experiencias en una sola y, sin embargo, dicho eso, quiero hacer una sutil pero importante distinción entre el miedo, la ansiedad y la angustia, incluyendo a esta última su variante existencial.

Para mí, por ejemplo, la ansiedad es una forma de miedo, pero el miedo no es una forma de ansiedad, es decir, desde mi perspectiva y para los fines de este libro, me parece viable englobar simplificando, sin hacerlo de manera simplista, a las demás experiencias ya mencionadas como miedo.

A pesar de eso, quiero hacer la distinción con la ansiedad, pero después quiero que integremos de nuevo a todos estos elementos y volvamos a llamarlos “miedo.” Ya veremos cómo de pronto se entrelazan, mimetizan y confunden entre sí, por lo que considero que, para fluir en este libro, es mejor identificar a todas como una sola, aun sabiendo que en cierto nivel no lo son.

El filósofo Søren Kierkegaard distingue entre el miedo, que tiene un objeto definido y típicamente se dirige hacia cosas u ocurrencias en el mundo exterior, y la ansiedad, que en contraste es una expresión de un malestar interno, una lucha interna, una falta de armonía, o como él señala “una ansiedad sobre alguna posibilidad en existencia o una ansiedad sobre uno mismo.” Pero una vez más; vamos por partes.

Ya dije que el miedo es una emoción fuerte e intensa que sentimos ante una amenaza y nos mueve a salir de la situación amenazante al activar distintos mecanismos de defensa. Entonces ¿qué es la ansiedad y qué es la angustia?

Ansiedad

Podemos hablar de la ansiedad desde dos perspectivas: la biológica y la psicológica. Desde el punto de vista biológico la ansiedad tiene al menos dos variantes. Veamos algunas.

Ansiedad como reacción

La ansiedad es la reacción de la mente y el cuerpo ante situaciones estresantes o desconocidas. Se compone de una sensación de inquietud o temor que se siente ante un evento relevante o amenazante. Cuando una persona se enfrenta a situaciones de amenaza, la ansiedad no sólo es normal como una reacción a lo percibido, sino también es necesaria y hasta deseable para actuar con mayor eficacia y ponerse a salvo. Un cierto nivel de ansiedad nos ayuda a mantenernos alertas y conscientes, como por ejemplo ante la perspectiva de hablar en público, al estudiar para un examen, cuando se acerca la fecha de vencimiento de un plazo o ante los preparativos de un viaje de placer. Digamos que en estos casos la ansiedad es una forma de miedo que nos ayuda a prevenir resultados indeseables. Una vez que nuestra intervención ante el público ha sido satisfactoria, pasamos el examen o llegamos al destino de viaje, nos relajamos y disfrutamos la experiencia.

Ansiedad como trastorno

La principal distinción de la ansiedad como reacción del trastorno, es que este último tiene componentes altamente irracionales (desproporcionados con relación a la amenaza objetiva) e interfieren de manera importante en la vida diaria y las actividades de las personas que la padecen; por ejemplo, dificultando que duerman, se concentren, hablen con otros o, incluso, salgan de su casa o lo hagan con una sensación de miedo intensa. Este trastorno de ansiedad hace que la persona afectada sienta que no tiene control sobre sus sentimientos y puede acompañarse de síntomas físicos graves como dolores de cabeza, náuseas o temblores constantes. Deja de ser reacción para convertirse en un estado habitual. Tomando los ejemplos que di en la ansiedad como reacción, quien padece un trastorno no habría podido hablar en público, habría reprobado o ni siquiera se habría presentado al examen y, si acaso se hubiera atrevido a planear un viaje, lo cancela o lo hace, pero sufriendo en vez de disfrutarlo. Ésta es una condición que va más allá del miedo y que requiere diagnóstico y atención especializada, frecuentemente psicológica y psiquiátrica.

Desde una perspectiva psicológica, específicamente psicoanalítica, me referiré a los tres tipos de ansiedad propuestos por Sigmund Freud; quien, por cierto se dice que en sus escritos originales realmente lo llamó miedo, pero parece que a sus traductores posteriores les pareció mejor usar el término ansiedad. Como ya dije, la distinción es necesaria, pero al final el miedo lo puede englobar todo. Desde la visión de Freud, podemos decir que nuestro primer encuentro con la ansiedad es durante las primeras etapas de nuestra vida, cuando nuestros instintos y deseos no son satisfechos y se genera en nosotros un conflicto mental entre las fuerzas del deseo y la represión. Es mucho más complejo que esto, pero para allá no vamos a entrar hoy. Vamos pues a ver los tres tipos de ansiedad de los que el buen Sigmund nos habló.

Ansiedad realista

Digamos que ésta es la que más se parece a la ansiedad reactiva de la que ya hablamos o al miedo, por decirlo con mayor claridad. La ansiedad realista se presenta, por ejemplo, cuando escuchamos disparos de arma de fuego o si empieza un fuerte sismo; es decir, la amenaza es real y la ansiedad nos mueve a actuar en consecuencia. Esta ansiedad activa nuestros mecanismos de supervivencia para ponernos a salvo. Siguiendo nuestra metáfora de la cueva, digamos que es la que se siente al enfrentarnos por primera vez a ella. Es un miedo razonable, porque adelante está la oscuridad y lo desconocido; nos invita a tomar precauciones.

Ansiedad neurótica

Ésta resulta más interesante porque es muy conocida por todos nosotros. Digamos que es una ansiedad anticipatoria y un tanto catastrofista; es decir, por el momento realmente no está pasando nada (como en la realista), pero ya anticipamos que algo va a pasar y que no es nada bueno. Surge en forma de “voces” o pensamientos intrusivos que parecen salir de la boca de la cueva desde que pensamos en entrar. Son gritos, advertencias, recuerdos de viejos fracasos o de miedos infantiles que se proyectan como sombras alargadas y terroríficas. Unas voces son reconocibles como ecos de voces de autoridad del pasado; otras más son como la voz de un ogro, una bruja o cualquier cosa maligna en la que podamos pensar. Voces que colocan certezas disfrazadas de dudas como: “¿Y si fracasas?”; “¿Y si te pierdes?” “¿Y si te mueres?” “¿Y si no vale la pena?” A veces son juicios y sentencias que retuercen la realidad para acomodarla a su drama: “Ya no estás en edad.” “Estás gorda.” “Eres una carga.” “Nadie te va querer jamás.” “No sirves para nada.” “Eres raro.” “¿Cómo te atreves?” “¿Ya te viste en un espejo?”

No es casualidad que entonces vengan a nuestra mente toda clase de catástrofes y desenlaces negativos. Nos sentimos nerviosos, fuera de control y queremos salir corriendo. Juras que la gente se va a reír de ti o se te va a olvidar lo que tienes que decir, vas a reprobar el examen y nunca te graduarás y el avión en que vas a viajar seguro se estrellará. La distinción principal con la ansiedad reactiva o realista es que ésta se desencadena ante estímulos reales y presentes, mientras que la neurótica se relaciona con la anticipación de peligros futuros, inespecíficos e imprevisibles. Es verdad que de alguna manera tiene una base de realidad, tampoco es que se le teman a alucinaciones, pero la cuestión, como ya he dicho, es cómo se retuerce la realidad y los desenlaces catastróficos que se confeccionan a su sombra.

Lo más inquietante de este tipo de ansiedad es que no es un estado transitorio, sino que se conforma como un rasgo de la personalidad. Es como si se hubiera hecho crónica. Ya no estás o sólo te sientes, sino que ahora ya eres alguien ansioso. Es precisamente este tipo de ansiedad la que puede convertirse en un trastorno.

Ansiedad moral

Es como un miedo a nuestra propia conciencia. Nos sentimos muy mal por haber deseado o hecho algo que alguna vez aprendimos que era indebido o inmerecido y pensamos que debemos ser castigados por ello como si el gran ojo del juez de la conciencia nos vigilara continuamente para juzgarnos y sentenciarnos. La podemos identificar cuando sentimos que hemos defraudado a nuestros padres o que no hemos logrado lo que alguna vez soñamos para la edad que hoy tenemos. Es lo que debimos hacer, pero no hicimos. Es lo que hicimos, pero no debimos hacerlo.

La condena por transgredir los códigos internos de la conciencia es sentir vergüenza, culpa y autorrechazo y entonces nos castigamos obligándonos a hacer cosas que nos lastiman, como quedarse despierto estudiando hasta las cuatro de la mañana por haber dormido una siesta a media tarde, no ir al baño hasta que no respondas el último mensaje pendiente o correr cinco kilómetros extras por haber comido un alimento “prohibido” durante la dieta. Así como los niños sufren las consecuencias de la desobediencia a los códigos de conducta de los padres, los adultos nos castigamos por violar los códigos de nuestra conciencia.

Angustia

Aquí también voy a dividir la angustia en dos tipos. Voy a llamar a una “angustia emocional” y a la otra, “angustia existencial.” Aunque comparten una parte del nombre, sus causas, efectos y forma de manifestarse son muy distintos.

Angustia emocional

A la angustia emocional podemos considerarla un nivel más arriba que la ansiedad. Es un estado mental de gran sufrimiento, puede ser de aparición súbita y se dispara cuando nos abruman y colapsan diferentes estímulos emocionales simultáneos como miedo, ansiedad, desesperación y hasta terror o pánico. Es más abrumadora que la ansiedad, mucho más invasiva y aparece frecuentemente en forma de crisis. Las sensaciones pueden ser intensas. Por ejemplo, angustia es lo que se siente cuando, comiendo, algo obstruye de súbito la vía respiratoria y nos viene una sensación de asfixia. O cuando te dan una mala noticia relacionada con una condición médica, por ejemplo, que padeces una enfermedad grave y aparecen nuevos síntomas o el médico te dice que los estudios revelan que la cosa va mal. Es un momento, como dije, de desesperación, de no saber qué hacer mientras se quiere hacer todo en ese momento, así sea golpearse la cabeza. Claro, en el caso del que se está ahogando, una vez que vuelve a respirar también siente que le vuelve el alma al cuerpo. Para el que recibió una mala noticia, el shock y la sorpresa que acompañaron a la angustia inicial acabarán por dar paso a la tristeza y eventualmente a un proceso de duelo, de ser el caso.

También decimos coloquialmente que “estamos angustiados” cuando no aparece un ser querido y no sabemos nada de él durante un periodo razonable y que rompe con sus patrones o hábitos de conducta o comunicación. ¿Y qué tal cuando de pronto un hijo pequeño se nos pierde de vista, así sea por un instante, en una calle o parque público? “¡Qué angustia!”, solemos exclamar por el hecho de que alguien nos cuente que “no encontraban al niño.” En ambos ejemplos la angustia es clara porque podemos identificar al miedo, la ansiedad y la desesperación.

Si lo pensamos bien, nos damos cuenta que esta angustia tiene cierta correlación con la ansiedad como reacción o la realista de Freud, sólo que es más intensa, sin embargo, hay razón para sentirse así.

Angustia existencial

Esta angustia la considero la raíz de muchos de los miedos que experimentamos, además de ser una de las más complicadas de reconocer por al menos un par de razones; primero porque digamos que circula a “baja velocidad” y, generalmente, para la mayoría de las personas, se percibe, si acaso, como de baja intensidad, tomando la forma de una preocupación ocasional y secundaria. En segundo término porque es densa, habita en las profundidades de la cueva y suele estar oculta detrás del ruido mental que experimentamos en la vida cotidiana bajo la forma de entretenimiento sin sentido y compromiso excesivo con lo superficial. ¿Cómo tocar lo profundo cuando estamos inmersos en los gritos que salen de la boca de la cueva en forma de “ires y venires”, redes sociales, plazos, reportes, informes trimestrales, pagos, cumpleaños, reuniones familiares, vacaciones o conflictos cotidianos? No la notamos, a veces la negamos, pero la angustia existencial está ahí, es muy poderosa y está esperando a ver a qué hora despertamos o dejamos de hacernos los dormidos mientras dejamos que nuestras vidas transcurran en una especie de sopor donde preferimos no mirar, no pensar y no estar conscientes.

La angustia existencial se manifiesta como un miedo profundo a lo inevitable o a las consecuencias de nuestras decisiones y acciones en la vida. Sentirla es como una especie de despertar; como dejar de navegar en piloto automático y entonces darnos cuenta de que necesitamos hacer algo para tomar el control de nuestras vidas. La cuestión es que no siempre tenemos idea de cómo hacer esto o, en ocasiones, sentimos que ya no tenemos el tiempo para cambiar de rumbo, especialmente cuando el que llevábamos nos hace sentir que vamos a estrellarnos o que estamos muy lejos de donde se supone que deberíamos estar para esta edad, si no es que de plano nos sentimos totalmente perdidos. Darnos cuenta
de que nuestra vida no tiene sentido, de que la muerte es inevitable o de que estamos más solos de lo que nos gusta aceptar es aterrador y preferiríamos volver a ese piloto automático; volver al dulce sueño de la ignorancia y, si fuera posible, incluso al vientre materno. Es justamente el despertar el que nos hace pensar: “¿Qué he hecho de mi vida?” “¿Dónde rayos he estado todo este tiempo mientras todo se me escapaba de las manos?” “¿Por qué no soy feliz?”

La angustia existencial no debe ser negada, evitada o enterrada. Es como este libro, que habla de ir del otro lado de la cueva, del miedo; se trata de cruzarlo. Entrar a la cueva y salir del otro lado de alguna manera, aunque sucios, raspados, incluso un tanto mutilados, es parte del camino hacia la transformación personal que hace que el viaje valga la pena. ¿Cómo demuestra un héroe sus habilidades, valor y confianza en sí mismo si el reto no es grande y aterrador? Es un viaje que se emprende en soledad y hasta sintiéndose un poco solitarios porque, al final, cada uno deberá entrar a su propia cueva y cruzarla, ¿o no? Por supuesto que sería más placentero no entrar y quedarse afuera pulcros y bien peinados, pero recordemos que la vida sigue justo del otro lado y que, por más que nosotros nos detengamos a esperar a quién sabe que señal, el tiempo no se detiene. La idea entonces no es aprender a vivir con la angustia existencial, tampoco eliminarla, porque no se puede. Se trata de aprovecharla para movernos; para despertar y por fin cruzar la cueva antes de que ya no nos quede vida para ser vivida.

Más adelante volveré a la angustia existencial cuando hable acerca de las cuatro preocupaciones o temores que nos propone precisamente la psicoterapia existencial, de la mano de uno de sus principales exponentes: el doctor Irvin Yalom.

¿Qué vimos en este capítulo?

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bullet El miedo pertenece a la categoría de las “emociones negativas” y éstas se llaman así no porque sean “malas”, sino porque producen sensaciones desagradables precisamente para movernos y alejarnos, para evitar o resolver lo que sea que las haya provocado.

bullet El miedo se marcha cuando ha cumplido la función de alertarnos y ponernos a salvo, pero en su modalidad de ansiedad o angustia existencial, puede permanecer por mucho tiempo hasta que nos adaptamos o aprendemos a convivir con las causas que lo provocan cuando no es posible evitarlo.

bullet Si el miedo no te mueve a evitar, afrontar, resolver o adaptarte a una situación desagradable, entonces se vuelve desadaptativo porque no conduce a nada útil.

bullet No hay miedos imaginarios, lo imaginario en todo caso pueden ser las causas de tu miedo, pero el miedo siempre es real.

bullet A muchas personas les gusta exponerse a experiencias que les provocan miedo, como ver una película de terror o lanzarse de un paracaídas, pero la percepción del riesgo es calculado, lo que hace que la experiencia pueda disfrutarse sin caer en pánico.

bullet La ansiedad y la angustia no son exactamente lo mismo que el miedo, pero ambas forman parte de la experiencia del miedo o lo tienen como componente. Por ejemplo, la ansiedad es una forma de miedo, pero el miedo no es una forma de ansiedad. Recordemos que el miedo es una emoción primaria. En este libro agrupo estas experiencias bajo la denominación de “miedo” para efectos prácticos.

bullet Los trastornos de ansiedad van más allá del miedo y deben ser tratados por un especialista. Si vives en un estado constante de miedo por la mayoría de las cosas que te rodean y esto interfiere con tu vida o tu capacidad de disfrutarla, busca ayuda profesional cuanto antes. Un psicólogo, psicoterapeuta o psiquiatra pueden ayudarte.

Ejercicio sugerido

A veces lo que nos asusta no representa ningún peligro, pero de igual manera da miedo. Ya vimos que no hay miedos imaginarios, entonces lo que queda por saber es si el miedo es racional (el que nos protege del peligro) o irracional (el que sólo nos espanta). Como muchas cosas en la vida, para saberlo tenemos que ponerlo a prueba, así que hagamos juntos lo siguiente:

bullet1 Piensa en algo que te dé miedo o ansiedad hacer. De preferencia elige algo no muy grande, sino algo más bien pequeño que a veces hasta te haga sentir mal temerle, pero que aun así te asusta. Es muy probable que si tienes miedos grandes, tengas varios pequeños, así que empecemos con uno de esos. Recuerda que es algo que te asusta hacer, como hablar frente a las personas, por ejemplo. Asegúrate que no sea algo realmente peligroso como saltar de un paracaídas; eso será después. Anótalo aquí:

Tengo miedo de: _______________

bullet1 Ahora realiza una pequeña prueba. Por ejemplo, si tienes miedo de socializar en tu trabajo, por qué no empiezas por saludar mañana a algunos a los que no les hablas. Si tienes miedo de hablar en público, por qué no opinas algo en la siguiente junta o fiesta ante poca gente. Haz un poco de lo que te asusta, pero que sea sólo un poco. De lo que se trata es que veas si en verdad el resultado es peligroso o terrorífico. Procura que sea algo que normalmente no te atreves a hacer respecto a lo que te da miedo; busca que te haga sentir cierta incomodidad o inquietud, pero que no te aterre. Ahora escribe en una hoja tu experiencia con esta estructura:

Esto que hice me pareció: _______________

(Ejemplos: insignificante, soportable, inquietante, horrible, terrorífico, lo peor).

Si tuviera que narrar brevemente mi experiencia, yo diría que fue:
_______________
_______________
_______________
_______________
_______________

bullet1 Si lo que hiciste te pareció insignificante o muy sencillo, prueba mañana haciéndolo un poquito más desafiante. Si te pareció algo terrible, entonces mañana bájale “dos rayitas” y haz algo menos atrevido. La idea es que todos los días hagas algo que tenga que ver con lo que te asusta (sin que te pongas en riesgo) y que eso te vaya dando pequeños resultados o avances. Cada vez que avanzas un poquito sientes que progresas y eso resulta motivador. Además, al hacerlo diario o, al menos, algunas veces a la semana, los resultados son inmediatos y observables.

bullet2 Una variante de esto implica llevar a cabo la parte más simple de algo que te resulte aterrador, hacerla de cinco a diez minutos. Es practicar la habilidad más básica posible de un grupo de habilidades que no conoces, o hacer un proyecto muy fácil y no público que no tome mucho tiempo antes de abordar un proyecto similar pero más difícil o más público.