La llanura era de un liso y un blanco sin fin. Hacia el este había una arboleda rala, pero, en todas las demás direcciones, la llanura se extendía sin restricciones hasta donde alcanzaba la vista. Los árboles, sauces y tilos marcaban la situación de un arroyuelo poco profundo y cenagoso, ahora helado y traicionero. Más allá de aquellas ramas desnudas, congeladas y de aspecto delicado, la estepa continuaba su implacable deslizar hacia el infinito.
«¡Enemigo a la vista!»
Un jinete —el caballo avanzaba por la nieve con paso trabajoso— se acercaba por el sur. Con una mano sostenía una esquina de la capa militar por encima de la cabeza en la señal acostumbrada: «enemigo a la vista».
Igual que todo aquel soldado que se encontrase en una posición elevada, Maximino tenía la mirada puesta más allá del solitario jinete. La nieve lucía un moteado oscuro allá donde aparecían las hierbas más altas o algún arbusto ocasional. En la distancia más extrema se fundía con el gris pálido y sucio del cielo. No había nada más a la vista. El explorador había conseguido ganar terreno al enemigo.
Maximino dejó caer las riendas y se sopló en las manos. Su aliento formó una columna blanquecina. Hacía mucho frío. Un movimiento a su izquierda captó la atención de su mirada hacia el arroyo. No había nieve en los lugares donde los lechos de juncos o los troncos de los árboles proporcionaban cobijo del viento del norte. El hielo era negro, reluciente. Una bandada de patos hizo ruido en lo alto, viró y se alejó volando.
—Allí —dijo Javoleno.
Maximino miró hacia el sur una vez más, hacia el lugar que le señalaba su guardia personal. Un ligero borrón negro en el horizonte. Los yacigios se hallaban a una gran distancia. Tardarían una hora o más en llegar hasta las fuerzas romanas estacionarias. No había ningún motivo para apresurarse.
Tenía los dedos entumecidos. Los flexionó y se frotó las manos, la una contra la otra, antes de coger las riendas. Era hora de volver a pasar revista a las tropas. Con un gesto para indicar a sus oficiales que le siguieran, Maximino le dio la vuelta a su jamelgo, le clavó las espuelas en los ijares y arrancó a un trote lento hacia la derecha de la primera línea de infantería. Aunque la nieve estaba ya pisoteada, el avance resultaba al tiempo pesado e incierto.
Cuando recibió su primer ascenso al alto mando, un compañero oficial le preguntó por qué seguía trabajando tanto ahora que había conseguido un rango donde era permisible una cierta relajación. «Cuanto más grande sea, más trabajaré», le respondió él. Por aquel entonces —bajo el imperio del glorioso Caracalla— se unía a sus hombres cuando luchaban cuerpo a cuerpo y los tiraba al suelo, a uno detrás de otro, seis o siete en una buena paliza. Una vez se burló de él un tribuno de otra legión, un joven insolente —pero grande y fuerte— de una casa senatorial, que decía que sus soldados tenían que dejarle vencer. Desafiado a un enfrentamiento, Maximino lo tumbó y lo dejó inconsciente con un solo golpe dirigido al pecho con la mano abierta. Por aquel entonces, incluso los senadores lo llamaban Hércules. Ahora susurraban que era un nuevo Espartaco, u otro Anteo o Esciro. Apsines de Gadara, el único secretario imperial en el que confiaba a pesar de que fuera sirio, ya le había contado la historia de aquellos dos últimos hombres.
Cuando se detuvo ante los estandartes de la segunda legión, la de Partia, su comandante dio un paso al frente de entre los demás oficiales y le saludó. Bajo el manto forrado de pieles del prefecto se adivinaba la armadura limpia y bien cuidada.
—¿Están preparados tus hombres? —le preguntó Maximino.
—Haremos cuanto se nos ordene, y estaremos preparados para cumplir cualquier orden.
Julio Capitolino era un buen oficial, de una familia de équites con un extenso historial de servicio castrense. Había comandado bien a sus hombres y combatido como un león en Germania, en la batalla del pantano y en la del paso. Maximino sabía que debía sonreír, decir algo amable. Nada le venía a la cabeza. Sus espías le contaban que Capitolino pasaba su tiempo fuera de servicio escribiendo biografías. No parecía apropiado, desde luego. Maximino asintió, consciente de que estaba frunciendo el ceño. Aquella manera medio bárbara tan adorable de fruncir el ceño, lo había llamado Paulina. Lo más probable era que Capitolino la viese con otros ojos.
Maximino guio su montura con los muslos para apartarla unos pasos de los oficiales. Observó a los legionarios, con los rostros transidos de frío allá donde los yelmos, los pañuelos y las barbas dejaban alguna porción al descubierto. Las primeras líneas se encontraban en posición de firmes, los de un poco más atrás daban zapatazos silenciosos contra el suelo y se golpeaban los brazos contra los costados.
—Qué lejos están los montes Albanos. —Maximino alzó la voz para que llegase más allá.
Los que pudieron oírle sonrieron. Un murmullo recorrió la formación, como el retroceso de una ola sobre una playa de guijarros, cuando las palabras del emperador se fueron repitiendo de un hombre a otro hacia ambos flancos y la retaguardia.
—Estos bárbaros —hizo un gesto con la mano hacia el sur— se interponen en nuestro camino hacia el calor, hacia la comida caliente, el ponche templado, las termas, las mujeres y todos los demás placeres del campamento. Derrotémoslos hoy y habremos abatido a los yacigios igual que ya abatimos a sus primos los roxolanos en el otoño. Derrotémoslos, y la frontera del Danubio será segura desde los Alpes hasta el mar Negro. Derrotémoslos, y podremos cruzar el río de regreso al imperio, para no volver jamás a estos páramos vacíos.
Se oyó un ruido sordo de aprobación. Los de detrás habían dejado de moverse y trataban de oír algo.
—Es duro el cumplimiento del deber. Los que nos hemos formado en el ejército conocemos esa verdad. No soy un sofista, no soy uno de esos oradores tan ingeniosos del Foro. No os voy a mentir ni voy a hacer como si las cosas fueran distintas de lo que son. Este verano debemos emprender una campaña final hacia el interior de Germania. Cuando también los hayamos sometido, cuando el Rin quede también asegurado, entonces, finalmente, tras estos cuatro años largos y agotadores, podré llevaros de nuevo a casa, a Italia, a vuestro campamento en los montes Albanos donde vuestras esposas e hijos os aguardan. Es duro el cumplimiento del deber, pero ya se avista el final de nuestros esfuerzos.
De nuevo, las voces delataban un entusiasmo que no llegaba a ser completo.
—Hoy, recordad mis órdenes: manteneos en formación y en silencio, escuchad a vuestros oficiales. Recordad que sois romanos, que ellos son bárbaros. Vosotros tenéis disciplina, ellos no. Dadme la victoria, y yo os recompensaré bien. Una paga de un año para todo aquel que combata. Un año de paga para los familiares que dependan de los caídos.
Esta vez, ni siquiera el recuerdo de su propia mortalidad sirvió para empañar sus ánimos. Al unísono, los soldados lo jalearon.
«Enriquece a los soldados, haz caso omiso de todos los demás», decía Septimio Severo. Cuánto sentido tenían las palabras del viejo comandante de Maximino.
—La segunda legión, la de Partia, eternamente leal, fiel y afortunada. Defenderéis el flanco derecho de las líneas, la posición de honor. Estos bárbaros —esta vez su gesto fue de desprecio—, en su ignorancia y su ciega estupidez, creen que nos tienen en desventaja, pero nosotros sabemos que son los dioses quienes los traen hasta nosotros. ¡Matadlos! ¡Matadlos a todos! ¡No os contengáis!
Se elevó un rugido a pleno pulmón. Maximino dio media vuelta con el caballo y cabalgó hacia la siguiente formación de hombres. La mancha oscura del horizonte se había ensanchado, había ganado tamaño. No podía demorarse, pero aún quedaba tiempo para dirigir unas pocas palabras a cada formación en la primera línea de infantería.
Desde los idus de enero, había pasado un mes recorriendo la estepa, desde el Danubio hasta las estribaciones de los Cárpatos. Se habían producido varios combates encarnizados en su persecución y captura de tres rebaños tribales. Después, en una noche en que el ejército había salido y se hallaba lejos, los había atacado el grueso de las fuerzas de los bárbaros. Los yacigios habían recuperado sus rebaños y habían ahuyentado a gran parte de su recua de carga. Durante otro mes, el ejército había marchado hacia el sur, hostigado y falto de víveres. Pareció que comenzaba el deshielo, y tuvieron que avanzar a trancas y barrancas por el barro, pero volvió a soplar un viento frío del norte que llevó ventiscas de nieve. La temperatura se desplomó como si los dioses hubiesen invertido el curso de las estaciones y hubiera regresado el invierno más crudo. Por las mañanas se encontraban a algunos centinelas muertos del frío, a otros destripados. Finalmente, tras una marcha de apenas dos días hacia el norte del Danubio, las hordas enteras de los yacigios estaban esperando allí detenidas, cortándoles el paso, varios miles de jinetes desplegados para la batalla.
Maximino dio la orden de acampar y atrincherarse. A la mañana siguiente, los yacigios volvieron a desplegarse por la estepa, preparados para el combate. A pesar de que los soldados se apiñaron a su alrededor para exigirle que los llevase a la batalla contra los bárbaros, y por mucho que el ejército se hallase al borde de la rebelión, Maximino no se dejó convencer. Durante seis días, bajo la caída de nuevas nevadas, con los yacigios desfilando por la llanura y los legionarios y los auxiliares a punto de amotinarse, Maximino hizo caso omiso de todas las súplicas y las amenazas y contuvo al ejército tras su foso y su terraplén. El alimento, el forraje y la leña para el fuego ya casi se habían agotado, así que hizo que los suministros imperiales se repartieran entre las tropas y dio la orden de que todos los oficiales hicieran lo mismo y renunciasen a sus provisiones personales. Apsines hizo alguna comparación halagadora que lo situaba a la altura de Alejandro Magno, pero la mayoría de los oficiales, que no estaban acostumbrados a privaciones de ninguna clase, y mucho menos a pasar hambre, no se lo tomaron muy bien.
En la noche del sexto día, una vez que los yacigios se marcharon a su campamento, muy lejano, Maximino hizo correr las órdenes en silencio, sin alborotos ni trompetas. Esa noche dejó las antorchas encendidas a lo largo de las fortificaciones y salió a la cabeza del ejército. En el extraño resplandor de la nieve, sin que se viese luz ninguna, se dirigieron al este hasta que cruzaron aquel riachuelo sin nombre y después siguieron su curso hacia el sur. En la penumbra de aquel falso amanecer, Maximino eligió su posición y dispuso a sus hombres.
La segunda legión constituía el extremo del flanco derecho de veinticuatro mil soldados de infantería pesada que se extendían hacia el este y llegaban hasta el riachuelo helado. Ocho mil eran pretorianos, y un millar —en el extremo opuesto, entre los árboles— eran hombres de las tribus de Germania. El resto eran legionarios a los que se había trasladado desde otros lugares a lo largo de toda la frontera del norte. Flavio Vopisco los tenía a todos esperando en bloques independientes de dieciséis filas con unos espacios de separación medidos con meticulosidad, como las piezas en el tablero de una partida de latrunculi. Muy cerca de ellos, a su espalda, se agrupaban unos dos mil quinientos arqueros, hombres de Oriente llegados de Emesa, Osroene y Armenia, bajo el mando de Jotapiano. Desperdigados entre aquellos orientales temblorosos había una cincuentena de carretas pequeñas cuya carga permanecía cubierta con lonas.
Un poco más atrás, alineados con los espacios en el frente de combate, dos mil jinetes de caballería ligera: moros, partos y persas. Sus monturas humeaban en el aire gélido; aquellos hombres de África y de más allá del Éufrates estarían algo menos congelados que los arqueros que iban a pie. Maximino se los había confiado a Volo, el princeps peregrinorum. Aunque era una tarea poco habitual para el responsable de los espías imperiales, Volo había ascendido desde lo más bajo del ejército regular, y Maximino confiaba en su buen juicio. El resto de la caballería, unos tres mil auxiliares regulares —un millar de ellos catafractos—, se encontraba a una cierta distancia en la llanura nevada, hacia el flanco derecho de la infantería. Era posible que Sabino Modesto, su oficial al mando, no anduviese sobrado de inteligencia, pero sabía combatir, y eso era todo lo que se le exigía aquella mañana.
La reserva, por llamarla de alguna manera, consistiría en el millar de jinetes de la guardia ecuestre al mando del propio Maximino y de tres mil soldados auxiliares de infantería comandados por Floriano y Domicio. Este último también era el responsable de los burros y las mulas de la recua de carga. Dado que ni los unos ni las otras eran animales autóctonos de la estepa, se decía que los caballos locales recelaban de ellos. Si se llegaba a recurrir a aquello significaba que la situación era verdaderamente desesperada.
Maximino recorrió a caballo la primera línea de la infantería pesada y dirigió unas breves palabras a cada unidad: «Disciplina y orden, confianza y buena fe; recordad que sois romanos, que no se os olvide la orgullosa herencia de vuestra unidad, que nunca nos han derrotado, un año de paga como incentivo para cada hombre». Bajo las ramas desnudas de los árboles, dijo a los germanos que pensaran en sus antepasados, que esos nómadas de allí eran sus enemigos ancestrales, un brazalete de oro para cada guerrero que se distinguiese. Los caudillos tendrían que traducir sus palabras. Hablar en su lengua habría sido una traición a sus familiares fallecidos tanto tiempo atrás, a todos los que habían muerto en su aldea natal cuando él era poco más que un crío. Quizá éstos fueran de una tribu distinta, pero todos los bárbaros del norte eran iguales: unos salvajes incapaces de razonar, de apiadarse ni de mostrar humanidad.
Al regresar a medio galope con la guardia ecuestre, los pensamientos de Maximino eran oscuros y llenos de animadversión. Los senadores lo llamaban Anteo o Esciro. El primero era un gigante que obligaba a luchar a todos los que llegaban, y cuando caían derrotados e indefensos, entonces los masacraba. El segundo, un bandido, esclavizaba a los inocentes caminantes, los obligaba a servirle la mesa y a lavarle los pies, y cuando se cansaba de ellos, hacía que los arrojasen al mar desde los acantilados más altos, hacia las rocas. ¿Cómo era posible que los senadores no entendieran que él no hacía nada que no fuese necesario? Si no se conquistaba a las tribus del norte, Roma caería. Todo debía estar supeditado a la guerra.
Antaño, los senadores lo habrían comprendido. Horacio había defendido el puente; Mucio puso la mano en el fuego; los Decios, padre e hijo, se entregaron a los dioses del inframundo a cambio de la victoria romana. Pero de eso hacía ya mucho tiempo. Siglos de paz y de lujos, de asquerosas costumbres orientales y de una filosofía griega que le ponía peros a todo habían socavado la ancestral virtud de la nobleza romana. Los équites ricos no eran mejores. En lugar de ofrecer a Roma sus riquezas, por no hablar de su vida, las élites no hacían sino conspirar. Magno y Catilio Severo lo hicieron en cuanto él ascendió al trono, después Valerio Mesala en Asia, Balbo en Siria, Sereniano en Capadocia: la lista se perdía en su recuerdo, una traición que tropezaba con otra. No iba a pensar en Cuartino y en Macedo, no pensaría en la más cruel de las traiciones y en la muerte de su amada esposa, Paulina.
Nada conseguiría que su determinación flaquease. Todas las conspiraciones se habían sofocado con rigor, y se habían confiscado los bienes de los conspiradores para alimentar el fuego de la guerra: si no habían servido a Roma en vida, lo harían una vez muertos.
En el castigo, como en todo lo demás, Maximino había seguido el ejemplo de su gran protector, el divino Septimio Severo. Era posible que algunos familiares y amigos de los condenados no hubiesen tomado parte en la traición, pero habrían sido culpables de algo. Apsines le había asegurado que la severidad necesaria era una virtud. Muchos fueron ejecutados, las mujeres y los niños tanto como los hombres, pero aquello le había dado al imperio una cierta seguridad. Maximino tenía dinero para pagar al ejército, y los contumaces deberían pararse a reflexionar sobre la idoneidad de futuras revueltas.
Cuando tiró de las riendas y se detuvo junto a la guardia ecuestre, alguien se dirigió a Maximino. Él lo apartó con un gesto. La mente del emperador sobrevolaba sus dominios. Roma estaba en buenas manos. En las siete colinas, Vitaliano y Sabino vigilaban a los senadores desleales y a los plebeyos turbulentos por igual. Por supuesto, ahora que ya había solventado los problemas con el suministro de grano para la ciudad, Timesteo debía morir. Una lástima, ya que a Maximino siempre le había caído bien el grieguecillo, pero Balbo lo había delatado bajo tortura, y ya se había despachado la orden de prenderlo. Sería interesante ver la capacidad de resistencia de Timesteo cuando el carromato se lo llevase camino del ejército y lo sometiesen a un interrogatorio. No había más motivos de preocupación en el oeste ni en el norte. Como gobernador de Germania Superior, Cacio Prisciliano supervisaba el Rin, Honorato defendía el bajo Danubio, y no había nadie más digno de confianza que Decio en Hispania.
Balbo era el yerno del gobernador de África, pero había poco que temer del octogenario Gordiano, del beodo libertino de su hijo o de los demás legados de la provincia, unos decadentes de clase alta. En cualquier caso, Capeliano les echaría un ojo a los Gordianos desde la vecina Numidia, concentrado en su vigilancia gracias a una animosidad que venía de antaño.
El este le daba más que pensar. El nombre del gobernador de Mesopotamia se encontraba entre los muchos que Balbo había articulado con voz entrecortada mientras lo estiraban en el ecúleo y le arrancaban la carne con las tenazas y las úngulas. Teniendo en cuenta los ataques de los persas sasánidas y la guerra encarnizada entre los dos ríos, no era un buen momento para defenestrar a Prisco. La única persona cercana al gobernador de Mesopotamia a la que Volo tenía sobornada enviaba sus informes al cuartel general imperial con regularidad: hasta ahora no había nada que respaldase aquellas acusaciones. Siempre se corría el riesgo de que un cobarde como Balbo hubiese nombrado a cualquiera con la vana esperanza de aliviar su tormento. Qué desafortunado fue que Sereniano, él mismo víctima en última instancia de las confesiones de Balbo, hubiese guardado silencio bajo los más diligentes e imaginativos cuidados de los torturadores. De no haber sido un traidor, su resistencia habría resultado admirable. El este era un motivo de preocupación, pero Maximino se había quedado tranquilo en cierto modo cuando envió a Cacio Clemente a Capadocia a reemplazar a Sereniano. Desde allí, y con dos legiones a su espalda, el nuevo gobernador podría supervisar los territorios orientales. Tras haber sido uno de los primeros partidarios de Maximino y uno de los consejeros de su círculo más íntimo, Cacio Clemente estaba muy vinculado al régimen. Parecía tan leal como cabía considerar a un senador, y había dejado a sus hermanos —uno el gobernador de Germania Superior y el otro en Roma— como rehenes en Occidente.
—Padre.
Maximino miró a su hijo con cara de desaprobación.
—Padre, el enemigo está cerca. Deberíamos enviar a nuestros jinetes. —El deje de aprensión en la voz de su hijo resultaba inconfundible.
Por encima de las cabezas de la infantería, Maximino ya alcanzaba a ver la caballería de los yacigios. Distinguía las figuras individuales que cabalgaban entre sus columnas, pero aún no era capaz de ver bien los puntos redondos de las cabezas. Eso significaba que los hombres de las tribus sármatas se hallaban a una distancia de entre los mil y los mil trescientos pasos. Llegaban muy despacio, aún avanzaban al paso. Había tiempo de sobra, pero tampoco tenía ningún sentido dejar las cosas para el último instante. Dio la orden para que avanzasen los jinetes.
Resonó una trompeta y el toque se repitió por todo el ejército. Los hombres de Volo montaron y se alejaron a medio galope por los espacios entre las líneas de infantería, fuertemente armadas. Se produjo una breve pausa y se puso también en movimiento la caballería ligera, que ya se encontraba en la estepa, hacia el flanco derecho. Los catafractos permanecieron con Sabino Modesto, a la altura de la primera línea de la infantería.
Maximino solía preguntarse cómo a Paulina y a él les había salido un hijo como Vero Máximo. Tal vez ella se hubiese fijado en algo débil y perverso en el momento de la concepción, en alguna imagen o una estatua. Sin duda —y ésta era la única crítica que él le haría a su esposa—, Paulina había consentido al chico. Las cosas podrían haber sido distintas si hubieran tenido más descendencia, pero los dioses no habían sido bondadosos. Mientras ella vivía, su hijo había tratado de ocultar sus depravaciones. Ahora que ella estaba muerta y que él era el césar, lo único que Vero Máximo intentaba enmascarar era su crueldad con su propia esposa. Maximino lo lamentaba por Junia Fadila: una muchacha atractiva que le parecía agradable y de trato fácil. La mayoría de los hombres jóvenes estarían encantados con una esposa como ella, y Vero Máximo tenía que ser un necio para pensar que su padre no lo sabía. Por supuesto que había espías imperiales en su casa. Su hijo era un necio, además de un cobarde.
Por delante, las descargas cerradas de flechas trazaron un arco en el cielo desde ambos bandos y cayeron como aguaceros de una lluvia negra. Los escuadrones de jinetes persas y partos volvieron grupas hacia su ejército y, acto seguido, viraron y galoparon contra el enemigo antes de volver a darse la vuelta y retroceder sin dejar de disparar en ningún momento, tan rápido como podían. Aquí y allá caía de su montura la minúscula silueta de algún hombre, o se iban al suelo juntos jinete y animal cuando alguna flecha de los nómadas alcanzaba su objetivo. Los moros de Volo se acercarían más a los yacigios, utilizando sus jabalinas. Como sucede con todos los combates de caballería ligera, al ojo inexperto se le antojaría un caos.
Maximino pidió su caballo de batalla. Mientras le llevaban a Borístenes, su mirada se detuvo en Mario Perpetuo. El consular parecía tan aterrorizado como el joven césar que tenía junto a él. Maximino le había otorgado el insigne honor de ser uno de los dos cónsules que habían accedido al cargo en el primer día del año anterior porque, en su juventud, él había servido a las órdenes del padre de Perpetuo. El hijo no era el hombre que había sido el padre. Pocos senadores estaban a la altura de sus antecesores. La virtud estaba en declive. ¿Sería Perpetuo uno de aquellos que mascullaban contra el emperador? Enclaustrado Perpetuo con los suyos y después de haber ordenado que se retirasen todos los sirvientes, con el espurio atrevimiento que imparte la bebida, ¿no lo había llamado «Espartaco», el «esclavo tracio» o «el gladiador de Tracia»?
Sin desmontar, Maximino pasó del jamelgo al corcel. Se inclinó hacia delante y olió el caballo limpio y cálido en el aire gélido. Le frotó las orejas a Borístenes y le dio unas palmadas en el cuello. El cielo estaba cubierto; el viento que se levantaba a la espalda de Maximino llevaba algún que otro copo de nieve.
Paulina estaba en lo cierto. Las élites le odiaban, no sólo por cuanto había hecho, sino también por lo que él era: Maximino jamás había tratado de ocultar sus orígenes. De niño había pastoreado en las agrestes colinas de Tracia. ¿Qué otra cosa podía haber sido en la pequeña aldea de Ovile? Había ascendido de entre lo más bajo del grueso del ejército, por medio de la protección de Septimio Severo y de su hijo Caracalla, pero también gracias a su valor y a su devoción por el cumplimiento del deber. Había alcanzado el alto mando, pero jamás había deseado el trono. Los reclutas a los que él había estado instruyendo le impusieron la púrpura a la fuerza. Habría muerto en el transcurso de ese mismo día, su cabeza habría acabado en una pica si el triunvirato senatorial de Flavio Vopisco, Honorato y Cacio Clemente no hubiera entrado en su campamento y le hubiese ofrecido su jura de lealtad y la de los legionarios que los tres capitaneaban.
Maximino no había querido ser emperador. Aquello no le había supuesto más que tragedias: Mica, su guardia personal y amigo de toda la vida, lanceado por la espalda cuando asaltaron un risco en los bosques de Germania. Tincanio, que le había acompañado desde la infancia, abatido por los sublevados en la ciudad de Viminacio. Incluso ahora, veintiún meses después, el pensamiento de Maximino solía retraerse atemorizado para apartarse de aquel día. En otras ocasiones, como ésta, hacía frente al horror. Tincanio había muerto tratando de salvar a Paulina, y el anciano no lo consiguió. Lo que se decía indicaba que estaba viva cuando cayó desde lo alto, por la ventana. Maximino nunca sabría si había saltado ella misma o si la habían empujado, pero jamás le abandonarían ya los últimos instantes de su mujer, tal y como él se los imaginaba: los adoquines de la vía que se acercaban a toda velocidad.
Los gritos y el rumor de los cascos de los caballos llevaron a Maximino de vuelta a la llanura ventosa. La caballería ligera de Volo regresaba al galope entre la infantería. Abandonado cualquier orden, todos los jinetes parecían sumidos en un sálvese quien pueda, la viva imagen de una huida en desbandada. Hacia la derecha, lo mismo sucedía con la caballería auxiliar. Como una riada, rodeaban a los catafractos de Sabino Modesto, daban vueltas y se arremolinaban tras los soldados y los caballos que permanecían inmóviles con su atuendo de hierro.
«Ahora —pensó Maximino con la mirada al frente—. Por Júpiter Óptimo Máximo, por todos los dioses, ahora.» Como si la voluntad del emperador las impeliese, las ocho filas de la retaguardia de los legionarios y los pretorianos rodearon al trote a sus compañeros y llenaron los espacios que quedaban libres entre sus formaciones. Donde antes había unas piezas aisladas a la espera de que las barriesen del tablero, ahora se presentaba una masa sólida de hombres acorazados. En formación de a ocho, hombro con hombro, la línea silenciosa de soldados salió a una distancia de dos mil pasos del riachuelo arbolado.
Maximino se escupió en el pecho por la buena fortuna. Flavio Vopisco había hecho su parte. Ahora dependía de los yacigios. Todo estaba en el aire. La saliva caía por la musculatura esculpida de su coraza. ¿Morderían el anzuelo aquellos nómadas?
Jotapiano apremiaba a sus arqueros para que acortasen la distancia a la espalda de la infantería pesada. Estaban retirando las lonas de las carretas, y los hombres se subían a ellas de un salto para manejar las catapultas.
Sonaron los tambores y los cuernos en la distancia, al sur. Los yacigios estaban ordenando sus líneas, se retiraban los arqueros a caballo, y los lanceros con armadura se desplazaban hacia el frente. ¿De verdad creían que los romanos estaban asustados, muertos de hambre, que habían intentado escapar de ellos con una marcha nocturna? ¿Se habían tragado la huida de la caballería ligera romana?
En el centro de las líneas romanas, donde se encontraba Flavio Vopisco con sus veteranos legionarios de Panonia, las altas picas de las primeras filas se movían y traqueteaban las unas contra las otras como los juncos secos cuando sopla el viento. Maximino sonrió. Vopisco podría ser un hombre acuciado por los demonios, pero una inteligente capacidad convivía con sus numerosas supersticiones. Una noche en el campamento, habían debatido sobre las señales que un comandante experimentado puede interpretar en el campo de batalla: los ruidos que hacen las tropas pueden revelar su estado de ánimo, y no hay un indicio más claro de temor que el titubeo de las lanzas. Aquello era un inesperado detalle de algo que rayaba en el talento por parte de Vopisco..., mientras que aquella apariencia no se tradujese a la realidad.
Los tambores bárbaros cambiaron de ritmo, resonaron los cuernos en una feroz llamada a la batalla. A paso lento, con las finas y largas lanzas que picaban el cielo, los yacigios comenzaron a avanzar. Resultaba imposible juzgar cuántos eran. Los guerreros con armadura de la primera línea cabalgaban rodilla con rodilla. Se extendían sin interrupción desde la línea de los árboles hasta más allá de la infantería romana y de los catafractos. Sabino Modesto tenía a estos últimos desplegados en una doble fila; con unos dos pasos —digamos— por cada catafracto, eran otros dos mil pasos. Con unos cuatro mil pasos de más, en la línea del frente del enemigo tenía que haber más de tres mil jinetes, tal vez muchos más, y en una formación muy profunda: no había manera de saber cuántas filas alcanzaba.
—Por los dioses del averno —masculló alguien—. Míralos.
—Silencio en la formación —exigió Maximino con brusquedad.
Los hombres de las tribus sármatas se estaban aproximando a una distancia de verdadero alcance para los arcos, a unos trescientos pasos desde la posición de Maximino detrás de la primera línea. Los coloridos estandartes del dragón se retorcían por encima de los altos yelmos apuntados y de los destellos de un muro de armaduras de escamas. Habían acelerado a un medio galope. Con el cuello estirado, sus caballos corcoveaban y levantaban las patas delanteras de forma exagerada para abrirse paso a través de la nieve profunda, con muchas dificultades para que las pezuñas encontrasen algo de tracción.
Había funcionado. Estaban entregados. Maximino evaluó la situación. La caballería ligera de Volo se aproximaba a la espalda de la infantería, y la auxiliar —hacia el este— se había congregado alrededor de los catafractos de Sabino Modesto. Maximino dio la orden para que las cohortes de Floriano y Domicio pivotasen hacia la derecha con el fin de proteger la retaguardia de los legionarios en caso de que, como cabía prever, los jinetes de Modesto se vieran superados.
Maximino y la guardia ecuestre se encontraban solos en la ligera nevada.
Un nuevo toque de trompetas desde la primera línea romana. Descendieron las largas picas con las que se había pertrechado a las cuatro primeras filas para esta campaña. Las cuatro filas de la retaguardia levantaron los escudos por encima de la cabeza. Al momento se oyó el rasgueo de los millares de cuerdas de los arcos. El chasqueo, el resbalón y el golpe seco de las balistas. El aire estaba repleto de proyectiles; flechas que trazaban arcos, municiones de artillería que volaban disparadas. Era como si las flechas se desvaneciesen en la masa de los jinetes bárbaros con un efecto insignificante. Los yacigios caían allá donde impactaban los proyectiles de las balistas, hombres y monturas que se estampaban contra la llanura congelada. Los jinetes que iban detrás los empujaban y se abrían paso rodeándolos. La primera línea perdió la uniformidad, pero no la inercia.
A un centenar de pasos de distancia, todo era visible al detalle. Guerreros y monturas con armaduras de escamas —cuerno, cuero y acero— se fusionaban en una especie de bestia anfibia surgida de una pesadilla: las siniestras puntas de lanza que atravesaban cabeceando las nubes de nieve que levantaban las patas de los caballos; animales de ojos desorbitados y con hilos de babas que les caían en cascada de la boca abierta; los rostros feroces y bestiales de los jinetes, chillando, los sonidos que se perdían en el estruendo de su avalancha.
Setenta pasos. Los arqueros —a pie y a caballo— disparaban tan rápido como podían por encima de las cabezas de los legionarios. Los artilleros giraban como demonios las manivelas de sus máquinas. Todos sus esfuerzos en vano. Nada que fuese humano podría interrumpir aquella carga.
Cincuenta pasos. Un estremecimiento recorrió las líneas romanas.
—¡Mantened la posición, chicos! ¡Mantenedla, pueri, mantenedla! —gritaba Maximino.
Cuarenta pasos. Treinta. Se mantuvo la línea, un seto de picas, respaldadas por una muralla de cuerpos.
Tirando de las riendas y obstaculizados por el balanceo de sus propias lanzas, los yacigios trataron de detenerse. Los caballos viraban bruscamente y se deslizaban sobre la superficie resbaladiza. Chocaban, caían y barrían las patas de otros caballos. En un suspiro, la carga irresistible había quedado reducida a una maraña de aspavientos de extremidades frágiles y al aplastante peso de los revolcones de la carne de caballo. Las pila surgieron desde las filas de la retaguardia de los soldados. Las puntas cuadradas de acero de las pesadas jabalinas caían sobre la masa de caballos que rehusaban encabritados y sobre los jinetes, agarrados a la desesperada al cuello de sus monturas; perforaban las armaduras y se clavaban en sus carnes.
Un ruido terrible, como el de un gran roble que se viniera abajo en un bosque y se abriese paso entre los demás árboles. Hacia la derecha de la línea de combate, un solitario caballo sármata —enloquecido de terror y de dolor, ya muerto quizá— había continuado galopando y se había empalado con las picas de la segunda legión. Al caer, su corpulencia había aplastado a algunos legionarios, había desplazado a otros y los había obligado a retroceder. El jinete salió volando por las orejas del animal y derribó a más soldados. Como el agua de una riada que mana de la grieta de un dique, los yacigios entraron en tromba por la abertura.
—¡Seguidme!
Maximino desenganchó el escudo de la perilla de su silla de montar y hundió los talones en las ijadas de Borístenes. El inmenso caballo de batalla se preparó, clavó en el hielo y la nieve las hiposandalias con tachuelas de hierro y arrancó de un salto. Maximino desenvainó la espada.
Los primeros sármatas habían atravesado ya las líneas. Eran una docena, aproximadamente, de momento. Las lanzas atacaban desde arriba a los arqueros que huían. Entre destellos, las hojas largas y rectas describían unos barridos letales.
El guerrero que iba a la cabeza tiró de las riendas para salir al encuentro de Maximino. Le atacó con la lanza. Maximino la desvió con la parte plana de la espada y apremió a Borístenes para que cargase contra el otro caballo. La montura del sármata acabó retrocediendo prácticamente sobre los cuartos traseros. El jinete, que perdió de golpe el agarre de la lanza, estaba medio desmontado de la silla. Otro bárbaro se echó sobre Maximino por su izquierda. El emperador recibió el golpe en el borde del escudo y retrocedió. La punta de su acero resbaló por la armadura de escamas. El yacigio de su derecha se había recompuesto en la silla y echaba mano a la empuñadura de su espada. Con un golpe de revés, Maximino hundió el filo de su hoja en el hombro de su oponente, le dobló la armadura y la clavó en hueso.
El mundo se redujo al rango de alcance de una espada. Maximino luchaba con una fiereza bajo control. Tajo, defensa, estocada: no existía nada más. Su mano se movía guiada por la extensa práctica y la memoria muscular. El tañido del acero contra el acero. Hombres y caballos sumidos en un chillido de furia, de dolor y de pavor. El sabor ferroso de la sangre en la boca. El aliento arrebatado del pecho, ardiendo. De la nada surgía un rostro desencajado de terror, frente al suyo, y desaparecía en un instante, atropellado y pisoteado bajo los cascos de los caballos.
Por delante, un dragón con una lengua roja que asomaba de unas fauces de plata entreabiertas, con un cuerpo verde y escamoso que se retorcía al viento. Debajo de él, un jefe tribal de antebrazos tatuados que sobresalían de una armadura dorada y cincelada. Un guerrero bien equipado sujetaba el estandarte, otros formaban en bandas delante de él.
Con el rugido de una invocación a la fiera deidad de sus montañas natales, Maximino avanzó. El Dios Jinete estaba con él. Una lluvia de golpes, demasiado rápidos para contarlos, y ya se encontraba en medio de ellos. Ahora que había otros caballos que le impedían avanzar, Borístenes se detuvo. Le arrebataron el escudo de la mano a Maximino, y un impacto metálico le golpeó en la parte de atrás del yelmo. Se le nubló la visión, se dio la vuelta hacia aquí y hacia allá para repeler el acero afilado que lo buscaba con la intención de quitarle la vida. Como si estuviera mirando desde detrás de un cristal, vio a Javoleno y a Julio Capitolino, que intentaban abrirse paso hasta él. Demasiado tarde, estaba rodeado.
No temía a la muerte. Se reuniría con Paulina y cabalgaría por el altiplano durante toda la eternidad. Pero aún no. Primero, el jefe tribal debía morir. Bloqueó un golpe por su izquierda, otro por su derecha y espoleó a Borístenes para que avanzase. Aquella bestia tan noble se abrió camino por el tumulto a empujones.
El jefe tribal descargó su espada sobre la cabeza de Maximino, que la detuvo con la suya propia, y el impacto le sacudió el brazo entero. Con la mano izquierda, agarró al sármata por la muñeca, tiró de él para desequilibrarlo y le estampó el pomo en el rostro contraído en un gesto como de gruñido. Algo le golpeó por detrás con la fuerza suficiente para clavarle en el omóplato unos fragmentos puntiagudos de sus propias protecciones metálicas. Maximino hizo caso omiso del dolor y golpeó al jefe en la sien con el pomo de la espada. El bárbaro cayó con el estruendo metálico de su armadura.
Al darse la vuelta en busca de la siguiente amenaza, Maximino vio que Javoleno derribaba de un tajo al portador del estandarte. El dragón que enseñaba los dientes cayó en picado y acabó en la nieve fangosa y sucia, manchada de sangre.
—¡Están huyendo!
Las palabras de Julio Capitolino no tenían sentido.
—Augusto, están derrotados.
En un esfuerzo dolorido, Maximino cogió aire en el pecho y contempló el campo asolado. Los yacigios huían en tropel hacia el sur. Los que iban a pie y no estaban demasiado heridos para levantarse se afanaban con tal de agarrar las bridas de alguna montura y seguirlos. Los demás —los vivos y los muertos— estaban siendo masacrados, mutilados y despedazados en costales de carnicería.
—¿Y Sabino Modesto y el ala derecha? —La voz de Maximino era ronca, sus palabras un susurro chirriante.
—Muertos u obligados a huir del campo de batalla, pero las cohortes auxiliares del flanco no han roto filas. Quizá los caballos sármatas sí tengan miedo de los burros, después de todo. Los bárbaros también están huyendo por allí.
Maximino no sentía ninguna euforia, sino tan sólo dolor y un alivio hastiado. Sus planes habían dado su fruto. Su demora había conseguido que los bárbaros se confiasen. Exultantes, se habían convencido de estar cargando contra una chusma desmoralizada. La maniobra de aproximación, tan prolongada, y la nieve recién caída habían agotado a sus monturas. La batalla se había vencido, pero ahora tenían que insistir en su ventaja.
—Abrid la formación. —Maximino se encontró con que le costaba hablar. Le ardía el hombro izquierdo—. Que los persiga la caballería ligera de Volo. Hay que hostigarlos, no permitir que se reagrupen.
Los gritos y los toques de trompeta transmitían sus órdenes cuando se acercó a caballo el hijo de Maximino.
—Te traigo el júbilo de nuestra victoria.
Vero Máximo estaba inmaculado, con un gesto radiante en su bello rostro. No podía resultar más obvio que el joven césar no había combatido.
Agotado, ensangrentado y herido, Maximino le miró con desdén.
«Heredarán mis hijos, o nadie lo hará», había dicho Vespasiano. Ésa era la actitud de todos los emperadores. Incluso Septimio Severo había permitido que el traidor Geta accediese al poder con su hermano Caracalla. Los romanos de antaño estaban hechos de una pasta más dura. Cuando Bruto descubrió que sus hijos estaban tratando de reinstaurar la monarquía, hizo que los llevasen a rastras hasta el Foro, los azotasen, los atasen a un poste y los decapitasen.
Maximino apartó la mirada. En las alturas, sobre la estepa, un par de buitres planeaban en círculos sin mover las alas. Un hombre podía desheredar a su hijo. Los emperadores que no tenían hijos varones habían adoptado a sus herederos. Todo el mundo se lo decía: «La voluntad del emperador es la ley».