«Quédate al margen de la vida pública», decía el sabio.
Habían pasado nueve días desde que Gordiano le clavase una daga en el cuello al procurador al que se conocía como Paulo Catena, nueve días desde que él mismo proclamara emperador a su padre y, en contrapartida, su padre lo nombrara emperador a él también. En aquel dormitorio anodino de esa ciudad provincial menor de África que era Tisdra, la multitud lo había nombrado augusto por aclamación, ensangrentado de arriba abajo como estaba, con la túnica como el delantal de un carnicero.
«Un hombre sabio no se dedica a la política», advertía Epicuro. Gordiano había tomado una decisión. No podía haber una vuelta atrás, regresar otra vez a la sombra. Paulo Catena había amenazado con la ruina a su amigo Mauricio, o con algo peor, porque no se iba a detener ahí. Gordiano se había visto en la obligación de actuar.
El gentío había estado esperando más allá de las murallas de Cartago, civiles todos ellos, que flanqueaban el camino a lo largo de varios kilómetros; primero los magistrados, los sacerdotes y el resto de los consejeros, después los hombres jóvenes de buena familia, y por último todos los demás habitantes en sus diversos niveles inferiores. Llevaban horas allí, sin armar revuelo, ni un solo soldado a la vista. Por fin, y después de tanto esperar, en un arrebato de alegría y quizá de alivio, la población tuvo la oportunidad de verter sus libaciones, de lanzar besos y vociferar palabras de buenos augurios. Habían acompañado a la cabalgata hasta la ciudad al son de la música de las flautas, esparciendo los pétalos de diferentes flores bajo los cascos de los caballos. Melodiosa y animada, la procesión había serpenteado por la puerta de Hadrumeto y había llegado por fin al circo.
Gordiano salió con su padre a la alfombra púrpura. Caminaron con un paso lento y medido, apropiado para la combinación de una dignidad como la suya y de la edad de su padre. Detrás de los fasces y del fuego sagrado, ascendieron por los numerosos escalones y avanzaron por el oscuro interior del edificio hasta el palco imperial.
La luz resultó cegadora al salir al circo, que se abría a su alrededor con un mármol centelleante bajo el sol africano. El ruido y el calor ascendían por las gradas y zarandeaban a los dos hombres. Cuarenta mil voces o más se elevaron para darles la bienvenida. «¡Ave, augustos, nuestros salvadores. Ave, Gordiano el Viejo. Ave, Gordiano el Joven. Que los dioses protejan a padre y a hijo!» Entonaron un cántico con sus sobrenombres, respetuosos para el padre: «¡Ave, nuevo Escipión, Catón renacido! —no tanto con su progenie—: ¡Ave, Príapo, princeps del placer!». Sin soldados a la vista que los metiesen en cintura, era natural en aquella gente que los llamase cuanto les viniese en gana. En su irreverencia, los cartagineses sólo iban a la zaga de los alejandrinos.
Gordiano tomó el brazo de su padre por el codo en un gesto solícito y lo sostuvo al subir a los tronos. Cuando se acomodaron en el implacable marfil, su comitiva formó en fila detrás de ellos.
La muchedumbre se acalló. Abajo, en la arena, se adelantó uno de los ancianos de la ciudad. El blanco de su toga relucía al sol, y la estrecha franja púrpura era una incisión tan negra como la sangre.
—Con augurios de fortuna habéis llegado, nuestros emperadores, cada cual tan radiante como el rayo de un sol que se nos aparece en las alturas.
El espacio era inmenso, pero el orador tenía un vozarrón, y la acústica era buena. Sus palabras llegaban hasta los emperadores y quienes ocupaban los asientos de honor. El resto habría de contentarse con lo que les fueran contando y con decir que habían estado allí.
—Cuando la noche y la oscuridad cubrieron el orbe, los dioses os elevaron a su fraternidad, y vuestra luz, unida, ha disipado nuestros temores. Todos los hombres pueden respirar de nuevo, en tanto que hacéis desaparecer todos los peligros.
La enumeración de las miserias del pasado llevaría un tiempo; las iniquidades del difunto procurador allí en África, las tropelías y estulticias del tirano Maximino el Tracio a lo largo y ancho del imperio. La amplificación siempre era la consigna de un rétor que va sobre seguro.
Gordiano inclinó ligeramente la cabeza y observó el perfil de su padre, el mentón contundente y la nariz aquilina. Se alegró de haber tenido ya en un principio la idea de pedir que un artista los dibujase a ambos, y había enviado sus retratos por delante, tanto a Cartago como a Roma. Las piezas que se acuñasen en la Casa imperial de la Moneda transmitirían una majestuosidad a la altura de las circunstancias. Allí, sentado en el trono, Gordiano el Viejo era la viva imagen de un emperador: sereno aunque alerta. Su padre había soportado bien los rigores de un viaje tan precipitado, pero de cerca, Gordiano alcanzaba a ver las manchas oscuras bajo los ojos, las mejillas hundidas y un leve temblor en una mano.
Su padre era mayor, quizá demasiado para cargar con el peso de la púrpura. Gordiano no se esperaba que su padre lo elevase al trono también a él, ni tampoco lo deseaba, pero ya tenía ochenta años, y habría estado mal si él no hubiese cargado con parte de ese peso. Ahora, juntos, llegarían hasta el final de la carrera y lucharían hasta la línea de meta.
Habían hablado en la misma noche de la aclamación, cuando se encontraban tan a solas como podía estarlo un emperador, en la mera compañía de cuatro o cinco miembros de su familia inmediata. Y Gordiano no se quitaba la conversación de la cabeza.
—Lo siento, padre. Si hubiese permitido que Catena asesinara a Mauricio, nosotros habríamos sido los siguientes.
Su padre se había mostrado tranquilo.
—Yo habría hecho lo mismo de haber sido joven aún.
Gordiano se había sentido en la obligación de explicarse, de tratar de ganarse la aprobación de su padre.
—Una vida de temores, sin tranquilidad, no merece ser vivida. Es insoportable vivir como un cobarde. Una vez muerto Catena, no había más elección que una sublevación abierta, la proclamación de un nuevo emperador. Cuando un tirano es una amenaza para tus familiares y amigos, para tu serenidad, para la propia res publica, un hombre no puede guardar silencio y quedarse al margen de la vida pública. Un hombre sabio no se dedica a la política, a menos que algo le sobrevenga.
—Aunque no comparta tu epicureísmo, tienes razón. —Una larga vida había armado de autocontrol a su padre—. Tenemos bienes. Si el tesoro imperial los confiscara, la domus rostrata en Roma y la gran villa de la vía Prenestina bastarían para pagar a una legión con vistas a las guerras en el norte. Estamos señalados para la aniquilación desde el instante en que condenaron por traición al esposo de tu hermana el año pasado. Has obrado bien. Tu madre estaría orgullosa de ti, como lo estoy yo.
—Pero nos he puesto en peligro a todos.
—No hay tiempo ahora para los lamentos. Debes actuar con celeridad. Hazte con Roma. Convence a los ejércitos del este para que se unan a nuestra causa. Yo soy viejo y estoy cansado. Todo depende de ti.
—Podría terminar en desastre.
Su padre había sonreído.
—A mi edad, la muerte no me aterra. Tal vez no sea poca cosa poner fin a mis días en el trono del césar. «No quisiera morir cobardemente y sin gloria, sino realizando algo grande que llegara a conocimiento de los venideros.»
Una gesticulación ampulosa del orador sacó a Gordiano de sus recuerdos. Despacio, puesto que la majestuosidad del porte imperial le impedía los movimientos bruscos, estudió con el rabillo del ojo a los que se encontraban de pie detrás de los tronos. Breno, el callado guardia dedicado a la protección personal de su padre, estaba tan cerca como siempre. El persistente rumor de que Breno era hijo ilegítimo de Gordiano el Viejo se veía alimentado por la llamativa semejanza entre el guardia y el anciano, por mucho que éste se tomara a broma aquella historia.
Gordiano observó al resto del grupo. Arriano y Sabiniano, los dos legados, estaban juntos, tan unidos como los Cércopes, los gemelos traviesos de la mitología. Pese a la solemnidad de la ocasión, en sus rostros se adivinaba un cierto aire patricio de diversión. Sereno Samónico, su viejo tutor, era de la misma edad que su padre, pero aparentaba ser más mayor y parecía lejos de encontrarse bien. Emilio Severino, comandante de los speculatores, no era joven. Debía de pasar de los sesenta, aunque tenía aspecto de hombre duro y en forma. Filirio, que era como los soldados conocían a este Severino por alguna razón que había caído en el olvido mucho tiempo atrás, tenía la piel morena y curtida por toda una vida de patrullas a lo largo de la frontera del desierto. En el extremo se encontraba Mauricio, el terrateniente local cuya persecución había servido de catalizador. Eran pocos, pero suficientes para apoyar una revolución; ninguno de ellos —aparte de los legados— tenía un rango de importancia, pero la lealtad siempre contaba más que la simple cantidad.
—Su ascendente paterno se remonta a la casa de los Gracos; y el de su madre, hasta el emperador Trajano. —La alocución había pasado ahora a los orígenes de Gordiano el Viejo, otro tema seguro para una exploración exagerada—. Fueron cónsules su propio padre, su abuelo y su bisabuelo, el padre y el abuelo de su esposa e, igualmente, otro de los abuelos de su mujer y dos de sus tatarabuelos.
Ahora se recordarían, se exagerarían o se inventarían los cargos, los actos y las virtudes de todos y cada uno de aquellos individuos. Para Gordiano, era como si llevase toda una vida escuchando aquello, como si fuese emperador desde hacía una eternidad.
Había tenido un ajetreo desmedido. En aquel primer día, había que crear toda la parafernalia majestuosa antes de que los ciudadanos de Tisdra pudieran hacer su juramento de lealtad. Había resultado bastante sencillo encontrar tanto un altar pequeño y portátil para el fuego sagrado como las varas que había que atar alrededor de las hachas para elaborar los fasces. Como gobernador, su padre ya tenía unas sillas curul que podían hacer las veces de tronos imperiales. Ya habían cogido un manto púrpura del santuario de Celeste, lo habían retirado de los hombros de la diosa y se lo habían colocado a su padre. Consiguieron otro para él, muy probablemente de una procedencia similar. El sello imperial había sido algo más problemático, pero en la cárcel de la ciudad había un falsificador —seguiría habiéndolos mientras hubiese monedas— y, una vez perdonado y reunido de nuevo con los aperos de su ilícito negocio, no le había costado el menor tiempo crear una imitación; era de un metal no precioso, pero el aspecto que tenía les pareció adecuado.
Gordiano pasó entonces de lo ceremonial a lo práctico. Después de que su padre se retirase a su cámara, él se quedó trabajando toda la noche. Fueron muchas, muchísimas, las cartas que se dictaron y se firmaron, dirigidas a todas las comunidades importantes de la provincia de África, a los mandos de las ocho pequeñas unidades militares emplazadas allí. Se dedicó algo más de reflexión a las que iban dirigidas a los más de cuarenta gobernadores de otras provincias a lo largo y ancho del imperio. Aun así, el mayor de los cuidados fue para las opiniones y expresiones vertidas en aquellas que irían a la capital, tanto las que llevaban la firma de Gordiano como las que tenían un suscrito falsificado. Menófilo y Valeriano, acompañados por su pariente équite Mecio, habían salido hacia Roma al amanecer.
La partida imperial había permanecido en Tisdra apenas dos días más, tiempo suficiente para encontrar reclutas que elevasen el contingente de la guardia ecuestre hasta las doscientas espadas. Rebautizados como equites singulares augusti, su mando se otorgó a Mauricio. Se formó una guardia pretoriana improvisada con los iuvenes locales: tal vez los jóvenes de aquellas asociaciones no fueran unos soldados experimentados, pero sí tenían un mínimo de formación militar, y tanto su aspecto como su entusiasmo eran intachables.
Los nuevos emperadores, con escolta y comitiva, se habían marchado entonces a Hadrumeto y habían subido por el camino de la costa hacia Horrea Caelia y Pupput antes de girar al noroeste hacia Ad Aquas, para bordear el golfo de Útica, y de ahí a Cartago. Seis días de duro trayecto, Gordiano en la silla de montar mientras que su padre iba en un carro rápido y únicamente subió a lomos de un caballo para la entrada en la ciudad. La premura de su viaje supuso que sólo hubiesen obtenido el reconocimiento de aquellas comunidades por las que habían pasado, pero les había llegado la profesión de lealtad de Fuscino, prefecto de la decimoquinta cohorte de emesenos, destinada en Amedara, y en Ad Aquas los aguardaban otros mensajes similares procedentes de los mandos de la cohorte urbana y del destacamento de la tercera legión augusta emplazado en Cartago. Por el momento, las cosas no podían haber ido mejor. Gordiano estaba orgulloso de lo que había conseguido. Igual que Marco Antonio, se veía capaz de desperezarse de entre sus placeres cuando la necesidad lo requería.
—Así como Horacio logró defender el puente, Gordiano fue el único que permaneció en pie en la matanza y logró defender las puertas de Ad Palmam. Incansable, sus letales manos dieron muerte al enemigo e hicieron retroceder a las hordas de los bárbaros.
Gordiano sólo había sido medio consciente del desarrollo de la alocución: los excelentes augurios —que en realidad habían sido atroces, para quienes creyesen en tales cosas—, las lejanísimas hazañas bélicas de su padre; pero había llegado ya a sus propios triunfos, y era todo oídos.
—Igual que Alejandro escaló la Roca Sogdiana, así ascendió nuestro joven emperador por el impresionante precipicio de Esuba. Muchos fueron los acompañantes a los que sujetó cuando resbalaban, y así los salvó de una muerte segura. Cuando alcanzó la cima, los bandidos descubrieron que ni su lejanía ni su inaccesibilidad les proporcionaban defensa alguna contra el clásico valor romano de nuestro augusto.
Se introdujo una nueva temática, demasiado pronto.
—La justicia es parte de su humanidad, puesto que, al salir victorioso, el emperador no pagó a sus agresores con la misma moneda, sino que dividió sus actos en la justa proporción entre el castigo y la humanidad.
Gordiano dejó de escuchar. En la guarida del ladrón Canarta no había sobrevivido ni un triste perro. Sus pensamientos se aventuraron hacia delante en el tiempo. No se quedarían mucho tiempo en Cartago. Dejarían a Sabiniano como nuevo gobernador de África y, en cuanto tuviesen noticias de Menófilo, zarparían rumbo a Roma. Allí debían reunir a las fuerzas militares de la ciudad: las cohortes urbanas, los hombres de los vigiles, los pretorianos y los soldados de la segunda legión que no estuviesen fuera, en el norte, los destacamentos de marineros y cuantos frumentarios hubiese en su campamento del monte Celio, fueran los que fuesen. Debían reclutar tropas nuevas, quizá enrolar a algunos hombres de las escuelas de gladiadores. Una vez que se hubieran asegurado la lealtad de las dos grandes flotas de Miseno y Rávena, podrían conservar Italia y esperar a que los gobernadores de todo el imperio se manifestaran de un modo u otro.
—Así como los hijos de Asclepio socorren a los enfermos, así como los fugitivos obtienen seguridad en los inmaculados límites del poder divino...
Agitado, en contra de su voluntad, Gordiano se veía incapaz de hallarles sentido a aquellas palabras. Si existieran los dioses, él mismo habría rezado por tener noticias. El desarrollo de los acontecimientos escapaba a su control. Ahora, todo dependía de lo que estaba sucediendo en otros lugares; en Roma, en los palacios de los gobernadores por todo el imperio y en el ejército allá en el norte más remoto. Por lo menos había tres gobernadores que estaban íntimamente ligados a la casa de los Gordianos: Claudio Juliano de Dalmacia, Fido de Tracia y Egnacio Loliano de Bitinia y Ponto no tenían legiones, pero su ejemplo podía lograr que los indecisos se decantaran. Y en Roma, la plebe urbana tendría una buena predisposición. Un tiempo atrás, su padre había distribuido un centenar de caballos de carreras sicilianos y otro centenar de caballos capadocios entre las facciones del circo; y él mismo se había hecho querer a lo largo y ancho de la península itálica ofreciendo cuatro días de obras de teatro y de Juvenalia en las ciudades de Campania, Etruria, Umbría, Flaminia y Piceno, todo ello pagado a su costa.
—Gracias a nuestros emperadores, los matrimonios son castos, los padres tienen descendencia legítima, y los espectáculos, festividades y competiciones se desarrollan con el apropiado esplendor y la debida moderación. El pueblo elige un estilo de vida semejante al que observa en los emperadores. Aumenta la fidelidad a nuestros dioses, el campo se labra en paz y los mares se surcan sin peligro.
La tardía llegada del epílogo resultaba inconfundible. Gordiano cambió de postura las nalgas entumecidas. No quedaba mucho ya. Faltaban apenas esos títulos honoríficos que ya se habían insinuado, y aquel discurso interminable habría llegado a su fin. Gordiano estaba sucio de polvo, cansado y acalorado; cómo agradecería las termas.
—No tememos a bárbaros ni a enemigos. Los brazos de los emperadores son fortalezas más seguras que las murallas de nuestra propia ciudad. ¿Qué mayor bendición ha de pedir uno a los dioses que la salvaguarda de los emperadores? Tan sólo que predispongan a nuestros mandatarios a aceptar...
Gordiano esperaba que Parténope y Quíone no estuvieran demasiado fatigadas del viaje. Se había ganado esa relajación especial que sus dos concubinas eran capaces de ofrecerle.
—Aunque sea demasiado modesto para ser partícipe de los títulos de pontífice máximo o de padre de la patria que ostenta su progenitor, no obstante, que el hijo también adopte el nombre de Africano para conmemorar el territorio de su ascenso al trono, y el de Romano para celebrar la ciudad de su nacimiento y así hacer patente el contraste con el tirano bárbaro de odiado recuerdo. Saludad todos a César Marco Antonio Gordiano Semproniano Romano Africano Pío Félix Augusto imperator, padre e hijo.
Cuando su padre se puso en pie para aceptar en nombre de ambos aquellos títulos en absoluto inesperados, Gordiano percibió una alteración a su espalda en el palco imperial. Suilio, el tribuno al mando del destacamento de la tercera augusta, se inclinó sobre su hombro y le habló al oído.
—Augusto, los legionarios no quieren salir de los barracones. Están arrancando vuestros retratos nuevos de los estandartes. Sólo tu presencia puede impedir la rebelión.