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1.1 Lo que resta de este anochecer será un festín para L. Iluminada, esa que se devuelve sobre su propio rostro, incesantemente recamada, aunque ya no relumbre como antaño cuando era contemplada con luz natural. Por eso la luz eléctrica la maquilla fraccionando sus ángulos, esos bordes en que se topa hasta los cables que le llevan la luz, languideciéndola hasta la acabada de todo el cuerpo: pero el rostro a pedazos. Cualquiera puede constatar sus labios entreabiertos y sus piernas extendidas sobre el pasto –cruzándose o abriéndose– rítmicas en el contraluz.
En que el anochecer sustenta la plaza en su ornamento, para que ella adopte en sí las poses tránsfugas que la derivan hasta el cansancio, encendida por el aviso que cae en luz sobre el centro de la plaza, entre los árboles y los bancos, para llegar hasta el cemento donde permanece de espaldas.
Porque el frío en esta plaza es el tiempo que se ha marcado para suponerse un nombre propio, donado por el letrero que se encenderá y se apagará, rítmico y ritual, en el proceso que en definitiva les dará la vida: su identificación ciudadana.
Llegan los desharrapados de Santiago, pálidos y malolientes a buscar su área: el nombre y el apodo que como ficha les autorizará un recorrido, pero normado por el gasto previo de la carne hasta que calcen por luz con el luminoso.
Así serán nombrados genéricamente pálidos como escalafón provisorio. Esos que vienen desde los puntos más distantes hacia la plaza que prendida por redes eléctricas garantiza una ficción en la ciudad.
Así están ellos y sus incontables poses: los cables son su punto de mira en la paralela del placer de la mirada. Espera ansiosa el luminoso y por eso se remueve entera cuando se siente tocada, con el pecho agitado y los ojos húmedos. El luminoso no se detiene. Sigue tirando la suma de nombres que los va a confirmar como existencia; ese haz de luz largado sobre el centro del cuadrante que en la literatura produce índices, entre el frío del amanecer, mientras los otros pálidos se protegen contra los árboles en una distribución casi bella por el recorte de sus siluetas.
L. Iluminada en el centro de la plaza empieza otra vez a convulsionarse. Los pálidos rotan sus cabezas para tener un mejor ángulo y sólo entonces se dispersan sobre el césped. Atentos, fijan sus miradas en el bautizo, mientras el luminoso acomete directo en ella que, frenética, mueve las caderas bajo la luz: sus muslos se levantan del suelo y su cabeza colgante se golpea por tantas sacudidas contra el pavimento.
Le ratifica el nombre en dos colores paralelos, el luminoso ampliado sobre el cuerpo escribe L. Iluminada y rítmicamente va pasando la cantidad posible de apodos: le escribe tránsfuga y la letra cae como toma fílmica. Sin embargo, con nombre tan complejo, ella inicia de nuevo la algarabía y por eso el aviso adquiere una función clásica que se vuelve medieval en su constancia, en lo ortodojo de su forma, en lo helado de su construcción.
No en balde se acercan al centro justo cuando ella se retira y allí mismo muestran sus cuerpos que no plantean diferencias entre unos y otros: el aviso luminoso los encubre de distintas tonalidades, los tiñe y los condiciona. Gimen por luz, orgiásticos en sus convulsiones se masifican. Nadie diría que en Santiago de Chile podría ser esta bautizada para que esos se distiendan como gemas. Así es, con las ramas de los árboles que les lamen el rostro y ella se frota en su madera por el puro placer del espectáculo. Sumida en el éxtasis de perder su costra personal para renacer lampiña acompañada por ellos que, como productos comerciales, se van a ofertar en esta desolada ciudadanía.
Así podría haber estado a pesar del frío; expuesta en forma horizontal después de haber perdido el nombre propio, inmersa, buscando la luz con los ojos desorbitados por la transparencia. Más pálidos en sus carnes cetrinas estrujando el placer a cualquier costo, mirándose en la plaza, con las cabezas arrasadas, transportados de electricidad, balbuceantes.
A ellos, que pudieron brillar de otra manera, están aquí lamiendo la plaza como mercancías de valor incierto. Por literatura podrían ser comparados a zafiros y a ópalos, a celestes aguas marinas.
Para decirlo nuevamente:
La luz del luminoso, que está instalado sobre el edificio cae en la plaza. Es una proposición de insania para recubrir a los pálidos de Santiago que se han agrupado en torno a L. Iluminada nada más que como complemento visual para sus formas.
Porque este luminoso que se enciende de noche está construyendo su mensaje para ellos, que sólo a esa hora alcanzan su plenitud, cuando se desplazan en sus recorridos previstos.
Como atentados en sus amenazantes presencias.
Por eso el luminoso, en plena autonomía, los llama con nombres literarios, por ejemplo decía/
Sándalo, mas el impulso murió al caer sobre su erizada piel en la metamorfosis de tan cúlmine especulación.
Decía volantina pelarga. Decía/ crisol.
Destrozó el impulso de decorarse los labios que por escritura se había fabricado para ella.
Por eso es que en la plaza se conjugan dos tipos de engranajes eléctricos: por una parte el asignado al cuadrante y por otra, el que se desliza del luminoso; esa luz que se vende. Así por contrapunto sus labios han perdido su obsecuencia y su figura se devuelve engañadora bajo los rayos que convergen hasta su centro. Pero no está sola allí. Todas sus identidades posibles han aflorado por desborde –clavando sus puntos anatómicos– sobrepasándola en sus zonas. Regida nada más que por el horario asignado a la luz eléctrica en la plasmación del luminoso que la estría.
Los pálidos se han tomado las esquinas de la plaza y acurrucan allí sus cuerpos protegidos unos contra otros, sus cuerpos frotados que, en el bautizo, intercambian apodos en sus poros famélicos.
Ellos se tocan y manoseados ceden.
Nombres sobre nombres con las piernas enlazadas se aproximan en traducciones, en fragmentos de palabras, en mezclas de vocablos, en sonidos, en títulos de films. Las palabras se escriben sobre los cuerpos. Convulsiones con las uñas sobre la piel: el deseo abre surcos.
Así, las esquinas de la plaza adquieren movilidad por los cuerpos apiñados que, unos sobre otros, conducen a un exterior. Pero no en su penetración, sino en su apariencia que, en el renombre, exudan deleite y reapropiados constituyen el escenario.
La piel de los pálidos muestra en sus aberturas su proceso y al fundirse en el siguiente demarcan infinitas posibilidades para cualquier mirada. Se arman y desarman en sus líneas, constituyendo un engañoso límite a la plaza.
Pero el luminoso los soporta. Sigue su tintineo con precisa regularidad. L. Iluminada en el centro. Suda a pesar del frío y por eso su carne se expone a la luminosidad. Más que nunca centellea allí controlando por contorsiones su claroscuro, mientras la luz toca los bancos de la plaza, los árboles y la disposición fabricada del césped. Hacia el pasto se desliza ella para revolcarse y enfriar su carne. Ese césped disparejo deja a pedazos aparecer la tierra, así pasto y tierra se adhieren a su carne. Para el que la mira es un espectáculo desolador porque balbucea. Cada uno de sus nombres es desmentido por su facha.
Pero relumbra, aun en plena oscuridad, relumbra.
Como bautizada se celebra entre ellos, mientras sus propias manos se acarician en profundidad perdiéndose entre sus huecos. Partiendo desde la ordinariez más profunda para llegar por pose a la extrema delicadeza. Ella deja oír restos de lenguaje, retazos de signos. Socavada por tierra y pasto. Nutrida de savia.
Se observa a sí misma, como si su nombre le otorgara rasgos diferentes. Se toca la piel en el mismo momento en que se curva más aún sobre el pasto, hasta que la cabeza cae sobre la tierra reblandecida.
En actitud de descanso.
Sin embargo, está alerta al aviso luminoso, con la cara ligeramente crispada de júbilo ante los tintineos, mientras desliza su lengua sobre los labios, su lengua mojada que los humedece.
Las piernas están abiertas en posición descuidada y las balancea cada vez que en el centro de la plaza se recibe la luz.
Los pálidos han llegado ahora hasta ese mismo centro y empiezan su particular representación. Amontonan sus cuerpos y se dejan caer sobre el cemento. Así se van en un ritmo tan difícil de visualizar que sólo el luminoso los ordena cuando muestra sus relajos.
Con sonidos guturales llenan el espacio en una alfabetización virgen que altera las normas de la experiencia. Y así de vencidos en vencedores se convierten, resaltantes en sus tonos morenos, adquiriendo en sus carnes una verdadera dimensión de la belleza. Porque hasta ése podría estar comprometido en la disposición azarosa de los cuerpos. Los mismos que se van preparando para una nueva circulación.
Aunque no es nada novedoso, el luminoso anuncia que se venden cuerpos.
Sí, cuerpos se venden en la plaza.
A un precio no determinado. Es más bien el placer que emanan en lo profundo de su compromiso. Sus palabras caen en el vacío ampliando sus moléculas para petrificar lo eterno de la producción.
Para qué decir que la llaman cuando se estructuran sus voces en el espacio.
En desgarrador sonido se convierten.
Podría ser –tal vez– el Amado por lo masculino de su grosor que al llamarla la asedia para poseerla, a esa vaga que yace tirada en la plaza, evocando con sus indecentes movimientos quizás qué sueños de entrega. Pero los pálidos siguen en el centro frotándose contra el cemento, rodando bajo los bancos de madera, frágiles de vestimentas pese al frío: gimiendo siempre.
Pero ya se ha dicho que no son propiamente gemidos los que escapan de sus labios.
Un oído no entrenado en sus particularidades podría oír allí un espectáculo de desgarro. Mas no es así. Es la salvación de la bautizada.
Se celebran en sus identidades. Son sus propios padrinos que se reciben y ella, ella es la que se rebautiza en cada uno.
Es una fiesta.
El luminoso sigue cayendo dándoles más posibilidades, ampliándoles la imaginería.
Se ven proyectados hasta los bordes de Santiago, ornados de atavíos: por robos y excesos accediendo a todos sus lugares. Por puro deseo propietarios al venderse al luminoso como mercaderías. Esos son los que se esperan con ansias.
Por esto, están reducidos a goce cuando entre los haces de luz del luminoso se dejan entrever sus posibilidades. Ya se ha consumado la transacción y por eso la felicidad de esos cuerpos imprime gracilidad a sus movimientos. La armonía se ha asentado en la plaza.
L. Iluminada tampoco permanece ausente del espectáculo. Ha vaciado su mente de toda memoria y ahora construye y planifica sólo con los pálidos como referente: plasmados en su futuro.
Ella, plenamente teatral por la observación de sus movimientos, camina erguida hasta el centro de la plaza para detenerse bajo la luz del luminoso que la alumbra por intermitencias. Así se gesta su primera toma fílmica:
Ella está en el centro de la plaza, mientras sus pies se deslizan. Los cuerpos bullentes de los desharrapados que, por efectos de luz de un luminoso que cae desde un edificio cercano, produce en la piel un tinte ligeramente distorsionado y fantasmagórico.
Pudiera ser quizás una toma orgiástica por la acumulación de tanto cuerpo, pero, en el cuadro aparece más bien la pureza de la bautizada. Se incluye también, en el ritmo de la escena, el inherente erotismo para la plasticidad de la mirada.
El lumperío hasta el momento en que ella se detiene permanece rígido, en una pose forzada y difícil, para que así asome en sus rostros la dureza del trabajo, lo abnegado de su concentración: su verdadera belleza en lo tenso de sus facciones.
Una larga toma de tres minutos de duración en la que intervienen dos cámaras para dar la velocidad requerida.
Se evidencia, por gran angular, que se está en la plaza pública. Aparecen los faroles, los bancos, los árboles, el césped y algunas construcciones vecinas. Se corta el enmarque al encontrar el punto desde donde emana el luminoso, en la parte alta del edificio.
Entonces ellos se levantan del suelo y caminan hacia la esquina con las pieles erizadas por el frío para engalanarse con gestos calmados y sus caras límpidas se dejan ver entre las luces.
Comentarios a la primera escena:
La escena contempla nada más que la construcción de la pose en donde el lumperío y L. Iluminada, en un trabajo experimental con sus cuerpos frente a la cámara, llegan a constituir estéticamente en el lapso de tres minutos, una mirada admirativa sobre ellos. Una mirada mediada por la cámara que los asedia y en la cual, por lo bidimensional de los efectos de luz, sometan y se sometan ante los otros en los logros de su belleza.
Indicaciones para la primera escena:
Conformar cinematográficamente algo similar a un mural en la plaza pública, relevando lo marginal del espectáculo. Revirtiendo por ello los cánones de la identidad a través de la suma de cuerpos que neutralizan al máximo los rasgos, para provocar colectivamente una imagen depurada de los que, por desprendimiento, han ductilizado sus materias sometiéndose conscientemente al deseo.
En suma el ofertorio.
Así:
Pieles marchitas sin espectacularidad.
El goce reflejado en sus rostros.
Pese a la iluminación conservar el espectáculo nocturno.
Dar autonomía y flexibilidad a cada uno en su pose.
La persistencia del agrupamiento.
El éxtasis del extra que en la pantalla se reconoce como elemento estructural.
Señalar el vicio de la mirada, lo ficticio de su ángulo.
Insistir en esas mismas caras marchitas/ macilentas, esas mismas caras que enfrentadas a la noche, ése habrá visto como su peligro cuando surgen sorprendiendo en las esquinas. Y ése entonces –sudando– apretará las piernas porque su penetración más que júbilo sería el tizne blanco. Quizás por eso el terror a esa figura humana apuraría sus pasos hasta olvidar esa imagen.
Porque ése intuye las piernas ulceradas y cuyas manos, mientras la noche avanza, bajan los pantalones para recorrerse una a una las llagas abiertas que ya no responden a ningún tratamiento/ vendadas con tiras sucias para evitar la fricción con el género que las cubre y por esto, al sentirlas junto a su piel sana, esas mismas piernas supurantes lo mancharán de nuevo en su limpieza, en el cuidado incesante que cualquiera se prodiga.
Pero en fin, por pantalla, el terror y el deseo de la propia blancura y sanidad se manifestará como errata y entonces dejará ir sus pasos hacia la plaza pública, elevará sus ojos hacia el luminoso, se aligerará de ropas, abrirá sus piernas tendido de espalda en el cemento y de deseos se habrá consumado en otro, hasta que el mismo cemento, por dolor de la pose, le rompa la piel y ése entonces se verá en cada una de sus llagas y la piel decorada brille con la luz del luminoso y sólo así sepa verdaderamente de alguna clase de vida.
Ah, de miserable en sublime la plaza. Alucinada es.
Porque la plaza produce desvaríos.
Por ejemplo:
Si los pálidos que obtuvieron nuevo nombre ciudadano prescindieran de L. Iluminada perderían su soporte, es decir, quizás nadie pregonaría ese hecho.
Es que ella transmitirá la noticia, como predicadora su rostro transformado, sus múltiples facetas, esa absoluta falta de inscripción señalará la veracidad del acontecimiento.
Pero aún no es tiempo, apenas se construye en cada uno de ellos. Todavía ésos no se reponen y vuelven a mirar las pruebas. Han elaborado en conjunto sus correcciones, sus reparos, limpiándose de sus restos de miserias e imperfecciones.
Errores de la primera toma:
Los cuerpos tensados estaban rígidos, no por necesidad interna, sino por efectos de cámara: como terror.
Ella misma no dejó ver su mejor ángulo, escurrió la mirada directa a la cámara, volvió el rostro ante el zoom. Los tijeretazos de su pelo eran demasiado regulares, las lágrimas previstas no afloraron, apenas se humedecieron sus ojos. Se mostró más bien desafiante que serena, movió sus labios varias veces. Evitó el roce con los pálidos.
Por eso descansa en la plaza. Todos coinciden en la dureza del trabajo. Están tendidos en el pasto observando los parpadeos del luminoso que se imprime con nitidez sobre el suelo. La luz eléctrica se intensifica denotando el verde del pasto, los bancos, los árboles.
Alrededor circulan los autos con las luces encendidas.
Los ruidos llenan la plaza.
Ellos saben que en algunas horas deberán asumir una etapa más. Se preparan para ello ejercitando cada una de sus partículas corporales. Ahora sí, a ciencia cierta afirman que el error no se reiterará.
1.2 Por eso lo que resta de este nuevo anochecer será el verdadero reencuentro para L. Iluminada y los pálidos que, perdidos en el azar de su transcurso, llegarán a la plaza para tenderse tirados sobre los bancos, pero con el insomnio asomado a sus pupilas.
Sus ojos que conservan impresos los parajes diurnos: su caminar sin descanso por las calles recorriendo siempre con la mirada cada interior que se les abre, para guardar esas imágenes que serán revisadas con precisión cuando arriben al cuadrante a la hora de la prendida de las luces.
Claro que se tienden en los bancos y ella los mira, asombrada por lo homogéneo del espectáculo. Sus músculos están tensados mientras se acomoda en una de las esquinas para obtener un mejor punto de observación. Se puede deducir sin errar que su estado general es precario, su respiración agitada, ese brillo de sus ojos.
Tiende sus manos, se aferra al árbol más cercano y aproxima hasta allí su rostro: esa cara humedecida por las lágrimas, hasta que la separa de la corteza y aparece entonces una de sus decisiones en la plaza:
Estrella su cabeza contra el árbol.
Estrella su cabeza contra el árbol una y otra vez hasta que la sangre rebasa su piel, le baña la sangre su cara, se limpia con las manos, mira sus manos, las lame. Va hacia el centro de la plaza con la frente dañada –sus pensamientos– se muestra en el goce de su propia herida, la indaga con sus uñas y si el dolor existe es obvio que su estado conduce al éxtasis.
Se exhibe esperando la caída del luminoso sobre la herida:
Si yo misma tuve una herida, pero hoy tengo y arrastro mi propia cicatriz. Ya no me acuerdo cuánto ni cómo me dolía, pero por la cicatriz sé que me dolía.
Dice –tengo sed– en la plaza, mientras se alimenta de sí, de su excedente y sus ropas manchadas se prenden con la caída del luminoso. Se abraza a sí misma, se lame las manos nuevamente y aún sus manos húmedas de saliva frotan sus brazos. Se tuerce en espasmos en el máximo de su energía. Los pálidos están erguidos sobre los asientos y en cada uno de ellos se vislumbra la compasión, repite: –tengo sed– y sus labios sonríen.
Se seca el rostro con el borde del vestido que absorbe, manchándose, la sangre que todavía le entorpece la mirada. Se vuelve hacia ellos y los recorre con su sello particular. Tiene la herida abierta y no se vislumbra aún la proporción del daño. Levanta sus manos y a plena conciencia lleva sus dedos a la cara para reabrirse la piel partida. Su mirada está difusa y allí en medio de la plaza, sólo para los pálidos, deja oír un aullido y su voz aguda se expande y prolonga en la oscuridad.
Su grito los sorprende y esos desharrapados se levantan y poco a poco empiezan a acercarse a ella. La rodean para mirarla de cerca.
Pero no la tocan, sus ojos también húmedos/ de compasión sus ojos.
–si yo misma vi los ojos de ése empañarse y dejarse caer sobre mí para cubrirme con sus manos amorosas, las mismas que solícitas curaron mis heridas. Sus manos–
Aunque saben que ella necesita ese espacio preciso para mostrar su espectáculo. Ha adquirido otra identidad: por literatura fue.
Así se reconoce en su propia imagen, la que se reflecta sobre el piso cuando el luminoso deja caer un nuevo haz de luz. Por eso la sed la socava y su lengua reitera sus gestos sobre los labios.
Se tiende sobre el pavimento para extraer lo helado. Se regula su respiración y los pálidos también distinguen sus cuerpos y se quedan en el centro de la plaza aún conmovidos por los ecos del grito.
Se ha dicho que ellos tienen los ojos prendidos a otros paisajes, pero ella, en la profundidad de su pose, les va borrando esa imagen; por su cara dañada ella es la que sin duda los rige.
De pedrerías es su cara, su piel como diamantes.
Sin duda se prepara para ellos al asumir en sí misma la posibilidad de rehacer la bautizada. Primigenia, se presenta ausente de resguardo, por voluntad propia está presta para el control del luminoso que, en la oscuridad, adquiere su profunda penetración. Todo está dispuesto, ella alisa sus ropajes, levanta su cara: se ha producido un vacío en la plaza.
Pero el luminoso no se detiene. Sigue transmitiendo los nombres propios hasta que la plaza no es nada más que ella y los pálidos que con la mirada fija se reconocen en el relampagueo.
Están esperando su turno, para que el luminoso los confirme como existencia, es decir, los nombre de otra manera: renacen así en este transcurso purificante, ya menos empalidecidos, porque se borra su color verificando la pérdida voluntaria de sus anales ciudadanos. Por eso merodean en la plaza que los contiene hasta la luz, remitiéndolos hasta la felicidad antigua. Incubados de nuevo, la tecnología les da vida.
¿Dónde fuera de la plaza se obtendría ese privilegio?
Los pálidos, con las cabezas levantadas, se giran hasta el luminoso y empiezan sus movimientos de caderas perceptibles aun entre sus ropajes: sus muslos se tocan y se levantan del suelo. Pueden verlos adoptando otras identidades que se manifiestan en estertores anatómicos. Pasan sobre el cuerpo, primero el nombre y luego su gama total de apodos.
Mientras ellos continúan con sus manipulaciones miméticas cerca del pasto hasta enterrar sus cabezas entre las piernas.
Los traspasados de insomnio, los estereotipados por palidez, los relumbrosos.
Sintetizando en su nombre singular todos los otros que lanza el luminoso hasta recoger para sí la identidad fundada en sus diversas apariencias. Y por eso, es ella la primera en comparecer en ese cuadrante, cuando la visibilidad es magra, cuando los ojos pueden confundir sus objetivos.
El luminoso continúa lanzando los nombres y apodos, atravesándolos, y nadie será así arrasado, nadie dejará caer lágrimas sobre la piel; lacios y abatidos de náuseas sobre la concavidad.
Esos que han obtenido con naturalidad su nombre propio, no pueden saber nada del vértigo de perderse en distintos residuos hasta dejar el clímax de la palidez como única alternativa, como mera carne disponible. Vean la experimentación en la plaza, no solitaria ni buscada: impuesta es/ trama su pose y permanece en ella por un lapso de vida.
Así es como se vuelve a desprender de su antigua costra rugosa. Abandonada al ritmo de los cambios del luminoso y, ante cada golpe, se toma la cabeza arrastrándose hasta el banco de cemento con la cara demacrada por los movimientos que la consignan hasta el borde.
–siguió trémula en esos segundos para no desplazarse por segmentos porque estaba partida de plenitud al obtener salada muestras del escarnio, que no se midió en horas en que levantada y exhausta se tendió en poros translúcidos–
–no se repletó manada entre las piernas para recibir el luminoso contra su pecho toda la noche, hasta que su espalda era la veta de los árboles que la recibían a cada embate, estragada/ era una imagen. Se encendió de aprensiones a las piernas producidas por órdenes desde su cerebro. Cada apelativo se constituyó con estatuariasimpleza/ vetó su ritmo en un discurso cifrado, versificando–
–aprensó el tronco del árbol para depositar allí el luminoso que ya refrotado asoló su córnea hasta perder la conciencia–
–no tuvo otro rostro que como mercancía se pudiera relevar más alto–
Aún retumba su grito en la plaza, agudizándose ante la caída del luminoso para volver a producirse nuevamente con la misma intensidad con que originalmente fuera emitido. Su grito que se vuelve circular hasta que los pálidos se tapan los oídos para retomar la normalidad de la plaza. Convergen hacia el centro huyendo de los sonidos. Se le acercan para que ordene terminar; a ella que ante esa reproducción rehace su propio delirio. Su boca se abre ante cada interrumpida. Copia con su boca, se dobla a sí misma/ los árboles, el césped, los cables, los faroles, hasta los bancos son atravesados: se ha producido una nueva secuencia.
Segunda escena, la producción del grito:
El lumperío se dispone en los bancos que rodean el eje de la plaza. Ella está de pie justo al centro. El luminoso desde el edificio cercano deja caer sus intermitencias aclarando su imagen. La oscuridad se extiende en esos alrededores. Se filma.
La cámara la capta desde el momento en que lentamente se tiende en el suelo boca abajo para permanecer en esa pose algunos segundos. Se establece una toma aérea que contemple la figura de los pálidos acurrucados sobre los bancos, destacándola a ella tirada en el suelo.
Simultáneamente, la otra cámara la seguirá en un primer plano de su rostro tocando el suelo, con los labios ligeramente entreabiertos hasta que ella levanta su cara manteniéndola erguida por algunos segundos y violentamente la estrella contra el suelo, golpeando la zona de su frente que se raja dejando salir la sangre que de inmediato la bañará. Se sentará en el suelo con la cabeza entre las piernas y así permanecerá por unos instantes. Se levantará y cuando sea tocada por el luminoso de su boca estallará el grito. Los pálidos se incorporarán de sus asientos. Serán registrados por tomas aéreas.
Permanecerán inmóviles cerca. Y entonces volverá a producirse el grito una y otra vez.
La escena se cortará con la cámara tomando el luminoso hasta su entrada en el edificio.
Para que ella se siente en un banco de la plaza y allí solamente su boca murmure –tengo sed– esa cara consumida, sus profundas ojeras/
Ah, por una pura mirada, por un gesto, yo habría contado otra historia.
Comentario a la segunda escena:
Gestar mediante la herida lo que se precisa para la producción de un grito. El mismo no va inmediatamente a la herida, sino algunos segundos después, no es un grito propiamente de dolor en su forma automática, sino más bien una instancia utilitaria para justificarla. Para decirlo de otra manera, no es la herida la que causa el grito, sino exactamente a la inversa; para herirse era preciso el grito, todo lo demás es un pretexto.
Por eso la reiteración continua del mismo. Volverlo a repetir amplificado hasta el ensordecimiento para que se vaya transformando lentamente –por tecnología– desde el timbre femenino a distintos gritos masculinos pero conservando las mismas inflexiones: idéntica curva de recorridos.
Hasta que después empiecen a superponerse grito sobre grito y se anexe también la voz de ella hasta la distorsión extrema. Mezclándose además en tono menor otros sonidos –por ejemplo– ciudadanos que en forma abrupta cesan. En la imagen el lumperío presenta rasgos de placidez, por qué no decirlo, más bien de felicidad.
Indicaciones para la segunda escena:
Hacer que resalte el privilegio del sonido inmediatamente que se ha producido la herida por medio del estatismo de la imagen. Solamente se filmará en planos medios y tomas aéreas. La fuerza de la secuencia es el grito que será contrastado con el descompromiso facial. La indiferencia relativa. Por esto la nueva bautizada revertirá el gemido primigenio.
Así:
La fiesta bautismal colectivizada.
Porque el que se libera de las culpas emana.
Bañado por líquido/
Se alivia.
Los desharrapados que reciben los rayos del luminoso. Para repetirse en la pantalla como documentos: la fe del bautizo.
El griterío de la redimida.
Para que se ensordezcan con sus chillidos esos mismos extras.
Como calentura y obscenidad serán.
Hasta que agarrotados en sus gargantas cesen.
Por eso los pálidos se tenderán en los bancos de la plaza enronquecidos por el esfuerzo, abrumados por sus estertores, preparándose para las etapas que les procura el luminoso, ofertándoles la suma de nombres literarios cruzados de tradiciones que los convertirán a corto plazo en mercancías ornamentales.
Acceden al grito que los salvará. Para de nuevo ser objetos de deseo hasta la extrema manipulación. Cuando sean múltiples, vistosos, escritos de nuevo y señalados, perdiéndose en quizás qué espacios habitables por los sueños de este territorio.
Por literatura será, para que ése se engarce otra vez y hasta el luminoso se curve dejando caer el haz sobre su cuerpo, la transparencia. Y entonces salga de la plaza reverdecido y la plaza será lo único no ficticio de todo este invento.
Porque también la bautizada conduce al desenfreno. Véanlos en la ceremonia con sus caras pálidas y las pintas en que se ofrecen como la perdida que se vende –a cualquier precio– solamente porque la tomen en su oficio; como esta L. Iluminada que nada más se oferta a la mirada, que se vende a su imagen.
Por ejemplo:
Si su voz rectora no asolara la plaza entonces la producción del grito se suspendería en el exterior. Por eso ella inicia a partir de un acontecimiento la posibilidad de producir también en la garganta de los otros la misma trayectoria de su fusión.
Así permitirá la expansión hasta que la plaza –entonces– no sea nada más que una cuerda máximamente estirada por la cual en distintos canales confluyan esos tonos, agudos o bajos, y por griterío advenga la purificación.
Errores de la segunda toma:
Sin duda esta vez se han perfeccionado. Estos mismos se han volado como profesionales, han soltado sus cuerpos, se han sometido a la admiración condicionando sus pintas. En suma, han aprendido de la exhibición. Sin embargo, tranca el absoluto del decoro de sus voces, esta permanente pacatería. Los que se rajan asépticos en la gritada no llegan. Si este grito no perfora, no sirve.
Habría que mejorarlo por laboratorio, con mezcla de voces, electrónicamente.
Pero no será así.
El error en el grito, su recato, será rehecho en la misma plaza, hasta que ellos se abran de sí y la tomen a ella en su máximo. A ésta que por la sonada de su voz, nada más que para ser proyectada en el telón, es capaz de doblar eficazmente el grito bautismal.
Sólo por eso se sigue reiterando el grito en la plaza y se vuelve coherente con el pestañeo del luminoso. Así en cada una de sus caídas le surge como acompañamiento. Grito y luminoso se acechan/
Como enemigos en la noche compiten.
Hasta que el acercamiento se vuelva inevitable y se desborde la misma plaza en el abrazo obsceno en que grito y luminoso se acoplan. Se funden el uno en el otro y por fin –en plena noche– surge como uno el sacramento.
El sacramento en la plaza, la borradura del pasado y esos mismos –el lumperío de la ciudad– se convulsionan para sumergirse en su centro, para ser tocados en la testa que se doblega contra el cemento, suplicantes, con la saliva que cae y los ojos enrojecidos por el encandilamiento. Estos mismos desharrapados que se llevan las manos al pecho y sienten con dulzura los latidos de su corazón.
Porque no son ejércitos en la noche, no son nada en realidad. O más bien la puesta en marcha del momento primigenio de la bautizada, en que lo natural del agua se suplanta por la técnica que de modo más efectivo penetra y deslumbra.
Abren sus ojos, se dilatan las pupilas ante tanta maravilla y todo gesto, todo ropaje mostrará las dos caras del sacramento. Porque renacer es extraer el momento de la caída, el vicio que posaban y dejarlo es el máximo sacrificio para que la plaza –como lugar solícito– chupe en sí sus impudores y hervida sea el lugar de la memoria, cuando perdidos y desesperados arrastraban sus cabezas contra el pasto antes que el luminoso les diera vida.
Por eso la plaza se ilumina en la noche. Nada más que por eso.
¿Qué manos encienden la luz eléctrica? ¿Para quién los bancos en la noche?
Pero ella está rodeada del lumperío que repasa sus papeles, sus roles asignados y el estatismo que los somete al aburrimiento. Estas son las tomas, la mera exposición de sus cuerpos que de tan propios se vuelven fastidiosos. Por eso se indagan para sacarse el partido que corresponde. Hurgan en su memoria filmográfica y es la ausencia del color, salvo el de la noche, la carencia. Porque no hay colores, huella de matices hay.
Aunque esto no es verdaderamente exacto, las tonalidades existentes no llegan a sorprender por la estatura de lo cotidiano.
Ese es el problema.
Pero lo salvan justo a la hora en que deberán descansar en este resto de noche. Irán hasta los bancos de la plaza, no para dormir, sino para reimprimirse en las pupilas imágenes.
Salvados y rehechos permanecerán.
1.3 Aún, en la noche –a oscuras– vuelven a la plaza y por eso:
1. Vuelven los pálidos a la plaza para permanecer allí con el cuerpo distendido, apoyados con sus espaldas en los árboles.
árboles – césped – luz eléctrica – cemento ramas y cables que trasladan luz a los faroles faroles que también iluminan los bancos y mi cara de madona mirando su cara de madona.
2. Los pálidos se quedan en esa posición a pesar del frío que les cruza la cara y les hace esconder el rostro.
lo vuelven de distinto modo –se tapan también– desharrapados, pálidos
tengo sed (en la plaza) tengo frío (en la plaza) perfilada la frente – los labios – la nariz – perfilados enteros por luz eléctrica
y mi cara de madona busca su boca de madona y toca interior su lengua profana.
3. Porque permanecer tanto tiempo expuesto al frío y rigidez hace que el cuerpo se agarrote.
diseminados como esculturas –intensamente pálidos– en la plaza
se estremecen las rodillas –duelen las orejas– escasea el aire en los pulmones
adoloridas las manos –helado el rostro– cansado el cuerpo
y mi lengua de madona moja su lengua de madona temblando.
4. La oscuridad no es para la plaza. La luz eléctrica denuncia cada vez los cuerpos apoyados contra los árboles.
a una hora determinada –al oscurecer– se enciende la luz pública
todos los faroles relumbran en la plaza
cae la luz eléctrica sobre la plaza iluminada en sus costados
y mi lengua de madona toca su pecho de madona y lo moja.
5. ¿No será una alucinación en la plaza? ¿Esos cuerpos serán ramas? borremos tales augurios.
monocorde la mente en la plaza –de olvido– de éxtasis
de éxtasis y rencor –de lástima– de locura
de muchos errores –de mente en blanco– de trabajo
y mis labios de madona sorben su pecho de madona con ansias.
6. ¿Si tuvieran el cráneo abierto? ¿Y si tuvieran sondas y vendas?
ya no supliques –en esa pinta– nadie te cree pálidos gozan herrumbrosos de luces en las cabezas
disjuntos de cráneos –pelados– sodomitas – vulgares
y mi mente de madona apela a su mente de madona y la toca.
7. ¿Si perdieran sangre? ¿Y si se les fuera la sangre del cuerpo?
tengo sed (en la plaza) – jadean – se sientan – se apoyan en los árboles
rotas las cabezas – bisturíes en las orillas – cintas de metal
entra la aguja – traspasa la carne – se duerme el individuo
y mi surco de madona busca su surco de madona infértil.
8. ¿Si todo esto fuese un error? ¿Y si ellos no fuesen más que un puñado de perdidos?
búsqueda de pálidos en Santiago –almas oscuras– figuras cetrinas
salas asépticas –olores grávidos– ruidos de motores
frascos quirúrgicos – gasas traslúcidas – heridas abiertas
y mi mano de madona toca sus piernas de madona caliente.
9. ¿Y si estuviesen condenados? ¿Y si solamente arrastraran su condena?
ya no se enciende –ya no relumbra– la luz eléctrica
están distantes –están difusos– los cables
ya no se apoyan –ya no se acogen– en los árboles y mis piernas de madona rodean sus piernas de madona con fuerza.
10. Aunque no: continúan en la plaza en medio de este frío con la espalda agarrotada.
con estigma de rasgos –marcados de fuego– despreciados
transparentes de cutis –ajados de rostro– diluidos en las miradas
bajo el cielo chileno –bancos de piedra y madera y mis manos de madona abren sus piernas de madona y la lamen.
1.4 Cuando al oscurecer los insomnes llegan adornados al sitio escogido. Ahora que el frío aumenta y el cuerpo se traspasa azuloso. Tanto frío en la plaza que los pulmones se inundan y hasta la respiración cuesta. Efectivamente, la oscuridad se hace difícil de disimular. Incluso los focos del encendido público no absorben la penumbra y los bancos de la plaza parecieran estar mojados por la helada.
Por eso no tendrán descanso. Podrán sólo a instantes dejarse caer afirmados contra un árbol para volver a realizar cualquier actividad y así desentumecerse.
Aparecen envueltos en extraños ropajes. Todas las modas se anuncian a retazos, pero siempre el colorido es tenue, desteñido. La misma opacidad que se complementa también con sus caras. Más bien una suma de trapos los envuelve: ropa sobre ropa se abrigan.
Porque pasar una noche con ese frío a la intemperie requiere de una determinada preparación y es por eso que acuden como complementos a diarios, ramas, desechos; cualquier cosa que por inflamación los caliente.
Están de pie en una de las esquinas de la plaza. Se frotan las manos y mueven sus pies. De sus bocas se escapan los vapores de los alientos. Sus rostros están borrosos recortados a contraluz.
Pero el luminoso gana con estas situaciones. Su caída sobre el centro de la plaza lo decanta aún más en plena oscuridad. Nada lo interfiere en su relumbrar, por eso lo miran a intervalos y ésos se emocionan todavía ante su creciente nitidez.
Y ella misma, que ha tomado su lugar, se va lentamente hasta su imagen y se pone bajo él para imprimirse. Sus ropas grises reciben los tonos del luminoso. Le sirven de tela para su proyección.
Porque un grueso vestido de lana gris la cubre. Ropa en ella apenas funcional, pero que sin embargo la particulariza. Su cabeza prácticamente rapada brilla bajo las luces del luminoso y no puede evitar el movimiento que le da calor.
Están penetrados de frío que en Santiago, bajo el cielo raso, se vuelve insoportable.
Demacrados sus rostros por este efecto. Ella tiembla y ellos entonces empiezan a agrupar sus desperdicios: encenderán una fogata. Sin sorpresas para el que los mira, porque éstos abundan en la noche, calentándose a cualquier precio.
Es cierto que han encendido una pequeña fogata en uno de los costados del centro de la plaza. Los extremos de la figura construida por el luminoso se diluyen, aunque en una apreciación general aún conserva sus efectos. Se acercan a ella, incluso L. Iluminada, que los observaba desde lejos, se retira del centro del haz de luz para agruparse junto a los pálidos.
Alimentan el fuego constantemente y sus miradas se hipnotizan en las llamas que, aunque débiles, les dan calor. Tienden sus manos y acercan sus rostros, algunos de ellos tiran más ramas y papeles para conservar el fuego. Por fin se sientan a su alrededor. Ella permanece de pie aunque sus manos también se levantan sobre las llamas. Se lleva las manos al rostro y se frota con ellas. Cualquier ruido fuera de la plaza ha concluido, incluso los automóviles han cesado de circular, por eso cualquier movimiento de éstos se vuelve perceptible. Nada los interfiere.
Ella se ha alejado algunos pasos del grupo, insiste en volver al luminoso. Levanta la cabeza hacia la luz, pero de inmediato comienza a mover sus pies. Ellos siguen embelesados con el fuego, sus manos continúan tendidas y en sus rostros se ve un asomo de color. Algunos tosen por el humo, pero vuelven a incrementar la hoguera. La dureza del suelo los obliga a cambiar de posiciones e incluso algunos se levantan, aunque no se alejan del lugar.
En medio de su balanceo los mira y hay en ella un rictus especial. Los contempla detenidamente mientras abraza su propio cuerpo y se frota con las manos. Desde su ángulo se ve la cercanía de los cuerpos, la silueta recortada de sus brazos alargados, los perfiles de esos rostros. Sonríe al mirarlos con un gesto complaciente e incluso admirativo.
También constata que el fuego está a punto de extinguirse. Ella misma comienza a recorrer la plaza y pese a la oscuridad alcanza a distinguir papeles o ramas o cartones. Todo esto se empieza a acumular entre sus brazos. Va hacia ellos y deja caer el precario combustible. Vuelve a los rincones de la plaza y una y otra vez recoge sus residuos.
Pasa el tiempo. Vuelve en el último viaje, pero de sus manos caen algunos pocos papeles y una que otra rama. En fin, ella ha limpiado la plaza.
Pero todavía la fogata será alimentada por otro lapso de tiempo. Ellos seguirán protegidos del frío, para que ella pueda seguir contemplándolos con la luz del luminoso y así los examine en la perfección de sus poses y cada mano que se extienda sobre el fuego sea analizada en sus características particulares, también sus espaldas curvadas, sus movimientos y hasta el sonido de sus ropas.
Por eso cambia de lugar en el centro de la plaza. Se mueve en este eje como punto de observación hasta lograr ver el rostro que correspondía a la espalda, para ver las otras manos tendidas, los perfiles, el gesto que acompaña el cambio en la pose. Por eso su mirada está atenta y su rostro anhelante. Ya no importa el frío, perdería el placer de la observación si se confundiera con uno de ellos y por eso mismo nadie testificaría la escena: corrigiendo los ángulos, midiendo la crecida del fuego cada vez que se implementa.
Se desplaza con rapidez hasta que el vértigo de la mirada permite sólo la observación de fragmentos. Como un travelling su mirada. Pero también se extenderá la otra mirada y ella allí será consignada como la que mira.
Porque si bien esta imagen que han construido es de tristeza, también de placer es.
Porque el luminoso los ordena en una alterada magnitud.
Que aunque la calentura de la electricidad es insuficiente produce desvaríos. Por eso ella la prefiere y los pálidos se acercan a su roce para encenderse.
Pero volvamos, si las llamas los mantienen abrigados a ella se lo deben. Pero no como bondad, ha sido para su propio gusto. Por las visiones que les saca en el agrupamiento.
Ya de observación se ha repletado. Empieza a seguir ahora los tonos que el luminoso le deja sobre su ropa. Un rayo le marca sus vestidos y la deja iridiscente. De una forma distinta a la luz de las llamas sobre las siluetas de los pálidos, como si la técnica la embelleciera dejando a los otros en la tradición fantasmal.
Ésos parecen opacos y disminuidos, ella en cambio construida está.
Parece imposible que puedan continuar quietos junto al fuego. Empiezan con frecuencia a volver su rostro hacia ésa que se ubica bajo el luminoso y de uno en uno se levantan para acercarse.
No han terminado la ceremonia.
Le han dejado un hueco para que se acerque a la hoguera evitando que los cuerpos la rocen. Proyecta sus propios rasgos a través de las llamas, enmarcada por el luminoso que la embellece.
Ella toma su lugar.
El lumperío se dispone entre las luces de la plaza.
Está hipnótico al mirar la enrojecida llama: el calor la adormece, sus ojos se entornan, su cuerpo se curva sentada sobre el suelo, su actitud general es de descanso.
Pero vaya si la desafían; esa manera de pararse bajo las luces como provocándola: otra identidad los corrompe. Para que ella responda la empujan con señales inequívocas, le extraen fuerzas, la estimulan para llevarla al desborde.
Ha bajado sus ojos para no mirarlos. Se resiste a ello, abjura por primera vez del luminoso. La fogata ha perdido su inocencia.
Ataca sus impulsos y sus dientes muerden sus labios, sus manos apretadas. Suda.
Pasan desde los gestos procaces a la indiferencia, pero es indudable que la hostigan, se añade el vértigo del luminoso, toda la plaza se torna amenazante.
Solamente para que ella murmure –tengo sed– arrimada al fuego, indefensa, tiranizada por su propia estadía –cuando yo misma estupefacta me he sentido llevada de mí a sabiendas de lo que me esperaba, sola y encendida (ardiente estaba) y esta cara desencajada me auspició una única alternativa–
Solamente para otorgarse nueva identidad acude a la tradición y como una cita, frente a la fogata acerca su mano, adelanta su mano sobre las llamas y la deja caer encima. Los satisfechos se tienden bajo las luces, reposan sus cabezas en el cemento. No la miran.
Y su mano abierta sobre las llamas cambia de color, también su cara se reviene. Mira la mano, las ampollas que se levantan, la contracción de los dedos.
El nuevo daño se ha producido y por ella otros dañados comparecen. Se ha abierto un nuevo circuito en la literatura.
Apoya su mano en el cemento frío. Se estremece. Se avecinan para ella convulsiones.
Dice –tengo sed– y los otros comienzan ahora a mirarla sin perder uno de sus movimientos. Los apodos recaen sobre ellos con propiedad. Ya no hay rastros de sublevación: Vaya bautizada.
El terror la inunda –ya no siente dolor– o acaso lo siente, pero esa mirada perdida la conduce al desequilibrio. No ve su mano que la ha alejado de sí para dejarla sobre el cemento, su mano caída sobre el suelo. Porque en todo lo que resta de la noche no se acercará a ésos.
Su noche de gloria que de la desesperanza la impulsa a esta felicidad, a la extendida sobre el cemento frío de la plaza. Ya no es sólo ella, sino el robo que ha hecho de los otros.
Y así la quemada te dará nueva cicatriz que le forjará el cuerpo a voluntad.
Ha quemado su mano en la incipiente pira y su carne ennegrecida le encoge la piel. Descubre su brazo atestiguando la desigualdad de color. Definitivamente ya no le duele. Y por primera vez los mira y ahora es ella la provocativa. Ni un grito ha escapado de su boca.
Ella es una profesional.
Los mira y levanta para ellos su mano. El fuego está muerto y sólo el reflejo del luminoso y los faroles permiten la observación de su gesto. Abre sus dedos lentamente. Muestra la palma de su mano. Se cubre la cara con ella.
Así quedarán plasmados para que ellos con el entumecimiento y el frío se erijan en victimarios como rol asignado, para llegar a ser de nuevo en esta función victimarios de su propia indefensión. Con este nuevo poder se distienden todavía más. La noche les ha otorgado autonomía.
Con la palma de la mano entre sus labios dice –tengo sed– y son sus mismos labios los que la hieren con sus movimientos.
Pero entonces con la boca pegada a su mano comienza el sentido inverso de su frase. Deconstruye la frase, de palabra en palabra, de sílaba en sílaba, de letra en letra, de sonidos.
Torciendo su fonética. Alterando la modulación en extranjero idioma se convierte. Ya no es reconocible y su garganta forzada emite con dificultad las señas. Separa su mano de la boca perdida de la legibilidad del mensaje. Por eso su boca abierta ya no es capaz de sacar sonido, ni menos palabras.
Ha desorganizado el lenguaje.
Sus esfuerzos son considerables. Parece más bien una muda que en su necesidad de expresión gesticulara abriendo exageradamente su boca, entrecerrando sus ojos y entonces se convirtiera en un espectáculo grotesco para aquel que, sin esfuerzo, y en armonía se deja oír.
Enferma parece.
De esos limitados en sus capacidades que insisten en mostrarse ante los sanos para participar entre ellos.
Los desharrapados en el centro de la plaza están sorprendidos y la compasión los inunda. Muy juntos sus cuerpos sin ambages se tocan. Es algo más que una medida de protección. Contornean sus cuerpos sólidos bajo el luminoso. Mirarla en esa situación de deterioro, haberla empujado a eso por la minusvalía de la mirada los hace llegar a constituirse en otros.
Agrupados en el centro y sobándose mientras ésa se mantiene rebelada por su condición.
Por este momento, nada más que por brutalidad, se arma la siguiente secuencia.
Tercera escena:
Ella está tomada desde el minuto en que se acerca al fuego.
La cámara hace un travelling hasta que se queda a la orilla de la pequeña fogata.
Por corte la escena mostrará el lento agrupamiento de los pálidos bajo las luces. Será tomada en plano medio. Vuelve la cámara a ella que se deja adormilar junto al fuego en una actitud relajada, una pose que dé cuenta de lo placentero del calor hasta que ella lentamente vuelva su cabeza hacia el lumperío. Entonces la cámara los toma a ellos y muestra la intensidad de sus miradas, el anhelo general, más bien una perversidad gestual. La cámara la toma en su resistencia. Intenta cerrar sus ojos para no verlos. No puede. Finalmente se vuelve hacia las llamas y muy lentamente acerca hasta allí su mano izquierda para sumergirla. Su cabeza se hunde sobre el pecho y sólo es perceptible el ángulo de inclinación.
La cámara capta en primer plano la mano consumiéndose en las llamas hasta que se retira. Se toma ahora el lumperío que ya no la observa, ensimismado como está con los rayos del luminoso.
Ella se deja caer sobre el pavimento y separa el brazo del cuerpo hasta reposar la mano sobre el suelo. En primer plano se toma parte de su rostro que modula –tengo sed– y la cámara se aleja y toma en gran angular la plaza.
Toma de tres minutos de duración.
Porque alguno podría decir que nadie quemaría su propia mano por una simple mirada/ ah si tú dices eso es que no sabes nada de la vida.
Comentario a la tercera escena:
Cuatro instantes confluyen a la escena que entre sí no son independientes:
El luminoso que va a regir esta nueva identidad, los pálidos que la adquieren, ella que se somete, quemada y palabra como unidad.
Por eso rictus, gestos, expresiones se van elaborando. La sutileza confirma esta escena en un borde extremo frente al cual el traspaso deberá ser absoluto. Por eso se debe explotar el intercambio de la situación. Se presenta aquí una escena basada en la seducción que cada uno de los elementos ejerce sobre los demás.
Será vista como eso, la escenificación de la seducida. Desde su resistencia hasta la entrega total. Esta misma humildad de la entrega en ellos que, partidos, se quedan atónitos ante sus logros.
Por eso la displicencia, el recato, la pasión, el terror de los que toman y son tomados aflora y así la que acerca la mano a las llamas hasta achicharrarla es la misma que al conquistar es conquistada.
De entrega es esta escena.
Esta fuerza de la mirada, su relumbrante poder.
Indicaciones para la tercera escena:
Por delicadeza será construida. Sólo así afrontarán la cámara más humilde que antaño. Estarán desprovistos de resabios defectuosos. Por eso, éstos estarán ductilizados en su totalidad al producirse ante sus propios ojos el cambio. La sorpresa ante su fragilidad los empujará a la perfección.
Toda sutileza está aquí contemplada para que surja y atraviese la cámara, que será sometida de una manera especial, como si fuese de algodón, como materia frágil será conducida. De la misma manera el luminoso, los bancos, los árboles, los cables, los faroles, el césped, se imprimirán en el telón con igual dulzura y distancia.
Por eso:
Cuando por frío los dedos se agarrotan.
Se entorpece la respiración siendo intenso el dolor en la espalda
duelen los huesos del cuerpo
y todo abrigo es poco
por frío corren lágrimas sobre la cara
y sólo por eso ella limpia la plaza hasta que la helada la confunde y su mano permanece expuesta a la llama que ella misma ha cuidado y por displicencia cae en la hoguera.
Ella misma se rebasa en lo que el dolor deja como hueco y allí la confundida se entrega. De pura voluntad otra estructura se construye y ella, ella es la suma de los otros que en la agresión resplandecen.
Y toda palabra sea entonces idéntica a la fulguración corporal al rehacerse en otro espacio con la plaza como telón. La evocación de este paisaje construido; el respiradero de la ciudad.
Luz del luminoso, herida, grito y atentado, se conviertan sólo en un eco del lumperío que sufre transformaciones hasta que sus pieles se tornen fosforescentes y la imagen de la literatura aborde y condicione unos cuantos escritos. Encarnados en el brillo que se le saca a esos cueros marchitos, depreciados. Porque tendidos en la plaza sus mentes serán cuerpos para que L. Iluminada –como material de observación– reviente en la letra la pesadilla de estas noches.
Si por ejemplo:
El luminoso no hubiese caído sobre el centro de la plaza éstos no habrían accedido al privilegio de la bautizada. La literatura se construye de azares, de la llegada hipotética a la plaza de unos cuantos que se sientan en los bancos para que los otros los miren y los descifren. Y lo que se vende por la irradiación del luminoso instalado en la altura del edificio cercano, es la equivalencia a la plusvalía que alguien pudiera sacarle a unas palabras desplegadas sobre el libro.
Libro que muestra al luminoso que vende: lenguaje será. Y ésa que llega a duras penas en la noche con un precio anticipado, deambula de signo en símbolo, hasta que desbordada sea uno de esos casos que más valiera la pena olvidar.
Sellar y tambalear lo dicho. Clausurar la escena. Quemar las tomas. Abominar de la cámara.
Errores de la tercera secuencia:
Más que nada por agotamiento han llegado a producirse disparidades. Algunos desatentos no han llegado a la toma en momentos exactos e incluso, la caída del luminoso se presenta como opacidad. Están cansados, hasta ella que se mantenía en línea ha dejado caer su mano sobre las llamas en forma rápida, sin emociones, en un gesto descuidado. A menudo, en esta toma los ha mirado desdeñosamente evidenciando sus pintas, tal como si buscara otros horizontes.
Ellos no la miraban, porque su quemada no los conmovía y ella misma parecía que recogía los residuos de la plaza nada más que por llenar su tiempo, es decir, para agilizar su estadía.
Pero, sin embargo, estos mismos han logrado, a pesar de todo, mostrar sus más plugientes miradas. Han roto un par de prejuicios. Se saben imprescindibles en sus modales.
Aunque de verdad que lo han repetido: gesto por gesto, paso por paso para el afuera de la cámara y en esta reiteración han arrastrado sus manos por el cemento frío de la plaza, han reptado por ella como animales y en su arrastrada han verificado la absoluta falta de base. Por eso como enajenados la buscan y lamen su cuerpo, se abrazan al pavimento, llegan al césped. Han rehecho la escena y entonces ella no ha sumido su mano al fuego, sino que tranquila y reposada ha dicho –tengo sed– y el lumperío con mano gentil le ha procurado el alivio y ella los ha ido tocando uno a uno, como una ciega que quisiera retener las facciones del otro, sus gestos posibles. Todos han sido tocados y cada uno de ellos le ha procurado calor.
Porque sí el frío era real; cruzaba los huesos, sacaba el alma. Y los empalados se han entendido en esas horas fuera de toda morbidad: como acunados han permanecido.
Supieron desde siempre que la escena sería rehecha, nadie quiere para sí tales sufrimientos.
Porque de dulzura también éstos permanecen y sus actuaciones son todavía más precisas, altamente técnicas, porque en cada escena se impide el daño.
Veámosla con su mano extendida en la plaza. Es una de las partes más bellas de su cuerpo. Su mano que lo toca. La conductora.
Si es que ella repitiera en el relato –tengo sed– cualquiera, hasta el más desharrapado, le untaría los labios para dejarla plena.
Transportada sería y cámara alguna doblaría su expresión.