
Otoño de 2527

Bosque del Drakwald
El colmillo rúnico salió de la funda con un silbido aterrador. La hoja se tiñó de brillante carmesí cuando se hundió en el cuello del sobresaltado ungor y le separó la cabeza casi humana de los escuálidos hombros. Los compañeros de la desdichada criatura trataron de escapar de un destino similar, pero la espada perpetró la carnicería y los troncos de los árboles cercanos terminaron salpicados de sangre y vísceras. El dueño de la espada profirió un grito y su caballo se empinó y de un golpe con un casco herrado rompió la columna vertebral a un hombre bestia que huía aullando.
Boris Todbringer, conde elector de Middenheim, señor de la marca del Drakwald, se revolvió en la silla de montar asestando golpes a diestra y siniestra con el colmillo rúnico. La espada, cuyo nombre era Muerdepiernas, parecía cantar con júbilo en sus manos mientras ejecutaba su macabra tarea. El arma, como su propietario, disfrutaba con las cosas sencillas de la vida, y derramar sangre era lo más sencillo del mundo para una espada como ésa. Los ungors chillaban y morían con los cuerpos destrozados por el arma y por los cascos del caballo, y Todbringer rugía con deleite cada vez que un cuerpo se desplomaba en la blanda marga que cubría el suelo del bosque.
—¡Venid! ¡Venid a morir, chusma! —bramó Todbringer—. ¡Que Khazrak oiga vuestros gritos!
Un ungor saltó hacia él con una lanza en las manos peludas. La moharra se deslizó echando chispas por la coraza del elector, que asestó a su asaltante un golpe en la cabeza con el borde del escudo y le partió la crisma.
Todbringer esbozó una sonrisa pavorosa a pesar de lo cerca que había estado de morir. Hacía muchos años que no se sentía tan vivo. Por fin había traspasado el peso de la responsabilidad a unas espaldas más fuertes y era libre para hacer lo que le viniera en gana. Y lo que le apetecía era dar caza al enemigo que le había amargado la existencia durante muchísimo tiempo, la criatura que había matado a sus hijos y lo había dejado tuerto, la bestia que había masacrado a su pueblo y desafiado su autoridad.
Khazrak debía morir. Khazrak moriría aunque el mundo estuviera llegando a su fin y el mismísimo emperador cayera. Esa certeza impulsaba a Todbringer a continuar e insuflaba fuerzas a sus doloridos brazos mientras decapitaba y destripaba enemigos como si tuviera la mitad de su edad real… o como si estuviera poseído. El mundo se había reducido a una sola cosa y todo lo demás carecía de importancia. En un rincón de su cabeza, Todbringer se preguntaba si la muerte de la bestia podría hacer cambiar el rumbo que había tomado el mundo en los últimos meses, tras la segunda caída de Altdorf.
El Imperio estaba en llamas. Hasta el más escéptico de los hombres se daba cuenta de que el gran reino erigido por Sigmar estaba convirtiéndose en ceniza en la pira de su destrucción. Los gusanos y la putrefacción infestaban lo que quedaba de Marienburgo, una ciudad devastada por la plaga. Nuln era un conjunto de ruinas roídas por las ratas, una ciudad convertida en un cráter desolado por las mismas alimañas que en ese momento tenían sitiada Middenheim. Talabheim era un montón de escombros pestilentes; estaba tan contaminada y corrompida que hasta los ejércitos del Rey de Tres Ojos la evitaban. Incluso Altdorf, que se había salvado de la tormenta de plaga que había asolado Marienburgo, finalmente había caído en las garras de las hordas de los histriónicos hombres rata. El emperador había huido al sur, a Averheim, mientras que otros se habían marchado al norte, a la Ciudad del Lobo Blanco. Su ciudad.
Una tosca hacha salió rebotada de su escudo y Todbringer espoleó a su caballo para que pisoteara a las bestias que intentaban formar una improvisada falange delante de él. El colmillo rúnico, el símbolo de su autoridad, de su legítima soberanía, entonó una afligida canción mientras trazaba un arco perfecto en el aire y seccionaba indiscriminadamente puntas de lanza y brazos con malformaciones.
—¡Luchad, bestias! —espetó Todbringer—. ¡Venid a morir, engendros de una cabra de seis patas!
Incluso la naturaleza se había rebelado. El cielo se agitaba con crepitantes nubes impregnadas de magia y las aves y los animales habían huido. En el Drakwald ya sólo vivían las mutadas aberraciones que ahora estaba liquidando su espada. Era el Fin de los Tiempos. Eso había afirmado Gregor Martak cuando llegó acompañado del supuesto Heraldo de Sigmar, Valten, ¡un antiguo herrero, por Dios! Tal vez Martak fuera el Supremo Patriarca de los Colegios de la Magia, pero en el fondo seguía siendo un pueblerino de Middenland, un tipo con tierra en las orejas que siempre lo veía todo negro, y Todbringer no habría dado ninguna credibilidad a sus afirmaciones si no hubiera visto las pruebas con sus propios ojos.
Martak y Valten habían llegado con hombres y con noticias, y su ejército de rezagados, refugiados y flagelantes había superado las trincheras zigzagueantes y las madrigueras de los campamentos de los hombres rata que rodeaban Middenheim. Todbringer los había recibido con los brazos abiertos, si bien las noticias que traían lo habían sumido en la desesperación. Al menos en un primer momento. Le habían hablado de la caída de las grandes ciudades, del derrumbamiento del Imperio y de la lenta disolución de Bretonia. Tilea, Estalia y todos los grandes estados meridionales también habían quedado reducidos a cenizas en una guerra que en ese preciso momento estaba a punto de destruir lo que quedaba del Imperio.
El Fin de los Tiempos. La idea engendraba una incertidumbre en su interior que se manifestaba incluso mientras hacía añicos un escudo hecho con madera y con piel animal. El aterrorizado ungor berreaba mientras el colmillo rúnico le buscaba el corazón. Todbringer gruñó y lanzó el cuerpo de su víctima contra sus secuaces con un giro de su gruesa muñeca. El Fin de los Tiempos. Ésa era la razón por la que había cedido sus responsabilidades a las espaldas más anchas de Valten y le había nombrado castellano de Middenheim. Que el Heraldo de Sigmar librara la guerra que debía poner fin a todas las guerras; Todbringer tenía su propia guerra, más pequeña, pero de una importancia capital. Si el mundo estaba acabando, había un último asunto que requería su atención, una última deuda que debía saldar.
Se trataba de algo puro y justo en una época en la que parecía que se estaban royendo los cimientos del mundo y que el cielo era unas grandes y voraces fauces abiertas. Eso se decía a sí mismo. Un acto valeroso para detener la brutal ola de corrupción que ansiaba infectarlo todo. Matar al señor de las bestias y dispersar sus manadas. Una vez liquidadas las tribus de bestias, la guerra en el norte se ganaría con facilidad. Sin su apoyo, los ejércitos del Rey de Tres Ojos perderían su superioridad numérica y eso bastaría para cambiar el curso de la guerra. O ésa era su esperanza.
Le asaltó un sentimiento de culpa. No era la primera vez y sabía que no sería la última. Una parte pequeña pero insistente de su cerebro le recordaba constantemente que había abandonado su ciudad, a su pueblo, que los había dejado en manos de unos desconocidos. Sólo un Todbringer era capaz de capear la tormenta que había llegado para azotar Middenheim, según se decía, y tenía la sensación de que su determinación se tornaba duda, y que esa duda se transformaba en la certeza de que había cometido un error.
Gracias a Dios que el grupo de ungors que ahora estaba liquidando había salido de la maleza y la duda finalmente había dado paso al júbilo salvaje de la venganza. Los largos días de búsqueda por los senderos invadidos de vegetación del Drakwald por fin habían tenido su recompensa en la forma de hombres bestia. Cuando había divisado a las criaturas semihumanas no había podido reprimir el impulso de dar rienda suelta a la sed de sangre acumulada durante las semanas de infructuosa búsqueda. Había espoleado a su caballo y cargado al galope contra el corazón de la horda de hombres bestia haciendo oídos sordos a los gritos alarmados de su séquito.
Ahora estaba rodeado de ungors que le chillaban y le gruñían y su montura se empinaba y asestaba golpes con los cascos mientras él arremetía con el colmillo rúnico contra las repugnantes caras de los hombres bestia y sus toscos escudos. Mientras luchaba profería gruñidos e imprecaciones. Oyó a su espalda los bramidos de los Caballeros del Lobo Blanco que componían su guardia personal, que estaban desplegándose con sus brutales martillos, y los gritos cada vez más fuertes de los sesenta cazadores que se habían adentrado con él en las partes más recónditas y siniestras del Drakwald. La batalla se había convertido en una vorágine en el camino embarrado, a la sombra de los árboles con las raíces podridas, y los cadáveres descoyuntados se apilaban por todas partes. Finalmente los ungors se dieron por vencidos y emprendieron la huida. Algunos se zambulleron de nuevo en la maleza de la que habían salido, otros echaron a correr por el camino. Todbringer tuvo la tentación de salir en su persecución, pero tiró de las riendas de su caballo y se dio la vuelta para contemplar la carnicería.
—¡Quiero a uno vivo! —bramó mientras observaba cómo sus hombres destripaban a las bestias demasiado lentas o arrebatadas para huir—. ¡Maldita sea, necesito que uno de ellos siga respirando para que me diga dónde está su amo tuerto!
Sin embargo, ninguno de sus guerreros dio muestras de haberle oído.
Todbringer maldijo para sí cuando se dio cuenta del desastre que había provocado sin quererlo. La disciplinada columna de soldados que había liderado al interior del Drakwald había degenerado en un desorganizado tumulto de hombres enzarzados en una brutal batalla bajo las copas de los árboles. El Drakwald devoraba hombres en la misma medida que lo hacían las bestias que albergaba en sus tenebrosos rincones, y lo más eficaz para no perder hombres en las sombras y en los falsos caminos que lo infestaban era que no se perdieran de vista unos a otros. Ni siquiera eso garantizaba nada. ¿Cuántos hombres había perdido ya en el bosque desde que fue nombrado conde elector? ¿Mil? ¿Más? ¿Cuántos buenos hombres había entregado inconscientemente a las voraces tinieblas?
El bosque parecía cerrarse alrededor del camino lleno de baches. Apenas podía transitar por el camino estrecho y embarrado una columna de tres hombres en fondo. No había espacio suficiente para formar las líneas ni para llevar a cabo una carga como era debido. De repente reparó en el silencio siniestro que sólo rompía el estrépito de las armas y en la impenetrable oscuridad que se extendía bajo los árboles. Era como si el Drakwald estuviera conteniendo la respiración. La inquietud sofocó su entusiasmo y espoleó al caballo para ponerlo en movimiento. Sentía la necesidad imperiosa de restituir el orden cuanto antes.
«Espero que hayas quedado satisfecho, vejestorio —pensó con amargura—. Has hecho una tontería.»
Se puso a bramar órdenes desde el caballo, intentando hacerse oír por encima del fragor de la batalla. En su juventud había tenido una de las voces más potentes de los patios de armas del Imperio, pero la edad le había restado fuerza. La euforia de la batalla le abandonó rápidamente y se sintió viejo y cansado. Le dolían las articulaciones y el colmillo rúnico le pesaba en la mano, si bien no se atrevió a enfundarlo. No era el momento.
El enemigo estaba cerca. Ahora se daba cuenta y se maldecía por no haberlo pensado antes. ¿Cuántas veces habían caído sus hombres en una emboscada similar? ¿Cuántas veces se habían metido ellos mismos en la boca del lobo? Había permitido que le cegaran sus ansias de venganza y ahora sentía cómo las fauces de la trampa se cerraban en torno a él.
De pronto se oyó una nota procedente de los árboles que se abrió paso por sus recriminaciones y le encogió el estómago. Tiró de las riendas y se dio la vuelta para escudriñar el bosque. Desde los árboles llegaron más notas estridentes que se alzaron por encima de las copas de los árboles y resquebrajaron la quietud. Sabía que eran los cuernos de caza de las manadas. Entonces, con una brusquedad que desafiaba la realidad, el bosque, tan silencioso un instante antes, tembló con el estruendo de pezuñas que pisoteaban el suelo, el traqueteo de armas y el gruñido de las bestias.
Flechas que surcaron el aire silbando desde los árboles derribaron hombres. Todbringer hizo girar el caballo. Tenía que llegar hasta sus hombres… Si lograban formar un muro de escudos, tal vez conseguirían organizar una defensa que les permitiera escapar de la trampa en la que él les había metido. Pero mientras galopaba de regreso a sus guerreros, los hombres bestia irrumpieron desde todas las direcciones y arremetieron contra la dispersa columna de guerreros con la violencia de un rayo. Eran cientos, más de los que podría repeler un muro de escudos improvisado o un parapeto de lanzas entrecruzadas apresuradamente, y los hombres y los caballos chillaban y morían.
Todbringer gritó de rabia mientras espoleaba a su montura y embistió a la masa de alborotadas bestias. La fuerza del impacto lanzó por los suelos al enemigo y lo dispersó, y el caballo pisoteó a los que eran demasiado lentos para quitarse de en medio. El colmillo rúnico temblaba en su mano mientras lo blandía y destrozaba con él mandíbulas repugnantes y garras que trataban de apresarlo. Por un momento se vio arrastrado por un mar de rostros furiosos, colmillos rotos y espadas oxidadas. Todbringer maldijo, rezó y chilló, devolviéndoles cada aullido que recibía con uno propio al mismo tiempo que hacía una escabechina a su alrededor. La sangre impregnaba el aire y goteaba de su armadura y de su barba. El torbellino de hombres bestia en torno a él era incesante, una marea interminable de furia salvaje. El conde elector veía con el rabillo del ojo cómo caían sus hombres de uno en uno frente a los aceros mugrientos y sus cuerpos eran reducidos a un puré sanguinolento.
Un minotauro cargó contra ellos con la cabeza agachada y arrollando hombres y bestias que encontró en su camino y los cuerpos de los tres hombres que estaban más cerca de él reventaron con una explosión de sangre y vísceras. La monstruosa criatura lanzó un rugido, trazó un amplio arco en el aire con el hacha y cortó por la mitad a un Caballero del Lobo Blanco y a su rival. Todbringer espoleó a su caballo y cargó contra la bestia astada justo cuando ésta se volvía hacia él. El minotauro enfiló hacia él a través de la tumultuosa batalla con los ojos desorbitados y rojos de voracidad. Asestó un golpe con el hacha y la hoja mellada impactó en el cuello del semental de Todbringer, que murió de manera instantánea. El desdichado animal se desplomó y el conde cayó de la silla de montar y rodó por el suelo para evitar los letales cascos del caballo.
El minotauro enfiló hacia él con las aterradoras fauces llenas de babas. Todbringer se levantó trabajosamente justo cuando el hacha caía sobre él. El colmillo rúnico tembló en el puño del conde elector cuando bloqueó el golpe, y la tosca hacha se hizo añicos. El minotauro retrocedió, furioso por perder el arma. Todbringer saltó hacia él y lo destripó. El minotauro chilló y se agarró las vísceras mientras agitaba desesperadamente los brazos hacia él. Todbringer esquivó su torpe ataque y le clavó la espada en el antebrazo. El colmillo rúnico atravesó con facilidad carne y hueso para seccionarle la extremidad, que cayó en el barro a sus pies.
El minotauro se desplomó como un árbol talado y su sangre humeante se desparramó por el suelo. Los hombres bestia estrecharon el cerco alrededor de Todbringer, que se encontró acorralado. El aire que respiraba le raspaba los pulmones doloridos mientras se movía y luchaba como nunca antes para tratar de arrancar unos segundos de vida más de las garras del que parecía ser el final que tenía predestinado.
Una parte de él siempre había sabido que terminaría así, rodeado por una manada de bestias berreándole y con su estandarte pisoteado en el fango. Martak tenía razón, era el Fin de los Tiempos, la era de los hijos del Caos, en la que las ciudades de los hombres serían consumidas por el fuego y destruidas piedra a piedra. Los monstruos con cabeza de cabra que chillaban, reían y gruñían en torno a él serían los nuevos amos del mundo. Afirmó los pies en el suelo y arremetió de nuevo contra ellos; con el escudo tiró al suelo al que tenía más cerca y lo finiquitó con facilidad con el colmillo rúnico.
Por un momento se quedó solo. Se le desgarró el corazón al oír los alaridos de los hombres de su escolta que quedaban mientras las bestias los pasaban por el acero. «Es culpa tuyo, vejestorio», se dijo. Miró fijamente las caras desencajadas que se acercaban a él desde todas direcciones. Así que ellos eran los herederos del mundo. Soltó un bufido y no pudo contener una carcajada que resonó con fuerza en el camino antes de que volviera a instalarse el silencio.
Agitó los brazos ante sí para invitar a las monstruosas criaturas que se remolinaban en torno a él a que lo atacaran.
—¡Vamos, bestias! ¡Perros abominables, cachorros de las tinieblas… Malditos canallas! ¡Aún queda un Todbringer en pie! ¡Middenheim resiste! ¡Venid a probar el sabor del Lobo Blanco!
Los hombres bestia saltaron hacia él desde todos los lados, de manera implacable y voraz. Todbringer tajó, rajó y seccionó a las viles criaturas; la horda le devolvió el favor y con sus rudimentarias armas le perforó la armadura y le abrió tajos por todo el cuerpo. Comenzaron a palpitarle los oídos y el mundo pareció fundirse en negro mientras él resollaba y se tambaleaba. Resbaló en el barro y clavó una rodilla en el suelo. Las bestias se abalanzaron sobre él y Todbringer se preparó para el final.
Sonaron unas notas graves y largas de cuernos que reverberaron en el cuerpo de Todbringer. Los hombres bestia se apartaron de él gruñendo y gimiendo como si fueran perros a los que refrenaban para que no mataran a su presa. Algo se abrió paso entre ellos y apareció ante los ojos de Todbringer.
—Lo sabía —masculló el conde elector.
Khazrak el Tuerto había llegado para cumplir su deber. El señor de las bestias del Drakwald era una criatura enorme y musculosa, y debajo de la discontinua armadura se atisbaban cicatrices de viejas heridas. De su cinturón de cuero colgaban cráneos amarilleados. En una enorme garra empuñaba un azote con puntas, y en la otra, una espada cubierta de sigilos de perdición.
Una brisa repentina agitó los árboles y su susurro sonó como una carcajada. Khazrak abrió los brazos y los hombres bestia retrocedieron para hacer sitio. Todbringer sintió que se le aceleraba el corazón. Khazrak no había venido sólo para verle morir. El señor de las bestias había acudido para matarle personalmente.
Enemigos mortales reunidos por el destino. La idea hizo que se dibujara una sonrisa amarga en los labios de Todbringer. Alzó la vista. Las nubes semejaban grandes rostros en el cielo que lo contemplaran con satisfacción a través de las copas de los árboles, «como apostadores —pensó el conde elector de Middenheim— que miraran cómo un perro atacaba salvajemente ratas dentro de un pozo».
Khazrak vaciló un momento y entornó su único ojo. Todbringer reparó por primera vez en su vida en la abundancia de canas que le blanqueaban el cabello y en el cuidado con el que se movía la bestia. Era como un guerrero anciano que no quisiera malgastar las fuerzas. Como él mismo, pensó, y de pronto sintió tristeza. A pesar de que la monstruosidad que tenía delante merecía más que nadie morir, había sido lo más parecido a un amigo que había tenido en los últimos años. El hecho de saber que Khazrak andaba suelto le había dado un propósito en la vida, una razón para vivir después del fallecimiento de su esposa, aunque esa razón fuera el odio que le profesaba. Y en cierta manera se sentía agradecido con él por eso, a pesar de que nada lo haría más feliz que cortarle la cabeza. «Algunas cosas son como son —se dijo con pesar, y luego rio—. Al menos ahora puedo dejar de perseguir mi destino.»
Khazrak desenrolló el azote con púas con una flexión de su gruesa muñeca.
—¿Cuánto tiempo hace, vieja bestia? ¿Diez años? ¿Veinte? —preguntó Todbringer al señor de los hombres bestia—. Sería una pena perderse el fin del mundo, pero nunca hemos sido ostentosos, ¿verdad? No, lo mejor será que sigan adelante, ¿eh? Nosotros sabemos cuál es la verdadera guerra, ¿no?
El aullido de los hombres bestia congregados se debilitó cuando levantó la espada. Ellos ya no eran importantes. Nunca lo habían sido. El único que importaba era Khazrak. Los demás sólo eran unos animales, ni más ni menos peligrosos que cualquier bestia del bosque. Pero Khazrak era casi humano y merecía morir como un hombre. Preferiblemente de una manera lenta y dolorosa.
Los dos viejos guerreros se pusieron a caminar lentamente en círculo.
—Oh, sí, ambos lo sabemos —masculló Todbringer—. Tú te llevaste a mis hijos y yo a tus cachorros. Yo te hice perder un ojo y tú me arrancaste uno a mí. —Se pasó los dedos por la cicatriz que le cruzaba la cuenca ocular vacía. Khazrak le copió el gesto, al parecer de manera inconsciente—. El mundo está en llamas, pero nuestra guerra tiene prioridad. Nos lo hemos ganado a pulso, ¿no crees, vieja bestia?
Khazrak le sostuvo la mirada mientras la pregunta quedaba flotando en el aire.
—Sí, éste es nuestro momento —continuó Todbringer—. Aprovechémoslo.
El conde elector sujetó el colmillo rúnico con las dos manos y Khazrak levantó su espalda; tal vez lo hiciera a modo de saludo, aunque Todbringer lo dudaba. No, Khazrak no sabía lo que eran el honor ni el respeto; si bien se daba cuenta, como el propio Todbringer, de la importancia de este momento. Los hilos del destino los unían mientras el mundo se desmoronaba para que ellos también libraran la guerra que tenían pendiente. No podría ser más apropiado. Todbringer levantó la espada y cerró su único ojo. «Cuida de mi ciudad, Heraldo de Sigmar. Ojalá la Llama de Ulric no se apague nunca y que su luz te guíe hasta la victoria que yo no he sido capaz de conseguir», pensó el conde elector de Middenheim.
Khazrak lanzó un bramido y Todbringer abrió el ojo cuando la bestia se abalanzó sobre él. Sus espadas chocaron con un estruendo que resonó entre los árboles. Los dos viejos enemigos se atacaron con ferocidad. Se habían batido en numerosas ocasiones y Todbringer conocía a su rival tan bien como éste lo conocía a él. El intercambio de acometidas y de golpes adquirió un ritmo familiar. Los dos ancianos lucharon en el barro, rodeados por un círculo de rostros monstruosos y cuerpos peludos.
El conde elector gruñó y mostró los dientes y Khazrak hizo lo mismo mientras se enfrentaban. Las caras de sus hijos, de su esposa y de sus soldados se sucedieron dentro de su cabeza. A todos ellos los había perdido en la guerra contra la criatura que ahora tenía enfrente. Se preguntó si Khazrak estaría experimentando algo semejante. ¿Cuántas crías habría perdido a lo largo de su enfrentamiento? ¿La vida de cuántos compañeros y camaradas se habría llevado la espada de Todbringer? ¿Era capaz de sentir amor como lo entendían los seres humanos o sólo conocía el odio?
El barro se revolvía bajo sus pies y le dolía el corazón. La cabeza le daba vueltas y le ardían los pulmones. Estaba viejo, demasiado viejo para esto. El pestilente olor del sudor de Khazrak le invadía las fosas nasales. Los brazos de su oponente no temblaban menos que los suyos. ¿A cuántos desafíos a su autoridad habría hecho frente Khazrak a lo largo de su larga vida? Todbringer reconoció en el cuerpo de la bestia varias cicatrices que eran de su autoría, pero el resto…
—¿Te han echado, vieja bestia? ¿Por eso estás aquí, apartado de los demás que están asediando Middenheim? ¿O es que no quisiste ir? ¿Has rehusado postrarte ante el Rey de Tres Ojos hasta que saldemos nuestras cuentas pendientes? ¿Estabas esperándome? —Lanzó un grito ahogado cuando apoyó todo su peso en la espada para contrarrestar la fuerza que su rival ponía en su acero.
Khazrak soltó un gruñido de frustración y se separaron brevemente. El látigo de la bestia restalló y cortó el aire con la intención de enrollarse en las piernas de Todbringer. Un viejo truco con el que había pillado por sorpresa al conde elector muchos años antes. Pero esta vez estaba preparado; esquivó el látigo y lo pisó para fijarlo al suelo. Al mismo tiempo, con un movimiento muy poco elegante, arremetió con el colmillo rúnico contra el cuello de su oponente con la esperanza de decapitarlo, pero Khazrak retrocedió desmañadamente y bloqueó la acometida.
Todbringer perdió el equilibrio y cayó hacia atrás. Khazrak aprovechó la oportunidad y le asestó un latigazo en el ojo sano. La punta del flagelo le desgarró la mejilla. El señor de las bestias insistió en el ataque y arremetió con la espada una, dos, tres veces contra la defensa de To d - bringer. Con el primer golpe le arrancó el escudo de la mano, que se alejó dando botes por el suelo. El segundo golpe y el tercero impactaron en la hoja del colmillo rúnico, con tanta fuerza que el conde elector no tuvo más remedio que apoyar una rodilla en el suelo. Le entró barro por debajo de la armadura y otra acometida con la espada de Khazrak le dejó el brazo entumecido. El señor de las bestias era viejo pero fuerte, bastante más que él. Y también estaba más fresco, pues había ahorrado energía para cuando llegara el momento de batirse con su eterno enemigo. Todbringer no pudo evitar sentir cierta admiración por su rival incluso mientras sufría su ataque. «Habrías sido un hombre formidable si hubieras nacido humano», pensó. Un quinto golpe superó su defensa y Todbringer sintió un dolor agudo en el vientre. Retrocedió como buenamente pudo y vio que la espada de Khazrak estaba roja hasta la empuñadura.
Los hombres bestia que los rodeaban percibieron el olor de la sangre y se pusieron a rebuznar y a patear el suelo con excitación. La siguiente acometida de Khazrak estuvo a punto de dejar inconsciente a Todbringer, que rodó por el suelo impulsado por la fuerza del golpe. Khazrak enfiló hacia él, bufando con avidez. Pero el veterano conde elector lanzó un golpe con la espada y una sensación de júbilo lo embargó cuando el acero impactó en la espinilla de su rival. Sonó un crujido de hueso y Khazrak lanzó un chillido. El señor de las bestias cayó pesadamente al suelo y Todbringer se levantó de un salto y se abalanzó sobre él para arrancarle las armas de las manos con el colmillo rúnico. A continuación levantó la espada sobre el rostro desencajado de Khazrak.
—Por mis hijos —masculló Todbringer.
El ojo sano de la bestia se clavó en el único ojo del conde elector. Khazrak parpadeó una vez y permaneció inmóvil, como si aceptara lo que estaba a punto de ocurrir. Luego suspiró mientras el colmillo rúnico descendía hacia él y le atravesaba el ojo sano para hundirse en su cerebro.
Las pezuñas de Khazrak golpearon brevemente el suelo y luego se quedaron quietas. Todbringer apoyó todo su peso en la empuñadura del colmillo rúnico hasta que notó que la punta de la espada se clavaba en el barro que había debajo de la cabeza del señor de las bestias.
—Esta vez muere para siempre —dijo resollando.
Los hombres bestia se quedaron mudos. La paz reinaba en el Drakwald, pero no en el corazón de Boris Todbringer. Se sentía exhausto, sin fuerzas, sólo su tozudez persistía; estaba herido, cansado y rodeado por cientos, si no miles, de criaturas monstruosas. Estaba condenado a morir allí.
Pero había ganado.
Todbringer echó hacia atrás la cabeza y rio como lo haría un hombre que se hubiera liberado de las últimas cadenas que constreñían su vida. Por primera vez en mucho tiempo sentía que no tenía ningún peso encima. Había ganado. ¡El mundo ya podía arder, pues él había hecho lo que tenía que hacer!
Miró de nuevo a Khazrak, lanzó un escupitajo lleno de sangre a las facciones flácidas de su viejo enemigo y extrajo la espada de su cabeza. Los hombres bestia ya habían comenzado a acercarse a él gruñendo y con intenciones vengativas. Todbringer sabía que iba a morir, pero ¡por Ulric, su nombre sería recordado cuando todo esto terminara!
—¿Queréis el mundo? —preguntó con los dientes apretados a las bestias que lo sitiaban. El conde elector de Middenheim, soberano supremo de Middenland y del Drakwald, empuñó el colmillo rúnico con las dos manos, lo levantó y sonrió mientras el enemigo se le echaba encima—. ¡Tendréis que ganároslo!