GUÍA DE PERSONAJES
(EN ORDEN ALFABÉTICO)

      

En negrita los personajes que aparecen por primera vez en la trilogía.

Aitana Álvarez: madre de Julia, forense.

Almudena Díaz: madre de Emilio, abogada.

Amadeo Robledo: juez del caso Juncosa.

Andrés Montesinos: policía de la Brigada Central de Investigación Tecnológica.

Antonio Viñales: padre de Emilio, abogado.

Aurora Ríos: era la chica invisible, asesinada en mayo de 2017.

Carlos Montero: paciente de Pedro Juncosa.

Claudia Comino: estudiante de Periodismo, compañera de clase de Emilio.

Daniel Durán: compañero de clase de Julia en la universidad.

Demetrio Ávalos: inspector jefe de la Policía Judicial.

Emilio Viñales: estudiante de primero de Periodismo y mejor amigo de Julia.

Ernesto Valle: profesor de Fundamentos Criminológicos de Julia.

Gloria Gómez: madre de Vanesa, regenta un hotel en el pueblo.

Ingrid San Juan: antigua compañera de clase de Julia y expareja de Vanesa.

Iván Pardo: antiguo amor de Julia y exnovio de Vanesa.

Jacob: jefe de Viral.

Julia Plaza: estudiante de primero de Criminología y protagonista de esta historia.

Manolita Guijosa: encargada de la limpieza del hotel de los padres de Vanesa.

Marcelo González: psicólogo, rival de Pedro Juncosa.

María Gisbert: exmujer de Pedro Juncosa.

María José Yuste: encargada de las tareas domésticas en el piso de Pedro Juncosa.

Marilia Guillén: amiga de Julia, estudiante de Veterinaria.

Miguel Ángel Plaza: padre de Julia, sargento de la Policía Judicial.

Miriam Iglesias Canales: subinspectora de la Policía Judicial.

Pedro Juncosa: psicólogo, fallecido en abril de 2014.

Pilar Plaza: abuela paterna de Julia.

Ricardo Acosta: profesor de Historia, amigo de Pedro Juncosa.

Rita Jovellanos: exsecretaria de Pedro Juncosa.

Rodolfo Martínez Prado: inspector jefe de la Policía Judicial.

Sabrina Serrano: paciente de Pedro Juncosa, con el que tuvo un enfrentamiento.

Simón Juncosa: hijo de Pedro Juncosa, trabaja en un concesionario.

Sofía Gisbert: profesora de Sociología de Emilio.

Úrsula Medina: vecina de Pedro Juncosa con la que no se llevaba bien.

Vanesa Izquierdo: antigua compañera de clase de Julia y su actual pareja.

Victoria García López: forense del caso Juncosa.

Yi Lin: amiga y compañera de clase de Julia.

PRÓLOGO

      

Viernes, 4 de abril de 2014

«No puedo más. Hasta aquí llegaron mis fuerzas. Es hora de acabar con todo esto. Mi existencia se ha convertido en un auténtico sinsentido y he perdido el control de la situación. ¿Para qué vivir? ¿Para qué continuar? Para nada. Estoy inmerso en el mismísimo infierno, de donde ya no podré salir. Lo tengo muy claro.

Es mi turno. Me toca ser valiente y dar el último paso. Debo apretar los dientes y aceptar que ha llegado el final. Sí, este es el final. Lo siento así.

Parece mentira que me haya rendido. ¿He cambiado tanto? ¿Me he transformado en alguien tan débil? Seguramente. La realidad es que no soy el mismo que hace unos años. Entonces lo veía todo tan claro… Hoy solo sé que la lucha, mi lucha, debe concluir con mi desaparición.

La vida me ha tratado tan mal como yo la he tratado a ella, así que nada que reclamar. El resultado es justo. Llevo días planteándome muchas cosas, buscando respuestas. He buceado en el pasado y he analizado todo lo que he hecho. Ni siquiera reconozco a aquel tipo ambicioso y frío que solía ser, la misma persona que escribe estas líneas y que un día quiso cambiar el mundo. Sin embargo, me he dado cuenta de que no puedo ser como soy o como quería ser. No, no soy así, aunque el daño ya está hecho. Un daño eterno por el que debo pagar con mi vida, porque ya no puedo soportarme más. Luego, que pase lo que tenga que pasar. Si hay un ente superior, un dios, que me juzgue. Yo ya me he juzgado y he dictado sentencia. A todos los que me queréis y también a los que me habéis odiado, ADIÓS».

Lunes, 7 de abril de 2014

Cómo odia los lunes. María José sube las escaleras de la estación y resopla cuando sale a la calle. La línea seis esa mañana estaba imposible, no se podía ni respirar. Menos mal que un jovenzuelo con cara de empollón le ha cedido el sitio y ha podido ir sentada casi todo el viaje. Alguna ventaja debe tener hacerse mayor. De pie le cuesta leer y no hay nada que disfrute más que leer una buena novela de misterio en el metro. Siempre ha sido muy fan de los libros de asesinatos. Algún día, cuando se jubile, quizá se anime a escribir una historia de ese tipo. Si a tantos les ha dado por ahí y han conseguido publicar, no tiene que ser tan difícil.

Todavía no son las nueve de la mañana, pero la claridad ya le molesta en los ojos, así que saca sus gafas de sol del bolso, unas Ray-Ban muy modernitas que le regaló su sobrino Raúl las pasadas Navidades, y se las pone. Le da la impresión de que unos chavales, vestidos con uniforme de colegio privado, se ríen de ella cuando pasan a su lado. No le importa demasiado. A sus cincuenta y nueve años ya está curada de espanto y no le van a afectar las burlas de unos niñatos estúpidos. Se atusa su cabello tintado de rosa con ambas manos y se ajusta las gafas de sol. Mientras camina hacia el número 26 de esa calle que se conoce de memoria, sonríe irónica mostrando la dentadura postiza que le colocaron hace unos meses. Qué sabrán de la vida esos ridículos «caradegranos». ¿Es que en los colegios ya no enseñan respeto ni educación?

María José continúa andando y saluda a un par de conocidos antes de llegar a su destino. Lleva dos años trabajando allí y, aunque no puede decir que tenga amigos por la zona, cada mañana intercambia algunas palabras con varios rostros familiares que se cruzan a su paso.

—Ese Higinio cada día está más viejo. Y eso que solo tiene tres años más que yo —murmura divertida frente al portal del número 26 refiriéndose al hombre al que acaba de dar los buenos días.

Saca las llaves y abre el portón de entrada del edificio, que chirría ostensiblemente como viene siendo habitual desde hace un par de semanas. Es un sonido bastante desagradable que molesta a María José. Ella ya ha avisado, pero nadie le hace caso. ¡Quién va a prestarle atención a la señora bajita del pelo rosa que se encarga de las tareas domésticas del tercero C! A veces, se siente como si fuera invisible. Pero no es su problema, ella no vive allí.

La mujer sube las escaleras hasta la tercera planta. Tampoco los escalones de madera están en buen estado y crujen al pisarlos. Algún día alguien tropezará, se caerá y se exigirán responsabilidades que nadie asumirá.

—¡Buenos días, señor! ¡Ya estoy aquí! —grita María José entrando en el piso.

No recibe respuesta. De hecho, él nunca le contesta cuando lo saluda al llegar, por lo que no se sorprende. Lo que sí le extraña es que la cocina esté recogida; los lunes por la mañana siempre se encuentra los restos de la cena del domingo y el lavavajillas hasta arriba. ¿Habrá pasado el fin de semana fuera? María José se rasca la cabeza dubitativa. Sale de la cocina y se dirige al salón, donde suele encontrárselo sentado en el sofá leyendo la prensa en el ordenador y tomándose el primer café del día. Sin embargo, hoy no hay nadie.

—¿Señor? ¿Está en casa? —pregunta la mujer elevando la voz—. ¿Señor?

Nada. No obtiene contestación. Quizá ha salido a primera hora a hacer algún recado antes de ir a la consulta, aunque es muy raro que no la haya avisado. O a lo mejor se le han pegado las sábanas y todavía está durmiendo. Comprueba su reloj: son las nueve y cinco. No suele levantarse tan tarde, a las diez tiene el primer paciente.

María José abandona el salón y atraviesa un estrecho pasillo que lleva hasta la habitación del fondo. La puerta está entreabierta. No está muy segura de si debe entrar o no. ¿Y si está, pero no se encuentra solo? Sonríe al pensarlo. Desde que lo conoce, jamás lo ha visto con ninguna mujer que pudiera considerarse su pareja, rollo o ligue de una noche. Sabe que estuvo casado y que se divorció poco antes de que ella empezara a trabajar allí, pero nunca han hablado de ello.

Finalmente, decide empujar la puerta del dormitorio. La luz está apagada y la persiana bajada; casi no se ve nada. Entra en el cuarto con sigilo, dando pequeños pasos.

—¿Señor? ¿Hola? ¿Puedo pasar? ¿Está usted dormido?

Las preguntas de María José solo encuentran el silencio en la oscuridad de aquella habitación. La mujer opta entonces por encender la luz, arriesgándose a ver algo que no debe. Pulsa el interruptor y casi se cae al suelo de la impresión. Lo que descubre se le quedará grabado en la retina toda la vida: un hombre está colgado del techo con una cuerda alrededor del cuello y una silla volcada a sus pies. El señor para el que lleva trabajando dos años ha muerto ahorcado en su propio dormitorio.

CAPÍTULO 1

      

Lunes, 11 de marzo de 2019

—¿Es importante la profesión del pasajero?

—Sí, es muy importante.

—¿No será cura?

La expresión en el rostro de Daniel cambia de repente. Julia lo mira fijamente esperando una respuesta. Yi Lin, que está sentada con ellos en la mesa de la cafetería de la facultad, también observa impaciente al joven.

—Sí, es cura —responde por fin Daniel después de unos segundos en los que ha tratado de mantener la expectación.

—Entonces, lo tengo —comenta Julia sonriente.

—¿Ya? ¿Has dado con la clave del caso? ¡No me lo puedo creer! —dice Yi fuera de sí—. ¡Tengo la amiga más lista del planeta!

Varias personas se giran hacia el trío de estudiantes tras escuchar los gritos de la muchacha de rasgos asiáticos nacida en un pueblo de Albacete.

—No hables tan alto —protesta Daniel molesto llevándose el dedo índice a la boca para pedirle a Yi que guarde silencio—. A ver, Julia, ¿cuál es la solución del enigma?

El chico le ha planteado a sus amigas el siguiente acertijo: Un hombre entra en un avión y se dirige a la parte trasera del aparato. Viaja a Roma desde Madrid. Guarda su maleta en el portaequipajes y se acomoda en el asiento de la ventanilla, situado en la parte derecha de una de las últimas filas. Cierra los ojos para relajarse y respira hondo. No le gusta volar, pero esta vez no le queda más remedio. El avión despega y a los diez minutos de estar en el aire el hombre escucha algo que lo aterroriza. Se quita el cinturón de seguridad, se pone de pie y comienza a gritar como un loco. Está convencido de que su vida corre peligro. Instantes después, sus peores presagios se hacen realidad.

—¡Eso! ¡Di ya la solución! —exclama Yi, que ignora la petición de Daniel de no gritar—. Estoy intrigadísima.

—Puedo estar equivocada —comenta Julia, que da un sorbo a su taza de café antes de continuar—, pero yo creo que lo que ese hombre escuchó a los diez minutos del despegue fue la voz del piloto presentándose y anunciando las condiciones del viaje. ¿Es así, Dani?

—Correcto.

—Bien. El cura reconoció esa voz, la había escuchado hacía poco tiempo, en la iglesia. Imagino que el piloto habría ido a confesarse y le habría dicho que se iba a suicidar poniendo una bomba en el avión, estrellando el aparato o algo por el estilo. ¿Me equivoco?

—No, no te equivocas. Una bomba.

—¡Y al reconocer el cura la voz del tipo que le confesó que se iba a suicidar poniendo una bomba en un avión se vuelve loco y empieza a gritar, aunque ya sabe que va a morir! —exclama eufórica Yi, que se pone de pie—. ¡Menuda historia tan genial!

Daniel vuelve a mirar con cara de pocos amigos a la chica, que sigue llamando la atención de las personas que están sentadas cerca. Luego se centra de nuevo en Julia.

—Es una historia que leí en un libro de acertijos. ¿Cómo supiste que el pasajero era cura?

—Se me ha ocurrido cuando has dicho que viajaba a Roma. Iba al Vaticano, ¿verdad?

—Así es. Bien jugado.

—Ha sido suerte —asegura Julia mientras sonríe y se rasca la nuca—. Cuando me has confirmado ese dato, lo demás lo he visualizado rápidamente en mi cabeza.

—Ya me gustaría a mí tener esa cabeza —suelta Daniel resoplando.

A pesar de que le dicen cosas similares muchas veces, Julia siempre se avergüenza de los halagos que recibe por su inteligencia y su memoria prodigiosa. Ella es consciente de que posee una mente privilegiada, pero esta no funciona como la gente piensa. A esa mente hay que ponerla en marcha y eso no es tan fácil.

—He perdido la apuesta, así que el café de mañana lo pago yo —indica Dani, que apura su bebida antes de levantarse de la silla—. Tendré que buscar un problema más complicado. Eres demasiado lista.

—No es para tanto.

—Te voy a coger manía, Julia Plaza… Nos vemos ahora en clase.

El joven se despide de las dos chicas y se dirige a la puerta de la cafetería. Ambas lo siguen con la mirada hasta que desaparece por completo.

—Qué mono es. Me encanta.

—Casi no se te nota —comenta Julia con ironía.

—¿Crees que tengo posibilidades con él?

No es la primera vez que Yi le hace esa pregunta y ella nunca sabe qué responderle. Dani es un chaval bastante guapete. No es el tío más atractivo del mundo, pero tiene algo que llama la atención. Quizá sea su pelo ensortijado castaño, casi rubio, o sus ojos grandes y verdes. O a lo mejor es esa nariz larga y afilada que le da una personalidad especial a su rostro. El caso es que a su amiga le gusta y, pese a que Yi suele soltar todo lo que se le pasa por la cabeza, no ha sido capaz de decírselo.

—Tienes las mismas posibilidades que cualquiera. No te infravalores —responde Julia, que no quiere darle muchas vueltas al tema. Luego se pone de pie—. Tengo que ir a recoger unas fotocopias a reprografía. ¿Me acompañas?

—Quedan cuatro minutos para la siguiente clase y necesito ir al baño antes.

—Vale, pues nos vemos ahora en Fundamentos Criminológicos.

—Qué divertido…

Julia sonríe al ver la cara de su amiga. No es precisamente la asignatura preferida de Yi; sin embargo, a ella le gusta. Lo poco que llevan estudiado durante el semestre le ha parecido muy interesante.

Las dos chicas se dan un achuchón y un beso en la mejilla y se separan. Yi ha sido un gran apoyo para Julia en los primeros meses en la universidad. También al revés. Ambas se han ayudado desde el principio, cuando todavía no conocían a nadie y trataban de adaptarse a esa nueva etapa de sus vidas.

Julia camina deprisa por uno de los pasillos de la facultad. No quiere llegar tarde a la siguiente clase, aunque sabe que ese profesor siempre se retrasa, como mínimo, cinco minutos.

—¡Julia! —grita alguien a su espalda.

La chica se detiene y se da la vuelta. Al que ve acercarse a paso ligero es, precisamente, al profesor de Fundamentos Criminológicos. Ernesto Valle está soltero y acaba de cumplir los treinta y cuatro años, según pudo cotillear Julia en su página de Facebook, abierta para todos los públicos. Se le ha empezado a caer el cabello por algunas zonas de la cabeza y también se aprecia alguna cana en su barba, que suele llevar de tres o cuatro días. Pero por lo que más se caracteriza aquel hombre es por su voz profunda. Algunos de sus compañeros de clase lo llaman el Locutor. Y es que el profesor Valle podría haberse dedicado perfectamente a la radio o al doblaje.

—¿Tienes un momento? Me gustaría comentarte una cosa.

—Bueno. Voy a recoger unas fotocopias a reprografía y en menos de cinco minutos empieza su clase.

El hombre examina su reloj y asiente varias veces con la cabeza.

—Cierto. Bien. ¿Te puedes quedar después de clase?

—Tengo Psicología de la Personalidad.

—¿Y después?

—Después me voy a casa —contesta Julia, a la que tanta insistencia le está despertando una inmensa curiosidad—. Pero puedo quedarme un rato.

—Perfecto. Mi despacho es el 54. ¿Sabes dónde está?

—Sí. Conozco bien la universidad.

—Genial. Pues no te entretengo más. Te veo ahora en clase. No empezaremos hasta que llegues.

El hombre esboza una sonrisa y se gira para regresar por el mismo lugar por el que vino. La chica se queda pensativa durante unos segundos, confusa por la conversación que acaban de tener. ¿Qué querrá Ernesto Valle de ella?

La siguiente hora de clase se le hace muy larga. Antes de marcharse, el profesor le recuerda que han quedado, pero sigue sin darle ninguna pista acerca de lo que desea tratar con ella.

La clase de Psicología de la Personalidad es todavía peor. Julia tiene la sensación de que los minutos no avanzan. Al finalizar, resopla aliviada y recoge sus cosas a toda velocidad.

—Yi, vete sin mí. Cogeré el siguiente bus.

—¿Y eso?

—Ernesto Valle quiere hablar conmigo. Voy a su despacho.

—¿Sobre qué quiere hablar?

—No lo sé. No me lo ha dicho. ¡Hasta luego!

Julia le da un breve abrazo a su amiga y abandona corriendo el aula. En el trayecto hacia el despacho del profesor reflexiona sobre lo que puede querer aquel hombre de ella. ¿Habrá hecho algo mal? No recuerda que haya pasado nada por lo que pueda llamarle la atención. Además, el tono que ha empleado en la conversación ha sido amable. No, no va a echarle la bronca. ¿Y si es por alguna circunstancia relacionada con su pasado? ¿Habrá descubierto que era compañera de instituto de Aurora Ríos? ¿Y si se ha enterado de que ella fue una de las perjudicadas en la explosión que se produjo en el metro del aeropuerto a finales del 2017? Hasta ese momento nadie en la universidad le ha comentado nada sobre aquellas dos historias que han marcado los últimos dos años de su vida.

La puerta del despacho 54 se encuentra cerrada. La joven toca con los nudillos y la imponente voz de Ernesto Valle le anuncia que está abierto y que puede pasar. El hombre recibe a Julia de pie, aunque enseguida los dos toman asiento a ambos lados de una mesa de madera repleta de papeles y presidida por un ordenador portátil.

—Gracias por venir, Julia —dice el profesor, que entrelaza los dedos de las manos—. No me extenderé mucho.

—Tranquilo. Tengo tiempo. Mi autobús no sale hasta dentro de veinticinco minutos.

—Estupendo. De todas maneras, no te quiero entretener demasiado —comenta Ernesto, que hace una pausa de unos cuantos segundos. Luego sonríe y continúa hablando—. Me has impresionado.

—¿Impresionado? ¿A qué se refiere? —pregunta la chica muy confusa.

—Estaba en la cafetería cuando has resuelto el enigma que te ha planteado Daniel Durán. Yo ni siquiera me había aproximado a la solución. Ha sido fantástico ver cómo has ido tirando del hilo hasta dar con la respuesta.

—Bueno. He tenido un poquito de suerte.

—¡De suerte nada! ¡Tu capacidad de deducción es brillante! Y para alguien que estudia Criminología poseer esa cualidad es extraordinario.

La chica se siente abrumada por las palabras de su profesor. No esperaba que la charla fuera por ahí.

—Gracias —se limita a contestar Julia, que se ha sonrojado.

—Llevo observándote desde principio de curso. Eres muy buena; tengo la sensación de que te lo pasarás muy bien en la carrera —afirma Ernesto mientras abre un cajón de la mesa y saca una carpeta—. Esto es de lo que quería hablar contigo.

El profesor le entrega a Julia un dosier. La joven lo ojea por encima y comprueba que se trata de algo fechado en el año 2014. A simple vista, parece la documentación de un caso policial.

—Cada año, les doy la oportunidad a algunos alumnos de sacar matrícula de honor en mi asignatura —continúa diciendo Valle—. No me gusta ponerle esa nota a cualquiera. Creo que debe ser en exclusiva para el mejor de cada promoción. Este año tengo muy claro quién será una de las alumnas que aspiren a la matrícula. ¿Te gustaría intentarlo?

—Claro —responde tímidamente Julia, que pasa despacio las páginas del dosier—. ¿Qué tendría que hacer?

—Investigar ese caso; es de hace cinco años. Se trata de la muerte del psicólogo Pedro Juncosa.

—¿Tengo que investigar la muerte de este hombre? ¿Cómo?

—Eso depende de ti. Tu trabajo será reconstruir el caso y darme tu veredicto al final de curso. En esa carpeta tienes toda la documentación que necesitas para llegar a una conclusión.

—Pero se trata de un caso ya juzgado, ¿no?

—Sí, aunque el caso de la muerte de Pedro Juncosa es bastante particular. Está archivado como suicidio. El juez determinó que él mismo se había quitado la vida ahorcándose en su habitación.

—Y si es un suicidio, ¿qué tengo que investigar? Está claro lo que pasó.

—No está tan claro. Han pasado cinco años y todavía existen ciertas dudas sobre lo que sucedió exactamente, a pesar de lo que dictaminó el juez. Tu misión será convertirte en la criminóloga que serás en el futuro. Quiero que lo estudies todo y que elabores una teoría; eso será lo que yo valoraré, más allá de si finalmente crees que fue un suicidio o no. Sé que lo harás muy bien y que me convencerás para que te ponga esa matrícula de honor. ¿Qué me dices? ¿Aceptas el reto?

CAPÍTULO 2

      

Lunes, 11 de marzo de 2019

—Nunca debí elegir el turno de tarde. No me apetece nada ir a clase.

—Pues no vayas.

—Tengo una práctica de Documentación. No puedo faltar.

—Entonces, para ya de quejarte y déjame trabajar.

Emilio suspira y comprueba la hora en su móvil; son casi las doce y media de la mañana. Después mira a Vanesa, que está consultando algo en el ordenador que reposa sobre el mostrador de la recepción. Desde que acabó el instituto, ayuda a sus padres en el hotel de tres estrellas que regentan en el pueblo. Fue la alternativa que le ofrecieron cuando ella se negó a estudiar una carrera o un ciclo. No es que le entusiasme pasarse unas cuantas horas allí cada día, pero por lo menos tiene algo que hacer mientras no encuentra otro plan que la satisfaga.

—¿Has quedado luego con Julia? —pregunta el joven mientras examina sus redes sociales.

—Sí, por la tarde iré a su casa.

—¿Cuánto lleváis ya juntas? ¿Un año?

—El veintiocho de este mes lo cumpliremos —dice Vanesa, a la que una gran sonrisa le aparece en la cara—. Cómo pasa el tiempo.

—Ni que lo digas. Parece que fue ayer cuando Julia me lo dijo. No me lo podía creer.

—¿Qué no te podías creer?

Los ojos de la chica se clavan en los de su amigo, que titubea y se toca la parte superior de la nariz. Aunque ha cambiado las gafas por lentillas, instintivamente sigue haciendo el gesto de ajustarse las lentes cuando se pone nervioso.

—A ver, no me malinterpretes. Me encantáis y me alegro de veros tan contentas, pero me quedé en shock cuando Julia me confesó que estabais saliendo en secreto. Yo no sabía que a ella le gustaban las chicas.

—Le gusto yo —suelta Vanesa con vehemencia.

Y a ella le gusta Julia. Nunca ha hecho demasiado caso a las etiquetas ni ha definido su condición sexual. Se enamoró de Ingrid y luego de Julia. Ya está. No le han interesado otras chicas y no se come la cabeza con su actual situación. Bueno, quizá un poco. Solo un poco.

Emilio no le responde. Cuando Vane se pone así, es mejor no entrar al trapo, así que le dedica una sonrisa y asiente. A él ya no le atrae Julia. Aquello se le pasó cuando se fue a estudiar a Suecia. Temía que, al volver, regresaran también los viejos sentimientos, pero eso no sucedió. Es su mejor amiga y punto.

—Si al final no vas a la universidad, puedes venir a merendar con nosotras —le propone Vanesa más sosegada. Le preocupa haber sido demasiado brusca con él e intenta arreglarlo suavizando el tono de voz.

—Gracias. Creo que iré a clase. No sería buena idea perderme la práctica. Además…

El chico se calla. Vane aguarda atenta a que Emilio concluya la frase, algo que no ocurre.

—¿Además qué? —pregunta la joven irritada por el silencio de su amigo.

—Nada. Se me ha olvidado lo que iba a decir.

Miente. No se le ha olvidado, pero se lo ha pensado mejor antes de hablar con Vanesa de Claudia Comino, una chica de su clase que le gusta. De repente, tiene muchas ganas de verla, aunque ella no lo sepa.

—Ya estamos con los secretitos. Bueno, allá tú. No voy a insistir. Y ahora ¿me dejas trabajar tranquila? Tengo mucho que hacer y contigo aquí es imposible.

Emilio asiente y se dispone a marcharse del hotel, prometiéndole a Vanesa que ya no la molestará más. La joven resopla y vuelve a centrarse en la pantalla del ordenador. No es mal tío, pero a veces la pone de los nervios. Tiene una forma de ser muy peculiar y en ocasiones continúa comportándose como un friki en toda regla. Sin embargo, Emi se ha convertido en un buen amigo, alguien importante en quien puede confiar. Lo respeta y lo admira y, desde que volvió de Suecia, su relación es mucho más estrecha. Quién se lo iba a decir a ella un par de años antes, con lo que se odiaban.

Ingrid no había sido una buena influencia. Afortunadamente, la que fue su primera novia había desaparecido de su vida; de hecho, se había marchado del pueblo al terminar el instituto. Debe admitir que respiró cuando eso pasó; un problema menos. Hasta que ella no se largó, Vanesa no se atrevió a mostrar en público su amor por Julia.

Pese a la presencia de Emilio, la mañana ha sido tranquila en el hotel. Le ha dado tiempo a poner al día todo el trabajo administrativo que tenía pendiente y a las dos menos cuarto ya ha finalizado su tarea. En quince minutos llegará su madre para relevarla y ella se irá a comer. No hay más reservas y es poco probable que a esa hora aparezca alguien que necesite una habitación.

Cuando está recogiendo sus cosas y preparándose para marcharse, la campanita colocada encima de la puerta anuncia que alguien ha entrado. La chica levanta la vista y descubre a un tipo ataviado con una chaqueta de cuero, una gorra negra y gafas de sol. Una poblada y llamativa barba hípster cubre parte de su rostro y lleva una mochila colgada a la espalda. A pesar de su aspecto, se nota que es bastante joven; tendrá entre veinte y veinticinco años. Vanesa no lo conoce, aunque, por algún motivo, le resulta familiar.

—Buenas tardes, bienvenido, señor. ¿Qué desea? —le atiende la joven con la amabilidad que sus padres le han enseñado que debe emplear con los clientes.

—Hola. Yo…

El joven de la barba titubea y se gira para mirar hacia atrás. La chica lo contempla extrañada. Ese tío es muy raro. ¿No será peligroso? Nunca ha tenido que pulsar el botón de emergencia que tiene bajo el mostrador para casos complicados. ¿Será aquella la primera vez? Procura serenarse y se dirige de nuevo al visitante, que continúa mirando a un lado y a otro.

—Señor, ¿en qué puedo ayudarle? —insiste Vane algo preocupada.

—¿No sabes quién soy?

El chico se quita las gafas de sol y deja al descubierto unos ojos que ella enseguida reconoce. Un escalofrío le recorre el cuerpo de arriba abajo.

—¡Iván! Pero… ¿qué haces aquí? ¿Dónde has estado?

—Es una larga historia. Demasiado larga —responde el joven, que parece comprobar de nuevo que no hay nadie más allí—. ¿Tienes alguna habitación libre?

—¿Qué? ¿Quieres quedarte aquí?

—Si me dejas, sí.

—Pero ¿y tus padres? ¿No puedes ir a tu casa?

—No es seguro.

—¿Que no es seguro? ¿Por qué lo dices?

—Sé por qué lo digo, Vane. ¿Puedo quedarme aquí?

—¿Qué es lo que está pasando? Explícamelo.

Iván vuelve a echar un vistazo a su espalda para asegurarse de que los dos están solos. Luego, le coge las manos a Vanesa y le suplica.

—Luego te lo contaré todo. Te lo prometo. Ahora necesito que me des una habitación. Pero mi nombre no debe figurar en el registro de clientes ni puedes introducir mis datos en el ordenador.

—No lo comprendo. ¿Cómo voy a hacer eso?

—Nadie puede saber que estoy aquí hospedado, Vane.

—¿Me lo estás diciendo en serio?

—Por supuesto.

—Esto es una locura.

—De verdad que más tarde te lo explicaré todo detalladamente. ¿Puedes darme una habitación o no?

La chica suspira y busca en el ordenador una habitación libre para su inesperado huésped.

—La 123 está disponible. Está en la primera planta.

—¡Genial! ¿Te puedo pagar en metálico? De momento, no puedo usar tarjetas de crédito.

—Sí, claro. Pero tranquilo, ya me pagarás más tarde. Aunque sea con otros datos, tengo que rellenar la ficha para que conste que alguien está ocupando la habitación. Mi madre llegará enseguida. Toma la llave.

La joven le entrega a Iván una tarjeta magnética y un papelito en el que anota la clave del wifi.

—Gracias, Vane. Por favor, no le digas a nadie que estoy aquí. A nadie. Es muy importante que esto quede solo entre tú y yo.

—¿Ni a Julia?

—No. Ni siquiera a ella —responde tajante Iván—. Por cierto, enhorabuena por lo vuestro. Hacéis una pareja preciosa. Ya me pondrás al día cuando hablemos.

Y tras dedicarle una amplia sonrisa, el chico se apresura hacia la escalera y sube a la primera planta, en donde se encuentra la habitación 123. Vanesa lo observa hasta que desaparece de su vista. No puede creer que Iván esté allí. ¿Es real lo que acaba de ocurrir? ¡Iván ha vuelto después de un año y algunos meses desaparecido! ¿Dónde se habrá metido todo ese tiempo? ¿Estará en peligro? Mil preguntas le rondan en la cabeza, pero tendrá que esperar para obtener las respuestas. ¡Qué angustia! Lo peor será no contarle nada a Julia. No le gusta mentirle. Además, ella es tan inteligente que siempre la descubre cuando no le dice la verdad o se guarda algo importante. ¿Será capaz de ocultarle que el chico del que ambas estuvieron enamoradas ha regresado al pueblo en el que tantas cosas vivieron juntos?

CAPÍTULO 3

      

Lunes, 11 de marzo de 2019

Sentada en la última mesa de la fila situada en la parte izquierda del aula, se pregunta una vez más qué pinta allí. Han pasado varios meses desde que empezó a estudiar Periodismo, seis en concreto, y sigue igual que el primer día: perdida, confusa y triste. Apenas se relaciona con sus compañeros y duda que algún profesor se haya aprendido su nombre, y eso que su apellido es de lo más peculiar. Quedan cinco minutos para que comiencen las clases del lunes. Nueva semana, mismas sensaciones.

Claudia Comino mordisquea la tapa de un bolígrafo mientras mira el móvil. Hoy no ha parado de leer todo lo que han publicado sobre el 11 de marzo del 2004, el día del atentado en Madrid. Ella acababa de cumplir cuatro años, su madre, treinta y uno, y estuvo a punto de perder la vida. Iba en uno de los trenes en los que aquellos malnacidos colocaron los explosivos. Por suerte, se salvó y, aunque se rompió una pierna y unas cuantas costillas, lo pudo contar.

Hace un rato la llamó.

—¿Estás bien?

—Bueno, ya sabes, como cada año por estas fechas. Me vienen muchos recuerdos a la cabeza y me tiembla todo el cuerpo.

—Me gustaría estar ahí contigo, mamá.

—No te preocupes, hija. Estás donde debes estar.

A un montón de kilómetros de distancia de su madre, estudiando una carrera que creía vocacional, pero para la que no se siente preparada. Después del atentado de Madrid, decidieron hacer las maletas y marcharse al norte del país, a un pueblecito tranquilo, lejos de ruidos y complicaciones, en el que poder rehacer sus vidas.

—Y tú ¿cómo estás?

—Bien, mamá, pero te echo de menos.

—Lo que echas de menos es mi comida, cariño. Reconócelo.

—Me has pillado. Tu comida es insuperable.

Claudia se limpia la lágrima que le cae por la mejilla antes de que aterrice en el móvil. No quiere que la vean llorar, aunque nadie se estará fijando en ella.

Se equivoca. Un chaval no muy alto, con el cabello de punta y tintado de azul, la está mirando desde otra de las últimas mesas de la clase, a dos filas de distancia. La joven se da cuenta y se sonroja.

—¿Te encuentras bien? —le pregunta el chico, que se pone de pie y camina hasta ella.

Aquel muchacho se llama Emilio. Se quedó con su nombre cuando pasaron lista por primera vez en la asignatura de Teoría de la Información. Solo han hablado unas cuantas veces y simplemente para saludarse al llegar a clase. Él tampoco está entre los populares ni entre los guais de aquel grupo de primero B.

—Sí, sí. Todo perfecto —responde Claudia nerviosa sin mirarlo.

—No es cierto.

Las palabras del chico hacen que la joven levante la cabeza. Está sonriendo. No es un tipo guapo, más bien al contrario, y, en su opinión, aquel peinado, con aquel color tan llamativo, le queda bastante mal. Sin embargo, la expresión de su cara le resulta agradable.

—Te estaba observando y he visto que llorabas —dice Emilio sentándose encima de la mesa de Claudia.

—No estaba llorando. Solo ha sido una lágrima tonta e inoportuna.

—¡Ves! ¡Me estás dando la razón! Si se te ha caído una lágrima, es que estabas llorando.

—Lo que tú digas —responde rotunda la chica, que después resopla—. Y tú ¿por qué me estabas mirando?

—Porque soy muy observador.

—Ya. Claro.

—¿Tú no? Vamos a ser periodistas. Si no somos observadores, no nos irá bien. En esta profesión hay que estar siempre con los cinco sentidos puestos en todo lo que ocurre a nuestro alrededor.

La joven no le lleva la contraria a Emilio y vuelve a centrarse en el móvil. Arrastra la yema del dedo por la pantalla para cambiar de página. Esa debe de ser una de las conversaciones más largas que ha tenido con un tío en lo que va de curso.

—¿Sabes? Me recuerdas a alguien —continúa diciendo él mientras acerca un poco más su cara a la de Claudia.

—¿Sí? ¿A quién?

—A una vieja amiga.

Ella también trataba de ser invisible, como parece que intenta serlo Claudia. Desde el primer momento en que se fijó en esa joven de cabello oscuro y ojos claros que procura pasar desapercibida y que nunca interactúa con el resto de la clase, Emilio pensó en Aurora.

—¿Vieja amiga? ¿Hace mucho que no la ves?

El chico no sabe qué responder a eso. A veces, Aurora se le aparece en sueños y le recrimina no haberla ayudado más. En mayo se cumplirán dos años de su asesinato a manos de Jonathan Vila, pero su recuerdo sigue estando presente en su mente. También en la de Julia. Es un tema del que han hablado muchas veces. No han olvidado a su compañera de instituto fallecida y tal vez no lo hagan jamás.

Emilio todavía está pensando qué contestarle a Claudia sobre aquella vieja amiga, cuando la profesora de Sociología, la primera clase del día, entra en el aula. El chico se baja de la mesa, se despide y regresa a su sitio.

—Buenas tardes, chicos. ¿Cómo ha ido el fin de semana? —saluda la profesora al tiempo que se quita la chaqueta y la cuelga en un perchero de pie—. ¿Habéis leído lo que os mandé el último día?

En los cincuenta y cinco minutos que dura la clase, Emilio mira a Claudia de reojo más de una decena de veces. Le gusta esa chica, tiene un magnetismo que le atrae. Es cierto que no reparó en ella casi hasta fechas navideñas, pero desde entonces no hay día en que no se plantee pedirle salir, ir a tomar un café o quedar para estudiar juntos. Sin embargo, aún no se ha atrevido y, después de los traspiés con Julia y de la ruptura con Kerstin, duda que lo haga. También influye el palo que se llevó con Ana Rincón, a la que ha ignorado desde que descubrió que pretendía aprovecharse de él para su periódico digital. Desde que dejó Estocolmo, su vida es muy tranquila y poco a poco ha ido ganando confianza en sí mismo; que Claudia le respondiera con una negativa le afectaría.

Julia, en cambio, ha intentado animarlo.

—Pues deberías lanzarte y pedírselo.

—No. Definitivamente, no.

—¿Por qué, Emi? El no ya lo tienes. A lo mejor, tú también le gustas y estáis los dos haciendo el tonto.

—No creo que le guste.

—¡Venga ya! ¿Con tu mirada superpenetrante? ¿Cómo no vas a gustarle?

—Paso de ti. Siempre estás con lo mismo.

—No te enfades —dice Julia riéndose, y lo abraza—. Eres el mejor, Emilio Viñales.

Cuando acaba la clase de Sociología, el chico del cabello azul observa cómo Claudia se levanta y sale del aula rápidamente. Lleva el móvil en la mano y la mochila colgada de un hombro. De nuevo, tiene la sensación de que está triste. Antes se las ingenió para evitar explicarle por qué lloraba, pero, con un poco de suerte, quizá pueda hablar con ella antes de que llegue el siguiente profesor, así que también se pone de pie y acelera hasta la puerta. Sin embargo, cuando está a punto de salir, escucha que alguien lo llama a su espalda. El joven se da la vuelta y contempla cómo su profesora camina hacia él.

—Te he visto muy distraído hoy en clase —le dice ella sonriente—. ¿Te has aburrido mucho con lo que os he contado hoy?

—¿Qué? No. ¡No! ¡Para nada! Solo es que…

El chico no termina la frase y se toca la nariz nervioso. No sabe qué responder. Es verdad que aquella no es su asignatura preferida, pero los motivos por los que no ha estado atento no tienen que ver con el aburrimiento.

—No te preocupes. Si la clase ha sido un coñazo, puedes decírmelo. Estoy abierta a críticas.

—Que no, de verdad. Ha sido una clase… normal —insiste Emilio cada vez más tenso—. Soy yo, que tengo la cabeza en otro sitio, Sofía.

Sofía acaba de cumplir los treinta y dos años, aunque su aspecto, su manera de vestir y su forma de hablar la hacen parecer más joven. Desde el primer día, intenta mostrarse cercana a sus alumnos e interactúa con ellos dentro y fuera del aula. Lleva haciéndolo así desde que empezó a dar clases en la universidad. Este es su tercer curso. Tiene fama de buena profesora, a pesar de que sus exámenes no son, precisamente, los más fáciles de la carrera.

—Bueno. Te creo, pero procura estar más atento la próxima vez para que yo no piense que estoy aburriendo hasta a las ovejas.

—No volverá a pasar. Perdón.

La profesora sonríe y asiente. En ese instante, le suena el móvil. Sofía se disculpa y se va caminando deprisa y con el teléfono pegado a la oreja. El chico respira hondo y sale detrás de ella. Busca con la mirada a Claudia, pero no la ve en el pasillo. A lo mejor ha ido a la cafetería o al baño. La espera allí de pie, apoyado en la pared. Si le ocurre algo, le gustaría ayudarla y no solo porque se sienta atraído por ella. Eso es algo secundario. El recuerdo de Aurora Ríos y de lo que pasó entre ambos está todavía muy presente en él y esa chica se parece demasiado a la joven asesinada en el Rubén Darío. La historia no puede volver a repetirse.

Sin embargo, Claudia no asiste a la siguiente clase ni a ninguna más de aquel 11 de marzo.

CAPÍTULO 4

      

Lunes, 11 de marzo de 2019

—¿Qué lees con tanta atención?

—El informe del caso de un hombre que murió ahorcado hace cinco años. Es para un trabajo de clase.

—¿Se trata de un caso real?

—Sí, papá. Si lo hago muy bien, me pueden poner matrícula de honor en una asignatura.

Miguel Ángel arquea una ceja y lee por encima del hombro de Julia. La chica está obsesionada con esas páginas desde que su profesor Ernesto Valle le entregó la carpeta. Empezó a examinar el dosier de más de trescientos folios en el autobús. Ya en su casa, comió a toda prisa y después se sentó en su habitación a analizar minuciosamente cada hoja del documento. El único parón que ha hecho ha sido para llamar por teléfono a Vanesa, con la que ha quedado más tarde. No le ha contado nada todavía del misterioso asunto.

Pedro Juncosa fue encontrado ahorcado en su propio domicilio el 7 de abril de 2014, aunque murió el día 4 de ese mes. De profesión psicólogo, tenía cincuenta y cuatro años, estaba divorciado y era padre de dos hijos. Después de tres semanas de investigación, el juez confirmó el suicidio y archivó el caso.

—¿Se suicidó?

—Eso parece, pero hay quien lo duda. No se encontraron pruebas de que fuera asesinado. Mi profesor me ha pasado toda la documentación, con los testimonios, el análisis forense, la investigación de la policía científica y la judicial...

—¿Y de dónde ha sacado esa carpeta tu profesor?

Julia se encoge de hombros. No se lo ha preguntado. Ni siquiera se lo había planteado hasta ese momento.

—No tengo ni idea, pero aquí está todo bastante detallado. Hay incluso recortes de periódicos con el tratamiento que en su día le dio la prensa a la noticia y notas a mano sobre el caso.

—¿Se habló mucho del tema?

—No demasiado, pero sí apareció en varios medios.

—¿Y en qué consiste el trabajo?

—Debo reconstruir el caso y darle mi opinión al profesor a final de curso.

—Pero si es un suicidio, pocas conclusiones vas a poder sacar.

—Ya te he dicho que, aunque se juzgó como tal, parece que no todo el mundo lo tiene claro.

—Si el juez lo determinó así es porque estaba muy seguro y porque la policía no aportó pruebas que mostraran lo contrario —comenta Miguel Ángel, que se ha visto unas cuantas veces en circunstancias parecidas.

—Ya, pero mi labor no es cambiar el veredicto, sino llegar a mi propia conclusión con la información que tengo.

—Me parece muy interesante.

—Sí. Los ejercicios prácticos como este son lo mejor de la carrera —dice Julia, que está entusiasmada con la prueba que le ha puesto Ernesto Valle—. Quiero hacerlo muy bien y presentar un buen trabajo.

—Me parece perfecto. Estoy seguro de que lo conseguirás. Cualquier duda que tengas, puedes consultarla conmigo.

—Gracias, papá. Lo haré.

El hombre le da una palmadita en el hombro a la chica y sale de su habitación con una sonrisa de satisfacción. Tanto Miguel Ángel como Aitana están muy felices de ver a su hija recuperada e ilusionada otra vez. Tras un periodo de tiempo muy complicado, debido a los sucesos acontecidos en el pasado reciente, Julia por fin vuelve a ser la misma de siempre.

La joven continúa leyendo el dosier unos minutos más. En su memoria se van acumulando datos y nombres, sin embargo, es consciente de que necesita analizarlo todo desde una perspectiva más amplia. Se pone de pie y camina hacia la pared del fondo. Allí tiene la pizarra que le regaló su abuela Pilar el día de Reyes de hace dos años. Hace un par de semanas que no la ve y de pronto la echa de menos. Tal vez le haga una visita pronto y le hable de ese trabajo que tiene que realizar.

Julia hace varias fotografías a lo que hay anotado en la pizarra, material relacionado con una idea para una novela que tiene en la cabeza, y luego borra todo, dejándola completamente en blanco. Con un rotulador negro escribe el nombre del fallecido en el centro, Pedro Juncosa, y lo rodea con un círculo. Debajo del diagrama anota la fecha de su muerte y una frase entrecomillada: «¿Crimen o suicidio?».

—¿Y ahora qué? —murmura para sí mientras da un par de pasos hacia atrás.

La joven coge de nuevo la carpeta y lee una de las primeras páginas del informe, la referente a la biografía de Pedro Juncosa Martín. Tenía cincuenta y cuatro años y era psicólogo. Atendía a sus pacientes en una consulta privada situada en la misma calle en la que vivía, en la segunda planta del número 36. Estaba divorciado y tenía dos hijos, una chica y un chico. Le gustaba el deporte, viajar y las novelas históricas.

Julia pasa la página y continúa leyendo:

«El cuerpo sin vida de la víctima fue encontrado por María José Yuste Ortigosa, la mujer que se encargaba de realizar las tareas domésticas. Afirma que llegó al domicilio del fallecido el lunes 7 de abril cuando pasaban dos minutos, o tres, de las nueve de la mañana. Al no ver al hombre en el salón, donde solía estar cuando ella llegaba, decidió mirar en su dormitorio. La puerta estaba entornada, la luz apagada y la persiana echada. Al encender la luz, encontró a Juncosa colgado del techo».

En su declaración, María José añade que la cuerda que apretaba el cuello del hombre estaba enganchada al ventilador del techo y que en el suelo había una silla tirada. Tras el shock inicial, la mujer llamó rápidamente a la policía, que llegó diez minutos más tarde.

¿No había ninguna nota de suicidio?

Julia repasa la descripción de la habitación en la que apareció el cuerpo y no encuentra nada que sugiera la existencia de una nota. Eso le extraña. Ha leído que la mayoría de las personas que se quitan la vida dejan algo escrito.

A continuación, busca una fotografía del fallecido. Encuentra una en color en la que aparece vestido con chaqueta y corbata. No era un hombre alto, metro setenta, aproximadamente, ni corpulento, por lo que el ventilador de la habitación pudo aguantar su peso. Hace un rato leyó en el informe que su muerte se produjo la tarde del viernes, así que cuando María José lo encontró el lunes por la mañana, llevaba muerto dos días y medio. Julia escribe ese dato en la pizarra y también el nombre de la mujer, el cual rodea con otro círculo. Con una flecha une las dos circunferencias y apunta la relación que los unía.

Hay una cuestión que Julia se ha propuesto: hablar con las personas relacionadas con el caso y no conformarse solo con la información del dosier. María José podría ser la primera. Tal vez no quiera recordar el pasado y se moleste cuando le pregunte por Pedro Juncosa, pero si tiene que investigar ese caso, debe formarse una opinión contactando con los implicados y conocer mejor al fallecido. Esas páginas no son suficiente.

Entonces descubre un folio en la carpeta en el que figuran las direcciones y los números de teléfono de varias personas, entre ellos el de María José Yuste. ¿Y si la llama? Quizá sea mejor enviarle un mensaje primero y tantearla. Piensa unos minutos lo que va a decirle y finalmente le escribe.

«Buenas tardes. Mi nombre es Julia Plaza, estudiante de Criminología. Me gustaría hablar con usted, si es posible, sobre el caso de Pedro Juncosa. Es para un trabajo. No la molestaré mucho. Muchas gracias por su atención».

La chica relee unas cuantas veces el WhatsApp y duda sobre si debe mandarlo o no. A lo mejor ha sido demasiado directa. Espera que a la mujer no le parezca mal y se enfade con ella por la intromisión. Bueno, al fin y al cabo, solo es un mensaje y ellas no se conocen.

No del todo convencida, decide enviarlo y aguarda la respuesta con cierta impaciencia. Pero nada. Julia trata de tomárselo con calma y continúa estudiando la documentación del caso, hasta que su móvil suena, sobresaltándola. Sus pulsaciones bajan cuando comprueba que la que llama es Vanesa.

—Hola, ¿qué tal, guapa? —responde algo tensa todavía.

—Hola. Bien. Escucha, al final no puedo quedar esta tarde. Mi madre se ha puesto mala y tengo que permanecer en el hotel hasta por la noche, que llega mi padre.

—¿Se ha puesto mala? ¿Qué le pasa?

—Nada grave, no te preocupes. Una pequeña indisposición. Pero me ha pedido que la sustituya y me toca trabajar.

—Vaya, ya lo siento. ¿Quieres que me pase por el hotel y que te haga compañía un rato?

—No, no hace falta. Tengo mucho que hacer. Estamos hasta arriba y, además, mis padres me han pedido que meta en el sistema toda la información que hay en los libros de registro antiguos. Una pesadez.

Por un lado, a Julia le desilusiona no ver a su novia porque le apetecía mucho estar con ella. Sin embargo, por otro, podrá centrarse plenamente en lo que tiene entre manos desde que su profesor le entregó la documentación del caso de la muerte de Pedro Juncosa. Aquel asunto la ha atrapado y siente que necesita avanzar a toda velocidad. Aunque es consciente de que para historias como esa las prisas son malas consejeras y la paciencia es un elemento clave.

—Bien. ¿Me llamas cuando salgas?

—Claro. Hablamos luego. Te quiero.

—Te quiero.

Al colgar, Julia experimenta esa sensación indescriptible y al mismo tiempo extraña que tiene cada vez que le dice a Vanesa que la quiere. ¡Quiere a la que fue su mejor amiga! ¡Y su amor es recíproco!

Recuerda perfectamente el momento en el que se lo soltó por primera vez. Fue la misma noche en la que se dieron el primer beso. No esperó más. Dentro de diecisiete días, el 28 de marzo, hará justo un año. Por aquel entonces, Julia sentía algo diferente cuando estaban juntas. No era solo amistad, la sensación era otra. El mismo cosquilleo que en su día sentía cuando veía a Iván. Pero ¿desde cuándo le gustaban las chicas? Se había hecho muchas preguntas y había llegado a discutir consigo misma sobre aquellos sentimientos que no lograba justificar; inexplicables e indescifrables. ¿Era posible que se hubiese enamorado de Vane? Por lo visto, sí. Y a Vane le sucedía lo mismo.

Se lo confesó una tarde en la cama del hospital, cuando estaba ingresada a consecuencia de las lesiones que le había causado la bomba que estalló en el metro del aeropuerto. La situación fue confusa. Vanesa estaba medio dormida, sedada por los calmantes, así que fue un te quiero al cincuenta por ciento que apareció en un susurro. No volvieron a hablar del tema hasta casi tres meses después. Durante ese tiempo, Julia se había dado cuenta de que Cupido había actuado de la manera menos imaginable posible y de que su corazón latía con más fuerza cada vez que hablaban de cualquier tontería o se quedaban calladas sin necesidad de decir nada. Demasiadas pistas, demasiadas evidencias. Y aquel día de finales de marzo, una noche lluviosa y sin luna, el caso quedó cerrado. Se hicieron novias en la clandestinidad.

El sonido del móvil vuelve a irrumpir en el silencio de su habitación. Esta vez es un mensaje de WhatsApp. Julia se abalanza sobre el teléfono y empieza a temblar al comprobar que es de María José Yuste. Resopla antes de leerlo. No es un texto demasiado largo, pero sí intrigante y concluyente.

«Hola, Julia. Me ha sorprendido mucho que me hayas escrito. He estado pensando un rato en qué debía hacer. Llevo cinco años con esto metido en el cuerpo. Si quieres, quedamos mañana y hablamos sobre la muerte de Pedro Juncosa. Quizá haya llegado la hora de que alguien me tome en serio de una vez por todas y se sepa mi verdad».

CAPÍTULO 5

      

Lunes, 11 de marzo de 2019

—Me siento mal por no haberle dicho la verdad. Nunca le miento.

—Ha sido por necesidad. No quiero que Julia sepa que estoy aquí. Al menos hasta que se solucione todo.

Iván mira por la ventana de la habitación y baja la persiana casi por completo. Luego enciende la luz de una pequeña lámpara situada encima de la mesita de noche.

—¿Me vas a contar de una vez qué está pasando? —le pide Vanesa, que ha tenido que mentir a su madre y a su novia para no revelar la presencia de Iván en el hotel—. ¿De quién te escondes? ¿Qué es lo que ocurre?

El chico camina hasta la cama y se sienta. No responde. Se acaricia la barba pensativo. De pie, con la espalda apoyada en una de las paredes del cuarto, Vanesa no deja de observarlo. Aquel joven no tiene nada que ver con el adolescente del instituto con el que salió hace dos años. Delante tiene a otra persona completamente distinta. Ni siquiera conserva el piercing en la ceja.

—Me encuentro en una situación bastante complicada —responde Iván tras soltar un resoplido—. Estoy vivo de milagro. Aunque no sé de cuánto tiempo más dispongo.

—¿Estás en peligro?

—Sí, hay gente que preferiría verme muerto. Por eso nadie debe saber que estoy aquí, ¿de acuerdo? Es algo muy serio.

Vanesa asiente y se acomoda a su lado en la cama. Le coge una mano y se la acaricia para intentar tranquilizarlo. Está ansiosa por que le explique qué ocurre, pero debe tener paciencia con él. Se le ve muy preocupado, incluso ausente por momentos.

—Aquí me tienes para lo que pueda ayudarte.

—Gracias. Ya bastante has hecho dejando que me quede en el hotel de tus padres. Tengo que pensar en cómo llegar al final de todo esto. Llevo más de un año huyendo y librándome de Jacob.

—¿Jacob? ¿El jefe de Viral?

—Sí, va detrás de mí desde que lo traicioné y le conté a la policía a qué se dedicaba su organización —dice Iván, que suelta la mano de Vanesa y vuelve a frotarse nervioso la barba—. Durante todo este tiempo no ha dejado de buscarme.

—Pero detuvieron a toda su banda, ¿no?

—A la mayoría. Sin embargo, tengo la certeza de que se está reorganizando. Está buscando nuevos hackers para relanzar la empresa con otro nombre; también busca a gente que se encargue de hacer el trabajo sucio. Sigue siendo un tipo extremadamente peligroso y, en estos momentos, yo soy su principal objetivo.

—¡Dios mío! ¿Por qué no le cuentas todo esto a la policía?

—No puedo. ¿No te acuerdas de quién mató a Hugo Velero? También ellos me están buscando. Si dan conmigo, me detendrán y me juzgarán por el crimen de mi compañero de piso.

—¿Y qué piensas hacer?

Iván no contesta. Se pone de pie y comienza a dar vueltas por la habitación en silencio, con las manos juntas sobre el pecho y cabeceando adelante y atrás. Murmura algo ininteligible. Vanesa lo contempla desconcertada. Su comportamiento es muy extraño, aunque entiende que está viviendo una situación extrema: ¡van a por él los buenos y los malos!

—Oye, ¿te encuentras bien? ¿Quieres que…?

—Solo quiero que esto termine, Vane —la interrumpe Iván, que se queda quieto en el centro del cuarto mirándola fijamente—. Y la única forma de que eso pase es eliminando a Jacob.

—¿Quieres matar a Jacob?

—Es la única solución. No hay otra.

—¡Estás hablando de matar a una persona! ¿Cómo no va a haber otra solución? ¿Y cómo vas a dar con él?

Iván se encoge de hombros y vuelve a sentarse junto a Vanesa. Le pasa el brazo por detrás y le acaricia suavemente la espalda; primero, de arriba abajo, y luego, trazando pequeñas circunferencias por encima de su ropa. Resulta tan íntimo que a la chica le vienen recuerdos de cuando estaban juntos. Eso la incomoda y termina por apartarse de forma brusca, sin levantarse, pero alejándose de él.

—¿Alguna vez has echado de menos lo nuestro?

—¿Lo nuestro?

—Sí, lo que teníamos tú y yo antes de mandarlo todo a la mierda.

—¿Estás hablando en serio?

—¡Claro que sí! —exclama Iván, que sonríe de una forma que Vanesa no logra descifrar—. Fue muy bonito lo que vivimos. Yo no he olvidado aquella época en el instituto. A pesar de todo, era feliz.

Ahora es Vanesa la que se levanta de la cama y se cruza de brazos en actitud defensiva. Tiene los ojos clavados en el joven, que continúa sonriendo de una manera extraña. No puede creerse que le haya salido con eso después de tanto tiempo. No tiene sentido y tampoco ningún derecho.

—Aquello pasó hace mucho tiempo. Es historia. Yo ahora solo pienso en Julia. Ella es mi pareja.

—Lo sé, lo sé. Pero ¿de verdad te gustan las chicas?

—Me gusta ella. Con eso me basta.

—Es un capricho, como lo fue Ingrid —dice Iván, que ya no sonríe.

—¡No es un capricho! —grita Vanesa alterada y molesta—. Yo estoy ena…

La melodía de un móvil impide que la chica acabe la frase. Iván se incorpora y se acerca rápidamente a la silla en la que está colgada su chaqueta de cuero. Saca un teléfono negro de uno de los bolsillos y con él en la mano sale de la habitación sin darle explicaciones a Vanesa. Ella lo sigue con la mirada hasta que desaparece de su vista. No comprende nada. ¿A qué está jugando? ¿A cuento de qué ha sacado a relucir su pasado juntos? ¿Y lo de considerar caprichos a Ingrid y a Julia? Le hierve la sangre. Se presta a ayudarlo, le miente a su novia y se lo paga con esos estúpidos comentarios. ¡Le exigirá una disculpa en cuanto regrese!

Vanesa observa el reloj inquieta. Ya han pasado más de quince minutos desde que Iván se marchó y todavía no ha vuelto. El enfado se transforma en preocupación. Después de lo que le ha contado, teme que le haya sucedido algo. Decide ir a buscarlo. Sale de la habitación 123 y recorre la primera planta del hotel. En el pasillo se cruza con una pareja gallega y con un matrimonio alemán y sus dos hijos pequeños, a los que saluda en inglés, pero ni rastro de Iván. ¿Dónde se habrá metido? Su madre no sabe que está alojado allí y él le ha pedido que no informara a nadie de su presencia, así que es poco probable que haya salido del hotel pasando por delante de la recepción.

Vanesa sube a la segunda planta. Iván tampoco parece estar allí. En cambio, de la habitación 224 sale Manolita, una de las personas encargadas de la limpieza. Es una señora grandota, de pelo rizado y manos robustas. Lleva toda la vida trabajando en el hotel y casi siempre está sonriendo.

—Hola, nena, ¿qué haces tú por aquí? ¿No librabas por la tarde?

—Sí, solo he venido a recoger una cosa que se me olvidó esta mañana —miente Vanesa, que se ha puesto colorada.

—¿Qué cosa?

La pregunta de Manolita coge desprevenida a Vanesa, que improvisa con lo primero que le viene a la cabeza.

—Un cubo de Rubik.

—¡Anda! No sabía que te gustaban. A mi hijo mayor le encantan.

—¿Sí? Qué bien.

—Un día lo traigo y competís a ver quién de los dos lo hace en menos tiempo.

Vane sonríe nerviosa. Lo que le faltaba. Por más que Julia ha intentado enseñarle, ella nunca ha aprendido a hacerlo. Tendrá que pedirle más clases por si acaso algún día aquella mujer aparece con su hijo y un cubo de Rubik.

—Bueno, me tengo que ir. He quedado.

—Genial, nena. Oye, por casualidad, ¿tú sabes quién es un tipo moreno con barba y pinta de hípster?

La descripción de la mujer no puede hacer referencia a otra persona. Vanesa intenta disimular la tensión que está soportando, aunque es consciente de que le tiembla un poco el labio superior.

—Es el huésped de la 123 —responde con aparente serenidad evitando una nueva mentira. Ella misma fue la encargada de hacerle el registro a Iván y teme que la terminen pillando si dice que no sabe nada—. Llegó hoy, al mediodía.

—¡Ah! Ahora entiendo por qué no lo había visto hasta ahora. Es que me lo he cruzado hace un rato y me ha parecido un tío muy raro.

—¿Dónde lo has visto?

—Subiendo a la azotea. Hablaba por teléfono. Me dio la sensación de que estaba algo irritado.

Eso lo explica todo. En lugar de bajar y salir del hotel, Iván ha decidido subir hasta la azotea del edificio para evitar que la madre de Vanesa lo vea.

—No te preocupes, es inofensivo. Voy a buscarlo arriba por si necesita algo. ¡Nos vemos mañana!

—Muy bien, cariño. Y prepárate para un duelo con mi hijo. El día menos pensado lo traigo para que le des una paliza y se le bajen los humos. Está muy subidito últimamente. Cosas de la pubertad.

Vanesa sonríe y alza el dedo pulgar de su mano derecha en señal de conformidad. En cuanto se despide de Manolita, se dirige rápidamente hacia la escalera que conduce hasta la última planta, que, como en gran parte de los edificios de aquel pueblo, se corresponde con una azotea. Sus padres la usan como terraza chill out; incluso han instalado una pequeña piscina-jacuzzi, aunque en aquella época del año está cerrada.

Cuando Vane pone el pie en el último escalón del último tramo, ve a Iván. El joven está de espaldas. Ha saltado una pequeña valla acristalada de protección y se ha sentado al otro lado, en la cornisa. A su lado, en el suelo, la joven ve el móvil completamente destrozado.

—¡Iván! ¿Qué haces?

El chico gira la cabeza y mira durante un par de segundos a la que una vez fue su novia. Tiene los ojos llorosos y está gimoteando.

—Déjame, por favor —susurra.

—¿Que te deje? Pero ¿qué estás diciendo?

—Voy a saltar.

—¿Qué? ¡No digas tonterías! Ven conmigo, por favor.

—No.

—Iván, por favor…, por favor. No cometas una locura.

—Se acabó.

—Nada se ha acabado. ¡Iván, por favor! ¡Ven conmigo!

—No quiero seguir viviendo. No puedo más. No puedo más, Vane… Adiós.

CAPÍTULO 6

      

Lunes, 11 de marzo de 2019

Ha quedado en verse con María José Yuste al día siguiente a las cuatro de la tarde para hablar de la muerte de Pedro Juncosa. La reunión será en una cafetería del centro de la ciudad. Julia está excitada y con los nervios a flor de piel. Si por ella hubiese sido, se habrían visto ese mismo día, pero no quiere pecar de impaciente ni acelerar los acontecimientos. Aunque, a ese paso, se va a quedar sin uñas.

¿Qué habrá querido decir esa mujer con lo de «mi verdad»? Ha preferido no preguntar y dejarlo para la charla que tienen pendiente. Solo tiene que esperar veintidós horas. ¡Veintidós horas! Debe armarse de paciencia e intentar no pensar demasiado en ello.

La chica suspira y vuelve a centrarse en el dosier con la documentación del caso. Lee con atención al tiempo que va anotando cosas en la pizarra. Hay una página escrita a mano, presumiblemente, por su profesor Ernesto Valle, a la que presta especial atención. La frase que da título a la hoja, escrita en mayúsculas, centrada y subrayada, anuncia el jugoso contenido que viene a continuación:

«SI NO FUE UN SUICIDIO, ¿QUIÉN ASESINÓ A JUNCOSA?».

Debajo, enumerada, aparece una lista de nombres. El que la ha elaborado ha clasificado como sospechosas del asesinato a siete personas:

  1. Sabrina Serrano: antigua paciente del doctor Juncosa. Los escucharon discutir acaloradamente en la consulta del fallecido unos días antes de la muerte. La mujer lo acusó de engañarla durante la terapia.
  2. Ricardo Acosta: amigo de la víctima, profesor de Historia. Reconoció que últimamente no se llevaban tan bien por una deuda económica. Estuvo en el piso de Juncosa el viernes por la tarde, hacia las cinco, aunque asegura que la víctima no le abrió la puerta.
  3. María Gisbert Romero: exmujer de Pedro Juncosa. Se divorciaron dos años antes de la muerte del psicólogo. Las cosas no habían terminado nada bien entre ellos.
  4. Úrsula Medina: propietaria de una vivienda en el edificio en el que Juncosa tenía la consulta. Habían mantenido varias disputas por el comportamiento de algunos pacientes del doctor y por la falta de empatía de este, al que acusaba de no poner remedio.
  5. Carlos Montero: antiguo paciente de Juncosa que pasó una temporada en la cárcel por el asesinato de uno de sus primos. Pedro fue el que puso a la policía sobre la pista después de una sesión en la que el hombre le reveló el crimen que había cometido.
  6. Rita Jovellanos: exsecretaria de Pedro Juncosa, a la que despidió en enero de 2014. Trabajó para él durante varios años.
  7. Marcelo González: colega de profesión y rival de Juncosa. En varias ocasiones, criticó en público la falta de ética de la víctima. Estuvieron a punto de llegar a las manos en un programa de televisión, en el que se dijeron cosas muy graves.

Julia anota los nombres de los siete sospechosos en la pizarra y la relación de estos con el psicólogo. Los rodea con sus respectivas circunferencias y las une con flechas al círculo central, en el que figura el nombre del fallecido. Luego se separa un poco para examinar con cierta distancia lo que ha escrito. Cuenta con material suficiente para empezar a trabajar. Tendrá que analizar e investigar a todas esas personas, una por una. Está convencida de que no será nada fácil y de que se encontrará con innumerables obstáculos por el camino, pero eso lo hace más emocionante todavía. Hace nuevas fotos de la pizarra con su móvil y comprueba que han salido bien y que todos los nombres se leen con claridad. Mañana le preguntará a María José Yuste por cada uno de ellos; quizá esa mujer le pueda dar alguna pista sobre por dónde debe empezar a buscar. Ese será el primer paso.

Respira hondo y se sienta de nuevo en el escritorio con los papeles en la mano. Le pican un poco los ojos y bosteza un par de veces. Lleva demasiado tiempo leyendo; es hora de descansar y de desconectar un rato. ¿Habrá terminado ya Vanesa de trabajar en el hotel?

Está a punto de llamarla cuando escucha el timbre de casa. Su padre abre la puerta y recibe al recién llegado. Julia distingue la voz de Emilio, que intercambia algunas palabras con Miguel Ángel antes de pedir permiso para subir a la habitación de la chica. Después, el joven del cabello azul se despide amablemente del sargento de la guardia civil y va en busca de su amiga.

—No te esperaba —dice Julia tras darle dos besos a Emilio, al que invita a pasar a su cuarto—. ¿Has salido antes de clase?

—Me he saltado la última. Después de hacer la práctica de Documentación, mi cabeza no daba para más.

Julia asiente mientras pega un brinco para sentarse encima del escritorio de madera. Emilio, por su parte, ocupa la silla con ruedecitas y se desliza hasta donde está su amiga. Parece preocupado. La chica enseguida se da cuenta; lo conoce perfectamente.

—Aparte de la práctica de Documentación, ¿hay algo más por lo que vengas con esa cara? —pregunta interesada Julia—. Perdona que te lo diga así, pero has tenido días con mejor aspecto.

—Hoy he hablado con ella.

—¿Con quién?

—Con Claudia.

—¡Ah! ¡La chica de tu clase que te gusta tanto! ¡Al fin me has hecho caso! ¿Y qué tal ha ido? ¿Muy mal?

Emilio se rasca la cabeza e impulsa la silla hacia atrás hasta tropezar con la pared en la que está el póster de Magnus Carlsen. Chasquea la lengua y coloca las palmas de las manos en las mejillas.

—¿Ya te he dicho que Claudia me recuerda mucho a Aurora?

—Sí, varias veces.

—Tiene el mismo halo melancólico y sus ojos parecen estar siempre tristes. Me da la impresión de que también pretende ser invisible a los demás —dice el chico, que vuelve a lanzarse en la silla de ruedas hacia donde está sentada su amiga—. Hoy la he pillado llorando y me he ofrecido a que me contara lo que le pasaba. Quería ayudarla.

—¿Y qué te ha dicho?

—Se ha puesto a la defensiva. Luego ha llegado la profesora de Sociología y ya no hemos vuelto a hablar.

—¿Y eso? ¿Se ha enfadado contigo?

—No lo sé. Ha desaparecido. Se ha ido al terminar la primera clase y no ha regresado. Ni siquiera ha hecho la práctica de Documentación.

—Tal vez se ha puesto enferma.

—No lo sé, pero no lo creo —comenta Emilio pensativo—. Aunque podría ser, claro.

—¿No hay ninguna forma de contactar con ella para que te quedes más tranquilo?

—No, no tengo su número para llamarla o escribirle un WhatsApp.

—¿La has buscado en las redes sociales?

—No aparece. O por lo menos no con su nombre. Ya lo he comprobado. Por más que la he buscado no he dado con ella.

—Eso sí que es extraño. Una chica joven sin redes sociales… Digno de Iker Jiménez y Cuarto Milenio.

A Julia se le escapa una sonrisilla que molesta a Emilio. El joven se queja e inmediatamente ella le pide perdón por la broma. El chico acepta las disculpas y hace rodar la silla hasta la pared en la que está la pizarra. La contempla sorprendido e interroga con la mirada a su amiga.

—¿Esto es para la novela?

—No. Es un caso real. La muerte del psicólogo Pedro Juncosa. Es para un trabajo de clase.

Durante varios minutos, Julia le explica a Emilio todo lo relacionado con aquel misterioso asunto y la propuesta de su profesor de Fundamentos Criminológicos para optar a una matrícula de honor.

—Quiere que saque mis propias conclusiones y se las exponga. El caso está archivado como un suicidio, pero no está del todo claro que fuera eso lo que pasó.

—¿De verdad? ¿A pesar de lo que dijo el juez?

—No hubo pruebas ni indicios de asesinato, pero mi profesor no las tiene todas consigo —responde Julia, que alcanza la carpeta con la documentación y se la da a su amigo para que le eche un vistazo.

—Qué curioso. ¿Por qué piensa eso?

—No me lo ha dicho. Solo me ha pedido que investigue y que elabore una teoría con mis ideas finales.

—¿Y estos son los sospechosos? —pregunta Emilio señalando los nombres que Julia ha anotado en la pizarra.

—Eso parece. Estaban en una lista escrita a mano. Tengo que investigarlos a todos y contactar con ellos para ver qué me cuentan de su relación con Pedro Juncosa.

El chico abre los ojos muchísimo cuando escucha lo que dice su amiga, como un búho en la oscuridad de la noche.

—¿No me digas que vas a hablar con esas personas?

—Lo voy a intentar al menos.

—Pero ¿y si molestas a alguien? —pregunta Emilio, al que se le viene una idea a la cabeza que lo pone muy nervioso—. ¿Y si resulta que uno de ellos es el asesino de Pedro Juncosa y remueves el pasado? ¿Lo has pensado?

¡Por supuesto que lo ha pensado! Pero no cree que vaya a pasar nada por hacer unas cuantas preguntas. Ella no va a juzgar a nadie ni está reabriendo el caso. Simplemente quiere conversar con esas personas sobre un hecho que sucedió hace cinco años. No pretende hacer de policía.

—Tranquilo. Les diré que es para un trabajo de la universidad. No pasará nada.

—No me digas que no pasará nada, ¡que eres Julia Plaza! ¡Siempre pasan cosas a tu alrededor! ¿Te recuerdo tu currículum de desgracias?

—¡No hace falta! Pero esta vez no hay nada que temer, Emi. Estamos hablando de un suceso del pasado. No hay ningún peligro —dice la chica, que trata de calmar a su amigo usando un tono de voz convincente—. Esto es para un trabajo de la universidad. Solo soy una simple estudiante de primero de Criminología que quiere una matrícula de honor. Y para lograrla tengo que poner todo de mi parte. Es la única manera de conseguirla. Aun así, tendré cuidado y actuaré con precaución.

Emilio escucha con atención a la joven. A pesar de la seguridad con la que ella le habla, él no las tiene todas consigo. Después del caso del Asesino de la brújula, de la explosión en el metro y de lo de Viral, es imposible que no piense que su amiga se puede meter en un nuevo lío y que se preocupe. Sin embargo, prefiere no decirle nada más. Sabe que no va a conseguir convencerla de que abandone la idea. Tiene los ojos brillantes y la ilusión le sale por cada poro de la piel. Ya ha decidido que va a investigar el caso y nadie se lo va a impedir.

—El juez tiene muy claro que fue un suicidio —dice Emilio, que lee la sentencia en el dosier—. Sin ninguna duda.

—La policía y la forense que hizo la autopsia también lo piensan.

Según ha leído en la reconstrucción policial, parece que Pedro Juncosa preparó todo para ahorcarse. Ató una cuerda en el ventilador del techo de su habitación, puso una silla debajo y se subió a ella; se colocó la soga al cuello y derribó la silla. La muerte no tardó mucho en llegar.

—Es obvio que existen dos opciones: una es que se ahorcara él y otra es que lo colgaran. No encontraron rastros de que lo drogaran o lo golpearan con anterioridad. Tampoco aparecieron huellas ni rastros de otras personas. Parece evidente que lo hizo todo él; sin embargo…, hay más posibilidades.

—No te entiendo, Julia. ¿Qué más posibilidades puede haber?

—Existe una tercera opción.

—¿Y cuál es?

—Que lo obligaran a colgarse —resuelve la chica, que busca una noticia en su móvil. La encuentra a los pocos segundos—. Eva Maldonado fue considerada culpable de la muerte de su marido, Elder Riofrío. Ella preparó la soga, curiosamente también la colgó de un ventilador de techo, y luego lo obligó a ponérsela alrededor del cuello.

—¿Cómo lo persuadió para que lo hiciera?

—Fácil. Apuntándole con una pistola —comenta Julia mientras le enseña el móvil a Emilio—. A Pedro Juncosa pudieron amenazarlo con un arma, como en el caso de Eva y Elder, y tuvo que elegir.

—Menuda elección. Morir ahorcado o de un disparo.

—Imagino que, en esas circunstancias, la víctima intenta ganar tiempo. El disparo sería inminente y mortal. En el ahorcamiento, cabe la posibilidad de que la cuerda se rompa o de que surja algún imprevisto, aunque yo lo veo más como una cuestión extrema de supervivencia. Lo que quiero decir es que, aunque no hay indicios ni pruebas de que alguien lo hiciera, el propio Pedro Juncosa pudo colgarse inducido por una segunda persona que hizo que pareciera un suicidio. Por lo que no hay que descartar nada, a pesar de lo que dijeron el juez, la policía y la forense. Creo que esto es lo que mi profesor quiere que haga en este ejercicio.

Emilio observa a su amiga con admiración. Qué rápido se ha metido en el papel de criminóloga. Siempre ha tenido un sexto sentido para ese tipo de historias, incluso un séptimo.

—Me has convencido. Tal y como lo planteas y teniendo en cuenta el caso que comentas, alguien pudo obligarlo a ahorcarse. Y pudo ser cualquiera. Por cierto, ¿de dónde has sacado esa noticia?

—He leído mucho en lo que llevamos de curso, casos de todo tipo, para familiarizarme cuanto antes con la carrera y con la manera de proceder de los criminólogos. Y ya sabes que tengo buena memoria.

—Con tu memoria prodigiosa vas a ser el terror de los criminales.

—No exageres —dice Julia azorada—. Ahora lo que más me preocupa es estudiar bien este caso y obtener mi primera matrícula de honor en la carrera.

—Vale, pero con calma. Sin sobresaltos, por favor.

—Prometido, Emi. Así será, sin sobresaltos.

CAPÍTULO 7

      

Martes, 11 de marzo de 2014

Ya lo han llamado dos veces al móvil nuevo que tiene desde hace unas semanas y no lo ha cogido. Pedro Juncosa se quita las gafas de sol y se frota los ojos casi con violencia. Los tiene irritados y cansados de no dormir. Si sumara las horas en las que ha conseguido descansar y desconectar en lo que va de marzo, no pasarían de cuarenta.

Está sentado en la terraza del bar al que suele ir de vez en cuando, a cinco minutos a pie de su casa. En breve tendrá que regresar. Cuatro pacientes lo esperan esa tarde en la consulta. El primero, sin duda, es el peor; un tipo que sueña a menudo que mata a sus hijos. Sabe que no debe dejarse llevar por las apariencias, pero no le extrañaría verlo algún día en la sección de sucesos del Telediario. Quizá debería encargarse de él, lanzarlo por el balcón y decirle a la policía que aquel sujeto se ha suicidado. No lo hará, es un profesional y nunca ha matado a nadie. Al menos, no con sus propias manos.

El teléfono vuelve a sonar. No puede alargarlo más. Da un último sorbo al café, se coloca las gafas y al cuarto timbrazo contesta.

—¿Sí?

—¿Por qué no lo coges a la primera? —pregunta al otro lado una voz masculina y profunda. El hombre parece enfadado.

—Estaba ocupado. Perdona.

—¿Ocupado? Hasta dentro de veinte minutos no abres la consulta.

Pedro resopla. Efectivamente, la voz profunda y enfadada tiene razón. Si no ha respondido ha sido porque no ha querido.

—¿Qué quieres? —dice el psicólogo, tras unos segundos en silencio.

—¿Te has ocupado de todo?

—Todavía me faltan unos flecos.

—¿Flecos? ¿Qué flecos? ¡No me jodas!

—Es que esto no es fácil.

—Ya sé que no es fácil, pero tú eres el que tiene que encargarse de…

—Lo sé. Sé cuáles son mis funciones. No hace falta que me lo recuerdes —dice Pedro, que cambia el tono de su voz—. Llevo mucho tiempo en esto.

También él se ha molestado. ¿A qué vienen esas exigencias? No tienen derecho a pedirle que haga más de lo que hace, que ya es bastante. Es cierto que se comprometió cuando todo comenzó; creía en aquel proyecto y en el fin por el que se movían. Sin embargo, cada vez tiene más dudas, más remordimientos.

—Mira, Pedro, sé que la próxima operación es muy arriesgada y que, sin duda, es el cometido más ambicioso que vamos a llevar a cabo. Es lógico que estés tenso. Pero de ti depende que no terminemos todos en la cárcel. ¿Puedo seguir confiando en tu trabajo?

El psicólogo no responde inmediatamente. Duda en su respuesta. ¿Pueden seguir contando con él? A su cabeza vienen los recuerdos de hace diez años, de aquella primera reunión en la que todos estaban decididos a cambiar el mundo. Querían hacer historia. Otras leyes, otras reglas.

—Sí, puedes seguir confiando en mí —asegura Pedro, que suena más convencido de lo que en realidad su cerebro dictamina—. Me encargaré de todo, como siempre.

—Bien. Me fío de tu palabra. Te llamo dentro de tres días y me cuentas. Espero que para entonces lo tengas todo solucionado.

—No te preocupes. Estará todo arreglado.

Y sin despedirse, Pedro Juncosa cuelga y da por finalizada la llamada. Se guarda el teléfono de prepago en la chaqueta y mira el reloj que lleva en la muñeca derecha. Tiene que regresar a la consulta para atender al loco que con frecuencia sueña que asesina a sus hijos. Resopla. En el fondo, él no es mejor que aquel tipejo. No, realmente no lo es. De eso ya está más que seguro.

CAPÍTULO 8

      

Lunes, 11 de marzo de 2019

—¡Espera! ¡Iván, por favor! ¡No lo hagas! ¡No saltes!

El grito ahogado de Vanesa consigue frenar de momento las intenciones del chico, que observa cómo ella corre hacia él.

—No puedo más. Te prometo que no puedo más.

—Claro que puedes. Eres un tío muy fuerte.

—No, ya no.

—Venga, dame la mano —dice la joven temblorosa y con lágrimas en los ojos—. Iván, por Dios, dame la mano.

—Vienen a por mí, Vane. Me van a matar.

—Nadie te va a matar. Yo cuidaré de ti. Iremos a la policía y…

—¡No! ¡A la policía no! ¡La policía es mi enemiga!

—Vale, vale. Nada de policía —rectifica rápidamente la chica temiendo que sus palabras impulsen a su amigo a saltar—. Vamos a la habitación y hablamos. Entre los dos encontraremos una solución. Estoy contigo. Como en los viejos tiempos, ¿vale?

Aquel alegato desesperado de Vanesa hace reaccionar a Iván, al que le ha cambiado la expresión del rostro. Parece más relajado; incluso sonríe tímidamente.

—Como has dicho antes, ha pasado mucho tiempo.

—Pues vamos a recuperarlo. Ven conmigo, anda.

El chico observa la mano tendida de su exnovia, se lo piensa unos segundos y, finalmente, se la coge. Despacio, con su ayuda, elude la valla de cristal. Y se abrazan.

—No vuelvas a hacerme esto jamás —le dice la joven al oído.

—Lo siento. De verdad que lo siento.

Los chicos se separan y se miran a los ojos. A la cabeza de ambos acuden un montón de recuerdos del pasado, de cuando eran pareja. Muchas cosas han cambiado desde aquellos días en los que eran el uno para el otro, demasiadas. Pero después de una situación extrema, la debilidad de las personas se hace más presente. Iván es el que da el paso, pero a ella parece no importarle. Sus labios se juntan. El beso es intenso, corto e incluso torpe. Un beso de otra época, de hace dos años. Son escasos diez segundos recuperados en el tiempo.

Vanesa se da cuenta del error y se culpa de lo que acaba de ocurrir. Pero tiene miedo de que, si dice algo inapropiado, Iván salga corriendo y salte por la cornisa de la azotea. Así que cierra los ojos un instante más y se guarda lo que está sintiendo.

—Ha sido muy bonito —comenta por fin el chico, que sonríe.

Ya no hay rastro del Iván asustadizo de hace un par de minutos. Entonces, repara en el teléfono que hace un momento lanzó contra el suelo. El joven se agacha y contempla el móvil que ha destrozado. Examina las piezas y se da cuenta de que aquello no tiene arreglo. Recoge la tarjeta SIM y se la guarda en el bolsillo del pantalón.

—¿Quién te ha llamado?

—Mi contacto. La única persona que está de mi parte. Él me está ayudando a escapar de Jacob y me mantiene informado de todo.

A Vanesa aquello le suena a película de espías. Le resulta de lo más extraño que Iván tenga un confidente, un contacto, como él lo ha llamado, que le eche una mano para que el jefe de Viral no lo atrape.

—¿Y qué te ha dicho para que reacciones así?

—No puedo contártelo.

—Venga, Iván. Claro que puedes. Yo también quiero ayudarte.

—¡Te he dicho que no! —exclama el joven, que ha alzado la voz, aunque enseguida se arrepiente y se disculpa—. Lo siento. De verdad que no puedo hablar de esto. ¿Vamos a la habitación?

Vanesa asiente. Espera a que Iván pase delante y baja la escalera detrás de él. Agradece no cruzarse ni con Manolita ni con su madre en su camino hasta la 123. Su mente no está para elaborar excusas ni inventar explicaciones.

Entran en el cuarto y los dos se sientan en la cama. La chica piensa que estar tan cerca puede llevar a Iván a equívoco y ella no quiere más besos. Así que, disimuladamente, se levanta y se queda de pie, apoyada en la puerta de la habitación.

—No puedo salir de aquí. Por lo menos hasta dentro de un par de días —dice Iván apesadumbrado—. Necesito otro teléfono. ¿Puedes prestarme uno?

—Solo tengo el mío.

—No puedo usar tu móvil para llamar a mi contacto. Jacob puede tenerlo pinchado. ¿Puedes ir a comprarme uno? Solo el teléfono, parece que la tarjeta no se ha dañado.

Antes de que Vanesa responda, el chico se agacha y alcanza su mochila, que está en el suelo junto a la cama. Abre el bolsillo delantero y coge una cartera de piel marrón de la que saca dos billetes de cincuenta euros.

—¿Con esto tendrás suficiente?

—De sobra. Pero…

—¿Sabes? Me ha entrado hambre. Llevo más de veinticuatro horas sin comer —continúa diciendo el chico, que parece que definitivamente ha dejado atrás lo ocurrido hace unos minutos en la azotea—. ¿Se puede pedir comida a la habitación, sin tener que bajar a recepción a recogerla?

—Imagino que sí. Nunca me lo han planteado.

—¿Me dejas tu móvil?

Vanesa dibuja una mueca de sorpresa ante la petición de su amigo. Su comportamiento es contradictorio, aunque entiende que tenga hambre si lleva tantas horas sin probar bocado. Sin embargo, tiene alguna que otra duda. ¿Es seguro que haga una llamada desde su teléfono?

—No te preocupes —la tranquiliza Iván adivinando lo que ella está pensando—. Desde tu móvil no puedo llamar a mi contacto porque no sé si lo están vigilando y te pondría en peligro. Pero no pasa nada si pido comida a domicilio. Jacob es bueno, pero no tiene poderes mágicos para averiguar que soy yo el que está llamando a un restaurante desde tu smartphone.

Vanesa acepta y le da su móvil a Iván. Este busca en Google una pizzería del pueblo que esté abierta y pide dos pizzas familiares y varias latas de refresco.

—Lo traerán directamente a la habitación 123.

—¿No te has pasado un poco con la comida que has pedido? —pregunta Vanesa cuando el chico cuelga.

—Puede ser. Pero estoy hambriento. Lo que sobre me lo comeré para desayunar. Aunque te podrías quedar a cenar conmigo. He pedido una de barbacoa, como a ti te gusta.

—No, gracias. Tengo cosas que hacer.

Ha sonado poco convincente. Quizá hasta demasiado seca. Pero la realidad es que empieza a sentirse un poco agobiada allí. No puede parar de pensar en el beso que se han dado. ¿Debería contárselo a Julia?

—Comprendo. ¿Me traerás mañana el móvil?

—Sí, iré ahora a por él. A ver si me da tiempo. La tienda estará a punto de cerrar.

—No te entretengo más entonces —dice Iván caminando hasta ella—. Gracias por todo, de verdad. Sabía que podía confiar en ti.

El chico le da un beso en la mejilla como despedida. Vanesa fuerza una sonrisa. Abre la puerta y se marcha de la habitación. Sin perder tiempo, la joven baja la escalera a toda velocidad hasta la planta baja. Mira hacia la recepción para ver la posición de su madre, que, afortunadamente, no está en ese momento. Da gracias en voz baja por su suerte y sale corriendo del hotel. No se detiene hasta que llega a la siguiente calle. Allí se para, respira hondo y toma aire. Reflexiona mientras recupera el aliento. Está estresada, incómoda y descontenta consigo misma. Los hechos se han ido sucediendo sin que ella haya sido capaz de actuar de otra manera, pero siente que no ha hecho las cosas del todo bien. Ha besado a Iván, como en los viejos tiempos. ¿Por qué? ¿En qué demonios estaba pensando? Está arrepentida. Muy arrepentida. Y confusa. Sobre todo porque no sabe qué va a pasar a continuación. Su vida por fin estaba en orden. Disponía de estabilidad y no tenía secretos ni nada que esconder. Ahora, en cambio, no solo tendrá que ocultarle a todo el mundo que Iván ha vuelto al pueblo, sino que deberá cargar con los remordimientos del beso.

Un pinchazo en la espalda la devuelve a la realidad. Es un latigazo muy fuerte, un dolor intenso por encima de la cintura. De vez en cuando le pasa, especialmente cuando hace un gran esfuerzo o está demasiado tensa. Son las secuelas de la explosión en la estación de metro que la tuvo varias semanas internada en el hospital.

A Vanesa le entran ganas de llorar, pero se las aguanta. No le queda más remedio. Si no se da prisa, no podrá comprarle el móvil de prepago a Iván y este no podrá comunicarse con su contacto.

Reanuda el paso con el pinchazo en la espalda todavía presente. De repente, se siente observada. Mira a su alrededor y examina a la gente que tiene más cerca. Es como si todos estuvieran pendientes de ella. Menuda paranoia. Se reprende a sí misma por su comedura de cabeza y se pone en marcha de nuevo. Sin embargo, esa sensación no la abandona. ¿De verdad alguien la está vigilando?

                                    

Manolita guarda el cubo y la fregona en el cuarto de la limpieza de la primera planta. Tiene ganas de llegar a casa y ver a sus hijos. El pequeño, de apenas cinco años, está para comérselo. El mayor, por otra parte, pasa por una etapa complicada. No es fácil ser un adolescente de catorce años. Pero a ambos los quiere tanto que daría lo que fuera por ellos.

La mujer se dirige hacia la escalera cuando ve a un tipo ataviado con una gorra roja y un uniforme del mismo color. Lleva dos cajas de cartón, que parecen ser de pizza, y una bolsa llena de latas de refrescos.

—Perdona, ¿la habitación 123? —le pregunta el muchacho tras mirar un tique—. Tengo que entregar un pedido.

—Es aquella.

Manolita le indica la tercera puerta de la derecha. Le resulta extraño ver allí a un repartidor de pizzas. No es nada habitual. Piensa en quién es el huésped de la 123 y rápidamente recuerda su identidad. Es el hípster al que vio subiendo antes a la azotea. Ese tío que le pareció tan raro y que según Vanesa se había registrado ese mismo día.

El muchacho le da las gracias a la mujer y se encamina hacia la puerta señalada. Llama con los nudillos y enseguida le abren. Manolita contempla la escena de reojo, con discreción. No se ha confundido. Puede ver con claridad el rostro del joven de la barba cuando le paga al repartidor. Entonces un escalofrío recorre todo su cuerpo. No puede ser. El corazón le va a mil por hora y le tiemblan las piernas. ¿Aquel chico es quien ella cree que es?

CAPÍTULO 9

      

Lunes, 11 de marzo de 2019

—La persona que induzca a otra a suicidarse será castigada con penas de entre cuatro y ocho años de cárcel. En España se suicidaron más de tres mil seiscientas personas en 2017, es el último dato computado por el Instituto Nacional de Estadística.

Julia le lee en voz alta a Emilio, que está al otro lado del teléfono, la información que ha encontrado en Internet sobre las muertes por suicidio que se producen en España. Sin que se diera cuenta, al joven se le ha hecho tarde y ha tenido que irse precipitadamente. De camino a casa ha llamado a su amiga para continuar hablando sobre el tema que los ha mantenido ocupados durante el tiempo que han estado juntos.

—En 2014, año en que murió Pedro Juncosa, se suicidaron tres mil novecientas diez personas, el récord desde que se contabilizan este tipo de datos.

—Vamos, que si ese hombre realmente decidió quitarse la vida no habría sido algo extraño ni ocasional.

—Por desgracia, pasa más de lo que creemos, Emi.

—Pero no estamos seguros de que Pedro se suicidara.

—Eso es lo que piensa mi profesor y, por lo que me ha dado a entender, no es el único. Yo no he sacado aún conclusiones de ningún tipo. Es muy pronto. Pero no quiero poner en duda la investigación oficial ni al juez.

—Si, como dicen, fue un suicidio, ¿aparece en el dosier el motivo por el que creen que pudo haberlo hecho?

Julia abre la carpeta que sostiene sobre el regazo y ojea un par de páginas antes de responderle a su amigo.

—La razón exacta no queda determinada, pero sí consta que varias personas lo habían visto muy bajo de moral en las últimas semanas. No pasaba por un buen momento.

—Un psicólogo que se suicida por problemas de depresión. No tuvo cura para sí mismo.

—Juncosa no dejaba de ser una persona de carne y hueso. Seguro que tenía sus malas rachas como todo el mundo —comenta Julia, que se fija en una fotografía a la que hasta ahora no había prestado demasiada atención—. ¿Entiendes de nudos?

—¿Yo? No. ¿Por qué me lo preguntas?

—Tengo delante la imagen de la cuerda con la que se ahorcó o lo ahorcaron. El informe dice que es una cuerda de esas que se usan en los rodeos en Estados Unidos.

—Qué curioso. ¿Y de dónde la sacó?

—Aquí pone que fue un recuerdo que compró en Dallas. Me estoy fijando en el nudo. Es el que se conoce como «nudo del ahorcado». Está muy bien hecho.

—¿Y eso tiene algo de raro?

—No lo sé, tal vez no —dice Julia sin apartar los ojos de la foto—. Pero, si realmente se suicidó, o era un experto en nudos o tuvo la sangre muy fría. No hay otra forma de explicar que hiciera un nudo tan perfecto en esas condiciones. Lo lógico sería que estuviera muy nervioso y le temblaran hasta las manos por el paso drástico que iba a dar. ¿Cómo fue capaz de preparar un nudo tan bueno?

La pregunta de la joven no obtiene respuesta de su amigo. De hecho, ninguno de los dos dice nada durante unos segundos.

—Estoy mirando en YouTube —interviene por fin Emilio—. Hay tutoriales para aprender a hacer el nudo del ahorcado. Es increíble.

—En Internet hay de todo, ya lo sabes.

Los dos son conscientes de que en la Red se puede encontrar cualquier cosa. Viral todavía está muy presente en sus mentes. Sin embargo, los vídeos de cómo hacer el nudo del ahorcado perfecto ni siquiera hay que buscarlos en la Deep Web. Están en YouTube, al alcance de cualquiera.

—Imagino que lo del nudo lo tendrían controlado el juez y la policía, ¿no?

—Sí, imagino que sí —responde Julia poco convencida—, aunque dieron por hecho que lo hizo el propio Juncosa.

—A lo mejor no es tan difícil hacerlo; quizá esa parte fue la más sencilla. Al fin y al cabo, solo es un nudo.

—Estaba preparando su propia muerte, ¿te parece fácil eso?

—No, claro que no. ¿Has consultado cuántas personas se suicidan de esa manera?

Julia no contesta a la pregunta de Emilio porque en ese instante recibe una llamada. El número que aparece en su móvil es el mismo al que hace un rato envió un mensaje de WhatsApp.

—Emi, luego hablamos. Me está llamando María José Yuste, la empleada de Juncosa con la que he quedado en verme mañana.

—¡Joder! ¿En serio? ¡Contesta! —exclama el chico—. Llámame luego y me das todos los detalles.

Julia ni se despide de su amigo. Da por finalizada la llamada con él y acepta la de la mujer que encontró el cuerpo del psicólogo fallecido hace cinco años.

—¿Sí?

—¿Eres Julia Plaza?

—Sí, soy yo, encantada. ¿María José?

—Exacto —responde la mujer. Julia le nota la respiración agitada. Tiene una voz aguda y chillona—. Oye, verás, sobre lo de vernos mañana…

Por un momento, la chica cree que la señora va a anular la cita del día siguiente, así que lo que le dice a continuación la coge desprevenida.

—¿Puede ser hoy?

—¿Quiere que nos veamos hoy?

—Sí, esta noche, sobre las diez. ¿Te viene bien? Es que estoy viendo que me voy a pasar toda la madrugada dándole vueltas al tema y prefiero hablar contigo cuanto antes.

Julia piensa rápidamente. Esa mujer vive en la ciudad y ella está en el pueblo. Ir en bus le llevará una hora como mínimo y, si terminan muy tarde, llegará a casa a las tantas y mañana debe madrugar para ir a la universidad. Pero es una oportunidad única para saber más sobre la muerte de Pedro Juncosa. Y antes de lo previsto.

—Perfecto. Quedamos a las diez en…

—A las diez en mi casa —suelta María José sin consultarlo con Julia—. Te mando la ubicación exacta en un mensaje.

—Muy bien. Nos vemos dentro de un rato. Gracias por su disponibilidad.

—Gracias a ti. Y perdona por el cambio de planes.

Es la mujer la que cuelga dando por terminada la llamada. Julia se queda unos segundos mirando el móvil en silencio, pensativa, con la voz chillona de María José Yuste retumbando en su cabeza. Está segura de que su testimonio le será muy útil para su trabajo, aunque ella no tiene que averiguar si alguien mató a Pedro Juncosa, sino hacer un planteamiento argumentado y realista del caso. Debería repetirse eso constantemente, porque tiene la sensación de que está afrontando la investigación como si fuera la policía encargada de resolverlo. El caso está cerrado y archivado: el juez lo consideró un suicidio.

Mira el reloj. Son más de las ocho y media. Debe calmarse. Ir paso a paso y no centrarse exclusivamente en aquella historia que la está absorbiendo por completo. Incluso se ha olvidado de llamar a Vanesa. ¿Estará ya en casa? Quiere hablar con ella, pero primero le envía un WhatsApp a Emilio contándole las novedades. Sin esperar a que su amigo le responda, marca el número de su novia, que todavía no sabe lo que se trae entre manos. Según transcurra la conversación, se lo explicará en ese momento o lo hará al día siguiente. No tiene mucho tiempo, en veinte minutos tiene que coger el bus.

Pero Vanesa no responde a la primera llamada. Tampoco a la segunda. Ni a la tercera. El que sí lo hace es Emilio, que le envía un WhatsApp.

«¿Quieres que vaya contigo?».

Julia le responde que no, que la mujer cuenta con que irá ella sola y no quiere agobiarla ni que se sienta cohibida por la presencia de alguien más. El chico lo comprende y lo acepta, aunque le pide por favor que lo mantenga informado de todo.

«Y no te metas en líos. Recuerda: sin sobresaltos».

Esta vez no le contesta. Tiene prisa y debe solucionar algún que otro asunto antes de ir a la estación de autobuses. Llama una vez más a Vanesa, que sigue sin cogerle el móvil. Estará muy liada en el hotel. Julia le escribe pidiéndole que la llame cuando pueda e inmediatamente envía otro mensaje a alguien que sí puede echarle una mano.

«¡Hola! ¿Me puedo quedar a dormir en tu casa esta noche? Llegaría bastante tarde. Sobre las once u once y media. Dime algo cuando veas el mensaje. Un beso».

Está segura de cuál será la respuesta, pero mientras espera la confirmación, prepara la mochila. Mete en ella un pijama, ropa para cambiarse, el neceser con sus utensilios de aseo y el cargador del móvil. También guarda la carpeta con el dosier del caso de la muerte de Pedro Juncosa. Se cuelga la bolsa a la espalda y, tras ponerse la chaqueta vaquera, sale de su habitación.

Cuando está bajando las escaleras, recibe el WhatsApp deseado.

«¡Por supuesto! ¡Qué bien que vengas! Tenía muchas ganas de verte».

Julia sonríe al leer el mensaje. Sabía que podía contar con ella. Solo falta decírselo a sus padres, pero ninguno de los dos está en casa en ese momento. Su madre todavía no ha regresado del trabajo y su padre ha salido a comprar algo para la cena. Cuando se suba al autobús les enviará un mensaje al grupo de WhatsApp que tienen los tres para avisarlos de que pasará la noche fuera y de que mañana irá directa a la universidad. Últimamente ya no la sobreprotegen tanto. ¡Menos mal! Aun así, prefiere no decirles nada hasta estar camino de la ciudad, así no podrán evitar que siga adelante con su plan.

Fuera no hace mucho frío, entre doce y quince grados. Ya es de noche y las luces de las farolas iluminan las calles. Un pitido del móvil le anuncia que ha recibido un nuevo WhatsApp. Piensa que puede ser Vanesa o Emilio, pero no se trata de ninguno de ellos. Es la persona que le dará cobijo esa noche en la ciudad.

«Imagino que no vendrás para cenar, pero guarda sitio para el postre. Casualmente, hoy he preparado esa tarta de manzana que te gusta tanto. Podemos comérnosla mientras echamos una partida al ajedrez y me pones al día de tu intensa vida en la universidad. ¡Qué bien lo vamos a pasar, querida nieta!».

CAPÍTULO 10

      

Lunes, 11 de marzo de 2019

Vanesa todavía tiene la sensación de que alguien la sigue. Se detiene varias veces y mira a su espalda, pero no detecta a nadie que la esté observando ni que vaya detrás de ella. Sin duda, la charla con Iván le ha metido el miedo en el cuerpo y ahora desconfía hasta de su propia sombra.

Julia la ha llamado en varias ocasiones, pero ha preferido no cogerle el teléfono. La llamará en cuanto llegue a casa y haya cumplido con su cometido.

En el pueblo no hay demasiadas tiendas en las que se pueda comprar un móvil. La mejor es la del padre de Yi Lin, que es a la que se dirige. Entra en el establecimiento y ve a su amiga en el mostrador con la vista puesta en su teléfono. Nunca se llevó ni bien ni mal con aquella chica de padres chinos nacida en la provincia de Albacete. Hasta que empezó a salir con Julia. Desde entonces, mantienen una buena relación y forman parte del mismo grupo de amigos.

—¡Vane! ¿Qué haces por aquí? —dice Yi, que levanta la cabeza al escuchar que la puerta se abre y contempla sorprendida a la recién llegada—. ¿No viene Julia contigo?

En ese instante, Vanesa recuerda que le ha mentido a su novia hace un rato cuando le dijo que no podía quedar con ella porque tenía que trabajar en el hotel porque su madre se había puesto mala. Con la paranoia de que alguien la persigue, no había pensado en eso.

—No. Y no puede saber que he venido —le advierte la joven, que habla en voz baja—. ¿De acuerdo?

—¿Estáis mal? ¿Habéis discutido?

—No. Nada de eso. Todo va bien, no te preocupes. Ya te lo explicaré. ¿Estás tú de encargada?

—No, mi padre. Espera.

Yi da un grito para avisar a su padre, que está en la trastienda. Enseguida aparece un hombrecillo de ojos rasgados, con poco pelo y vestido completamente de blanco. Le sonríe a Vanesa y le pregunta amablemente qué desea. La joven le explica que necesita un móvil de tarjeta prepago no demasiado caro. El hombre se gira y abre una vitrina de la que empieza a sacar teléfonos, que va colocando encima del mostrador.

—¿Te han robado el móvil? —le pregunta Yi desconcertada.

—No, no me lo han robado. Es que… necesito otro.

Vanesa se da cuenta de la expresión de su amiga, mezcla de confusión e incredulidad. Pero no puede contarle que Iván está alojado en una habitación del hotel de sus padres y que aquel teléfono es para él. El chico le ha ordenado que no le revele a nadie su paradero.

—Este está muy bien de precio y es un móvil muy bueno —dice el dueño de la tienda mostrándole un Alcatel negro—. Y este otro también va fenomenal.

El segundo móvil que le muestra es un Nokia. A Vanesa le agrada. Parece muy antiguo, aunque eso le da igual. No es para ella y no cree que Iván lo necesite para mucho más que para realizar y recibir llamadas. Lo que desea es salir de allí cuanto antes y que Yi Lin no le haga más preguntas.

—Perfecto. Me llevo este —dice Vanesa eligiendo el Nokia.

—Buena elección, señorita. ¿Te lo envuelvo para regalo?

—No hace falta, gracias. Cóbreme cuando pueda.

El hombre asiente sin dejar de sonreír ni un solo segundo. Vuelve a guardar los móviles de muestra en la vitrina y busca en el interior de un armario el modelo por el que la joven se ha decidido.

—¿Este número se lo vas a dar a todo el mundo o solo lo usarás con alguien en concreto? —vuelve a preguntar Yi curiosa.

—Es para… hablar con mis padres —miente Vanesa, que se sonroja.

—Eso está muy bien —se atreve a decir el hombre, que ya ha dado con la caja que busca—. Nunca hay que perder el contacto con los padres. Nosotros nos preocupamos cuando volvéis tarde o cuando no nos llamáis para avisar.

—Papá, tú no puedes quejarte de mí en ese sentido. Me tienes supercontrolada.

El hombre sonríe y mueve la cabeza negativamente. No piensa discutir con la alocada de su hija en público y menos delante de una de sus amigas. Introduce la caja en una bolsa de tela que lleva impreso el nombre de la tienda y se la da a Vanesa. Esta paga con un billete de cincuenta euros y en cuanto recibe la vuelta, se despide de Yi Lin y de su padre y sale precipitadamente del establecimiento.

Vanesa sabe que su amiga ha dudado de lo que le ha contado. Ha sonado muy sospechoso que le pidiera que no le dijera nada a Julia. Mientras camina, se arrepiente de su manera de gestionar la situación Pero se ha puesto nerviosa y sus respuestas no han sido demasiado brillantes. Ahora ya no hay marcha atrás. Espera que Yi no le diga nada a su novia, por lo menos hasta que ella pueda contarle lo que pasa, que ojalá sea pronto, porque no le gusta tener que mentir. Hace varias horas que no habla con ella y se siente mal por no haberle contado la verdad. Y por el beso. No se puede olvidar de que ha besado a Iván. No se lo perdona.

De pronto, echa mucho de menos a Julia. Siente la necesidad de escuchar su voz, así que saca el móvil del bolsillo de su chaqueta para llamarla. Entonces descubre que no tiene batería. Suelta un par de palabras malsonantes en voz alta y se detiene delante de un semáforo en rojo. Puede que sea una locura, pero vuelve a sentir que alguien la observa. Aquello empieza a preocuparle de verdad. Se da la vuelta y en esta ocasión sí ve a alguien conocido corriendo hacia ella. Es Yi la que se acerca rápidamente al paso de cebra en el que Vane aguarda para cruzar.

—¿Qué pasa? ¿Me he olvidado algo en la tienda?

—No, nada de eso —responde Yi muy seria—. He venido para preguntarte algo.

—¿El qué?

—¿Le estás poniendo los cuernos a Julia?

La pregunta pilla desprevenida a Vanesa, que titubea antes de contestar intentando no mostrar fisuras. Un simple beso no puede considerarse infidelidad, ¿no? Solo ha sido un estúpido y desafortunado error. Tiene muy claros sus sentimientos.

—Por supuesto que no.

—¿Y por qué no puedo decirle que has estado en la tienda?

—Porque cree que estoy trabajando —dice Vanesa con sinceridad—. Habíamos quedado, me ha surgido un imprevisto y he preferido decirle que tenía que sustituir a mi madre en la recepción del hotel.

—¿La has engañado?

—Bueno, no le he dicho la verdad.

—¿Por qué?

—No puedo explicártelo, pero confía en mí. No le estoy poniendo los cuernos. Te lo prometo, Yi.

—El teléfono que has comprado no es para hablar con tus padres, ¿verdad?

Vanesa suspira resignada. ¿En qué momento se le ocurrió la brillante idea de ir a la tienda del padre de Yi a comprar el teléfono para Iván? Debería haber previsto que su amiga podía estar allí.

—Mira, de momento no puedo decirte nada. Perdóname.

—No quiero ser cómplice de una infidelidad.

—¡Que no he engañado a Julia! ¡Tienes que creerme, Yi! ¡Confía en mí, por favor!

—Entonces, ¿lo del móvil nuevo?

La insistencia de la joven de rasgos asiáticos la está agobiando. Agacha la cabeza, cierra los ojos y se aprieta las sienes con ambas manos. Su amiga la observa con cierta preocupación.

—¿Estás bien?

—No, Yi. No estoy bien —responde Vanesa harta de la situación—. No puedo contarte el motivo por el que no le he dicho a Julia la verdad ni para qué es el móvil que he comprado. Solo te pido que confíes en mí y que no hables de esto con nadie. Por favor.

—¿No estás siendo infiel? ¿El teléfono no es para hablar con alguien que no es Julia?

—Te juro que no. Hay un motivo para todo esto, pero todavía no puedo hablar de ello.

—Qué misterioso.

Yi se acaricia la barbilla y mira hacia arriba, como si estuviese tratando de adivinar un acertijo imposible. Finalmente, sonríe y termina abrazando a Vanesa, que respira algo más tranquila.

—Me tengo que marchar. Me he quedado sin batería en el móvil y no sé cuánto tiempo llevo incomunicada. Por favor, no le cuentes nuestra conversación a Julia.

—No lo haré. Tu secreto turbio está a salvo conmigo. Aunque si me entero de que le has puesto los cuernos a mi querida amiga Jota punto Plaza te vas a enterar. Y descubrirás qué entendemos los chinos por venganza.

—Tú eres española, naciste en un pueblo de Albacete.

—Pero mi sangre es pekinesa —dice Yi, que le lanza un beso a su amiga y se da la vuelta para regresar a la tienda de su padre con un aire dramático en sus movimientos.

Aunque no está para muchas alegrías, a Vanesa se le escapa una sonrisilla. No ha sido una tarde fácil. Tiene ganas de llegar a casa, tumbarse en el sofá y llamar a su novia para decirle cuánto la quiere. Esa es la única verdad: quiere a Julia; todo lo demás es ciencia ficción.

Con energías renovadas y deseosa de recuperar la tranquilidad, Vane cruza por fin el paso de cebra sin fijarse en el color del disco del semáforo. Tampoco se da cuenta de que un coche azul se aproxima a toda velocidad. No se oye el ruido del frenazo, porque el vehículo no se detiene. Solo se escuchan los sonidos de la noche y del impacto del cuerpo de la chica contra el asfalto. Después, gritos.

CAPÍTULO 11

      

Lunes, 11 de marzo de 2019

Es muy raro que no le coja el móvil ni le responda al mensaje que le envió antes. Ahora una voz la informa de que su teléfono está apagado o no tiene cobertura. A lo mejor se le ha terminado la batería y no se ha dado cuenta. Julia está empezando a preocuparse por la falta de noticias de Vanesa. Tal vez solo esté ocupada, trabajando. Piensa en llamarla al teléfono fijo del hotel, pero enseguida descarta la idea. No quiere molestarla ni parecer una pesada obsesionada. Decide darse de plazo hasta llegar a la ciudad. Si entonces no ha tenido noticias suyas, intentará localizarla en el hotel.

Los que sí la han llamado han sido sus padres, que ya estaban juntos en casa cuando recibieron el mensaje en el grupo de WhatsApp. No se han tomado mal su improvisado plan ni le ha caído una bronca, aunque tampoco saben el motivo real de su viaje; ha preferido guardárselo hasta más adelante. Simplemente, se ha limitado a contarles que iba a visitar a su abuela Pilar. Ya les explicará en su momento la historia completa. Por teléfono seguro que se pondrían nerviosos y se quejarían de su atrevimiento. Y llevan una racha familiar muy buena como para alterarlos ahora.

Sin sobresaltos.

El autobús va medio vacío, así que se ha podido sentar sola. Eso le ha permitido seguir analizando con tranquilidad el informe de la muerte de Pedro Juncosa.

A mitad del trayecto, su móvil, al que ha quitado el sonido, empieza a vibrar. El que llama es Emilio. La chica contesta procurando no alzar demasiado la voz para no incomodar al resto de los viajeros.

—Dime, Emi.

—¿Sigues en el bus?

—Sí, me queda un ratito para llegar y después aún tengo que coger el metro. Son cinco paradas de la línea seis. La casa de la señora está al lado de la estación.

—Mejor. Así no tendrás que caminar mucho de noche —dice Emilio, que decide abordar la verdadera razón de su llamada—. Oye, te quería pedir algo.

—Miedo me das. ¿De qué se trata?

—Verás, desde que salí de tu casa, no he dejado de darle vueltas al caso de Juncosa y a su misteriosa muerte. ¿Tienes el informe a mano?

—Sí, me lo he traído. Precisamente lo estaba leyendo cuando me has llamado.

—¿Te importaría compartir conmigo algunas páginas del dosier? Podrías fotografiarlas con el móvil y enviármelas por WhatsApp.

—No sé si es una buena idea.

En realidad, a Julia le parece una idea horrible. Aquel informe es para un trabajo de clase y su amigo no debería pedírselo ni jugar a los detectives con la que fue una muerte real.

—¿Por qué? Solo quiero echarle un vistazo con calma. En tu casa apenas pude ver nada.

—Es que no deberías haber visto nada, Emi.

—¿Prefieres que investigue en Internet por mi cuenta? —pregunta el joven molesto por la negativa de Julia—. Vamos… Es que ahora no pienso en otra cosa. A lo mejor, hasta puedo servirte de ayuda.

La chica intenta no ponerse nerviosa. La culpa es suya por haberle hablado del caso. Ahora tiene que pagar las consecuencias.

—¿Qué parte quieres que te pase?

—¡No sé! ¡El principio! —exclama Emilio, que no disimula su emoción—. Las primeras páginas estaría bien. Las que puedas.

—Me voy a arrepentir de esto.

—¡Seguro que no! ¡Gracias! Te cuelgo para que puedas hacer las fotos y mandármelas.

Julia emite un gruñido en señal de protesta, pero accede a hacer lo que su amigo le pide. No tarda mucho. Al no haber nadie sentado a su lado, actúa rápido y sin presión. Antes de que el autobús llegue a la estación ha finalizado la tarea y le ha enviado las fotos a Emilio. El joven del cabello azul vuelve a llamarla para darle las gracias y disculparse por si se ha sentido obligada a cumplir con lo que le ha pedido.

—No te preocupes. Pero no vayas hablando de esto por ahí.

—Solo será para uso personal. Lo leeré atentamente después de cenar.

—Emi, esto no es un juego. Fue una muerte de verdad.

—Ya lo sé. ¿O es que no recuerdas quién te advirtió que no te metieras en líos?

Julia chasquea la lengua y se despide de su amigo, insistiendo en que no divulgue el contenido del informe.

El autobús ya ha entrado en la ciudad y Vanesa continúa sin ponerse en contacto con ella. Va a llamar al hotel, pero primero prueba suerte de nuevo con el móvil de su novia. Esta vez el teléfono sí da señal, pero nadie responde. Inquieta, vuelve a intentarlo. Al tercer bip, por fin responde.

—¡Julia! ¡Iba a llamarte ahora! ¡Tenía muchas ganas de hablar contigo!

La voz de Vanesa suena diferente, nasal y entrecortada, como si hubiese llorado.

—¿Qué ha pasado?

—Un coche casi me lleva por delante.

—¿Qué dices? ¿En serio? ¿Estás bien?

—Sí. Más o menos. Me he torcido un tobillo y me lo han vendado en el ambulatorio, pero nada más. Unos rasguños sin importancia en las rodillas y en los brazos. No tengo nada roto. ¡Menos mal! Ha sido un susto tremendo.

Vanesa le explica a su novia que estaba cruzando un paso de cebra cuando un coche azul, del que no pudo ver la matrícula ni distinguir el modelo, se saltó el semáforo en rojo y pasó muy cerca de ella. Afortunadamente, no la atropelló, pero al esquivarlo, cayó al suelo y se torció el pie. El conductor se dio a la fuga y nadie ha podido identificarlo todavía.

—Sigo en el ambulatorio. Mi madre va a venir a buscarme. Siento no haberte avisado antes, pero acabo de encender el móvil. Me quedé sin batería y una enfermera me ha prestado su cargador.

—No te preocupes. Lo importante es que te encuentres bien.

—Sí, pero me puse muy nerviosa. Casi ha sido peor la tensión del momento que el golpe en sí. Cuando me caí, vi la sangre en las rodillas y en los brazos y me empezó a doler todo el cuerpo. Me acordé de los meses en el hospital… No quería volver —dice Vanesa entre lágrimas—. Un chico me ha traído al ambulatorio en su coche y se ha quedado conmigo hasta que ha visto que no era nada grave.

—Joder, Vane. Cuánto lo siento. ¿De verdad que estás bien?

—Sí, con muchas ganas de verte. ¿Estás en casa?

—No, en el autobús. Acabo de llegar a la ciudad. Estoy ya cerca de la estación —responde Julia, que se siente culpable por no estar al lado de su novia—. Te he llamado varias veces para avisarte.

—¿Has ido a la ciudad? ¿A estas horas?

No es el momento de darle explicaciones a su chica después de lo que le ha sucedido. La historia de Pedro Juncosa es muy larga para contársela ahora. Además, el autobús ya ha entrado en la estación. Debe darse prisa en coger el metro hasta la casa de María José. No quiere llegar tarde y hacer esperar a la mujer.

—He venido a visitar a mi abuela. Pasaré la noche aquí.

—¿Y eso? ¿Está enferma Pilar?

—No, pero tenía muchas ganas de verla y… aquí estoy —responde Julia, que cada vez se siente más culpable—. Pero si quieres cojo el siguiente bus de vuelta.

—¡No! No te preocupes. Yo estoy bien. Además, necesito descansar. No tardaré en irme a dormir.

—¿Quieres que comamos mañana juntas?

—¡Vale! ¡Me parece una gran idea! —exclama Vanesa; la propuesta le hace mucha ilusión—. Le diré a mi madre que me cojo el día libre para recuperarme del accidente.

—Genial. Mañana salgo a la una. Te recojo sobre las dos y cuarto y vamos a comer a algún restaurante de la plaza. Invito yo.

—¡Perfecto!

La alegría con la que Vane ha recibido el plan improvisado alivia a Julia, a la que le sabe muy mal no estar con ella arropándola y dándole cariño. Será un buen momento, además, para ponerla al día sobre lo que ha ido a hacer a la ciudad y sobre el trabajo que tiene que realizar para obtener una matrícula de honor en una de las asignaturas de la carrera.

—De verdad que estás bien, ¿no?

—Que sí, pesada. ¡No me lo preguntes más!

Las dos se echan a reír y bromean durante un rato antes de despedirse. Julia entra en la estación del metro y le advierte a Vanesa de que puede quedarse sin cobertura en cualquier momento. Y así sucede después de que ambas se regalen el último «te quiero».

Tiene suerte y el tren aparece justo cuando ella llega al andén. No hay demasiada gente en el vagón al que sube, incluso puede sentarse. Coloca la mochila entre las piernas y coge el móvil. Examina las imágenes de las primeras páginas del dosier que antes le ha enviado a Emilio. Vuelve a mirar la foto en color de Pedro Juncosa con el traje puesto.

¿De verdad aquel hombre se suicidó? Hace zoom en el rostro del psicólogo, como esperando a que este le responda a la pregunta. Va deslizando la vista despacio por la fotografía aumentada. Se fija en sus dedos; tiene las uñas mordidas, las de los cinco dedos de las dos manos. Eso le llama la atención. Indica que aquel hombre era una persona aparentemente nerviosa. Inquieta, cuando menos. ¿Cómo pudo ser capaz de hacer un nudo tan preciso en la cuerda que iba a utilizar para suicidarse minutos después? Tal vez solo sea algo circunstancial y no tenga nada que ver una cosa con la otra. Pero su instinto continúa advirtiéndola de que hay algo que no cuadra. Los diez minutos en el metro se los pasa reflexionando sobre el tema y resuelve que no puede sacar conclusiones ni llevarle la contraria al juez ni a la policía que ha investigado el caso por unas uñas mordidas.

Cuando sale de la estación y su móvil vuelve a tener cobertura, escribe un WhatsApp a sus padres para decirles que ya está en la ciudad y que en breve verá a su abuela. Su madre le responde con un «OK» y un «dale un beso de nuestra parte».

La chica camina hasta el número 51 de la calle en la que vive María José Yuste. Es un edificio antiguo, marrón, de tres plantas. Se acerca al telefonillo y pulsa el botón correspondiente al primero D.

—¿Sí?

—Hola, soy Julia.

—Qué puntual. Te abro. Sube por la escalera, el ascensor está roto.

La chica escucha una especie de timbre y empuja la puerta, que pesa bastante. La luz del recibidor se enciende automáticamente y enseguida ve la escalera al fondo a la izquierda. Instintivamente, mira su reloj para comprobar la hora. Sí, ha sido muy puntual: falta un minuto para las diez.

Los nervios se apoderan de Julia desde que pisa el primer escalón. Trata de calmarse mientras sube a la primera planta del edificio. Se dice a sí misma que debe transmitir tranquilidad para que aquella mujer hable con ella sin miedo. Si ella duda, María José también lo hará y eso perjudicaría la conversación.

Así que toma aire, lo expulsa despacio y dibuja la mejor de sus sonrisas justo cuando llega al último peldaño. Desde su posición puede contemplar hasta ocho puertas en un pasillo no muy ancho, cuatro a cada lado. La que se abre es la segunda de la derecha. Una mujer bajita y regordeta, con el cabello corto y tintado de morado se asoma y le hace gestos con las manos para que se acerque.

—Aquí, niña, aquí.

Julia no cambia la expresión ensayada en la escalera y sigue sonriendo. Va hasta la puerta del primero D y se presenta a la mujer.

—Hola, soy Julia Plaza —dice alargando su brazo derecho para estrecharle la mano a María José.

Esta ignora la cortesía de la joven y le pide que entre en el piso sin siquiera saludarla. Julia obedece y va detrás de aquella curiosa mujer.

—¿Has venido sola o te ha traído alguien?

—He venido en metro.

—Ten cuidado en el metro por la noche, es peligroso.

Julia no quiere llevarle la contraria y asiente. María José la conduce hasta un pequeño salón recargado de cuadros y figuritas de todo tipo. Le pide que se siente en el lado derecho de un viejo sofá gris de tela mientras ella ocupa el lado izquierdo. Aunque la chica continúa esbozando su sonrisa, por dentro los nervios la están devorando. ¿Quién debe iniciar la conversación? ¿Debe ir directa al grano? ¿Preguntarle sin rodeos por lo que ella definió como «su verdad»?

Decide tomárselo con calma y empezar dándole las gracias por atenderla.

—María José, le estoy muy agradecida por…

—Lo mataron —la interrumpe la mujer del pelo morado con su voz aguda y chillona.

—¿Qué? ¿Lo mataron?

—Sí. Lo tengo clarísimo. La muerte de don Pedro no fue un suicidio. Estoy segura de que fue un asesinato.

CAPÍTULO 12

      

Lunes, 11 de marzo de 2019

Ha sido un día horrible, como todos los 11 de marzo de los últimos quince años. Lleva encerrada en la habitación desde que regresó de clase. Solo aguantó la primera hora; después volvió a la residencia en la que vive, un pequeño edificio en el que ocho chicas comparten cocina, comedor y dos cuartos de baño. Por lo menos, no paga mucho dinero y está bastante cerca de la universidad.

Alguien llama a la puerta. Al otro lado, escucha la voz de Gina, la italiana que vive con ella, que pronuncia su nombre con un marcado acento milanés. Claudia se levanta de la silla y esconde lo que tiene sobre la mesa en el segundo cajón de la cómoda, donde guarda la ropa interior. Después se sienta en la cama y le da permiso a la joven para que pase. Su compañera de residencia abre y se queda bajo el marco de la puerta.

—¿Has cenado? —le pregunta la morena de ojos claros y nariz respingona—. He traído pizza.

—No me apetece, gracias.

—Es de peperoni y prosciutto. Recién hecha.

—No, de verdad, Gina. No tengo ganas. Me voy a ir a dormir pronto.

—¿Tú? ¿Pronto? No me lo creo.

Normalmente, de las ocho residentes, Claudia siempre es la última en acostarse; incluso hay noches que se las pasa completamente en vela, pensando, escribiendo, llorando… Sobre todo llorando.

—Estoy cansada. No ha sido un buen día.

—¿Quieres hablar de ello?

—No.

La negativa suena excesivamente brusca, pero a Gina no le molesta. Después de seis meses viviendo juntas, ya conoce sus reacciones. La italiana asiente con la cabeza y le da las buenas noches antes de cerrar la puerta.

Claudia suspira. Sabe que a veces no se comporta de la manera más correcta. No lo hace a propósito. Simplemente es así. No tiene motivos para actuar de otra forma. Gina la entiende, pero la mayoría no. La consideran una estúpida, una borde. Por eso intenta relacionarse lo menos posible en la universidad. Además, no le apetece tener amigos ni ir contando sus problemas por ahí. ¿A quién le va a interesar la vida de mierda que le ha tocado soportar? Que no hable y que no se relacione con los demás no significa que no esté pendiente de lo que sucede a su alrededor. Posee un oído muy fino y es una persona muy observadora.

De nuevo sola, se pone de pie y se dirige a la cómoda. Abre el segundo cajón y saca lo que guardó antes de que apareciera Gina. Es una lata de cerveza. En aquella residencia tienen prohibido el alcohol, pero las normas, en ocasiones, están para saltárselas. Y aquel es un buen día para hacerlo. En la pequeña nevera que le regaló su madre por Reyes tiene dos botes más. Al salir de la universidad compró un pack de seis en una tienda que le pilla de camino. Por suerte, la italiana no se ha dado cuenta de que ha estado bebiendo. No cree que la denunciara a la encargada, pero le habría pedido una para acompañar la pizza. Y todas esas cervezas son exclusivamente para ella.

Da un sorbo y se sienta otra vez en la mesa, donde tiene el ordenador portátil. Desactiva el bloqueo de pantalla y continúa leyendo la información que acababa de encontrar. Es una noticia de hace casi dos años.

«… Junto al cuerpo de la víctima ha aparecido una brújula. En el pueblo todo el mundo está aterrorizado y se pregunta quién ha asesinado a la joven Aurora Ríos…».

Finalmente, ha dado con lo que buscaba. ¿Se referiría él a aquella chica muerta cuando la comparó con una vieja amiga? Claudia sonríe. No sabe si porque le hace gracia esa circunstancia o por el efecto de las cervezas que se ha tomado.

Mira el calendario cutre de florecitas que tiene colgado en la pared de la habitación y sigue buscando información sobre la tal Aurora Ríos en Internet.

Puto 11 de marzo…

                                    

Sabe que es una imprudencia, pero mientras cenaba ha sentido un fuerte impulso y no se ha podido resistir. Se trata de algo que tiene pendiente desde hace bastante tiempo y esa noche por fin va a llevarlo a cabo.

Iván se pone la chaqueta de cuero, la gorra y las gafas de sol, aunque es noche cerrada. Se cuelga la mochila del hombro y sale de la habitación 123. Baja la escalera y pasa muy rápido por delante de la recepción agachando la cabeza. Ni siquiera se da cuenta de que la madre de Vanesa no está. De guardia se encuentra un joven con perilla y gafas a lo Harry Potter que está haciendo prácticas en el hotel; lo han avisado para cubrir el turno de noche. El muchacho ha sustituido a Gloria para que esta pudiera estar con su hija, que ha sufrido un accidente.

Iván todavía no se ha enterado de que un coche azul casi atropella a su amiga. El chico camina hasta la parada de taxis más cercana. Por suerte, hay uno libre. Se sube en él y sin quitarse las gafas ni la gorra le indica al taxista la dirección a la que desea ir. Falsea un poco la voz, poniéndola más grave. Teme que el hombre lo reconozca, pero, pasados unos minutos, ve que no le está prestando atención. El conductor canturrea un tema de Mecano que suena en la radio; aun así, Iván se mantiene alerta, por si acaso. Si aquel tipo descubriera su identidad, tendría que actuar rápidamente. En su mochila lleva lo necesario por si se diese el caso, aunque prefiere no tener que hacerle daño a nadie más.

—Fueron los mejores —comenta el hombre al detenerse en un semáforo en rojo.

—¿Cómo dice?

—Mecano. Me sé todas sus canciones. Nunca habrá un grupo mejor.

—Ya.

—¿A usted no le gusta?

—Están bien —responde Iván sin ganas de seguir con la charla.

—Claro. Es muy joven. Pero los que ya peinamos canas nos enamoramos de Ana Torroja y de los hermanos Cano a principio de los noventa. Menudas letras. Aquello sí que era música y no la que hay ahora.

El chico no le contradice. No piensa debatir con aquel hombre ni sobre música ni sobre ningún otro tema. Solo desea que no le hable más y que lo lleve lo más rápido posible al lugar que le ha indicado. Y consigue su propósito; al no tener respuesta por su parte, el taxista no vuelve a hablar en los siguientes quince minutos. Pero cuando se están acercando al destino, le hace una pregunta:

—¿Sabe usted que está cerrado?

—¿El qué está cerrado?

—El cementerio. Cierra a las siete y media —dice el taxista, que baja el volumen de la música de la radio. Ahora suena un éxito actual de una de esas cantantes de Operación Triunfo que no le gustan tanto—. No pensaría entrar, ¿verdad?

A Iván no se le había ocurrido que el cementerio no pudiera estar abierto a esa hora. ¡Cómo no lo ha pensado! Pero no va a informar al taxista de sus verdaderas intenciones. Tendrá que improvisar, porque no piensa cambiar sus planes.

El coche se detiene frente a la puerta principal del camposanto. El chico paga la carrera y se baja del vehículo. Se ha puesto nervioso en el taxi temiendo que aquel tipo terminara averiguando quién era. En cualquier caso, ha sido una buena prueba para comprobar que su camuflaje es válido. Ese hombre vive en su pueblo y no lo ha reconocido, aunque tendrá que evitar quitarse las gafas de sol y la gorra. Tampoco será muy aconsejable afeitarse en las próximas semanas.

Iván camina hasta la puerta del cementerio con pocas esperanzas. Efectivamente, está cerrada. En un cartel junto a la cancela se informa de los horarios: como le había dicho el taxista, abren desde las ocho de la mañana hasta las siete y media de la tarde. Necesita un plan B.

El joven empieza a andar pegado a la valla que rodea el cementerio. Está oscuro y no se ve demasiado. Ese factor le favorece, pues así nadie podrá apreciar desde la carretera lo que va a hacer. Iván se sube a la reja y con cuidado deja caer la mochila al otro lado. Después da un brinco hasta alcanzar la parte más alta de la cancela y con un salto felino aterriza dentro del recinto. La maniobra ha sido más fácil de lo que imaginaba. Hubiera preferido entrar de otra manera, pero no le ha quedado más remedio que hacerlo así. Deberá tener cuidado para que no lo descubran.

Hay pocas farolas encendidas, pero dan la luz suficiente para ver el camino. Sabe a dónde se dirige; recuerda bien el lugar, a pesar de haber estado solo una vez allí. Son apenas cinco minutos los que tarda en llegar a la lápida de la persona a la que ha ido a visitar. Iván lee su nombre para sí y sonríe: Hugo Velero Minardi. Vuelven a encontrarse.

—Hola, amigo, ¿cómo estás? —dice alegremente el chico, que se sienta en el suelo frente a la tumba del que fue su compañero de piso—. Perdona por no haber venido antes a visitarte. Tu amigo Jacob me ha estado jodiendo. Bueno, ya sabes cómo se pone cuando le tocan los huevos. Me ha perseguido por Argentina, Perú, Brasil… Hasta me ha pisado los talones en Rusia, Hungría y Polonia. Pero, de momento, he sido más listo que él. También fui más listo que tú. ¡Menos mal! Porque si no, los que estaríamos en este sitio antes de tiempo habríamos sido Julia o yo…, no tú, maldito cabrón. Tal vez, si no hubieras sido tan avaricioso, ahora mismo no te estarían comiendo los gusanos en ese hoyo.

A Iván se le escapa una pequeña carcajada después de sus últimas palabras referidas a los gusanos y al hoyo en el que se encuentra Hugo y continúa hablándole en la oscuridad de esa noche cerrada de marzo. La temperatura está descendiendo y pronto bajará de diez grados.

—Te preguntarás a qué he venido. A lo mejor te han dicho algo en el infierno en el que seguro te han hospedado. O no. Me encantaría saber a dónde coño te han llevado. Bueno, lo que de verdad me gustaría es que estés sufriendo tanto como estoy sufriendo yo aquí. ¿Sabes lo que es vivir siendo consciente de que has matado a una persona? ¡Claro que lo sabes! ¡Tú también fuiste un asesino! ¡Un puto asesino!

Iván se da cuenta de que está alzando demasiado la voz. No es plan de que la gente de seguridad del cementerio lo pille allí gritándole a una tumba. Se pide a sí mismo tranquilidad y que hable más bajo. Suspira y, tras secarse dos lagrimones, prosigue.

—Aunque no te lo creas, he venido a disculparme. Pude hacerlo el día que te enterramos, pero estaba todavía en caliente. Te odiaba. Y te sigo odiando, Hugo. Pero llevo mucho tiempo necesitando pedirte perdón por haberte matado. Aunque fuera justificado, aunque tuviera motivos más que de sobra para hacerlo. Fue un acto de defensa. Para defenderla a ella. ¿Que si lo volvería a hacer? Seguro. Volvería a clavarte aquel cuchillo para que no pudieras hacerle daño a Julia. En aquel momento, ella era muy importante para mí.

Hace una pausa y respira hondo. Siente una gran presión en el centro del pecho y las lágrimas corren por sus mejillas. Iván trata de limpiárselas con las manos conforme van cayendo, sin éxito. Muchas aterrizan incontroladas en el frío suelo del cementerio.

—Así que… perdóname, Hugo. Y si desde dondequiera que estés puedes ayudarme de alguna manera, hazlo; si no, pronto nos veremos las caras. O las almas. O lo que sea que nos identifique una vez muertos. No creo que me quede mucho tiempo aquí.

CAPÍTULO 13

      

Lunes, 11 de marzo de 2019

El encuentro con su abuela es muy emotivo. La chica le da un abrazo largo e intenso a Pilar, que sonríe ilusionada mientras mantiene su cabeza pegada al hombro de su nieta. Después se agarran de la mano y caminan juntas hasta el salón.

—Te he preparado la habitación de siempre.

—¡Gracias! ¡Eres la mejor! ¿Me dejas que me ponga el pijama antes de contarte algo que te va a encantar?

—Por supuesto, querida nieta. Estás en tu casa, ya lo sabes. Aunque ahora me has dejado en ascuas. ¿De qué se trata?

—Paciencia. Enseguida te lo cuento.

Julia le da un sonoro beso en la cara a Pilar y se dirige a la habitación del fondo, la más grande de todo el piso y con cuarto de baño dentro. Su abuela le ha dejado toallas limpias y una manta encima de la cama, como es habitual cada vez que va a dormir allí. La joven se cambia mientras piensa en lo que vivió en aquel lugar a comienzos del año pasado. Mira la mesa en la que completó el puzle de cristal que le dio su abuela. Todavía lo tiene Vanesa. ¿Estaba enamorada ya de ella cuando se lo regaló? No, sus sentimientos aún no se habían desatado, a pesar de que por aquel entonces eran muy buenas amigas.

Se pone el pijama y las zapatillas, abre la mochila para coger la carpeta con el informe del caso de la muerte de Pedro Juncosa y regresa al salón, donde la espera un plato con un trozo enorme de tarta de manzana y un tenedor. Pilar la contempla con cierta expectación, deseosa de que su nieta se pronuncie.

—Te has pasado, abuela. Tiene una pinta espectacular, pero ¿cuántas calorías tiene esto?

—¿Y qué más da eso? Es casera, está hecha con productos de primera calidad. Son calorías gourmet.

Julia suelta una carcajada al escuchar la ocurrencia de su abuela y la manera perfecta en que ha pronunciado la palabra «gourmet», como si la hubiese estado practicando durante días. La mujer también esboza su característica media sonrisa torciendo ligeramente la boca hacia un lado.

—Bueno, ¿qué es eso de lo que me tienes que hablar? A una anciana de ochenta años no se la debe hacer esperar tanto. Cada minuto es oro.

—Tienes setenta y nueve, aún no has cumplido los ochenta. Además, si no te conociera, no te echaría más de… setenta y tres. Estás estupenda.

—No seas zalamera y desembucha. ¿En qué nuevo lío te has metido?

La joven parte un trocito de tarta de manzana y se lo lleva a la boca. Después, comienza a exponerle a Pilar todo lo relacionado con la muerte de Pedro Juncosa. Tarda más de quince minutos en explicarle el trabajo que debe hacer para obtener la matrícula de honor, resumirle lo que ha leído en el informe y compartir sus primeras impresiones. Hasta que aparece el nombre de María José Yuste.

—¿Has ido a ver a esa mujer? —pregunta Pilar con los ojos muy abiertos al enterarse de dónde ha estado su nieta antes de ir a visitarla.

—Sí. Aunque mis padres no lo saben. No quiero ponerles nerviosos y que se empiecen a preocupar otra vez —comenta la chica, que pincha el último trozo de tarta de manzana que queda en el plato—. Es una mujer muy peculiar. Os llevaríais bien.

—¡Oh! Qué interesante. ¿Y qué te ha contado?

Julia se echa hacia delante y tarda unos segundos en responder para darles un poco de misterio a sus palabras. Pilar se impacienta y también se inclina, aproximando su rostro al de la chica.

—María José me ha asegurado que a Pedro Juncosa lo asesinaron, que no fue un suicidio.

—Qué interesante. ¿Y en qué se basa para creer eso? ¿Te lo ha dicho?

—Sí, abuela. Me lo ha contado todo.

                                    

El asombro de Julia es notorio al oír lo que aquella diminuta mujer acaba de soltarle nada más entrar en su casa.

—¿Qué? ¿Piensa que lo mataron?

—Sí. Lo tengo clarísimo. La muerte de don Pedro no fue un suicidio. Estoy segura de que lo asesinaron.

María José ni pestañea. Tiene sus ojos fijos en los de su invitada, que se remueve inquieta a su lado en el sofá, algo intimidada por su mirada. Julia reacciona y sigue preguntando.

—¿Le dijo a la policía lo que pensaba?

—¡Por supuesto!

—¿Y no la creyeron?

—¡Ni me creyeron ni me tomaron en serio! —exclama María José malhumorada—. Ese estúpido inspector jefe me trató como si estuviera loca.

—¿El inspector jefe Martínez Prado?

—Sí, señorita. Rodolfo Martínez Prado pasó de mi culo completamente.

Julia tiene que contener la risa al escuchar la expresión de la mujer, que sigue mirándola fijamente sin mover ni un músculo de la cara. María José se muestra muy vehemente al hablar y eso, sumado a su curioso aspecto, empieza a resultarle bastante cómico a Julia, que aun así actúa con seriedad y presta atención a lo que le sigue contando.

—Ese tipo me entrevistó dos veces. La primera, le expliqué cómo encontré el cuerpo del pobre señor y dónde estaba yo y qué hice durante la tarde del viernes en la que murió. Yo creo que hasta llegó a sospechar de mí, pero mi coartada era incuestionable. Los viernes salía a las dos de trabajar y a esa hora me fui de la casa del señor Juncosa. Todas las cámaras del metro de la línea seis me tuvieron que grabar.

—¿Y en la segunda reunión de qué hablaron?

—La segunda vez fui a la comisaría voluntariamente y le presenté una serie de consideraciones que, en mi opinión, deberían tener en cuenta en la investigación. Ya por entonces existía el rumor de que don Pedro se había suicidado, algo que yo jamás me creí.

—¿Cuáles eran esas consideraciones?

La mujer se moja exageradamente los labios con saliva antes de hablar. A Julia le da un poco de repelús el gesto, pero aguarda impaciente la respuesta de María José Yuste, que, como por arte de magia, saca una libreta de debajo de un cojín del sofá en el que está sentada.

—Aquí está todo. Lo he apuntado para que no se me olvide nada.

—¿Puedo verla?

—Mejor te voy leyendo y explicando, ¿de acuerdo?

Julia acepta, consciente de que no le queda otro remedio si quiere saber lo que piensa aquella mujer. La antigua empleada de Juncosa ha hecho una lista con todo lo que le llamó la atención en su momento.

—La primera cosa que me resultó extraña fue la desaparición de un móvil.

—¿Desapareció un móvil? —pregunta Julia algo confusa—. Creo haber leído en el informe que me han facilitado para el trabajo que el teléfono de Pedro Juncosa estaba en su habitación y que no encontraron ningún mensaje fuera de lo normal.

—Exactamente. Pero no hablo de ese teléfono, hablo de otro. Uno pequeñito negro que el señor tenía desde hacía poco tiempo.

—¿Estás segura?

—Claro que sí. Ese móvil no apareció por ninguna parte.

La chica reflexiona sobre ello. Si María José está tan segura de que existía un segundo teléfono es porque realmente era así. ¿Para qué lo usaría el psicólogo y por qué no dieron con él?

—Si me creyeron, que lo dudo, no relacionaron la desaparición de ese móvil con su muerte.

—¿Y usted sí lo relaciona?

—Sí. Porque ese teléfono no solía llevarlo encima. Yo solo se lo vi dos veces: el día que lo compró, que lo dejó sobre la mesa del salón durante diez minutos, y el lunes de la semana en la que murió. Sin querer, escuché una conversación del señor.

—¿Hablando por el móvil nuevo?

—Exactamente. Estaba utilizando ese teléfono. Fue la segunda y última vez que lo vi.

—¿Y sabe con quién hablaba?

—No, pero don Pedro estaba muy alterado. Yo me escondí para que no me viera y escuché el final de la charla. Él acabó llorando. Jamás lo había visto llorar antes.

—¿Estaba llorando?

—Sí. Como un bebé.

—¿Y dice que escuchó el final de la conversación? ¿Se acuerda de algo de lo que dijo?

—Por supuesto. Le pedía a su interlocutor que se pensara mejor lo que iban a hacer y le dijo que él actuaría como siempre, aunque estaba cansado.

—¿Cansado de qué? ¿De trabajar?

—No lo sé. Dijo que estaba cansado de ser «el vigilante del silencio».

Eso sí que le resulta extraño a Julia, pero María José habla con mucha seguridad, como si acabase de vivir ese momento.

—¿Qué explicación le dio el inspector jefe sobre eso?

—Una ridícula —responde la mujer del cabello morado indignada—. Entre los discos del señor encontraron varios de Héroes del Silencio. Ese hombre me dijo que seguramente eso era lo que yo había oído en la charla telefónica. ¿Te lo puedes creer?

La joven no sabe qué contestar. Lo único que parece claro es que la policía no consideró a María José Yuste capaz de ayudar a resolver aquel caso. Es posible que su aspecto y su manera de decir las cosas los condicionaran y no terminaran de tomársela en serio.

—¿Alguna vez más escuchó eso?

—¿Lo del vigilante del silencio? No. Nunca. Ni antes ni después de su asesinato.

La mujer consulta de nuevo su libreta mientras Julia intenta recordar si alguna vez ha oído algo parecido, pero su maravilloso disco duro no tiene constancia de haber leído o escuchado nada similar.

—Sigamos. Otro detalle por el que considero que el señor no se suicidó es que don Pedro era muy torpe con las manos. ¿Has visto el nudo en la cuerda con la que se ahorcó?

—Sí, es un nudo del ahorcado perfecto.

—¡Exacto! ¡Ni en un millón de años habría hecho Pedro Juncosa ese nudo! ¡Era la persona menos hábil que he conocido!

Aquella afirmación de María José confirma lo que ella piensa acerca del nudo. No solo era difícil hacerlo tan bien en un momento de tanta tensión, sino que, según su asistenta, el psicólogo no era muy habilidoso.

Ese dato sí que siembra dudas en Julia, que cada vez está más confusa.

—De haberse suicidado, lo habría hecho de otra manera. Con veneno, cortándose las venas o lanzándose por la ventana, pero ¿colgándose con una cuerda del techo de su habitación haciendo un nudo como ese? ¡Nunca!

—Parece muy segura.

—Lo estoy. A don Pedro lo mataron —suelta rotunda María José—. Sin embargo, nadie me hizo caso. Bueno, solo su hija y el novio que tenía por aquel entonces. Ellos estuvieron investigando el caso durante un par de años, a pesar de la resolución del juez y de los inapelables informes de la policía y de la forense.

—¿La hija tampoco creía que su padre se hubiese quitado la vida?

—No, yo la convencí. A ella y a su pareja, Ernesto.

—¿Ernesto? ¿Ernesto Valle?

—Exactamente. Él no se dio por vencido jamás, pero su novia se cansó y decidió dejar el tema y seguir con su vida.

Julia tarda unos segundos en asimilar aquella información. Su mente va a toda velocidad. En aquel asunto existen multitud de elementos extraños, pero algo parece seguro: investigar el suicidio de Pedro Juncosa no es solamente un trabajo de clase, también es un asunto personal de su profesor de Fundamentos Criminológicos, Ernesto Valle, entonces pareja de la hija del psicólogo fallecido.

                                    

—¡Guau! ¡Así que tu profesor, el que te ha propuesto el trabajo y te ha facilitado la documentación del caso, era el novio de la hija del muerto! ¡Qué interesante!

—¿Verdad? Tendré que hablar con él mañana.

—Sí, es lo más conveniente. Debe aclararte el motivo real de este trabajo. Vas a tener que tirar del hilo, querida.

La chica sonríe y se echa de nuevo hacia adelante. Acerca su cara a la de su abuela y le dice algo bajando el tono de voz.

—Hay algo más. Algo muy fuerte.

—¡Oh! ¡Qué me dices! ¿De qué se trata?

Julia le muestra a Pilar un mensaje en el móvil y esta lo lee con gran atención después de colocarse las gafas para ver de cerca. Es un WhatsApp de Emilio que Julia recibió justo después de salir de casa de María José Yuste.

«No te lo vas a creer. Estaba leyendo las páginas del dosier que me has pasado y he visto que la hija de Pedro se llama Sofía Gisbert Juncosa. Por lo visto, cambió el orden de sus apellidos cuando sus padres se divorciaron. Pero no ha sido eso lo que me ha llamado la atención. Resulta que la hija del psicólogo se llama exactamente igual que mi profesora de Sociología. ¿No te parece increíble?».

CAPÍTULO 14

      

Martes, 12 de marzo de 2019

Aunque se ha levantado cojeando, Vanesa se encuentra mucho mejor. Ha podido dormir más o menos bien, sin demasiado dolor en el tobillo. Le han molestado más las heridas que tiene en las rodillas y en los brazos; hasta que no encontró la postura adecuada las sábanas le rozaban las magulladuras. Al final, parece que todo se va a quedar en un susto. Lo peor ha sido una pesadilla que ha tenido de madrugada en la que un coche azul la atropellaba y le tenían que amputar las dos piernas. Se ha despertado llorando y empapada en sudor. Pero solo ha sido un mal sueño.

Su madre le ha dado el día libre en el hotel y, aunque se lo ha agradecido, le ha advertido que no va a quedarse toda la mañana encerrada en casa, que le hará una visita y que al mediodía comerá con Julia. En realidad, tiene que ir al hotel a llevarle a Iván el móvil que le compró el día anterior. Espera que su amigo no haya hecho ninguna tontería durante la noche; que intentara saltar desde la azotea demuestra que no está bien. Demasiada presión. Normal, después de todo lo que le ha pasado. Ella se habría vuelto loca.

A las diez, Vanesa se viste y decide ir al hotel. Está preocupada por Iván. Evidentemente, no ha tenido noticias de su amigo desde que lo dejó ayer en la habitación; sin teléfono está incomunicado. Ha pensado mucho en el beso que se dieron y en las razones por las que eso pasó y no ha encontrado ninguna respuesta satisfactoria. No siente nada por él y está enamorada de Julia, con la que ha hablado esa mañana en cuanto se despertó. Tiene ganas de pasar un rato con ella a solas y decirle que la quiere mirándola a los ojos. No duda de que ama a su novia. Pero entonces ¿por qué besó a su ex?

—¿Qué haces aquí? —le pregunta su madre cuando ve a Vanesa entrar en el hotel.

Está roja por el esfuerzo que ha hecho. A la chica le ha costado más de lo que imaginaba llegar hasta allí y ahora le duele el pie.

—Ya te dije que iba a venir a hacerte una visita.

—Deberías estar en la cama reposando el pie.

—Estoy bien. No te preocupes.

En ese instante, una familia extranjera entra en el hotel y se detiene delante de recepción. La chica se echa a un lado y le dice a su madre que va a subir a la azotea a tomar un poco el sol. Gloria asiente y la reprende una vez más por no haberse quedado en casa cuidando su tobillo.

Vanesa sube por la escalera con algunas dificultades y se queda en la primera planta. Camina por el pasillo hasta la 123 y llama a la puerta. Iván no le abre y tampoco se escucha movimiento en el interior de la habitación. Vuelve a intentarlo, incluso dice el nombre del chico en voz baja, pero el resultado es el mismo.

Preocupada, pega la oreja a la puerta para ver si logra escuchar algo al otro lado. No oye nada, pero, de repente, la puerta se abre ligeramente.

—Te esperaba un poco antes. ¿Me has traído el móvil?

La chica observa a Iván; lleva el torso desnudo y una toalla blanca le cubre desde la cintura hasta los tobillos. Está más musculado que cuando salían juntos y se le marcan bastante los abdominales. Si en la etapa del instituto ya le parecía que estaba bueno, el joven que ahora tiene enfrente supera al Iván de entonces con creces.

—Sí, lo llevo en la mochila —responde ella tratando de que no se le vayan los ojos a donde no deben.

—Genial. Pasa.

Vanesa obedece y entra en la habitación cojeando. Va hacia la cama y suelta allí la mochila. Al chico no le ha pasado inadvertida su manera de andar.

—¿Qué te ha pasado en el pie?

—Ayer casi me atropellan. Me torcí el tobillo derecho, pero no es nada.

—¿Cuándo fue eso?

—Después de comprarte el móvil. Un coche azul se saltó un semáforo y estuvo a punto de llevarme por delante.

—¿Detuvieron al conductor?

—No. Se dio a la fuga. No sé si me vio o no —comenta Vanesa, que aún siente escalofríos al recordar el accidente—. Toma, tu móvil. Y la vuelta.

La chica le entrega a Iván la cajita con el teléfono y el dinero que le sobró. Este se lo agradece y se sienta en la cama a abrir el paquete.

—Hacía mil años que no tenía uno de esta marca. Creo que fue mi primer móvil.

—Yo también tuve uno cuando todavía no usaba ni sujetador.

Aquel comentario hace reír a Iván, que introduce la tarjeta SIM en su nuevo teléfono. La alegría del chico no dura demasiado. Mientras enciende el aparato, mira muy serio a su amiga.

—¿Sabes qué modelo de coche era el que intentó atropellarte?

—No estoy segura de que eso sea exactamente lo que pasó. Aquel tipo quizá no me vio, se saltó el semáforo en rojo y…

—¿Viste la marca del coche o no?

—No. Solo vi que era azul. Ni la matrícula ni qué tipo de coche era. ¿Por qué lo preguntas?

El chico no le contesta y se levanta con el móvil en la mano. Vanesa lo observa esperando una respuesta que no llega. En lugar de contestarle, Iván hace algo que ella no espera: deja caer la toalla al suelo y se queda completamente desnudo. A continuación, camina hasta el cuarto de baño y se ausenta unos segundos. Al regresar, solo lleva un bóxer negro ajustado. Al verlo, Vanesa se sonroja y se pone nerviosa, algo que él enseguida detecta.

—No es la primera vez que me ves así.

—Ya. Pero deberías vestirte —protesta ella mirando hacia otro lado—. ¿Me vas a contar lo del coche o tengo que suplicarte?

—¿Te excita verme desnudo?

—¿Qué? ¿Estás de broma? No seas capullo, por favor.

—Antes no decías eso.

Iván sonríe de forma seductora y se aproxima a la joven, que no da crédito a lo que está ocurriendo. Se aleja de él cojeando y va hacia la puerta.

—Mira, paso de tonterías. Ya tienes tu móvil. Me voy a casa.

—No, espera —le pide el chico, que cambia completamente su actitud—. Estaba bromeando. No te enfades.

Iván abre el armario de la habitación y saca una camiseta blanca y un pantalón gris para vestirse. Mientras se pone la ropa, le cuenta a su amiga por qué le ha preguntado por el coche.

—Ayer vine en taxi desde el aeropuerto. Llegué de Budapest.

—¿Estabas en Hungría?

—Sí, creo que allí despisté a Jacob y pensé que era el momento de regresar y organizarme desde aquí. Dejé la maleta con mis cosas en una consigna y creí que la mejor opción era esconderme en tu hotel unos días. Viniendo hacia aquí, me dio la impresión de que me seguía un coche azul, un Kia Stonic con el techo blanco. ¿Sabes cuál es?

Vanesa niega con la cabeza. Entonces el chico le pide que busque una imagen del coche en Google. La joven le hace caso y escribe la marca y el modelo del vehículo en la barra del navegador. Cuando aparece, le muestra la foto a su amigo.

—Exacto. ¿Es este el coche que casi te atropella?

—No lo sé, Iván. Ya te he dicho que no me fijé. Me caí al suelo, bocabajo, y cuando me incorporé ya no estaba.

—Pues espero que solo sea una casualidad. Si Jacob va a por ti, no me lo perdonaría nunca.

Vanesa no se lo dice, pero tiene miedo. Le viene a la cabeza que el día anterior, desde que salió del hotel, tuvo la sensación de que alguien la observaba. Pensó que eran paranoias suyas, que estaba sugestionada por lo que Iván le había contado. En cambio ahora ya no sabe qué creer.

—¿Te encuentras bien?

—Sí, pero me tengo que marchar.

—¿Volverás?

—No lo sé, Iván. ¿Hasta cuándo te quedarás?

—Hasta que se me termine la pizza —bromea el joven señalando las dos cajas de cartón que están sobre la mesa de la habitación—. Tengo que llamar a mi contacto. Él me dirá cuál es el siguiente paso.

La chica asiente; sigue resultándole muy raro que Iván tenga un contacto. Esta vez sí, abre la puerta y se despide de él. No sabe cuándo volverá a verlo. Ni siquiera sabe si eso pasará.

Vanesa baja las escaleras hasta la recepción y le dice adiós a su madre, que está atendiendo en ese instante a un matrimonio japonés. Tiene mil cosas en las que pensar y una nueva preocupación en mente. ¿Y si Jacob la está vigilando? ¿Será ella el nuevo objetivo del creador de Viral? Prefiere ni imaginarlo.

Ahora la cojera se le nota mucho más al caminar. Maldice su pie y al cabrón que estuvo a punto de atropellarla la otra noche. Se siente frágil, desprotegida, y lo único que la calma un poco es que dentro de un rato verá a Julia y comerá con ella. Seguro que su novia se da cuenta de que le pasa algo; es muy lista e intuitiva. ¿Hasta dónde debe contarle? No lo tiene claro. De lo único que está segura es de que en el futuro no volverá a mentirle. O esa es su intención.

                                    

Su contacto no le coge el teléfono. Tal vez se ha enfadado por cortarle la llamada la última vez, cuando lanzó el teléfono contra el suelo de la azotea y el aparato se hizo añicos. Por fortuna, la tarjeta SIM no se estropeó y puede volver a comunicarse con él. Debe aprender a controlar sus impulsos.

Iván lo intenta hasta en cinco ocasiones sin éxito. Desesperado, desiste. Está agotado y se frota los ojos, que se le ponen rojos. También le suenan las tripas. No ha comido mucho en los últimos días y esa mañana todavía no ha probado bocado. Mira hacia donde están las cajas de pizza y decide comerse un trozo. La porción está fría y algo dura, pero a él le sabe a gloria. La devora con ansia, como si fuera el último bocado de su vida. La misma pasión pone para comer dos trozos más. El festín se interrumpe cuando llaman a la puerta.

El joven da un respingo y deja de comer. Suelta la pizza en la caja y espera acontecimientos.

Vuelven a llamar. ¿Qué hace? ¿Abre? Quizá no deba hacerlo. Puede ser muy peligroso. ¿Y si es Vanesa? No, habría susurrado su nombre como hizo antes.

Iván opta por quedarse quieto y esperar a que quienquiera que sea se marche. Allí dentro está seguro. No va a dramatizar. A lo mejor es alguien que se ha equivocado de habitación o alguien del hotel.

Pasan los minutos sin que nadie vuelva a llamar. El joven respira aliviado y recupera la porción de pizza que se estaba comiendo. Casi se atraganta cuando la puerta de la habitación se abre y unos ojos grandes y oscuros se clavan en él.

—¿A qué coño estás jugando, Iván Pardo?