LA TRAICIÓN DE LOS INGLESES

El rey zulú estaba perplejo por cómo se estaban desarrollando los acontecimientos y no terminaba de entender que aquel a quien de manera afectuosa llamaba Baba1 estuviera conspirando contra su pueblo. Su reino sin duda era poderoso, pero estaba completamente rodeado de enemigos que, en el pasado, habían sufrido los ataques de los zulúes, y ahora no perderían la oportunidad de intervenir ante una muestra de debilidad. Al norte estaban los suazis, quienes permanecían resentidos después de la guerra de la década de los años cincuenta y claramente todavía en alerta cuando fueron advertidos, en febrero de 1876, por los británicos de que habían detenido las intenciones de Cetshwayo de lanzar un ataque contra estos. El rey zulú había enviado un mensaje a Shepstone diciendo: «Somtseu, ¿me permite una pequeña incursión contra los suazis para lavar mis lanzas? No seré un rey de verdad hasta que haya lavado mis lanzas». Shepstone le dijo que de ninguna manera, ni siquiera era posible un ataque de baja intensidad, ya que los suazis estaban considerados vasallos suyos y, por tanto, eran dignos de la protección de la Corona británica. Al este, los bóers ya mostraban un claro desafío; tan solo la frontera sur permanecía en paz, pero era un espejismo, ya que los problemas de Cetshwayo realmente acababan de empezar. Para dificultar todavía más las cosas, un fervoroso imperialista con aires de procónsul romano entraba en acción después de ser nombrado alto comisionado y gobernador de la Colonia del Cabo: sir Henry Bartle Edward Frere.

Frere pertenecía a una rica familia, enormemente influyente, que poseía grandes extensiones de terreno y posesiones en varias zonas de Inglaterra. Nació el 29 de marzo de 1815, y tenía quince hermanos —él era el quinto—. Pasó su infancia y adolescencia en prestigiosas instituciones educativas como el King Edward y el Haileybury College, de los que se graduó a la edad de dieciocho. Con solo veinticuatro años hablaba varias lenguas nativas y trabajaba como asesor financiero para una importante empresa marítima en la India, el país que los británicos llamaban la «joya de la corona». Ocho años después se convirtió en secretario personal del gobernador de Bombay. Se casó en 1844 con Catherine Arthur, la segunda hija del gobernador. Entre 1850 y 1857 tuvo diferentes cargos y responsabilidades, entre ellas la de interlocutor con los rajás. En 1859 era uno de los consejeros del virrey lord Canning y, tres años después, fue nombrado por el Parlamento gobernador de Bombay. Esta populosa ciudad recibió bajo su mandato una profunda transformación y un impulso económico sin precedentes. En 1867 regresó a Londres y durante los siguientes años vivió lo que él mismo llamó «los años dorados de su vida», ya que fue nombrado presidente de la prestigiosa Royal Geographical Society, de la Royal Asiatic Society y vicepresidente de la Society for the Propagation of the Gospel. Recibió honores de la reina Victoria, entre ellos la condecoración de Caballero de la Gran Cruz, y fue reconocido como doctor honoris causa por universidades como Cambridge y Oxford. Acompañó a la reina y al príncipe de Gales en la visita que realizaron por la India. En 1872 su popularidad era tal que fue designado para encabezar una misión a Zanzíbar y acabar con el tráfico de esclavos.

A principios del siglo XVI, Zanzíbar estaba bajo el control de los portugueses, pero esto cambió cuando los árabes los expulsaron y Gran Bretaña firmó un tratado con el sultán, en 1792. Casi un siglo después, la supresión del comercio de esclavos, sobre todo para la Corona, era una cuestión más de imagen política que de moral y, puesto que Frere estaba emergiendo como un héroe popular en Inglaterra, debido el continuo seguimiento periodístico que se hacía de sus actuaciones, estaba claro que era la personalidad adecuada para solucionar el problema.

Su primer movimiento fue avisar de sus intenciones a París, ya que Francia tenía intereses comerciales en la zona. El 12 de febrero llegó a Zanzíbar junto con dos cruceros de guerra británicos. Pocos días después fue recibido en el palacio del sultán Seyyid Burghash, quien fue informado de que, en el caso de no acabar con el tráfico de esclavos, se vería en un serio problema con Inglaterra. Aunque el sultán protestó y dijo que la esclavitud era la columna de la economía y que su supresión podía conducir a una rebelión, cuando supo que Inglaterra, Francia, Estados Unidos y hasta el Vaticano «velarían» por él, aceptó a regañadientes un tratado al que hasta ese momento se había negado en varias ocasiones.

Tras su regreso a Londres, en olor de multitudes, lord Carnavon, que estaba al frente de la secretaría colonial del imperio británico, determinó que Frere, con su larga y distinguida carrera, además de ser amigo personal del príncipe de Gales, era el funcionario perfecto para ejecutar los planes de la Confederación, que quería poner en marcha en las colonias de África del Sur y que llevaban dos años retrasados por no encontrar el líder adecuado. Para Frere, su nombramiento oficial en enero de 1877 no solo como gobernador, sino sobre todo como alto comisionado con amplios poderes legislativos, significaba el colofón a su brillante trayectoria.2 Además, estaba convencido de que el dominio y control de África del Sur podían ser decisivos para contrarrestar la llegada de nuevas potencias emergentes, como Prusia y Estados Unidos, sobre todo tras la debacle del Segundo Imperio francés de Napoleón III.

En aquel momento, la situación de Gran Bretaña, en el concierto internacional, era extremadamente delicada, ya que en Londres se veía con suma preocupación la crisis de Afganistán y la de los Balcanes, muy especialmente esta última, que podía desencadenar una guerra con Rusia. Ante esto, lord Carnavon advirtió a Frere que la Confederación debía gestionarse con suma sensibilidad, ya que el Imperio no podía, ni debía, abrir un nuevo frente bélico, que solo habría complicado las cosas aún más. Pero Frere, nada más llegar a su residencia de Ciudad del Cabo, decidió que el proyecto de la Confederación sería inútil si los zulúes no eran sometidos. Mientras otras tribus, así como las repúblicas bóers, podían participar en el proyecto —aunque con pocos márgenes autonómicos—, en el caso de los zulúes estaba claro que no querrían ver su país dependiendo del capricho de otros y, con toda probabilidad, se opondrían a cualquier sometimiento y lucharían.

Mientras el nuevo alto comisionado pensaba qué opciones tenía para solucionar ese problema sin recurrir a la violencia, recibía frecuentes presiones por parte de Shepstone. Este consideraba que, a pesar de los inherentes problemas que supondría comenzar una nueva guerra para las colonias de Natal y el Transvaal, las armas constituían la única solución posible. Para ayudar a que Frere tomara una decisión final contra los zulúes, Shepstone le puso al corriente de un lamentable suceso que había tenido su origen el 27 de septiembre de 1876 en el poblado real de Ulundi y que era una excusa perfecta para acusar a Cetshwayo de saltarse las «condiciones para su coronación» que supuestamente él mismo había establecido para apoyarle en su derecho al trono.

Los zulúes tenían la costumbre simbólica de reclutar también a las mujeres en un ingcugce (regimiento femenino) que no iba a la guerra, pero al que igualmente se le daba un nombre. Estas mujeres eran asignadas como futuras esposas de los guerreros de un determinado regimiento masculino. En 1875 el regimiento iNdlondo recibió permiso para casarse, pero la mayoría de las jóvenes seleccionadas eran novias del regimiento de hombres jóvenes iNgobamakhosi, que entonces tenían veintidós años. Para incrementar el problema, el regimiento uDloko asimismo seleccionó al mismo regimiento femenino, que como el uThulwana pertenecía al mismo cuerpo militar, simpatizando en la disputa con sus colegas del mismo grupo de edad, hombres que estaban entonces en los cuarenta años. Durante meses, las muchachas fueron avisadas de que tenían que casarse con los guerreros cuarentones de los regimientos uNdi —nombre con el que se conocía al conjunto de todos ellos—, pero ellas se negaron. Su desconcertante desobediencia, ya que antes jamás algo así había ocurrido desafiando tan abiertamente las costumbres del país y, sobre todo, la autoridad del rey, se convirtió en un gravísimo problema que provocó incluso que el alto consejo del reino fuera convocado en la capital de Zululandia para tomar una decisión.

La obstinación en su negativa de casarse con los hombres mayores tenía tensionada a toda la nación y, evidentemente, su desafío era tan grande que, de la misma manera, grande también debía ser el castigo. Pero el problema no era fácil de resolver. El primer ministro del reino, hombre conocido por su prudencia, en esta ocasión era un firme partidario de dar un escarmiento de tal magnitud que algo así nunca más volviera a producirse. El comandante en jefe del ejército era de la misma opinión, pero manifestó que teniendo en cuenta que muchas muchachas se encontraban refugiadas en Natal, se debía ser prudente para no ocasionar un conflicto con los blancos. Vumandaba, otro de los grandes consejeros del reino presente en la reunión del consejo de la nación, advirtió con gran sabiduría que los misioneros iban a convertirse en un problema añadido, puesto que no dudarían de informar de ello a Shepstone. Por otra parte, las estaciones misioneras no estaban cumpliendo con uno de los supuestos puntos acordados entre zulúes y británicos durante la coronación de Cetshwayo, como era que cuando un misionero moría o dejaba su ministerio en Zululandia, la sociedad misionera no podía enviar un sustituto, ya que ese derecho estaba restringido a su fundador y al consentimiento dado por el difunto rey Mpande. El hecho de que varias jóvenes se hubieran refugiado en las estaciones misioneras lo agravaba.

Otros, como Zibhebhu, dijeron que si el escarmiento era excesivo, dejaría un profundo dolor en muchas familias de Zululandia y, por otra parte, tampoco había que olvidar que puesto que muchas de las muchachas ya habían elegido como sus futuras parejas a guerreros del regimiento iNgobamakhosi, las posibilidades de que estos las defendieran eran particularmente altas, con el problema añadido que supondría un más que seguro enfrentamiento entre los hombres del rey encargados de impartir orden. Para colmo, el iNgobamakhosi estaba formado por los jóvenes preferidos del rey. La papeleta para el monarca y el alto consejo del reino resultó difícil de solucionar. Mzingelwa, otro de los zulúes de alto rango presentes en el consejo, dijo que mucho peor era no hacer nada que tomar una decisión, incluso sin saber el resultado que esto podría tener dentro del reino. La negativa de las jóvenes a casarse era un ataque de tal magnitud, y una deslealtad a las tradiciones de la nación tan enorme, que suponía un ultraje no hacer nada, en primer lugar para el propio rey. Solo derramando sangre podía ser restablecido el honor de Cetshwayo, y, con ello, el de todo el reino y sus súbditos. Alguien dijo que matar a casi mil mujeres jóvenes no podía ser la solución, pues era en sí mismo un descrédito y un oprobio enorme para todos, comenzando por el regimiento o los miembros de la guardia real a los que se ordenara ejecutarlas: los guerreros estaban para defender el país y a sus súbditos, no para matarlos. Luego, la misma voz añadió: «Un guerrero lleva sobre su cuello el collar que muestra que es un hombre bravo, pero si ese mismo hombre mata a una muchacha de su propio país, ¿entonces qué clase de collar puede llevar sobre él mismo?». Pros y contras continuaron deliberándose durante todo un largo día. El primer ministro añadió una vez más, y de manera tajante, que la muerte era la única respuesta posible.

La decisión final que tomó el rey fue que se ejecutara solo a varias mujeres, como un escarmiento general por desobedecer la orden real, y que dejaran sus cuerpos sin enterrar en los caminos para que los carroñeros se comieran sus cadáveres. Las bandadas de buitres serían la mejor señal de que el rey había impartido justicia, dando con ello al resto la posibilidad de que recapacitaran. Apenas se habían ejecutado a media docena de ellas cuando la respuesta de las demás fue instantánea, diciendo que estaban dispuestas y preparadas para casarse con los hombres del iNdlondlo; incluso alguna que todavía no había seleccionado a nadie se ofrecía abiertamente a guerreros de este regimiento para tal menester. Sin embargo, sí hubo consecuencias. La pérdida de sus novias, bien porque fueran ejecutadas o por haberlas obligado a casarse con quienes no amaban, dejó en los iNgobamakhosi deseos de venganza. La oportunidad de saldar cuentas no tardaría en llegar.

La competencia, celo y ferocidad entre regimientos zulúes podía hacer saltar la chispa que provocara un incendio bélico en cualquier momento. Por ello, cuando eran llamados, no con fines militares, sino para celebraciones como la fiesta de los primeros frutos de la cosechas, solo podían llevar sus pequeños y medianos escudos personales y las mazas de guerra. Aquel día de finales de septiembre, en la misma choza de Cetshwayo, el máximo oficial del iNgobamakhosi, Sigcwelegcwele, tuvo un fuerte cruce de palabras con Hamu, un hermanastro de Cetshwayo que pertenecía al uThulwana. En aquel momento Sigcwelegcwele era un hombre de cincuenta años y con un temperamento muy fuerte. Durante la coronación de Cetshwayo, a uno de los oficiales coloniales, el capitán C. R. Bradstreet, le llamó la atención su poderoso físico y sus ademanes, sobre los que escribió:

Mis ojos han sido testigos del zulú más impresionante que haya visto nunca. Se trata del general de uno de los regimientos más jóvenes del ejército de Cetywayo (Cetshwayo). Es corpulento y alto, por lo menos seis pies, lleva anillo sobre su cabeza, la cual, a pesar de no ser muy mayor, está casi completamente encanecida. Su mirada es la de un leopardo que está a punto de saltar sobre su presa. Si los hombres bajo su mando tienen su misma apariencia, no quisiera encontrarme nunca en combate con estos.

La guerra de 1879, incluso después, demostró que el iNgobamakhosi fue, como su general, uno de los regimientos más temerarios. El oficial colonial que escribió esto murió, muy probablemente y por ironías del destino, a manos de un miembro de este regimiento zulú en Isandlwana.

Tanto Hamu como Sigcwelegcwele fueron llamados ante el rey para discutir las acusaciones mutuas que se realizaban con motivo de la tensión reinante entre sus regimientos. El primero acusó al segundo de no poder controlar a sus jóvenes guerreros: cuando los iNgobamakhosi iban a Ulundi y se instalaban en las chozas de los uThulwana, que los hospedaban, se situaban fuera y se burlaban de los hombres adultos que tenían relaciones sexuales con sus mujeres. En algunas ocasiones —continuó diciendo Hamu—, los iNgobamakhosi sugerían que ellos habían mantenido relaciones sexuales completas con las jóvenes antes que sus ahora maridos, lo cual bajo la ley zulú era un insulto y una acusación gravísima que podía incluso provocar la muerte de la mujer. La discusión entre ambos líderes fue realmente tensa y se marcharon de la presencia del mismo rey amenazándose mutuamente. Alguien dijo después que, al salir de la choza real, había oído mascullar entre dientes a Sigcwelegcwele: «¡Hoy te vas a enterar!».

Después de los bailes ceremoniales y de que Cetshwayo pronunciara el umvelinqngi,3 el regimiento uVe, incorporado al cuerpo de los iNgobamakhosi y formado por guerreros de dieciocho y diecinueve años recién reclutados, se agolpó en la puerta principal de la salida de Ulundi con los iNdlondlo. Ambos grupos comenzaron a empujarse mutuamente para poder salir primero. Pronto se dejaron las manos, aparecieron las mazas de guerra y estalló un tremendo altercado. Los iNgobamakhosi que estaban cerca de sus compañeros, y viendo que eran sobrepasados en número, acudieron en su ayuda, pero también con la clarísima intención de saldar la cuenta pendiente con los iNdlondlo por el robo de sus novias. Cuando Hamu vio lo que pasaba, reunió a los uThulwana y les ordenó que se dispersaran a sus chozas, que estaban en el propio Ulundi, y cogieran «sus aguijones». En unos minutos habían regresado con sus azagayas y entonaban un cántico de guerra: lo que había comenzado con unos simples empujones, terminó en una batalla abierta en la que los iNgobamakhosi, sin azagayas, se llevaron la peor parte. Intentar separarlos era tan peligroso como participar en la lucha, ya que, con la adrenalina en plena ebullición, los uThulwana atacaban a todo el que no llevara el anillo que todos los veteranos casados lucían sobre su cabeza. Por su parte, los iNgobamakhosi atacaban a quien lo portara, perteneciera o no a los regimientos del cuerpo uNdi. Los combates se prolongaron hasta la caída de la noche. Cuando por fin los enviados del rey lograron separarlos, lo que costó incluso la vida a varios de ellos, la trifulca había terminado con el coste de decenas de guerreros muertos, algunos sugieren que hasta doscientos, muchos de ellos de los regimientos más jóvenes. Hamu fue amonestado por el rey y desde aquel día le guardó un gran rencor. Incluso Sigcwelegcwele tuvo serios problemas con Cetshwayo, ya que este quería ajusticiarle. Desde entonces, ambos regimientos ocuparon siempre lugares distantes, incluso en las paradas militares y fiestas, para evitar nuevos conflictos. Las amenazas entre ambos grupos estuvieron presentes también durante el desarrollo de la campaña de 1879, y ambos marcharon a las batallas de Isandlwana, Khambula y Ulundi totalmente separados. Muchos guerreros del iNgobamakhosi no solo perdieron a sus novias, que pasaron a ser mujeres de sus odiados oponentes; también algunos perdieron la dote que habían pagado con anticipación: diez bueyes que, como castigo por el incidente de Ulundi, tampoco recuperaron.4

La noticia de que varias jóvenes habían sido ejecutadas por su negativa a casarse y el posterior sangriento desenlace de los hechos llegó a los oídos de Shepstone gracias al magistrado de Newcastle, que le envió una carta urgente:

De todo lo que he sido capaz de saber, la conducta de Cetywayo ha sido, y sigue siendo, vergonzosa. Él mata a su gente de manera innoble, sobre todo muchachas. Los cadáveres de estas han sido colocados, según sus propias órdenes, en los principales caminos, sobre todo de los cruces más importantes. Algunos de los padres de las jóvenes ajusticiadas enterraron sus cuerpos y, con ello, trajeron la ira de Cetywayo sobre ellos: no solo se les dio muerte también, sino incluso a su familia entera… Es realmente terrible que estos actos de horrible salvajismo puedan ocurrir tan cerca de nuestra frontera.

Horrorizado por la información, Shepstone no dudó en poner en antecedentes al alto comisionado sobre las actuaciones de Cetshwayo:

No es ninguna exageración decir que su historia, desde el principio, ha sido escrita con letras de sangre. No me refiero solamente a la larga crónica de sus carnicerías, a la matanza de sus hermanos y sus seguidores, al principio de su ascensión, sino a los más recientes actos destructivos; el mayor de todos, el de las mujeres solteras que intentaron evadir la orden, dada en un caprichoso ataque repentino, de que ellas aceptaran como maridos a guerreros del ejército solteros y viejos. La matanza subsecuente se amplió a todos los parientes que se llevaron para su entierro los cadáveres expuestos de las mujeres asesinadas.

Cuando años después el propio Cetshwayo fue preguntado por el asunto de los ajusticiamientos de las muchachas, dio una versión muy diferente del número de mujeres muertas y de los cristianos zulúes supuestamente asesinados por su conversión, que era otra de las graves acusaciones vertidas contra él:

En toda Zululandia creció una gran rabia por el desafío que se había realizado a mi persona y me preguntaban: ¿cómo es que usted no castiga a las personas que le desobedecen?; si esto no se hizo durante el reinado de Mpande, tampoco debe ocurrir en el suyo. Se envió un regimiento de guerreros para obligar a las muchachas a que se casaran con estos hombres, y durante este período se dio muerte a cuatro de estas mujeres. Dos de ellas fueron encontradas en el otro lado del Pongolo, escondidas en unos arbustos, y ellos las mataron. Se hallaron dos más en el bosque Enseleni, escondidas con dos hombres jóvenes con quienes no estaban casadas, y ellos también las mataron. Después de esto, las muchachas de todo el país se casaron. Deseo dar testimonio de las mentiras vertidas sobre mí por Shepstone acerca de este asunto, cuando dijo que cada mañana, al levantarme, ordenaba la ejecución de diez muchachas. Tampoco conozco al zulú cristiano que, según se dijo, fue asesinado delante de la cara de un misionero, salpicándole de sangre.

Un funcionario del Gobierno de Natal, llamado Fynney, fue hasta la tierra zulú con el objetivo de conocer e investigar más profundamente los verdaderos detalles de lo ocurrido. Al entrevistarse con Cetshwayo, le advirtió de que estaba saltándose las condiciones de su coronación y que estaba matando a gente en gran número, sin ninguna clase de juicio, incluyendo hombres, mujeres jóvenes y convertidos al cristianismo. Según lo que contó Fynney a su regreso a Natal, Cetshwayo se rio, e incluso a la mañana siguiente de su visita una partida de guerreros salió del poblado real con otra orden de ejecución sumarísima contra algunos miembros de varios regimientos que meses atrás, sin razón aparente o causa justificada, se habían negado a congregarse en sus cuarteles militares de KwaUzubazu y KwaGingindlovu. A favor del rey se debe contar que se conserva el testimonio de un joven veterano del ejército zulú, y de la batalla de Rorke’s Drift, que en 1881 contó que al menos en dos ocasiones no respondió a la concentración de su regimiento —el iNdlyengwe— entre los años 1874 y 1876. Llevado posteriormente ante Cetshwayo por orden de su propio jefe, él explicó que la primera vez fue porque estaba herido en una pierna y no podía moverse; y la segunda, al estar enfermo de pulmonía. En ambos casos el guerrero se marchó después a su casa sin ningún problema. Al menos en una ocasión, durante la célebre ceremonia de los primeros frutos de 1877, Cetshwayo se acordó de él y preguntó si este hombre estaba con su regimiento. Le respondieron afirmativamente y lo hicieron llamar. Cuando el joven se presentó en la choza real —con evidente nerviosismo al no saber qué ocurría o incluso esperando lo peor— se encontró con que su rey lo había llamado solamente para interesarse por su salud y, entonces, para su sorpresa, Cetshwayo preguntó: «¿Cómo estás del pecho?».

En marzo de 1878, la comisión sobre la frontera se reunió en Natal, en una gran tienda de campaña instalada al lado de una misión que pronto iba a convertirse en mundialmente famosa. Cada parte debía tener tres representantes, y tres serían también los jueces. Los que finalmente se encargarían que dictaminar sentencia fueron el teniente coronel Durnford, el secretario de Asuntos Nativos, John Wesley Shepstone, y el procurador general de Natal, Henry Gallway. Los representantes del Transvaal fueron Henry Shepstone, Petrus Uys y Gert Rudolph. Los zulúes enviaron a los jefes Sihayo, Gebula y Mundula, y de manera excepcional se permitió que otro zulú pudiera estar presente, aunque no podía intervenir en ningún momento. Se trataba de Sintwangu, uno de los sirvientes personales de Cetshwayo, que debía tomar nota de los acontecimientos mentalmente para después, con independencia de lo que le dijeran al rey sus tres jefes, poder darle él mismo un informe adicional y confidencial. No hay por qué pensar que Cetshwayo desconfiara de sus interlocutores, más bien demuestra la seriedad del caso y lo importante que para el futuro de la nación zulú era ese momento, cuando su monarca no podía permitirse errores.

Entre los argumentos que los bóers esgrimieron para reclamar la tierra estaba que ellos habían comprado una parte muy importante del territorio, especialmente el que quedaba más cerca de Utrecht, por el que habían pagado doscientas cabezas de ganado, que les fueron entregadas personalmente a Mpande en KwaNodwengu. Los zulúes contestaron que ellos devolvieron cien reses y se quedaron con cien, pero estas eran exclusivamente en concepto de compensación por permitirles usar el territorio, pero nunca como pago por la propiedad del mismo.

El origen del conflicto se remontaba al año 1847, cuando cinco familias de colonos bóers obtuvieron permiso de Mpande para instalarse en la zona, concretamente al oeste del río Sangre. En 1854 los bóers dijeron que la cesión fue permanente y presentaron un documento, supuestamente firmado por Mpande. Era clarísimamente una falsificación. El 3 de abril de 1861 fue otra fecha clave. Los bóers argumentaron nuevamente que en un encuentro que tuvo lugar ese día en el poblado del jefe Sihayo, con el futuro sucesor del reino, Cetshwayo, este estuvo de acuerdo con que el terreno en disputa fuera definitivamente de los colonos bóers, a cambio, eso sí, de que estos le entregaran uno de sus hermanastros disidentes, lo cual hicieron. Como testigos de aquel histórico encuentro estaban los respetables bóers Du Plessis, Smuts, Joordaan y Sandbrink. Este último, que actuaba de secretario y dejaba constancia por escrito, añadió que el príncipe heredero firmó el acuerdo alcanzado, en el que se incluyó también la entrega a este de un caballo ensillado, varias vacas y un toro. De nuevo, este punto fue agriamente contestado por los representantes zulúes, quienes negaron dicho acuerdo, así como la supuesta posterior confirmación realizada por Mpande el 5 de agosto del mismo año.

Mientras la comisión seguía reunida por espacio de un mes, el intercambio de palabras y acusaciones continuaban enrareciendo aún más las relaciones entre blancos y zulúes. Finalmente, en junio de 1878, los miembros de la comisión llegaron a la conclusión de que solo los zulúes eran los verdaderos propietarios de las tierras que ahora ocupaban los bóers; es más, los jueces no tuvieron ninguna duda de ello en su veredicto, sobre todo al darse cuenta de que los bóers que habían participado decían tantas mentiras que se contradecían continuamente. Sus palabras finales fueron estas:

Queremos dejar constancia de que nunca ha habido una cesión de tierras en absoluto por los reyes zulúes del pasado y del presente, o por la nación. No ha habido un reconocimiento por parte de los zulúes de la ocupación bóer, ni ningún abandono de los zulúes de la tierra ocupada. El terreno ha sido y todavía está ocupado por los clanes fronterizos. No ha habido allí ninguna jurisdicción ejercida por las autoridades del Transvaal, ni ningún acto hostil que justifique una afirmación de su derecho a la tierra. Nunca ha dejado de ser territorio zulú, y es territorio zulú por derecho, y debe ser considerado como tal.

Cuando el gobernador de Natal supo que el resultado era todo lo contrario de lo que habían esperado, comprendió que el problema iba a crecer de manera considerable. Un mes más tarde, Frere fue igualmente informado de las conclusiones. Sorprendido por el resultado, el alto comisionado ordenó que no se filtrara nada a la prensa y comenzó a manipular los hechos para que, aunque los zulúes fueran los legítimos dueños, se les presentara un ultimátum que, si lo rechazaban, significara entrar en guerra contra el Imperio británico.

Los términos del mismo fueron preparados por el propio Frere con la ayuda de Shepstone y la oposición de Bulwer, de tal manera que atentaran contra la vida y autoridad de la monarquía zulú. Para el gobernador de la Colonia del Cabo y alto comisionado, como para la mayoría de los blancos de Natal, la presencia de entre treinta y cuarenta mil guerreros zulúes a tan solo unos kilómetros de sus hogares era una angustia y un miedo permanentes. Frere y Shepstone estaban convencidos de que en algún momento la provincia de Natal o el Transvaal serían invadidos por un ejército zulú. Ambos hombres estaban profundamente impresionados por la población zulú, que, según sus propias estimaciones —en este caso, totalmente ciertas—, superaba ya los trescientos mil individuos, casi tantos como todos los clanes africanos de Natal, que sumaban, según el último censo realizado, cerca de cuatrocientos mil (al menos 290.000 de ellos eran zulúes desplazados). El resto lo componían un total de unos trece mil inmigrantes hindúes y una población blanca más exacta de 22.654 almas, de las que su origen era mayoritariamente, y por este orden, Gran Bretaña, Holanda, Alemania, Suiza, Noruega… hasta un total de otros doce países europeos.

Shepstone sabía que la futura grandeza del reino zulú dependería de una guerra que ampliara sus fronteras, lo que conseguiría nuevos pastos para el ganado de una población en continuo aumento. Por otro lado, el ejército zulú hacía casi dos décadas que no había participado en una guerra declarada y los nuevos regimientos, que sumaban casi la mitad de todos los hombres, eran jóvenes que sabían que solamente la guerra les permitiría formar su propio hogar, al obtener con ello el permiso necesario para casarse. Durante los primeros años de su reinado, Cetshwayo había hecho suyas estas palabras de Shaka: «El matrimonio para los guerreros jóvenes es una locura. Su primera y última obligación es la de proteger los intereses de la nación, y esto no puede hacerse de manera efectiva si tienen lazos familiares que los aten».

La realidad era que Cetshwayo, ante la presión de tantos guerreros en su nuevo ejército, y aconsejado por su primer ministro, estaba permitiendo que los regimientos se pudieran casar, como había demostrado con el iNdlondlo después de una incursión de muy baja intensidad contra los tongas. Desde luego, no tenía ninguna intención, a menos que no le dejaran otra salida, de empezar una guerra contra sus vecinos blancos.

El siguiente paso de Frere fue desatar la cólera contra los zulúes de la opinión pública de las colonias, al lanzar desde la prensa de Natal una campaña presentándolos, sobre todo a su rey, como déspotas y sanguinarios. Se trataba sobre todo de un choque de civilizaciones. Por un lado, las piadosas y caritativas almas cristianas de Natal y, por otro, los paganos salvajes que vivían en Zululandia, los cuales pasaban los días afilando sus azagayas a la espera de una pequeña oportunidad para arrasar la colonia, como ya habían hecho en Durban durante el reinado de Dingane. En ese tiempo, dos pequeños incidentes fronterizos, que bajo otro clima hubieran pasado desapercibidos o nadie le habría dado tanta importancia, dieron a Frere los editoriales y la justificación que tanto estaba buscando para un casus belli.