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Si hace una semana no hubiera llamado a Bea, este extraño domingo de mayo, tan nublado como sus esperanzas, sería muy diferente. Y más solitario.

Pero no se contuvo y, en cuanto Marta subió al coche con Sonia, siguió el impulso de avisar a su hermana. Antes que a Félix. Antes que a Miguel. Incluso antes que a Sergio. Ninguno de los tres ostentaba, como sí lo hacía Bea, el primer lugar en sus llamadas de emergencia.

Quizá si los hubiera escogido a ellos, como se reprocharía unas horas después, habría conseguido zafarse del callejón sin salida al que estaba a punto de conducirlo la conversación con su melliza. Ese camino lleno de trampas que desemboca en esta mañana en la que sigue haciendo tiempo antes de entrar en el cuarto que Marta llamaba de invitados y que para él era su videoteca. Una habitación donde hoy no habría dormido nadie si él hubiese sospechado que, mientras marcaba el número de su hermana para desahogarse con ella, Bea estaba a punto de hacer lo mismo para pedirle un favor a él.

—¿Pero tú estás bien? —fue lo primero que le preguntó tras soportar estoicamente un relato deshilvanado y prolijo del que Bea solo había logrado retener las palabras «ruptura», «ovación», «la zorra de Sonia» y «el puto cumpleaños».

—No sé… Estoy raro.

—Eres raro, hermanito. Eso no es una novedad.

—Ya. —David no pudo reprimir una sonrisa: quizá por eso ella seguía siendo su primera opción—. Pero que Marta se haya largado sí que lo es.

—Te va a tocar tener paciencia.

—¿Paciencia? ¿Eso es todo lo que puedes aconsejarme?

—Aconsejarte no puedo aconsejarte nada, Dave. —En los momentos en que todo va peor de lo que debería, agradece que lo llame así, con ese anglicismo con el que Bea lo rebautizó al poco de entrar en la adolescencia—. No sirve. Cualquier cosa que te diga te va a sonar tan estúpida como si fuera una taza con mensaje. Y yo nunca he querido ser taza, la verdad.

—Después de ver La bella y la bestia, sí.

—Venga ya, ¿estás de coña? —David estaba seguro de que era imposible que Bea no lo recordara, pero su hermana, cada vez que surge una referencia pretérita que considera pueril, finge haberla olvidado.

—Te tiraste semanas jurando que querías ser amiga de Chip.

—Debíamos de tener once años.

—Doce.

—Y qué más da. Además, no estábamos hablando de mis veleidades Disney. Sino de que las rupturas llevan tiempo.

—Eso ya lo sé, Bea.

—No, perdona, pero no lo sabes. Hasta ahora siempre has dejado tú. Y ni siquiera mucho.

—¿Que no he dejado mucho? ¿Pero qué estás diciendo?

—Que las relaciones anteriores a Marta no eran Marta. —A veces Bea podía resultar tautológicamente insoportable—. Ni hubo convivencia, ni pasasteis del año, ni te quedaste con una sola cicatriz de todas ellas.

—Eso lo dirás tú.

—Eso lo digo yo, sí. Y de rupturas y de gente que desaparece sé un rato.

—Lo de Marta no es como lo de Elio.

—¿Cómo estás tan seguro?

Entonces no había modo de que David se diese cuenta de lo que acababa de hacer, pero al rememorar conmigo sus impresiones sobre aquella conversación, cree que intuyó un atisbo de incomodidad en la reacción de su melliza. Aún no podía saber que su comentario acababa de rozar algo que ella no estaba dispuesta a contarle.

—Porque Elio desapareció sin más, Bea. Y Marta, no. A Marta, después de la cena, el monólogo y la mudanza con su amiga Louise Fletcher, solo le ha faltado romper conmigo lanzando unos fuegos artificiales.

—El caso es que esta vez va a ser distinto, Dave. Esta vez te han dejado a ti. Y cuando te dejan, arrasan con tu mundo sin pedirte permiso, así que encima de tener que reconstruirlo a solas, te sientes culpable de que todo haya estallado en pedazos. Que, por cierto, no estoy diciendo que tú no lo seas.

—¿Que no sea el qué?

—Culpable.

—Gracias por tanta confianza… Me abrumas, Bea, en serio.

—Te va a venir bien aceptarlo. Cuanto antes repartas responsabilidades, mejor.

—Según Marta, la culpa no es de nadie.

—Esa gilipollez la habrá visto contigo en alguna de tus películas.

—Mis películas no tienen la culpa de nada. Al revés. ¿Cómo te crees que habría sobrevivido esta semana sin David Lynch?

—Nada como un buen psicotrópico para superar una crisis.

—Lynch no es… Bah, déjalo.

—El día que me puedas explicar Carretera perdida sin que parezca que estás poseído por un chamán lo mismo te doy la razón.

—¿Pero tú no deberías estar diciéndome que esto va a pasar pronto, que valgo un montón, que hay muchísimas mujeres que estarían felices de darme una oportunidad…?

—No te puedo asegurar que vaya a pasar pronto, porque lo más probable es que no lo haga. Tampoco te pienso decir que vales mucho, porque a estas alturas ya deberías sospecharlo. Y no te voy a prometer que hay muchísimas mujeres esperándote porque lo mismo no es verdad. O las que te están esperando no son las que querrías conocer tú. Mírame a mí, por ejemplo, que estoy a punto de pasarme Tinder.

—¿El último tampoco ha funcionado?

—No. El último no dio ni para sexo. Quedamos, ni siquiera sé por qué, la verdad. Una de esas decisiones estúpidas que podía haberme ahorrado… Una copa, una conversación insípida, una sonrisa que dejaba adivinar unos dientes que pedían a gritos una ortodoncia y, como colofón, un intento de mansplaining que logré abortar pidiendo a la vez la cuenta y un taxi.

—Nunca pensé que diría esto, pero estas semanas me va a venir bien estar hasta arriba de trabajo…

—¿Cuándo empiezas?

—En quince días. Todavía están afinando algunas cuestiones de la producción…

—¿Y dónde va a ser el rodaje?

—Aquí, en Madrid.

—¿Íntegramente?

—En el guion no hay nada que justifique salir fuera para rodar un solo plano.

—¿Es una buena historia?

—No lo sé. Es casi una obra de teatro filmada. Unos cuantos amigos se reúnen en una casa de verano y hablan de temas triviales tratando de resultar chispeantes a la vez que trascendentes. Hasta que aparece el hijo de uno de ellos y lo altera todo.

—¿No hay ya unas cuantas películas exactamente iguales a esa?

—Una por año, más o menos.

—Está claro que no te entusiasma…

—La forma es muy barroca. Los diálogos se empeñan tanto en parecer poéticos que acaban resultando ridículos…

—¿Y pagan bien?

—Mejor que en la última.

—¿Quién dirige?

—Laura Heredia.

—¿La de El último invierno? —A David le molestó que su hermana reconociera tan deprisa a la autora de aquella ópera prima con la que la suerte había sido mucho menos esquiva de lo que seguía siéndolo con él.

—La misma.

—Cómo lloré con el final…

—Me vendrá bien estar ocupado. —No estaba dispuesto a permitir que siguiera elogiando un éxito tan casual como el de su nueva jefa—. Este piso se me va a hacer muy raro sin Marta.

—¿Estás de broma?

Su hermana, por supuesto, no lo creía: era imposible que ese espacio tan lleno de sí mismo le resultase ajeno. Puede que la nostalgia surgiera en otros lugares. En algún bar compartido. En alguna calle especial. Incluso antes de entrar a ver algún estreno en los Verdi, donde le había contado que, huyendo de las aglomeraciones y las palomitas, solían acudir juntos a la última sesión de los domingos. Diez años eran demasiado tiempo como para que no hubiesen trazado un mapa urbano propio, así que Bea estaba convencida de que su hermano solo se daría cuenta de que Marta no continuaba a su lado cuando la buscase fuera de esas paredes, en una ciudad en la que empezaría a encontrar pequeñas traiciones en los mismos rincones donde antes hubo memorias compartidas. Madrid acababa de llenarse de trampas que él aún no podía siquiera prever.

—¿Te han dicho alguna vez que tus tácticas de terapia y consuelo son manifiestamente mejorables, Bea?

Ella esbozó una sonrisa e hizo una pausa demasiado larga.

Aquello solo podía ser un mal presagio.

—Tengo que pedirte algo…

Mierda. Lo era.

—Es algo muy sencillo, Dave. De verdad.

 

Antes de continuar, y por petición expresa de nuestro protagonista, parece necesario subrayar que existen tres tipos de situaciones y, por extensión, de personas que David detesta.

La primera, que alguien le pida una de sus películas —ya sea en formato DVD, blu-ray o, peor aún, alguno de sus viejos VHS—, pues sabe que lo más probable es que jamás la recupere, lo que no solo erosionará su vínculo con la persona a la que se la haya prestado, sino que ocasionará un indeseable hueco en sus estanterías, donde todos los títulos figuran sistemáticamente apilados por géneros, directores y fechas de estreno.

Su segunda fobia, que considera tan extendida y comprensible como la primera, se desata en cuanto oye que alguien se dispone a pedirle un favor, pues la mera advertencia de esa necesidad ya supone que lo que se solicite no será ni fácil ni agradable de conceder.

Y su tercera aversión, aunque no por ello menos importante que las dos anteriores, consiste en su incapacidad para admitir que alguien invada su espacio íntimo, motivo por el que jamás estuvo de acuerdo con Marta en crear ese supuesto cuarto de invitados que él transformó en videoteca y al que, esta mañana, sigue sin querer asomarse.

Teniendo en cuenta hasta qué punto su melliza era tan consciente de sus flaquezas como él lo había sido siempre de las suyas, David no podía imaginar que Bea cruzaría no ya una, sino dos de sus fronteras psicológicas, consiguiendo casi un pleno de fobias y desatando en él un ataque de pánico que desplazó, de modo fulminante, sus tentaciones autocompasivas de hombre abandonado deseoso de sumergirse en películas tristes, canciones tristes, fotos de Instagram tristes y, a ser posible, días lluviosos forzosamente tristes con los que mimetizar su estado de ánimo y odiar a la humanidad en su conjunto y a la mujer que lo había abandonado en particular.

 

—Necesito que hagas algo por mí…

Ahí estaba: la Voz.

Ese tono con el que Bea finge que es fácil lo imposible. Cuando su hermana entona la Voz es porque necesita algo que sabe que no tiene derecho a exigir y que él, con su habitual falta de reflejos, será incapaz de rehusar.

—¿Justo ahora? ¿Pero no estábamos hablando de mí y de mi crisis y de cómo necesito que el mundo gire, por una vez, a mi alrededor?

—Solo sería un favor, David… —Primera cruz en sus tres categorías de aversiones inasumibles—. Es importante. Me conoces y sabes que, si no lo fuera, no te lo pediría.

Cogió aire.

—Dispara.

—Me han pedido que me incorpore.

—¿No empezabas en septiembre?

Eso era lo que recordaba de la noche en que ambos habían celebrado juntos ese nuevo puesto que, por fin, parecía satisfacer a su nunca contenta con nada hermana. Daba igual cuántos logros académicos y profesionales sumase a su currículum, siempre había en ella un poso de ambición que la conducía hacia un nuevo reto. «Justo lo que a ti te falta, Ícaro[1]», solía apostillar su madre con su espontaneidad habitual, cuando a él se le ocurría hacer algún comentario al respecto.

—Quieren que empiece ya. Las fechas del proyecto se han movido y me necesitan en Tokio cuanto antes.

—¿Pero ya sabes dónde vais a vivir allí? Porque tendréis que quedaros en algún sitio, ¿no?

Intuía la catástrofe que se avecinaba, pero prefirió fingir que no y utilizar con mucho énfasis la segunda persona del plural. Vais, Unai y tú. Os quedaréis, Unai y tú. Viviréis, Unai y tú. Además, si conseguía alargar la conversación durante el tiempo necesario, podría lograr que ella se olvidase de cuál era su auténtico propósito. Eso no serviría para disuadirla, desde luego, pero sí le permitiría ganar tiempo para encontrar excusas con las que negarse a lo que estaba punto de pedirle.

—De momento, en unos apartamentos que la empresa pone a nuestra disposición. Nos quieren cerca del lugar donde vamos a investigar.

—Mi hermanita y sus investigaciones… —La frase de Bea acababa de arañar algo en él. Algo que tenía que ver con las quejas de su madre, o con las miradas condescendientes de su padre, o con la comparación que David y su hermana habían intentado que no se alzase como un obstáculo entre ellos a pesar de que fuera una realidad inevitable desde la infancia—. Qué frívolo haces que suene todo lo que hacemos los demás.

—Son mundos diferentes, Dave. Solo eso. Y no te hagas la víctima, que llevo años siendo una de las más fieles seguidoras del tuyo.

—Eso es verdad —reconoció, y trató de olvidar el leve escozor que le había dejado su no pretendido arañazo con el recuerdo de los momentos en que su hermana lo había apoyado en alguna de las iniciativas creativas que, hasta la fecha, nunca habían salido tan bien como habría necesitado para convertirse en la persona que, a estas alturas, ya no estaba seguro de llegar a ser.

Quizá esa persona ya no era posible. Puede que su juego de oportunidades lo hubiera desaprovechado en esos festivales donde estrenó cinco cortos y una película —la segunda, por culpa del cabrón de Sebas, jamás llegó a rodarse— de bajo presupuesto y menos medios para cosechar un puñado de críticas pedantes, unos cuantos premios sin dotación económica y decenas de exhibiciones gratuitas que nunca lo condujeron al circuito de las salas comerciales. Pero mientras él deshojaba su suerte con proyectos que no hacían más que alejarlo del que debía ser su destino, Bea siempre había estado ahí, apoyándolo, aunque supiera, porque ambos lo sabían, que esta vez tampoco iba a funcionar.

Que nunca funcionaba.

—Sabes lo que esto significa para mí… Y después de lo de Elio…

—No hagas eso, Bea.

—¿El qué?

—Jugar la carta de Elio. Han pasado cuatro años.

—No es una carta, es una realidad.

—De todos modos, no me sirve. La baza del abandono la tienes gastadísima. Lo siento. Cupo cerrado de drama emocional.

 

La carta de Elio… Resulta difícil transcribir una situación pasada cuando se conocen, gracias al tiempo que dista entre lo sucedido y lo narrado, sus ramificaciones en el presente. Es demasiado tentador releer los hechos o, más aún, alterarlos, dando lugar a paradojas temporales propias de esas películas de ciencia ficción ochenteras que tanto apasionan a David.

Así pues, acuciado de dudas razonables, este narrador moderadamente omnisciente decide preguntarle a su protagonista si está seguro de que no quiere que se omita ninguna de las frases anteriores, ya que todas ellas cobrarán pronto un sentido mucho menos inofensivo del que poseen en esta página.

—Entonces aún no podías saberlo, David.

—Ya, pero se lo dije… Y se lo dije exactamente así.

—No tenemos por qué ser tan fieles a los hechos. A fin de cuentas, en la novela estamos cambiando los nombres y los lugares. Ni tu hermana se llama Bea ni Marta se llama Marta, y ni siquiera tú te llamas David. Suprimir ciertas intervenciones en un diálogo sería solo otra licencia más.

David agradece mi advertencia, pero insiste en que todo se escriba tal y como sucedió —o tal y como lo recuerda—, incluyendo esas alusiones a la vida de su hermana de las que ahora, confiesa, se arrepiente.

 

—¿Cuándo te vas?

—En una semana, Dave.

—¿Tan pronto?

—Voy a ser una de las coordinadoras del proyecto. No pueden comenzar sin mí y, por una vez, siento que es una necesidad real. No solo suya… También mía.

—¿Puedo ser un egoísta de mierda?

—Claro.

—No me gusta que te vayas tan lejos.

—Así tienes una excusa para venir a verme.

—Claro, a Tokio. Un fin de semana sí y otro no. Como vas a estar tan cerca…

—Por eso había pensado que…

La Voz.

De nuevo.

Y esta vez era obvio que la pregunta resultaba inaplazable: sus maniobras de distracción habían sido completamente inútiles.

—Sabes que Unai no ha tenido un buen año…

En realidad, no.

Ni lo sabía ni había modo alguno de que lo supiera.

Cómo iba a saber algo de un sobrino con el que apenas se veía y que rara vez le hablaba cuando se encontraban en las irrenunciables comidas dominicales con sus padres, convertidos ahora en orgullosos abuelos de un nieto adolescente. En esas reuniones en que Unai permanecía en un tenaz silencio —tan ensayado como los demás personajes aprendidos por cada miembro de la familia—, mientras sus padres hacían el recuento semanal de los logros de Bea y de las metas aún no alcanzadas que, si madurases, Ícaro, si madurases, debería plantearse su hermano.

Su melliza era lo suficientemente hábil como para no mencionar nada que pudiera enturbiar esa aura de perfección que la acompañaba desde niña, una burbuja casi irreal que solo había empañado la marcha de Elio, una ruptura abrupta y zanjada sin más explicaciones que el adusto «No nos entendíamos» con que Bea les informó de que había pedido el divorcio. Desde entonces, no lo habían vuelto a ver. Ni ella les había dado permiso para que se lo volvieran a mencionar.

Con semejante carencia informativa, cómo iba David a saber que su hermana llevaba meses notando a Unai especialmente huraño, que sus profesores se habían quejado de su actitud durante este curso y que, si no se centraba en este último trimestre, corría el riesgo de suspender cuarto de la ESO. Es más, ¿alguien podía explicarle, por favor, con qué nivel del BUP se correspondía cuarto de la ESO? David no sabía nada de todo aquello porque, sencillamente, no habían querido contárselo, ni el quinceañero pegado a su móvil ni la madre en continua implosión profesional.

—No creo que llevármelo conmigo en este momento sea una gran idea. Solo quedan dos meses de curso y lo mejor es que lo termine aquí. Después, bueno, pues ya veremos. En principio, lo mío allí es algo temporal. No mucho más de un mes. Como máximo, un mes y medio. Mi misión consiste en poner en marcha el proyecto y luego regresar a Madrid para comenzar con el siguiente.

Un mes y medio.

Seis semanas.

Cuarenta y dos días.

Sus menguadas dotes para el cálculo mental, por mucho que se empeñaran en hacérselas ejercitar durante sus años de EGB, le impiden convertir esos días en horas. Pero, aun sin ese dato, le resulta imposible visualizar esas cifras sin estremecerse.

—¿Ya se lo has dicho a mamá?

—¿Que me voy en una semana?

—Y que les dejas a Unai.

Era la última jugada posible. Desesperada, sin duda. Pero tal vez surtiera efecto: su plan consistía en fingir que no estaba entendiendo la situación y ofrecer una solución alternativa que evitara el desastre.

—No se lo pensaba dejar a ellos.

Se acercaba peligrosamente la segunda cruz en su cuadro de aversiones inasumibles.

—¿Ah, no?

—Están mayores…

—Están estupendos. Y tienen práctica. Han criado ya dos, te recuerdo. Eso es una ventaja enorme.

—Llevan años ayudándome con Unai, pero ahora, no sé, ahora creo que le vendría bien un cambio. Este último año nos ha desbordado.

¿Y a él no? ¿En qué universo alternativo ese desbordamiento no sucedía?

—¿Te parece poco Tokio? Si lo que necesita Unai es un cambio, ahí tienes uno de la hostia.

—Cuando acabe el curso, quizá. Pero antes, no. Antes preferiría que se quedara aquí. —Y entonces, en un solo segundo, cambió todo—: Contigo.

Habría preferido que le arrancaran una mano, o incluso que lo obligaran a prestar su edición en caja metálica y numerada de Blade Runner, la misma que incluía, además de un juego de postales serigrafiadas, el montaje original del director, el montaje estrenado en salas, el montaje que no se estrenó en salas, el montaje reestrenado con adiciones en esas mismas salas y hasta un quinto montaje que seguro que no había visto ni el propio director.

Pero no. Era mucho peor. Bea acababa de marcar una cruz en la más terrorífica de sus tres casillas: la de su intimidad.

—¿Conmigo?

—Sí, lo he hablado con él y le parece bien.

—Lo has hablado con él…

¿Unai hablando?

¿Unai, el rey del monosílabo, hablando?

—Solo sería hasta mediados de junio.

David miró el calendario en su móvil y contuvo el aliento al imaginar aquella eternidad de seis semanas. Su primera reacción, una vez superado el pánico, fue pensar en trueques posibles: ¿qué podía ofrecerle a su hermana a cambio de quitarle aquella idea descabellada de la cabeza? ¿Qué miembro de su cuerpo debía amputarse para provocar su compasión y evitar la tragedia?

—No tienes que cambiar tu rutina. Unai ya no es un crío. —Como si eso fuera algo positivo, pensó David, a quien la palabra adolescente solo le sugería argumentos de cine slasher donde empatizaba más con los asesinos que con sus víctimas—. Con que le eches un ojo es suficiente.

¿Echarle un ojo? Más que a un sobrino, parecía que Bea estuviera dejándole una planta. Podía entender que ella necesitara espacio, que él no quisiera desarraigarse a mitad de curso y hasta que sus padres hubieran decidido que ya habían ejercido durante más años de los estrictamente necesarios como cuidadores de ese nieto que se había convertido en una segunda generación de hijos. Además, teniendo en cuenta lo poco que parecían haber disfrutado con la primera parte, era lógico que ni Carmen ni Íñigo tuvieran ahora interés alguno en participar en la secuela.

Podía entenderlos a todos, sí, pero ¿quién lo entendía a él? ¿Quién entendía que no estaba preparado, ni dispuesto, ni siquiera ligeramente receptivo a la simple idea de convivir con un quinceañero del que no sabía nada? Y mucho menos después de una ruptura de pareja que, aunque hubiera quedado ya muy lejos en aquella conversación donde su hermana había acabado avasallándolo, había sucedido apenas unos miserables minutos antes. ¿Cómo se suponía que iba a consagrarse a la melancolía y al consumo indiscriminado de alcohol, porros y películas de Jim Jarmusch con un adolescente ajeno al lado?

—No me va bien, Bea. Empiezo el rodaje en quince días, ya te lo he dicho.

—¿Ves, Dave? Ahora sí que lo estás siendo.

—¿Estoy siendo el qué?

—Un egoísta de mierda.

 

No recuerda bien en qué momento de esa conversación cedió.

—Si no lo anoto en mis cuadernos, al final se me olvida —se justifica, y yo, aunque sospecho que me está haciendo trampas, me lo creo.

Quizá David sintió que le debía ese esfuerzo a Bea a cambio del apoyo que ella le había mostrado siempre. Quizá temió que fuera demasiado cruel sumar al reflejo agrietado de sí mismo que le había dejado Marta la imagen siniestra y cobarde que le ofrecía su hermana. Quizá solo pensó que seis semanas no eran tanto tiempo, que su trabajo lo mantendría ocupado e incluso que encontraría la forma de convencerse de que aquello no estaba sucediendo hasta que Bea regresara a por su hijo.

Cree que tuvieron que llamarse de nuevo un par de días después. Tal vez menos, porque a David los enfados —según él— le duran poco y Bea nunca tuvo grandes dotes para el rencor. Que ella le colgó después de insultarlo o —como puntualizó luego— de describir su actitud, que son dos cosas muy diferentes, David, no te vayas a hacer el ofendido ahora. O quizá no, quizá todo se arregló en esa primera conversación en la que él quería desahogarse hablándole de Marta y ella solo pretendía convencerlo para que se ocupara de Unai.

—Nunca te pediría algo así si no fuera importante…

Sí sabe que, justo antes de acceder, dudó de nuevo.

—¿Solo seis semanas?

—Solo seis semanas.

Su cabeza estaba convencida de que debía decir que no, pero su corazón, cuando se trata de su melliza, habla un lenguaje propio.

—Si te retrasas un solo día, te juro que le presto mi tienda de campaña y lo dejo acampando en el Retiro.

—No serás capaz.

—No me pongas a prueba.

 

Café en mano, hoy se asoma a su pseudocuarto de invitados y se pregunta qué hace ese cuerpo allí, tendido bocabajo. Si al menos hubiéramos puesto un sofá cama, le reprochaba Marta cada vez que alguno de sus amigos proponía visitarlos y David alegaba que no tenían sitio para ellos.

Metro ochenta, tal vez metro ochenta y uno de adolescente desgarbado tumbado en una postura casi imposible, con las piernas y los brazos tan estirados que pareciera llenar todo el espacio de una habitación que, de repente, ha dejado de ser suya.

La bolsa de deporte con la ropa de Unai yace tirada a unos centímetros del sofá. También hay unos altavoces, un par de mancuernas y una mochila sin abrir junto a la mesa que le servirá de escritorio —«Asegúrate de que estudia un poco», le ha pedido Bea— hasta que acabe el curso. Su sobrino no se ha molestado en deshacer el escueto equipaje con que se ha presentado en su casa y, por lo que parece, solo ha sacado de la bolsa el móvil, el portátil y sus respectivos cargadores. David aprieta los dientes y contiene un gesto de disgusto al darse cuenta de que Unai ha desenchufado su viejo VHS, una reliquia que todavía funciona, para conectar la batería de su teléfono. No quiere parecerse a su padre —que ya habría gritado un «¡Cuidado con eso, que es muy sensible!»—, aunque mientras reprime el comentario se da cuenta de que quizá cada día se asemeja un poco más a él (¿ves como sí estoy cambiando, Marta?).

Entorna la puerta sin hacer ruido, con el único afán de prolongar su tranquilidad fingida tanto tiempo como le sea posible, pero antes se asegura de entrar y volver a conectar el vídeo. Sale de allí de nuevo, pone su móvil en silencio y se sienta en la soledad de un piso donde hoy solo encuentra testimonios de una ausencia reciente y de una presencia inesperada.

Sospecha que Uma lo mira con más sarcasmo del habitual desde el cartel de Pulp Fiction que decora su salón y hasta siente que Ethan Hawke y Julie Delpy, reclinados en un tren con Viena al fondo, lo observan con sorna desde el suyo.

Reprime la tentación de responderles —si es que hasta esos carteles son más reales que yo misma, David, ¿no te das cuenta?—, pues teme que esas alocuciones que tanto disgustaban a Marta despierten a su sobrino y acaben con el escaso domingo a solas que aún tiene por delante. El tiempo justo para acabar ese ¿cuarto?, ¿quinto? café, tal vez leer el periódico y prepararse para comer con Unai en casa de sus padres, momento en el que cualquier otro atisbo de la paz actual será convenientemente acribillado.

En su móvil, aún en silencio, un mensaje de Sergio en su grupo de WhatsApp preguntándoles si han recibido la invitación para la fiesta de aniversario de su viejo instituto y, junto a tan pavoroso interrogante —¿de verdad que ninguno de sus compañeros del BUP ha visto Carrie?—, el registro de tres llamadas.

La primera es de Marta.

La segunda, de Bea.

Y la última, de un número desconocido.

—Esto no pinta bien —juguetea con su revólver Uma amenazando con disparar y despertar al joven durmiente.

—Más te vale tener paciencia —le sugiere, desde su dilatada experiencia, el profesor Keating.

—Marta y tú deberíais hablarlo… A nosotros nos costó tres películas —le propone Ethan desde el anochecer griego en que cerraron su trilogía.

Agobiado por las voces que le impiden pensar, se encierra en su dormitorio, mira las tres llamadas en la pantalla de su móvil y de las tres opciones —Marta, Bea y el número anónimo— elige la única que se siente capacitado para responder.

La que no tiene nombre.