DIARIO SECRETO DE GALENO
Anotaciones sobre Plauciano,
jefe del pretorio con Severo
Julia había sobrevivido a la locura y el asesinato de Cómodo. Se las había ingeniado para escapar de Roma durante el débil reinado del malogrado Pértinax. Acompañó a su esposo, Septimio Severo, en el avance de este contra Juliano y, muerto el senador corrupto que había comprado el Imperio, Julia marchó con Severo hacia Oriente. La guerra civil contra Nigro fue cruenta, pero el gobernador de Siria fue ejecutado por las tropas de Severo. Julia insistió entonces en no conformarse con el dominio absoluto del Imperio. Ansiaba establecer una dinastía y persuadió a su esposo para que elevara al primogénito de la familia, el pequeño Basiano, ya con el nuevo nombre de Antonino, a la dignidad de césar y heredero. Sabía que Clodio Albino, nombrado antes césar por Severo para asegurarse su lealtad durante la guerra contra Nigro, no aceptaría compartir la sucesión con el joven Antonino, pero eso no pareció importar demasiado a Julia. Vino una nueva guerra civil. Julia confiaba en la destreza militar de su esposo. El enfrentamiento llevó a Severo al límite de su capacidad y de sus fuerzas, pero, siempre respaldado por Julia, en particular, aquella larga noche entre los dos días de la brutal batalla de Lugdunum, salió, una vez más, victorioso él y ella quedó como la emperatriz más poderosa que nunca había conocido Roma.
Sin Cómodo, ni Pértinax, ni Juliano, ni Nigro ni Albino, Julia, por fin, lo había logrado: su esposo era el señor todopoderoso del Imperio romano y su hijo Antonino su sucesor y, por si fuera poco, contaban con el pequeño Geta para garantizar la dinastía en caso de que algo le ocurriera al primogénito.
Todo estaba logrado y todo habría sido perfecto de no ser por... el enemigo interno: Severo mantuvo a Plauciano junto a él como único jefe del pretorio y su poder fue creciendo de forma imparable, a la par que su ambición. Plauciano podría haberse conformado con ser el hombre más apreciado por el emperador y disfrutar de la posibilidad de enriquecerse con la aquiescencia del augusto. De hecho, tras la derrota de Albino pensé que el jefe del pretorio aceptaba la victoria absoluta de Julia y que no se atrevería ya a enfrentarse a ella, pero Plauciano quería más. Lo anhelaba todo.
Julia, igual que intuyó la debilidad de Pértinax o la capacidad de su esposo para sobreponerse al corrupto Juliano o a las legiones de los gobernadores de Siria y Britania, supo detectar la ambición de Plauciano con nitidez y antes que nadie. Pero esta vez, la emperatriz tenía una dificultad adicional para terminar con el nuevo enemigo: así como el propio Severo supo entender que Julia tenía razón respecto a la debilidad de Pértinax o comprendió con rapidez que tanto Juliano como Nigro o Albino eran enemigos, en el caso de Plauciano, el emperador estaba ciego. Para Severo, su jefe del pretorio era ese amigo de la infancia en el que podía confiar plenamente e interpretaba las sospechas de su esposa sobre el prefecto de la guardia como meros celos de mujer hacia un buen amigo del esposo.
Plauciano, por su parte, fue inteligente. Se mantuvo en silencio y obediente e inactivo con respecto a sus planes mientras Severo celebraba sus fastuosos juegos en el Circo Máximo. El prefecto empezó su traición con el inicio de una nueva campaña militar contra Partia. En la guerra todo es más confuso y sabía que en ese contexto bélico podía enmascarar sus acciones de modos diversos. Alguien tendría que estar muy pendiente para darse cuenta.
La campaña parta pospuso, por enésima vez, mi anhelado viaje a Alejandría. Disponía ya del salvoconducto para consultar todos los libros secretos de la gran biblioteca de Egipto. Estaba más cerca que nunca de acceder a los manuales escritos por Herófilo y Erasístrato sobre las disecciones humanas, prohibidas en mi tiempo, pero realizadas por estos maestros de la medicina siglos atrás. Leer esos libros podría cambiar mi conocimiento de tal forma que afectaría a todo lo que hacía, todos mis métodos, toda mi ciencia..., pero la familia imperial me requería en el séquito que iba a partir hacia Oriente. Era un nuevo retraso en mi búsqueda de aquellos manuales secretos, pero había habido tantos otros impedimentos en el pasado, que uno más no parecía grave. Por otro lado, Oriente me acercaba a Egipto y viajar con la corte imperial era mucho más seguro que navegar por el Mare Internum sujeto a ataques de piratas o a los caprichos de Neptuno. Viajar con la flota imperial por mar y con el ejército de Severo por tierra era el modo más fiable de garantizarse llegar sano y salvo a Oriente. La propia Julia, conocedora de mis deseos de ir a la vieja biblioteca, me prometió que al término de la campaña parta pediría a su esposo visitar Egipto, a lo que se ve un viejo anhelo suyo.
Todo volvía a ponerse en marcha: la lucha por el poder de Roma en paralelo con mi búsqueda de los libros de Herófilo y Erasístrato. Era como si volviéramos al principio. Un segundo inicio. Un comienzo que esta vez tendría un final definitivo que habría de conducirnos a todos al reino de los muertos, claro que... la laguna Estigia se podía cruzar como un miserable o como un héroe, como un mero mortal o como alguien destinado a ser dios.