PARTHICUS MAXIMUS
Ctesifonte, invierno de 197 d. C.
—Ya han alcanzado Babilonia y pronto llegarán aquí —dijo Artabano, como si le agradase ser el heraldo de las malas noticias. Cierto era que él se había manifestado en contra de atacar Nísibis de nuevo sin estar realmente preparados para un enfrentamiento a gran escala contra Roma.
Vologases V miraba a su segundo hijo con claro aire de fastidio.
—Nos replegaremos —dijo el rey de reyes por toda respuesta.
Vologases hijo, el primogénito, y Osroes, el menor de los tres vástagos del Šāhān šāh, callaban. La retirada no les parecía muy gloriosa, pero sí una solución práctica para salvar la vida. El ejército romano era formidable en número de efectivos. En aquel momento, no podían enfrentarse al invasor.
Artabano, sin embargo, se oponía como en su momento se opuso al repliegue en Nísibis.
—Eso no podemos hacerlo, padre —espetó con rabia mal contenida—. Esa es una cobardía demasiado grande y en nada nos beneficiará. Nos hará impopulares a los ojos del pueblo.
—¡Eso es lo que se ha hecho siempre cuando no se ha podido detener al enemigo! —gritó Vologases V alzándose del trono real de Ctesifonte rojo de ira por las continuas críticas de su segundo hijo—. ¡El repliegue nos permitirá rearmarnos más al este y, como hicieron nuestros antepasados, regresaremos y expulsaremos a los romanos de todo nuestro territorio!
Artabano inspiró aire profundamente.
Su padre volvió a sentarse en el trono.
—Eso, Šāhān šāh —dijo Artabano usando el título real que le correspondía a su padre como señal de respeto, pero aún insistiendo en su oposición—, pudo funcionar en el pasado porque en otros tiempos no había otra familia disputando el poder de Partia. Pero hoy, Ardacher y todos los que lo apoyan, los que el pueblo conoce como sasánidas, están en rebelión en Oriente: no reconocen nuestra autoridad y su desplante sigue sin respuesta por nuestra parte. Cuando además la gente vea que dejamos Ctesifonte, la capital, sin defensa, en manos de las ansias de saqueo y violencia que los romanos han exhibido en esta campaña, eso contribuirá a que las promesas de otro gobierno que defienda mejor las fronteras, lo que viene proclamando Ardacher desde hace meses, sean vistas por el pueblo como una alternativa deseable, como una opción mejor que nuestra dinastía.
—Los sasánidas son una casta de sacerdotes descendientes de un miserable pueblo del que no merece la pena ni recordar el nombre —contrargumentó Vologases V—. Es verdad que la violencia extrema y el pillaje al que los romanos someterán Ctesifonte y su entorno serán brutales, pero generarán también un odio grande que hará que todos quieran vengarse cuando retornemos con todo nuestro ejército reagrupado y dispuesto para una campaña de aniquilación de las legiones de Severo.
—Con la rebelión sasánida en Oriente, tardaremos mucho tiempo en poder disponer de todas las tropas necesarias para ese empeño, padre —insistió Artabano.
—¡Basta, por Ahura Mazda! —aulló Vologases V levantándose una vez más de su trono—. ¡Nos retiramos! ¡Si tú quieres quedarte y luchar contra Severo, hazlo, pero si no, calla y no vuelvas a abrir la boca o haré que se te juzgue por traición!
Artabano tragó saliva.
En el silencio, el canto de los pájaros del jardín que rodeaba el palacio real de Ctesifonte se filtró por las ventanas de la sala de audiencias y por entre los pensamientos oscuros de todos los miembros de la familia real arsácida como un contrapunto de alegría extraño, ajeno a las circunstancias de derrota en las que todos se veían envueltos.
Artabano se inclinó ante su padre.
Vologases V se sentó en el trono.
—Que lo dispongan todo —dijo el Šāhān šāh—. Partimos al amanecer.
Praetorium de campaña, Ctesifonte
Mediados de enero de 198 d. C.
Severo contemplaba el humo que emergía por encima de los muros de Ctesifonte. Todo había sido más fácil de lo esperado. La huida de Vologases V, llevándose el ejército parto de la capital, dejó primero Seleucia y luego Ctesifonte a merced de las legiones. Ni siquiera hizo falta trasladar la flota romana desde el Éufrates hasta el Tigris, que bañaba los muros de la capital parta, como hiciera Trajano en el pasado. El emperador hispano ordenó que sus legionarios sacaran a pulso los barcos del río y que con cuerdas y troncos arrastraran una a una todas las naves de su propia flota para usarlas en su ataque a Ctesifonte. Pero la huida de Vologases V transformó en innecesario intentar emular semejante hazaña militar.
Trajano.
Septimio Severo suspiró. Había llegado a tomar Ctesifonte, como hiciera el optimus princeps hispano, pero, al contrario que él, Severo no pensaba retener aquellos territorios. Sabía que tal decisión lo dejaba por debajo de Trajano y eso lo seguía incomodando. Todos los emperadores de la dinastía Ulpio-Aelia-Antonina, de un modo u otro, se comparaban con Trajano, ya fuera Marco Aurelio o Lucio Vero o el propio Antonino, pero él se sentía tan inmensamente lejos del divino hispano...
Julia entró en el praetorium. Ella venía con sus propias preocupaciones. El incendio de Ctesifonte iba a generar mucho odio y rencor en Partia y eso dificultaría sus planes futuros, proyectos que aún no podía compartir en su totalidad con su esposo, aunque, como él ya había intuido, iban en la línea de unir Oriente y Occidente. Dos inmensos mundos distintos en uno solo, pero si se creaba tanto odio ahora en uno de ellos contra el otro...
—Quizá no sea necesaria la destrucción total de la ciudad, ¿no crees? —dijo ella con voz suave, tanteando el terreno. El ceño fruncido de Septimio la advertía de que algo no marchaba bien del todo, pese a que la victoria era completa.
—Bueno, los legionarios han hecho una buena campaña y, aunque haya habido menos lucha de la esperada, las marchas han sido largas y su esfuerzo para llegar hasta aquí grande. Justo es que los premie dejándoles saquear las ciudades enemigas a su gusto. ¿O acaso ya no crees que tener contento a nuestro ejército sea una prioridad?
La réplica de su esposo, ciertamente, dejó sin posibilidad de contrargumentación a Julia. La emperatriz se conformó. En cualquier caso, antes de poner en marcha su plan final, su gran sueño, habría que esperar unos años, hasta resolver los problemas en Britania y África y, además, consolidar el control férreo de Roma y su Senado y... otras cuestiones en las que su marido aún no pensaba. Era posible que esos años diluyeran el odio que se estaría generando ahora en la región por la brutalidad de Severo. En ello tendría que confiar.
La emperatriz cambió de tema.
—Algo te preocupa y no puede ser nada relacionado con Vologases V, pues este aún debe de seguir cabalgando hacia el extremo oriental de su aniquilado imperio.
El emperador asintió.
—Sí.
Pero no dijo nada.
Ella se le acercó despacio, por la espalda, y, tal y como a él le gustaba, posó sus manos sobre los hombros de su marido. Severo, sentado frente a la mesa, estaba algo encorvado, como deprimido.
—Sé —dijo el emperador mientras ella lo masajeaba muy lentamente— que lamentas que no intente controlar estos territorios. Sé que eso te hace verme como inferior a Trajano. Y sé que eso lo pensarán también otros muchos. Desde legionarios hasta senadores. Pienso asumir el título de Parthicus Maximus, pero el Senado, aunque no se atreva a negarme tal dignidad, en el fondo me mirará con desprecio, como si no mereciera realmente el título; pero la decisión de no intentar anexionar la Baja Mesopotamia es correcta. De eso estoy seguro. Al menos, con los problemas que hay en otros puntos del Imperio. No puedo atender tantos frentes al mismo tiempo. Britania y África reclaman mi atención. Pero los senadores, en voz baja, a nuestras espaldas, murmurarán contra mí por asumir el mismo título que un Trajano que sí se anexionó estos territorios. Aunque luego Adriano se retirara de ellos.
Julia comprendió perfectamente lo que decía su esposo y compartía con él que tenía razón. La emperatriz se agachó y le susurró al oído:
—Consigue, entonces, algo que Trajano no lograra. Algo habrá que tú sí puedas conseguir, algo en donde tú puedas triunfar, pero donde Trajano fracasara.
—Trajano nunca fue derrotado... —dijo Severo, pero su esposa lo interrumpió con otro susurro.
—¿Estás seguro de que nunca sufrió una derrota?
Julia lo besó entonces y salió del praetorium.
Severo sabía que aquel beso era una invitación a seguirla a su tienda y yacer juntos, y pensaba hacerlo, pues Julia estaba muy cariñosa aquellas semanas y era algo demasiado agradable como para desaprovecharlo. Siempre podía poseerla, pero hacerlo cuando ella era proclive al encuentro carnal hacía de la intimidad y el éxtasis algo diferente a cualquier otro encuentro sexual que hubiera tenido en su vida. Pero Severo se tomó unos instantes para pensar en las últimas palabras que ella le había musitado al oído.
El emperador, al fin, se levantó despacio y empezó a andar hacia la puerta de la tienda.
De pronto se detuvo.
Se acababa de dar cuenta.
Julia, como siempre, llevaba razón en su insinuación...
Trajano sí sufrió una derrota.
Frente a los muros de Ctesifonte
28 de enero de 198 d. C.
La capital de Partia seguía ardiendo. A Severo le pareció que no había mejor telón de fondo para su celebración de la victoria absoluta sobre los partos que aquel paisaje de humo y fuego.
Las legiones desfilaron victoriosas ante el palco de madera levantado para el emperador y su familia frente a la ciudad incendiada. El emperador se había autoproclamado, a la espera de la segura ratificación del Senado, como Parthicus Maximus, tal y como había anunciado a su esposa, además de elevar a su primogénito, Basiano Antonino, a la dignidad de augusto con la categoría de coemperador. Que tuviera solo nueve años era algo que Severo no valoró como inconveniente. Él mandaba y más valía que el Senado asumiera cómo iban a ir las cosas a partir de ahora. Ya llevaba veintinueve patres conscripti ejecutados. No pensaba que fueran a hacer falta más... purgas. Pero si fueran necesarias su pulso no temblaría al firmar las nuevas órdenes de ejecución. Y, para culminar los nombramientos del día, concedió a Geta, su hijo menor, por fin, de forma oficial, la dignidad de césar, heredero designado. La dinastía por la que tanto él como Julia habían luchado estaba plenamente establecida.
—Y no has elegido esta fecha por casualidad para todos estos nombramientos, ¿verdad, esposo mío? —dijo la emperatriz.
—No, por Júpiter... —respondió él y se volvió un instante hacia su mujer y sonrió—. ¿O quizá debería decir «por Trajano»?
Ella le devolvió la sonrisa. En esa misma fecha, justo hacía cien años, el 29 de enero de 98 d. C., Trajano había accedido al poder. Y, al igual que había hecho Julia, todos los senadores verían que la elección de la fecha, en efecto, no había sido algo arbitrario.
—¿Ya no tienes miedo a las comparaciones? —inquirió Julia, siempre con una sonrisa, ahora mirando a las cohortes legionarias que desfilaban ante la familia imperial.
—No, pues en las próximas semanas conseguiré algo que no logró nunca Trajano.
Ella no dijo nada mientras continuaba admirando el espectacular desfile militar. No necesitaba que su esposo le explicitara que iba a atacar Hatra: la fortaleza inexpugnable que nunca pudo rendir Trajano. Ese y no otro era ahora el objetivo de su marido. Pero, de pronto, Julia tuvo una sensación extraña, un temor no identificado, una inquietud que no entendía bien a qué venía, pero que la forzó a expresar su preocupación.
—¿Y no temes que Hatra se te resista como le pasó a Trajano?
Severo rechazó esa posibilidad mientras saludaba con el brazo derecho extendido a la nueva legión que empezaba a desfilar ante ellos.
—No. —El emperador fue categórico, pero añadió argumentos sólidos para fundamentar su seguridad en el éxito de la empresa—: Trajano llegó con su ejército extenuado por una campaña de varios años contra los partos. Hasta él mismo se encontraba débil. Y se arriesgó en primera línea durante el asedio y fue herido, pero no temas: yo seré más prudente y mi ejército está más fresco que el de Trajano. Las murallas de Hatra caerán en nuestro poder antes de la primavera.
—Te veo totalmente decidido. Eso es que ya has puesto todo en marcha —apostilló la emperatriz.
—He enviado a Leto por delante con una legión —le confirmó el emperador.
—Siempre Leto —dijo ella.
—Siempre.
—Y una vez más no ha discutido tus órdenes, aunque, como siempre, le encomiendas lo más difícil.
—No, no lo ha hecho.
—Te dije que su lealtad es absoluta —insistió la emperatriz.
—Eso espero, porque su popularidad en el ejército es muy grande —apuntó Severo.
Julia parpadeó un par de veces. Aquel era un comentario extraño en boca de su marido, que no solía dudar de sus más leales nunca.
—Plauciano dice que debemos observarlo, no sea que Leto se vuelva demasiado ambicioso —se explicó Severo al detectar la extrañeza de su esposa ante su último comentario sobre Leto.
Julia cabeceó afirmativamente, pero no dijo nada. Lo esencial era que ya tenía claro quién alimentaba las dudas de su esposo con relación a la lealtad de Leto. La cuestión no era, pues, lo de «siempre Leto», como pensaba su marido, sino que, para Julia, el problema seguía siendo en aquel momento, como antes, como en el presente y en el futuro próximo, Plauciano, «siempre Plauciano». Pero la emperatriz no verbalizó nada de todo esto. Seguía sin tener pruebas de nada. Solo sus eternas sospechas.
Ocupada como estaba en sus pensamientos y en su temor a las intrigas del jefe del pretorio, la emperatriz no reparó en el rostro sombrío del pequeño Geta. Así como Antonino estaba disfrutando enormemente con la victoria sobre los partos, Geta, sin embargo, parecía no ya serio, sino enfadado. Y es que al segundo de los hijos de la recién instaurada dinastía Severa lo reconcomía por dentro la envidia: su madre prometió que él sería emperador, como su hermano, pero los hechos eran, año tras año, que Basiano, o Antonino, como lo llamaban ahora, siempre iba por delante de él en todo, en dignidades y en nombramientos. Geta solo veía que su hermano mayor ya era emperador junto a su padre y él únicamente césar. Y eso a Geta no le gustaba nada.
El peor de los resentimientos es el que se fragua, como las venganzas más crueles, a fuego lento.
Las llamas de Ctesifonte eran, sin que Julia ni Severo se percataran de ello, un horno gigantesco en el que se estaba solidificando el mayor de los rencores. Pero Severo pensaba solo en rendir Hatra, en conseguir lo que ni siquiera Trajano había logrado, y, por su parte, Julia pensaba en la ambición oculta de Plauciano y en cómo obtener pruebas de que en su ánimo solo había sitio para la traición.