LA INVASIÓN DE PARTIA
De Roma a Asia
Final de la primavera de 197 d. C.
La respuesta de Severo al asedio de Nísibis por parte de Vologases V fue de dimensiones colosales: el emperador romano movilizó la flota de Miseno para transportar varias legiones desde el occidente del Imperio hacia Asia. Partió del puerto de Brindisium y navegó casi sin escalas hasta Egas, ya en las costas de Asia Menor. Entre otras se llevó las nuevas legiones I Parthica y III Parthica, a las que, una vez en Oriente, añadió legiones enteras o vexillationes de las tropas acantonadas en Capadocia, Celesiria, Siria-Fenicia, Palestina y Arabia hasta reunir una formidable fuerza de más de setenta mil efectivos que se lanzó hacia el este como un torrente de violencia incontenible.
Asedio de Nísibis
—¿Qué vamos a hacer, padre? —fue la pregunta de Artabano, el segundo de sus hijos, a Vologases V, Šāhān šāh, rey de reyes, cuando llegaron las noticias del avance de Severo hasta el ejército parto que asediaba Nísibis.
—¿Cuántos legionarios dices que han reunido? —inquirió entonces el Šāhān šāh de Partia mirando hacia los muros de Nísibis.
—Sesenta mil, setenta mil, quizá más, padre —comentó Vologases hijo, el primogénito de la dinastía arsácida en el poder.
—En cualquier caso, por Ahura Mazda, es una fuerza a la que no podemos oponernos —añadió Osroes, el tercero de los vástagos del emperador de Partia.
Vologases V parpadeaba sin decir nada. La respuesta tan descomunal de Septimio Severo por el asedio a una ciudad tradicionalmente bajo dominio parto, excepto en los últimos años, lo había sorprendido. Y, como decía su hijo menor, no habían reunido un ejército que pudiera afrontar una campaña contra las numerosas tropas que el emperador de Roma había decidido desplegar en Asia.
—Nos replegaremos —dijo al fin el Šāhān šāh.
Vologases hijo y Osroes asintieron, pero Artabano, como era habitual, veía las cosas de modo diferente y se enfrentó a su padre.
—Si nos retiramos, el emperador romano lo interpretará como un síntoma de debilidad y no se conformará con recuperar el control de Nísibis.
Vologases V ignoró el comentario de Artabano y se dirigió al spahbod que tenía más próximo.
—Organizad el repliegue hacia Ctesifonte.
Melitene, este de Capadocia
Verano de 197 d. C.
—¿Por qué nos detenemos aquí? —preguntó el pequeño Antonino, de nueve años, a su padre—. ¿Por qué no seguimos avanzando si dices que los partos están retirándose de Nísibis?
A Severo le gustó que su primogénito hiciera preguntas sobre estrategia militar. Julia y Geta también estaban allí, todos reunidos frente al praetorium de campaña desayunando leche, queso y gachas. Nada demasiado lujoso, acorde con la vida castrense de las legiones.
—Pues nos detenemos aquí, hijo —respondió Severo—, porque tu padre piensa a lo grande.
Julia sonrió. Le agradaba oír aquellas palabras en boca de su marido, pero, al mismo tiempo, sabía que nada que pudiera imaginar su esposo sería tan grande como lo que ella planeaba para el futuro de la dinastía imperial que acababan de crear. No obstante, tenía curiosidad por saber qué había pergeñado su esposo, quien, eso era cierto, en logística militar era muy competente.
—Mira, hijo —continuó el emperador y señaló hacia una frondosa masa boscosa que se extendía al norte del campamento, más allá de la ciudad próxima de Melitene—. ¿Qué ves allí?
—Un bosque —dijo Antonino sin entender la relevancia que aquello pudiera tener en medio de una guerra.
Severo negaba con la cabeza.
—No, hijo, ahí hay algo más que un bosque...
Pero antes de que el emperador pudiera continuar, Geta, un año más joven que Antonino, pero muy despierto para su edad, intervino sin que nadie lo esperara.
—Yo veo madera, padre. Madera para hacer cosas.
Severo se volvió hacia su hijo pequeño.
—Muy bien, muchacho. En efecto: ahí hay mucha madera.
Y le puso la mano cariñosamente sobre la cabeza. Antonino no vivió bien aquel gesto de afecto y aprecio de su padre hacia su hermano menor. No, no le gustó nada: él era el primogénito, el primero en la línea de sucesión, y, por consiguiente, debía ser siempre el favorito de su padre. No, no le agradó nada aquel gesto de afecto de su padre hacia su hermano, pero guardó silencio.
—¿Y qué piensas hacer con toda esa madera? —preguntó entonces Julia.
Severo señaló hacia el río que fluía junto a Melitene.
—¿Veis ese río? —preguntó el emperador.
Todos asintieron.
—Pues es un afluente del Éufrates, y el Éufrates cruza toda Mesopotamia, que es el territorio que vamos a conquistar, desde el norte hasta el sur. ¿Y en qué se apoyó el divino Trajano en su avance hacia el sur cuando atacó a los partos hace aproximadamente cien años?
Ninguno de los dos niños supo la respuesta.
—En una flota —dijo Julia.
Severo miró hacia su esposa con admiración.
—Siempre se me olvida que, de todos, la que más historia de Roma sabe eres tú —dijo el emperador apreciativamente y se volvió hacia el bosque—. Sí, aprovechando que los partos nos dan tiempo con su repliegue, vamos a construir una gran flota que usaremos para llevar suministros militares y víveres para las tropas durante la campaña. Vamos a tener la mejor línea de abastecimiento. Vologases espera que adentrarme en Mesopotamia se me haga duro; sin embargo, con una flota a nuestro servicio, las distancias ya no importarán tanto y...
Pero el emperador dejó de hablar al ver que Plauciano se acercaba.
Julia siguió la mirada de su marido y observó cómo el prefecto de la guardia imperial avanzaba hacia ellos, a paso firme, con su larga barba, su uniforme impoluto, la coraza resplandeciente, armado y con ojos desafiantes; una mirada que la emperatriz comprendió que anunciaba que era portador de buenas noticias. Ella ya se había dado cuenta de que, cuando la información era negativa, Plauciano enviaba a uno de sus oficiales. El jefe del pretorio jugaba con inteligencia para que Severo solo viera en él cosas positivas, pero Julia estaba segura de que esa era solo otra coraza más de Plauciano, una invisible, pero mucho más peligrosa que la refulgente que portaba sobre aquel pecho henchido de ansia y ambición. Plauciano, sí, allí estaba, de nuevo, como siempre..., pero la emperatriz ocultó su propia mirada de sospecha en un parpadeo rápido, como si le molestara el sol.
—Ha llegado una comitiva, de Edesa —anunció, al fin, el prefecto de la guardia—. Enviados del rey Abgar.
—Ah, buenas noticias me traes, vir clarissimus. Eso es perfecto —aceptó Severo—. Ahora los recibiré, en el praetorium, pero cuando termine de desayunar. Que se los atienda correctamente. ¿Han traído todo lo que se prometió?
—Falta el regimiento de arqueros, pero dicen que en Edesa nos lo asignarán y esos hombres quedarán dispuestos para recibir las órdenes del emperador de Roma.
—Bien, bien. Por Júpiter, que se atienda bien a esos mensajeros.
Plauciano dio media vuelta y marchó sin saludar ni a la emperatriz ni a los niños en un gesto algo brusco, pero como si quisiera dar la impresión de que se iba rápido para que se siguieran de inmediato las instrucciones del emperador.
Julia no entró en el asunto de que el prefecto de la guardia la ignorara. Había otra cuestión que la incomodaba más.
—¿Tanto le costaría dirigirse a ti como augusto? —preguntó la emperatriz—. Tú te has dirigido a él como vir clarissimus, según corresponde por su reciente ingreso en el Senado.
Severo suspiró. No quería entrar en las eternas disputas entre Plauciano y su esposa.
—Estábamos en familia... —dijo el emperador por toda explicación y, acto seguido, cambió de tema—: Abgar, de la ciudad de Edesa, me escribió hace unos días prometiendo enviar rehenes de su propia familia real como muestra de su confianza en mí y de su sometimiento a Roma. También dijo que enviaría regalos y joyas y, lo que más me interesa, tropas: un regimiento entero de los famosos arqueros de Edesa. Nos vendrán bien para contrarrestar los numerosos arqueros que tienen los partos.
—Y, por encima de eso, su sumisión a ti es un gran ejemplo para otros reinos de la región —añadió Julia, aceptando dejar de lado las insolencias de Plauciano para no entrar en discusión con su esposo.
—Sí —confirmó el emperador—. Armenia ha prometido algo parecido. Mi generosidad con los que muestren lealtad a Roma será grande, pero con los que permanezcan con Partia seré inclemente, inmisericorde. —Miró a sus hijos—. Eso es lo único que entienden en cualquier lado, hijos, pero aquí en Oriente aún más.
Julia sonrió, pero sin ganas. Aquel comentario de su esposo que daba a entender que en Oriente se era más traicionero que en Occidente era algo con lo que, como siria, no estaba de acuerdo, pero allí, rodeados por numerosos centinelas de la guardia pretoriana y con los niños presentes, no era el momento ni el lugar para contravenir a su esposo.
De Melitene a Nísibis
Verano de 197 d. C.
Las legiones de Severo avanzaron en paralelo al Éufrates. Pasaron por Barsalium y siguieron hasta Samosata. Una vez allí se hizo necesario abandonar el curso del río para encaminarse hacia Edesa, donde, en efecto, el rey Abgar recibió al emperador de Roma como un amigo al que agasajó como si de un libertador se tratara. Las cohortes imperiales pudieron abastecerse en la gran ciudad de Osroene con agua, víveres y todo tipo de suministros, además de sumar un importante contingente de arqueros que el rey puso al servicio del Imperator Caesar Augustus. A cambio, Severo le prometió respetar la autonomía de su reino, de forma que Abgar permanecería como rey de la región mientras Roma controlara aquella parte del mundo.
A todos les habría gustado alargar la estancia en la amigable Edesa, pero las noticias que llegaban de Nísibis eran preocupantes, pues, pese a la retirada del grueso de las tropas de Vologases V, el asedio proseguía, como una especie de desafío permanente a la autoridad de Roma en aquellos territorios. El rey de reyes de Partia había dejado un número indeterminado de guerreros atacando la fortaleza de Nísibis como si quisiera mandar el mensaje de que el repliegue del grueso de sus tropas era solo un movimiento táctico.
Septimio Severo no quería en modo alguno que la gran ciudad romana en Adiabene cayera en manos del enemigo, de forma que ordenó proseguir con el avance hasta Resaina y de allí directos a Nísibis cruzando raudos el largo desierto.
Esta vez no hubo tormentas de arena, como había ocurrido dos años antes, cuando Severo ya acudió al rescate de la guarnición romana de Nísibis. Así, el buen tiempo facilitó la llegada del poderoso ejército romano a la fortaleza asediada. La ciudad fue liberada y asegurada sin prácticamente oposición alguna, pues los partos que aún permanecían rodeando las murallas se retiraron a toda prisa hacia el sur en busca de refugio.
—¿Qué hacemos ahora, augusto? —fue la pregunta de Leto, reincorporado al consilium augusti en cuanto Nísibis estuvo de nuevo bajo el completo control de las legiones de Roma.
—Ahora, Leto, atacaremos nosotros —le respondió el emperador desde lo alto de las murallas que protegían la ciudad mirando hacia el horizonte, hacia el sur, en dirección a la Baja Mesopotamia, el corazón del Imperio parto—. Estoy cansado de que nos sorprendan y de que hostiguen una y otra vez las guarniciones romanas en Osroene y Adiabene. Vologases V no quiere aceptar que la frontera de Roma llega ahora más lejos que antes, pero, por Júpiter, esta vez le daré un escarmiento que no olvidará jamás. Vologases deseará no haber atacado Nísibis nunca.
—De acuerdo, augusto —aceptó Leto con ilusión—. Creo que una campaña de castigo contra el sur de Mesopotamia será bien recibida por las tropas. El asedio ha sido doloroso y humillante. ¿Qué ruta seguiremos?
—Iremos hacia el sur y nos detendremos en Arabana para aprovisionarnos, pero seguiremos nuestro avance hasta alcanzar Circesio.
Leto no quería oponerse a los planes del emperador, pero como militar experto que era veía problemas en aquel planteamiento logístico. El legatus miró a su alrededor y, como vio que estaban solos en lo alto de la muralla, con los pretorianos de la escolta imperial a una prudente distancia para respetar la privacidad de las conversaciones del emperador, se atrevió a manifestar sus dudas.
—Augusto, ni Arabana ni Circesio son poblaciones lo suficientemente importantes como para poder abastecer al ejército tan formidable que ha reunido el emperador para esta campaña. Solo Arbela, más al este, nos podría proporcionar los recursos necesarios para nuestras legiones...
—Para eso tendríamos que cruzar el Tigris —lo cortó el emperador.
Leto se lo pensó, pero, al fin, lo dijo.
—Trajano cruzó el Tigris.
—Y casi pierde la vida y el ejército en aquella batalla —comentó Severo—. ¿Crees acaso que Vologases no habrá pensado en ello también? No, en esto no seguiremos los planes de Trajano. Además, mis objetivos son diferentes. Yo no busco mantener el dominio de la Baja Mesopotamia. Eso ya se intentó en el pasado y no se pudo conseguir de forma dilatada en el tiempo. Mi plan es devastar el sur de Mesopotamia, debilitarlo en extremo para mantenernos en una Mesopotamia septentrional rica y bajo nuestro dominio. Para eso no necesitamos cruzar el Tigris y arriesgar toda la campaña en una batalla tan complicada y de dudoso desenlace. Iremos a Circesio, pero no te preocupes por el abastecimiento de las tropas. En eso tienes razón, solo que no sabes que en Circesio te tengo preparada una sorpresa. En algunas cosas sí que vamos a imitar a Trajano.
Y el emperador le sonrió.
Leto no dijo nada más. Estaba claro que el augusto disfrutaba dejando aquel misterio en el aire.
De Nísibis al sur de Mesopotamia
Otoño de 197 d. C.
En Circesio, Leto comprendió la seguridad con la que le había hablado el emperador: cuando estaban llegando a aquella ciudad, con puerto fluvial en el Éufrates, se sorprendió al ver decenas de velas desplegadas por toda la ribera. Era la flota imperial que Severo había ordenado construir en Melitene con los bosques de Capadocia, con el fin de tener el apoyo necesario para su línea de abastecimiento constante a las legiones que avanzaban hacia el sur. Circesio no tenía bastante con lo que proveer a los miles de legionarios que venían desde Nísibis, pero en los barcos estaban el grano, las armas y hasta el ganado precisos para que el ejército del emperador pudiera seguir su progreso hacia el sur perfectamente pertrechado.
Desde Circesio las tropas marcharon en paralelo al río, siempre seguidas por la flota, hasta llegar a Dura-Europos, que, sin apenas resistencia, se entregó a Severo pese a ser una muy poderosa fortaleza. Esto hizo ver al emperador y sus oficiales de confianza que los partos no parecían preparados para la guerra que habían provocado atacando Nísibis. Este hecho animó a Severo a ordenar seguir avanzando a buen ritmo hasta alcanzar la mismísima Babilonia.
El augusto de Roma se encontró así, acompañado por su esposa Julia y sus hijos Antonino y Geta, a punto de entrar por la gran Puerta de Ishtar de Babilonia para emular de ese modo una de las grandes gestas del propio Trajano, y, al igual que el gran emperador de origen hispano, Severo decidió que, una vez en el interior de Babilonia, iría en busca de la mansión que en su momento habitara Alejandro Magno y donde este, finalmente, murió. Pero también, al igual que en el caso de Trajano y del propio Alejandro Magno, la historia se repetía: Severo tuvo que oír las advertencias de los sacerdotes babilonios que, en el acceso a la gran Puerta de Ishtar, lo amenazaron con una terrible maldición que descendería sobre él y toda su estirpe si entraba en la ciudad sagrada.
Severo, muy supersticioso, se vio atrapado entre su ansia por ver el lugar donde falleció el gran macedonio y su temor a una maldición de efectos desconocidos.
—¿Crees que deberíamos alejarnos sin entrar? —le preguntó a su esposa cuando estaban frente a la Puerta de Ishtar.
Julia meditó su respuesta con tiento para terminar negando con la cabeza.
—El emperador no puede mostrar miedo. No lo hicieron Alejandro Magno ni Trajano, así que tú tampoco debes arredrarte ante los sacerdotes babilonios.
—Cierto... —admitió el emperador, pero, en voz baja, no pudo evitar compartir con su esposa sus dudas—: Y, sin embargo..., Trajano vio cómo se rebelaron todos los judíos del Imperio al poco de entrar en Babilonia, y luego el emperador Lucio Vero, que también entró en Babilonia, falleció consumido por la peste al poco de estar aquí. Y Alejandro Magno ni siquiera salió con vida de esta ciudad.
Julia se mostró contundente en la réplica.
—Los judíos se han rebelado muchas veces; y la peste, en los años de los divinos Lucio Vero y Marco Aurelio, acabó con la vida de miles de romanos. No creo que sus muertes guarden relación con ninguna maldición babilónica.
—¿Y la muerte del propio Alejandro Magno, fuerte, en la plenitud de su madurez? —insistió Severo.
—También hay quien dice que fue envenenado por alguno de sus generales ambiciosos o que, simplemente, murió por unas fiebres de las que no pudo reponerse —continuó Julia categórica—. No, no debes dudar por esos acontecimientos desgraciados del pasado. Ninguna maldición va a detenernos nunca.
Y Julia lo cogió de la mano y así, unidos, ante los ojos de decenas de miles de legionarios, desfilaron por entre los resplandecientes azulejos ocres y azules de la puerta eterna de Ishtar.
El pequeño Geta, que junto con su hermano mayor, Antonino, seguía la estela de su padre, se dirigió al emperador.
—Entonces..., ¿veremos la tumba de Alejandro?
—Aquí no está enterrado Alejandro —le espetó Antonino con desprecio—. ¿Verdad que no está aquí, padre?
—No, está en Alejandría —corroboró Severo—, pero ahora no es el momento de explicaros esa historia.
Y es que, observados por los ciudadanos de Babilonia que, mudos, asistían impotentes a cómo otro emperador romano, el tercero ya, irrumpía en su ciudad sin que ellos pudieran evitarlo, Severo se sentía incómodo, extraño. La seguridad que Julia le transmitía, como en tantas otras ocasiones, cogiéndole la mano, le infundía decisión, pero no la suficiente como para tener ganas de contar la historia de cómo Alejandro Magno terminó enterrado en Alejandría. Ese relato tendría que esperar.
Y, ya fuera por el temor a la supuesta maldición de aquella ciudad mesopotámica o por las ansias de llegar a Ctesifonte, el corazón del Imperio parto, Severo no pernoctó allí, sino que ordenó seguir avanzando hacia el sur apenas unas horas después de haber entrado en Babilonia.
El emperador estaba convencido de que, si no hacían noche en aquella mítica ciudad, el peso de la maldición de sus sacerdotes sería menor. Pero habían cruzado, de igual modo que Alejandro Magno, Trajano o Lucio Vero, la Puerta de Ishtar como invasores y en las entrañas de los templos babilonios el espíritu de sus viejos dioses se agitó con ansias de venganza. Que esta fuera a ser lenta no les importaba. Las venganzas más dolorosas son las que se fraguan despacio y en Babilonia el tiempo corría con la lentitud de siglos de historia atrapada entre sus fuentes y jardines milenarios. Lo que no sabían entonces aquellas deidades era que ni siquiera tendrían que intervenir en aquella ocasión. Los propios dioses romanos, al menos algunos de ellos, les iban a hacer el trabajo.
El ejército romano reemprendió la ruta.
Pabellón de campaña de la familia imperial
Al cabo de unos días más de largas marchas, siempre siguiendo el curso del Éufrates, Julia le planteó una inquietud a su esposo. Era algo que llevaba pensando durante toda la cena, pero quiso esperar a que todos los oficiales, desde Plauciano y Leto hasta el resto de los legati, abandonaran la tienda para, en privado, preguntar a Septimio de forma directa:
—No piensas anexionarte todo el sur de Mesopotamia, ¿verdad?
—¿Como hice con Osroene y Adiabene? No, no voy a hacerlo. Leto y mis oficiales lo saben, pero ¿cómo has llegado tú a adivinarlo?
—Bueno —comentó Julia mientras cogía más frutos secos de la mesa que estaba frente a ella en la tienda de campaña que hacía las veces de comedor para la familia imperial—, veo que apenas dejas tropas en retaguardia y has ordenado saquear muchos de los territorios por los que pasamos. Todo esto se asemeja más a una campaña de puro castigo que de conquista.
—Y de eso se trata. La Baja Mesopotamia es demasiado compleja y extensa para ser dominada —se explicó Severo como antes lo hizo con Leto—. Muchas ciudades, mucha población, siempre reacia a nuestro gobierno. Además, tengo noticias de problemas en otras partes del Imperio.
—¿Dónde? —inquirió la emperatriz.
—En Britania, por ejemplo. Y las tribus africanas también han acosado algunas guarniciones al sur de Leptis Magna.
Julia no dijo más, pero su esposo se dio cuenta de que la confirmación por su parte de que no pensaba anexionarse los territorios por los que iban progresando con el ejército no parecía ser una buena noticia para ella.
—¿Te parece mal mi planteamiento? —indagó el emperador.
—No. Para nada. Tal y como lo has formulado tiene perfecto sentido —aseguró Julia—: si ahora hay problemas en otros puntos del Imperio, estos tendrán que ser resueltos antes que articular un control permanente sobre estos territorios de Oriente.
Septimio Severo miró su copa de vino tras escuchar la respuesta de su esposa y reflexionó sobre ella en silencio: Julia aceptaba su idea de una campaña actual de castigo contra Partia, pero, curiosamente, en la literalidad de sus palabras dejaba entrever la posibilidad de buscar una fórmula para anexionar toda Partia a Roma en otro momento más propicio. Septimio Severo mojó los labios en el licor de Baco. No veía él forma alguna de incorporar toda Partia a Roma de modo permanente; de ensamblar Occidente y Oriente en un solo imperio. Ese fue, era cierto, el gran sueño de Alejandro Magno y quizá de Trajano, pero ni el gran macedonio ni el divino augusto hispano tuvieron la capacidad de llevar a efecto semejante hazaña de un modo duradero. En el caso de Alejandro, su imperio se deshizo en pedazos tras su muerte, y Adriano, que no compartía la visión de Trajano, en cuanto se hizo con el control del Imperio romano, se retiró de inmediato de Oriente, argumentando lo imposible de mantener todo aquello unido.
Severo, de pronto, quizá por el vino consumido, se encontró a sí mismo sonriendo. Incluso soltó una pequeña carcajada.
—¿De qué te ríes? —preguntó Julia entre curiosa y divertida por la inesperada reacción de su marido a sus palabras.
—De que no tienes límites —respondió el emperador aún con algo de risa mezclada con su respuesta—. Primero sobrevivir a Cómodo y Pértinax, luego atacar a Juliano, a Nigro y, finalmente, a Albino. Y con todo el Imperio bajo nuestro control y habiendo, además, establecido una dinastía que ha de materializarse con nuestros hijos heredando Roma, aún ambicionas más. Ahora quieres un imperio más grande, que incluya todo el Oriente también. Un imperio mayor que el de Alejandro Magno o que el de Trajano. ¿No vas a parar, quiero decir, no vamos a parar hasta tener todo el mundo bajo nuestro gobierno?
—Bueno, los imperios o crecen o decaen —dijo Julia—. No será conmigo que Roma decaiga. Si acaso eso solo ocurrirá sobre mi cadáver.
La emperatriz había hablado con seguridad, como si lo que acababa de explicar fuera una verdad comúnmente aceptada por todos.
Severo enarcó las cejas y suspiró antes de volver a hablar.
—Bueno, pero ¿te parece bien lo de una campaña de castigo a Partia ahora por su ataque a Nísibis y resolver los problemas en otros puntos del Imperio antes de más anexiones?
—Por el momento —aceptó Julia y alzó su copa mirando a su marido, quien la imitó y ambos bebieron observándose el uno al otro de forma tan cómplice que cuando dejaron las copas ya vacías sobre la mesa, ella se levantó y salió de la tienda sin decir nada en dirección a su propio pabellón de campaña, a sabiendas de que su esposo, con el ansia de poseerla, la seguiría apenas unos pasos por detrás.
Julia, pues, entró en sus aposentos de campaña y comenzó a desnudarse, sola, cuando sintió las poderosas manos del emperador de Roma abrazándola por la espalda.
Ella se las ingenió para girarse y encararlo sin deshacer el abrazo que la tenía atrapada junto a él.
—¿No puedes esperar a que me desnude? —preguntó ella, pero sin enfado ni molestia. Divertida. Estimulada por el ansia que su cuerpo sirio era capaz de despertar en su marido.
—No, no puedo esperar —replicó Septimio Severo.
El emperador, con firmeza, pero sin hacer daño a su esposa, condujo a Julia de la mano hasta el lecho imperial.