Sinceramente, me siento estafada con esto de ser mujer. Nadie te advierte antes de nacer sobre la letra pequeña del contrato: exigencias físicas, techo de cristal, acoso, hipersexualización… Estaría bien que nos mostraran un vídeo explicativo en la niñez sobre qué implica ser hombre o mujer. Una lista de pros y contras, como la que haces cuando no sabes si dejar a tu churri, pero en formato teletienda.

Aunque quizás así nos habríamos extinguido hace bastante. ¿Quién hubiera elegido ser mujer hace siglos? Básicamente solo tenías dos opciones en la vida: ser esclava de tu marido o de tus clientes puteros. También podías ser monja, claro; no suena muy atractivo, pero al menos ahí no estabas al servicio de un hombre. Bueno, sí, de Dios, pero a ese no tenías que lavarle los calzoncillos.

Ser mujer hasta hace muy poco era terrible. Hubo lugares y siglos peores que otros, por supuesto, pero ninguno se salva. A lo largo de la Historia hemos sido propiedades que han pasado de padres a maridos como monedas de cambio. Y como buenas propiedades, había que tenerlas bonitas para sacar partido. Además, los objetos no piensan, por eso la autonomía, la autosuficiencia, el intelecto y el éxito estaban reservados para el terreno masculino, o eso creían ellos.

Las mujeres vivimos muchos años de opresión. Una situación que no veíamos, que nuestra mente, codificada por un patriarcado esclavista, no era capaz de reconocer. Ya se encargaron ellos de alargar esto durante siglos haciendo que no tocáramos un libro. Primero con la prohibición expresa: «Las mujeres son tontas, no pueden estudiar». Después, cuando se dieron cuenta de que, quizás, al final de todo no éramos tan tontas, nos intentaron convencer de que sí que podíamos, pero que no era para nosotras.

Según ellos nuestro papel era cuidar de la familia, sonreír y, como mucho, tocar la pianola, una vida súper divertida y gratificante. Todo el día limpiando la casa, o supervisando a las criadas si eras rica, esperando a que tu maridito volviera a casa, para que te ignorara por completo. Así un día tras otro.

Menos mal que hubo unas cuantas que pasaron de esa vida tan aburrida y repetitiva, y nos fueron abriendo camino. Poco a poco se colaron en escuelas de arte, universidades y campos de batalla. Luchando, descubriendo, innovando, creando, unas veces como «compañeras de» y otras a escondidas en una biblioteca. Desde científicas hasta piratas, pasando por pintoras y guerreras.

El problema era que, si eran pocas las que conseguían escalar los muros, eran menos todavía las que conseguían dejar constancia de sus hazañas.

Ojalá estas mujeres hubieran tenido Instagram:

 

Hipatia

Profesora de filosofía y matemáticas en Alejandría. Me encanta viajar.

«Foto de ayer con mis alumnos hablando del movimiento del sol :D #Amigos #Cervecita #Solecito #Selfie»

 

Zenobia

Reina de Palmira. Amante de los animales y los templos.

«Mirad cómo están quedando las obras, que se prepare Egipto que la semana que viene voy con mi ejército a conquistarlos. #Conquistando #PaMalaYo #QueMalaEsLaEnvidia»

 

Nakano

Entrenadora de 3.º de samurái en @AizuGimnasios

«Nueva armadura para el entrenamiento de esta tarde con mis chicas ;) #SamuraiWoman #NuevoOutfit #LucharEsDeGuapas»

 

Hedy

Inventora y actriz. Austriaca en Hollywood.

«Día agotador de rodaje y laboratorio, prontito os contaré novedades :O #GirlPower #Ciencia #OdioLosLunes»

 

Una forma muy efectiva de convencernos de que no valíamos para todo eso era borrarnos de los libros de Historia. ¿A cuántas mujeres teníais en los libros del colegio? Yo a ninguna. Y no puedes soñar con ser algo que no has visto nunca, dicen. Pero unas cuantas mujeres lo lograron y podemos decir orgullosas que ahora hay presidentas, dueñas de empresas, catedráticas y astronautas.

 

¡SOLO NOS QUEDA SUCEDER AL PAPA, AMIGAS!

 

Yo de pequeña no llevaba muy bien lo de comportarme como una chica. Básicamente, no me daba la gana. No soportaba los vestidos, las muñecas, el rosa… todas esas cosas que te dicen que son para ti por haber nacido con vagina. En cambio, era la más feliz del mundo con una espada, una pistola y un balón. Me sentía el ama del universo con una katana de juguete en la mano, correteando por mi campo y el de los vecinos, construyendo guaridas secretas.

Solo he encontrado una foto mía de pequeña donde no tuviera una de esas tres cosas, y es una en la que salía con un cubito de fregona de juguete. Sí, señores y señoras, un mini cubito de colores con su fregonita a juego. Al parecer yo lo había pedido y estaba encantada con él. Y diréis: ¿qué hay de malo en tener un juguete como ese? Cómo somos de pesadas las feministas…

Por suerte yo no me crié rodeada de carritos de bebés y estuches de maquillaje, y a mi alrededor las mujeres estudiaban y trabajaban. Era una familia estándar de principios de la década de 1990. Una sociedad que había logrado la igualdad legal, donde ellas ya podían hacer todo igual que los varones.

Pero hay un problema: la educación no solo la dan las familias. Además, no puedes eliminar de un plumazo una mentalidad machista, mucho más arraigada a nuestra cultura por los cuarenta años de dictadura que padecieron las generaciones anteriores. Las películas, la televisión y todo lo que ves por ahí dejan claro lo que pertenece a cada sexo. Ese cubito por sí mismo no tenía un gran significado, lo que en realidad importa es: ¿me lo habrían regalado si hubiera sido un niño? Por supuesto excepciones hay en todo, pero es obvio que la respuesta es no.

Tengo muchos recuerdos negativos relacionados con identificarme más con lo típicamente masculino. El primero es sentirte diferente de forma constante, algo muy difícil de llevar con cinco o seis años. Aunque he de decir que eso también estaba potenciado por mi situación familiar y donde vivía.

La ciudad donde crecí, San Fernando, está al lado de Cádiz, una zona muy bonita pero muy pobre de la costa sur de Andalucía. Es algo pequeña y con gran influencia militar, por lo que hay muchos aires de grandeza, herencia del franquismo, que rozan, o más bien, bucean en lo rancio. En general tiene una mentalidad de pueblo, sobre todo en la época en la que mi madre se separó. Allí los matrimonios no se divorciaban, eso estaba muy mal visto. Ellas aguantaban el tipo eternamente mientras ellos vivían la vida. Todo muy sensato.

Mi madre fue un bicho raro por haber dicho «hasta aquí», y llevó esa etiqueta mucho tiempo. Además, cuando pasó todo eso yo vivía en el único bloque de viviendas que había frente a la plaza principal del pueblo, donde estaba también el Ayuntamiento. Era el epicentro de la vida social, por lo que todo el mundo podía saber con facilidad cuándo y con quién entraba en mi casa, también durante la adolescencia. Era la comidilla del barrio, y por entonces era bastante reconocible, ya que tengo una hermana gemela y de pequeñas siempre íbamos juntas.

A pesar de todo este lío del divorcio crecí en un ambiente con mucho cariño. Por suerte a mi hermana también le gustaban esas cosas de jugar al fútbol y a las peleas, así que tenía una compañera de juegos permanente y aunque me sentía diferente, no me sentía sola.

Además, es mucho más fácil transgredir el género cuando eres una chica. Los niños que quieren hacer todo eso que yo odiaba, como vestirse de princesa o tener Barbies, sí que lo tienen complicado. Las niñas que hacemos eso solo somos «un poco rebeldes», pero ellos corren el grave peligro mortal de «salir maricones».

Por parte de mi familia nunca noté excesivas críticas sobre mi forma de ser, solo la insistencia de no vestir masculina. En el colegio sí que sentí en alguna ocasión un rechazo algo más explícito: ser la que siempre eligen la última para formar los equipos de fútbol solo porque eres una niña, aburrirte soberanamente con las chicas que hablaban todo el rato de peinados, e incluso una vez que una de mis amigas me dijo «machorra» con un tono que tonteaba con el machismo y la homofobia a la vez.

Ese comentario marcó en cierto modo un antes y un después en mi vida. Nunca había tenido la más mínima intención de encajar, pero ese comentario me hizo fijarme en que siempre hay varias personas en clase que nunca llegan a encajar, sea por lo que sea, nunca encajan. Les ponen motes, son la diana de todos los insultos, no tienen un grupito que los respalde, son «los raros» y solitarios. Me daba pánico que me pudieran meter en ese saco en algún momento y pasé por el aro.

 

POR SUERTE LA ETAPA DE IR VESTIDA COMO MIS AMIGAS Y JUGAR A LAS BARBIES ME DURÓ POCO, PERO ME HA SERVIDO MUCHO EL RESTO DE MI VIDA PARA ANALIZAR LA NECESIDAD DE PERTENENCIA A UN GRUPO.

 

Hay muchos tipos de odio a lo diferente y pequeños detalles que te salvan de que la sociedad te rechace o no. El caso de los extranjeros es el más fácil de ver. La raza predomina sobre todas las cosas, y en segundo lugar está el dinero. Si eres un alemán con pasta que quieres pasarte la jubilación en la playa con tu sombrero y tus chanclas con calcetines, eres más que bienvenido. Hay zonas enteras para ti, incluso habrá camareros que hablen tu idioma. Mientras seas blanco, tendrás un hueco. Da igual si no estás declarando en este país y tienes pasta en un paraíso fiscal. Tu color de piel es un salvoconducto.

La cosa empieza a ponerse difícil cuando tu tono va oscureciendo. Es asombroso cómo la xenofobia tiene una escala de color tan clara. Y da igual que tu intención sea ganarte la vida de manera honrada y acceder a los trabajos que aquí no quiere nadie. Al igual que esta sociedad sigue siendo racista, el machismo está también presente, pero es muy sutil. Esta división marca cada aspecto de nuestra vida, y es imposible escapar de ella.

«¡Qué exagerada! ¿Cómo puedes decir eso? Las leyes nos tratan por igual». Que sí, que no hay ninguna ley donde diga que somos menos, pero parece que la sociedad se renueva ideológicamente cuando cambia una ley. Hace apenas unas décadas que las mujeres podemos votar y que nos incorporamos al mercado laboral. No sé si la gente piensa que Franco era como un vampiro jefe que al morir él iban a desaparecer también sus súbditos y sus ideales.

 

 

EL COMIENZO

 

9 de octubre del año 2013. Siempre recordaré ese día como EL COMIENZO. El comienzo de una nueva vida, una nueva forma de ver el mundo. Era una mañana poco habitual: estaba desayunando para ir a la facultad mientras veía el canal de noticias 24h, en concreto el debate del Congreso. Lo primero no es nada extraño, todas las personas desayunan en algún momento del día. Lo de ir a la facultad era algo más raro.

Por entonces estaba en el último año de la carrera y no me quedaba la más mínima motivación para ir a clase. Me aburría soberanamente. La parsimonia con la que esos profesores amargados pasaban las diapositivas agotaban mi paciencia, y eso que soy una persona bastante paciente (mi madre dice que tengo horchata en las venas). Todavía mis amigos bromean con que me saqué la carrera en la UNED.

Lo que sí era algo de verdad extraordinario es que estuviera viendo el canal 24h. Tiene un tono gris característico de la transición, que te sumerge en un bucle temporal. A menos que una civilización desconocida de la otra punta del universo tenga algo con lo que competir, algo tipo Saber y ganar versión alienígena, el canal de noticias es lo más aburrido del planeta. Quizás haya exagerado, hay otras cosas que me parecen todavía más aburridas. Por ejemplo, el canal de radio de música clásica, aunque reconozco que me siento de la aristocracia cuando sale por error en el coche cambiando la emisora, o un concierto de rock psicodélico de la década de 1970. Metería los discos de esos grupos en una caja de seguridad y los tiraría al fondo del océano sin dudarlo tres segundos.

Lo que acabó con la monotonía del debate fue la irrupción de tres activistas del grupo feminista FEMEN. Estaban gritando «¡Aborto es sagrado!» a pecho descubierto, en pleno Congreso de los Diputados, como unas superheroínas punks. Yo no tenía ni idea de quiénes eran estas mujeres, pero solo por eso ya me caían bien.

La protesta fue la respuesta a una reforma de la Ley del Aborto que pretendía hacer el Partido Popular. Una vuelta atrás en el tiempo, a la década de 1990 aproximadamente. Por entonces tenían mayoría absoluta así que podían hacer cualquier cosa, eso era lo peligroso. La noticia salió en todos los medios y fue un acontecimiento relevante a nivel mundial.

Lo más importante de este momentazo no fue que iniciara la chispa de una explosión en cadena que nos levantaría contra esa ley, sino que trajera a las calles y las casas una palabra que llevaba mucho tiempo enterrada y que necesitábamos con urgencia: feminismo.

Las mujeres que creemos en la igualdad, es decir, las feministas, somos conscientes de que es una palabra contundente. Pero no hay que tener miedo a las palabras, pueden parecerte más bonitas o más feas, pero no te van a hacer daño. Además, no es una cuestión de elegir la palabra que más te guste para llamar a algo. No puedes llamar plancha a una tostadora porque no va a funcionar. «Ey, ¿me dejas tu tostadora? Tengo que quitar estas arrugas a la camisa».

La lucha por la liberación de las mujeres y la igualdad como consecuencia es feminismo y no hay más debate. Hasta la RAE lo confirma. Si esos señores tan cabezotas (siempre me los imagino arrugados y polvorientos, sentados a la mesa mientras los limpian con un plumero) lo reconocen, tú también puedes.

También he escuchado alguna vez, para no usarla, la excusa de «no etiquetarse». Sería tan absurdo como decir, «Eh, no como ni carne ni pescado, pero no soy vegetariano porque no me gustan las etiquetas» o «Eh, lucho cada día porque no se discrimine a las personas por su raza, pero no soy antirracista porque esa palabra no me representa».

 

NO ES CUESTIÓN DE ETIQUETARSE O NO: SI CREES Y APOYAS ACTIVAMENTE QUE LAS MUJERES TIENEN QUE LIBERARSE DE LA OPRESIÓN QUE NOS HA PERSEGUIDO DESDE SIEMPRE, SIN DUDA, ERES FEMINISTA.

 

Dicen que una vez que abres los ojos y ves la desigualdad no hay vuelta atrás. No sé quién empezó a decir lo de las gafas violetas. Esta expresión, muy popular en el feminismo, se refiere a cuando empiezas a detectar el machismo alrededor. Algo así como la visión de Terminator, solo que no queremos matar a nadie. Bueno, a veces sí, y es difícil reprimir las ganas, pero, aunque Orange is the new black nos ponga la cárcel como algo divertido a veces no nos lo creemos del todo.

Lo de gafas violetas es falso. Las gafas se quitan y se ponen. Las puedes guardar en un cajón y no volver a usarlas jamás, aunque esto no es nada recomendable si valoras tu vida. Esto es más bien una operación de miopía machista irreversible. Siento decirte que, nunca, lee bien, NUNCA, volverás a ver la vida como antes. El feminismo es como tener un hijo o una hija, adiós a la vida que llevabas antes: adiós a las salidas tres veces por semana, a los «¿y si nos vamos a Portugal ahora mismo?», a gastarte tu sueldo entero en tatuajes y viajes si te apetece. Tu vida de antes se acaba.

 

CON EL FEMINISMO INCORPORAMOS UN FILTRO AUTOMÁTICO Y ETERNO.

 

Por supuesto ese filtro tarda en formarse. Cuando dices «¡Eh! ¡Soy feminista!», no te replanteas todas las ideas que tenías en la cabeza en una tarde. Eso solo lo consigue una botella de Jim Bean con una amiga en la playa, hablando de lo imbéciles que son los tíos que han pasado por su vida.

Esta deconstrucción se produce poco a poco y se extiende a todos los aspectos de la vida: ropa, zapatos, cuerpo, familia, trabajo, compañeros de clase y del bloque, camareros y farmaceúticos. Esto pasa porque el machismo nos ha configurado la mente, está en la estructura de la sociedad y todo parte de ahí.

Quizás lo estoy pintando mal. ¡Dios mío! ¡El feminismo es como un virus que te vuelve loca y encima es algo crónico! Tranquilidad, los cambios son para bien. Encuentras la respuesta a muchos problemas que te afectaban y veías inconexos, y además haces muchas amigas.

Tenemos que pasar de una vez del estereotipo de feminista que nos han metido en la cabeza. Lo de mujeres mayores, enfadadas y con mucho pelo es un mito. Además de muy antiguo. Cuando las sufragistas a principios del siglo XX luchaban porque las mujeres, hasta en pijama si nos apetecía, pudiéramos votar, ya las atacaban de esta forma. En los panfletos antisufragistas las dibujaban con verrugas, peludas y gritando a un pobre hombre que tenía a sus tres hijos en brazos. No, señoras y señores, hay feministas de todo tipo.

Recuerdo que, poco después de Mi Comienzo, empecé a entrevistar a mujeres feministas, las chicas de Femen España entre otras. Antes de irme a pasar un fin de semana con ellas a su base en Madrid, para grabar todo el proceso de entrenamiento, escuché todo tipo de comentarios de personas con una imaginación increíble. «Seguro que son todas unas lesbianas odia-hombres y hacen orgías» ¡Uau! Qué gran expectativa para un fin de semana, ¡una orgía! «Tienen que ser unas comunistas radicales, seguro que están todo el día cabreadas». Lo de comunistas no lo entendí muy bien, pero tampoco me pareció algo malo. Ninotchka y su propaganda antibolchevique nos enseñó que algunos pueden ser divertidos y bonachones (si tontean con el capitalismo, claro).

«Están todas muy buenas, seguro que hacen casting para entrar», debe ser que Femen era, a la vez, una agencia de modelos. Y, aunque había mujeres de todo tipo, si un grupo lo forman sobre todo jóvenes, que entrenan a menudo, y que además su protesta consiste en enseñar el torso desnudo, hay una probabilidad muy alta de que haya chicas sin complejos con cuerpos dentro de lo normativo.

No pasó nada de eso. La mayoría era heterosexual y con pareja, nada de orgías y poco comunismo que yo recuerde, o al menos ninguna desfiló con un fusil envuelta en una bandera roja con la hoz y el martillo. Aun así, fue un fin de semana muy divertido y que no olvidaré nunca.

Aprendí mucho. Solo con escucharlas debatir sobre algunas pocas cuestiones que no me había planteado en profundidad, en mi cabeza se formaba una constante explosión de contradicciones. Tenía que repensar todo de nuevo. Me contaron sus vidas, su camino hasta estar ahí, en una protesta ante cientos de personas, sin camiseta y siendo perseguidas por la policía.

La otra vez que las grabé fue en París en un encuentro internacional que inauguraba la nueva sede. Era todo muy emocionante: un edificio okupa, medios de comunicación, un montón de furgones en la puerta… La policía estaba allí porque los neonazis habían avisado de que irían de una forma más bien poco cordial.

Yo iba con mi hermana. Conocimos a muchísima gente, las activistas estaban por allí hablando con todo el mundo. No sé muy bien cómo llegamos a comunicarnos, por entonces no hablaba francés, y el inglés tampoco era mi fuerte. Pero con la música que pinchaba la DJ y la cerveza, esa noche fuimos como mejores amigas.

Una de las cosas que pensaba todo el rato era: ¿cómo puede ser que esta sea la primera vez en mi vida que profundizo en temas tan relevantes para mí como mujer? Nunca había hablado del acoso más allá de un «que tío más pesado me he cruzado hoy», y ni por asomo sobre el aborto, la prostitución, la brecha salarial, el techo de cristal, es decir, de la desigualdad en todas sus formas.

Aunque la experiencia Femen fue muy instructiva y reveladora, por esa época también tuve más tortazos con la realidad que me hicieron espabilar. Un día de diciembre, algo posterior a la protesta del Congreso, fui a la presentación del documental La mujer y el agua en la facultad.

El documental relacionaba el agua con la vida y las mujeres en la India. Por un lado, en las zonas más rurales, las mujeres tienen su momento de paz para estar acompañadas de otras, sin la supervisión de los maridos, cuando van al pozo a recoger agua. Por otro, las multinacionales roban el agua potable para embotellarla o fabricar refrescos, dejando a parte de la población con agua contaminada que le provoca todo tipo de enfermedades, que por supuesto más tarde acaban en muertes.

Su directora, Nócem Collado, había sido premiada en el extranjero pero ignorada en nuestro país. Había arriesgado su libertad, enfrentándose a grandes compañías, y también su salud. Nos contó que unos años antes de grabarlo sufrió un accidente que casi la deja inválida, pues le afectó a la columna. En ocasiones tenía que estar en la cama sin moverse durante días.

El rodaje en la India fue complicado, tenía que hacerse pasar por una guiri despistada de las que van grabando todo para poder pillar imágenes «sin que la detuvieran» de los vertidos de las fábricas a los ríos. La registraron muchas veces, incluso tuvo que esconder las tarjetas de memoria con los vídeos dentro de un preservativo en su vagina. Joder, ¡estábamos ante otra superheroína!

Mi sensación después de todo su testimonio fue demoledora. Primero, por conocer una realidad terrible. Una realidad que ahora también conocéis. Todos sabemos cuáles son esas compañías que fabrican refrescos, quizás sea momento de plantearnos dejar de financiarlas. Segundo, porque me sentí una completa inútil.

 

 

TENÍA VEINTIDÓS AÑOS Y UNA CÁMARA, UNA SALUD ESTUPENDA Y MUCHO TIEMPO LIBRE. SOLO ME FALTABA INICIATIVA.

 

Yo también podía hacer lo que había hecho ella. Quizás no en la India, porque la economía de una estudiante es bastante precaria. Comes pasta cuatro veces por semana y el arroz es tu otro mejor amigo. Ya después, cuando empiezas a trabajar, aparece la exquisitez en tu vida, pero por entonces cualquier forma de ahorro es bienvenida. Había muchas historias dignas de contar más cerca, solo había que encontrarlas.

Poco a poco, cuanto más me interesaba en el feminismo y en encontrar mujeres fuertes, más crecía yo también. Cada descubrimiento era un «¡Eh! ¿Por qué nunca me había planteado esto?» ¿Cómo es posible que no supiera nombrar ni una sola científica, aventurera o artista? Además, era algo que se contagió alrededor, como una semillita. Cada comentario que sueltas por la calle, cada respuesta a una actitud machista, cada debate que escuchas en la mesa de al lado, se mete y cae en una cabeza-maceta y empieza a crecer.

Al principio solo hubo rechazo. Todo lo que decía era exagerado y sin sentido. Pasé una primera fase de rebeldía total. Mi colega sevillana Carmen de la Cueva, autora de Mamá, quiero ser feminista, me contó en una tarde de cafés que lo llama «descubrir la pólvora». Y me parece una expresión muy acertada.

En esa primera fase no sabía gestionar el cabreo que me entraba cuando veía injusticias alrededor. Cuando me piropeaban por la calle y ya no me lo quería tomar tan bien, cuando un profesor decía a una alumna lo guapa que era, cuando una amiga demostraba su exagerada dependencia a su pareja. No, esa nueva María no lo llevaba bien. Tardé mucho tiempo en encontrar la forma de canalizar la rabia y convertirla en fuerza.

Algo que ayuda cuando se ve todo negro es pensar que hay millones de mujeres a lo largo del planeta que tienen el mismo problema que tú. Porque esta desigualdad la sufrimos por eso, porque somos mujeres.

 

TENER VAGINA EN ESTA SOCIEDAD TRAE MUCHOS PROBLEMAS.

 

Ahora todas las mujeres alrededor se consideran feministas. Son muy diferentes entre ellas, y eso es lo que me demuestra que el feminismo no es una ideología extremista como muchos piensan. Entre mis amigas hay ilustradoras, músicas, profesoras, camareras, cocineras, estudiantes… incluso una directora de marketing de una empresa de coños en lata. Cada una lo vive a su manera.

 

LA CUESTIÓN ES SER CONSCIENTE DE CÓMO FUNCIONA LA SOCIEDAD Y PARARNOS A PENSAR CUANDO HACEMOS ALGO PORQUE NOS APETECE O PORQUE SIMPLEMENTE «ES ASÍ».

 

El «es así» se aplica a muchas cosas, que en general nos hacen salir perdiendo. Por norma general, las que se depilan son las mujeres. Hay hombres que se depilan porque quieren, pero si no lo hacen no llama la atención. No se escucha un «¿Has visto a ese tío? ¡Lleva pelos en la axila! ¡Qué asco!». En cambio, en las mujeres se ve como algo sucio, antihigiénico. Simplemente «es así».

Una mujer estuvo sin depilarse un año a modo de protesta y, claro está, tenía las piernas llenas de vello. Si no veías su cara en la foto por detrás, pensabas que eran las piernas de un hombre. Las mujeres tenemos pelos, ¡los tenemos! Por mucho que pases la cuchilla siguen saliendo. El tiempo y los recursos invertidos en hacerlos desaparecer son bastante elevados.

El «es así» también pasa con el pelo largo. En pleno siglo XXI las mujeres eligen cómo ponerse el pelo, pero la gran mayoría sigue eligiendo tenerlo largo, que implica más cuidados… «pero es que queda tan bien». Nuestra ropa: encajes, estampados florales, faldas y vestidos, rellenos, ajustada que marque las curvas (curvas estratégicamente colocadas, porque si alguna se pasa ya eres LA GORDA). Nuestra ropa interior sexi y con lacitos, frente a unos calzoncillos sin decoración, sin costuras que dejen marcas. Buscad en un centro comercial, el que queráis, unos calzoncillos con lacitos y transparencias. Spoiler: ¡No hay!

Zapatos con plataforma, con tacón, que pocos hombres se pondrían para trabajar. A menos que seas Mario Vaquerizo en un concierto de las Nancys Rubias. Maquillaje, productos de peluquería, bolsos… una lista enorme de cosas que, por casualidad, solo usamos nosotras.

 

LO MASCULINO ES LO CÓMODO, LO UNIVERSAL, LO NEUTRO, Y «LO OTRO» ES LO FEMENINO.

 

Si queréis verlo más claro, la próxima vez que paseéis por la calle buscad parejas que pasen de los cuarenta y cambiadles la indumentaria por la del otro. El típico señor de unos cincuenta años con su polo, su camiseta o su camisa, zapatos sin mucha parafernalia y, por supuesto, planos. Una cabeza medio calva o con bastantes canas, arrugas y ningún potingue encima para ocultarlo. La cartera en el bolsillo de atrás, y las llaves y el móvil en los otros dos. Ahora imaginaos a la mujer que lo acompaña con esa misma indumentaria. Es más, imaginad toda una calle de parejas donde todos van iguales. Camisas sueltas, todas canosas, ellas también con el pelo corto, vaqueros anchos, zapatos «de hombre» (los cómodos), sin una gota de maquillaje, luciendo sus arrugas con orgullo, porque les «hace parecer interesantes». ¡Sería un shock total!

Cuando le digo a mi madre que no se tiña, lo hago como una sugerencia. ¿Quién soy yo para decirle a una mujer que me ha criado y me dobla la edad lo que tiene que hacer? Pero también intento contrarrestar todo el bombardeo de imágenes de mujeres mayores con pelos sanísimos y coloridos. Como si el pelo blanco en ellas fuera una leyenda urbana, o apareciera de pronto y sin remedio, cuando tienes ochenta años y pasas a ser LA ABUELA. No hay mujeres con canas ni en los anuncios de tintes. No hay mujeres con canas en toooda la televisión, ¡ni una sola! ¿Cómo vamos a aceptar en nuestro cuerpo aquello que nunca vemos?

Ahora tenemos la suerte de que el feminismo está de moda. Muchas celebrities se levantan contra la opresión sobre sus cuerpos y hacen campañas contra el Photoshop, el maquillaje y delatan a depredadores sexuales como Harvey Weinstein. Quizá si el feminismo no fuera tendencia los medios no habrían hecho caso.

Ya Courtney Love, a principios de 2000, lo avisaba. Un periodista le pidió consejo para las chicas que llegaban nuevas a Hollywood y ella solo dijo: «No os quedéis solas en la misma habitación con Harvey Weinstein». Pero, claro, Love era la eterna viuda de Kurt Cobain, líder de Nirvana, a la que además culparon en numerosas ocasiones del suicidio de él. A los ojos del mundo era una yonqui que todo lo que tenía se lo debía al gran músico. Él tomaba las mismas drogas que ella o más, pero era un genio atormentado al que todo el mundo admira y ella solo la yonqui aprovechada. Es decir, su credibilidad en una situación de abuso era nula.

Por suerte, en la actualidad el tema genera mucha audiencia y los medios se interesan, así que muchos sectores se están poniendo las pilas también en este aspecto: prensa, publicidad, política, cine, literatura. Las sagas de películas de nuestra infancia: Star Wars, Cazafantasmas, Terminator, MadMax… ya han incluido a protagonistas femeninas fuertes en sus secuelas y remakes. ¡Por fin!

 

TODOS LOS DÍAS APARECE EL FEMINISMO EN LAS NOTICIAS Y EN LOS BARES ES MUY COMÚN ESCUCHARLO EN ALGUNA CONVERSACIÓN DE FONDO.

 

Aunque esto es un arma de doble filo. Por un lado, es cierto que muchas mujeres están despertando de su sumisión, las adolescentes están creciendo con referentes, el movimiento en redes es increíble. En mi generación eso no pasaba. No recuerdo que nadie me hablara de nada relacionado con las mujeres. Era una asignatura aprobada hace tiempo. Se supone que la generación de nuestros padres y nuestras madres ya tenía la igualdad de oportunidades. ¡Cómo nos engañaron!

El lado oscuro de esta moda se ve, por ejemplo, al pasar por una tienda de ropa y encontrar camisetas con frases tipo: «No es no», «Girl power» o «Feminist». Puede ocurrir que el verdadero sentido del mensaje se pierda. Si rascamos la superficie, detrás de esa camiseta con un eslogan transgesor y antisistema solo hay una multinacional que ha visto el potencial de ventas de ese mensaje. Pero no le interesa lo más mínimo la libertad de las mujeres. Es solo un eslogan vacío. De hecho, esa camiseta la ha fabricado una mujer en algún país del tercer mundo en condiciones de semiesclavitud.

Es muy necesario que las calles se inunden de frases empoderantes, que desafíen la superioridad masculina en la sociedad. Pero, amigas, si queréis que esa compra sea efectiva, buscad las que hacen las asociaciones feministas. Ese dinero ayuda a mujeres que dedican su tiempo y sus esfuerzos a preparar charlas y actividades sin ningún tipo de beneficio económico para ellas. Mejor eso que engrosar las cuentas de empresarios corruptos que evaden impuestos.

 

ESOS PECES GORDOS NO VAN A DEJAR DE LADO SUS PRIVILEGIOS PARA QUE NOSOTRAS TENGAMOS LO QUE NOS PERTENECE.

 

A pesar de todo esto soy optimista. Muchas jóvenes captarán el mensaje, leerán, lo compartirán y habrán dado un pasito más. Hubo ya otras olas feministas que nos hicieron avanzar muchísimo. Hay que aprovechar ahora para coger un gran impulso y asentar los derechos y libertades que ya tenemos, y conquistar los que nos quedan. Luchar por un mundo más justo es motivo de orgullo. Tenemos que pasar a la siguiente fase.

 

LA PREGUNTA YA NO ES: «¿ERES FEMINISTA? ¿CREES EN LA IGUALDAD DE HOMBRES Y MUJERES?», SINO: «¿CÓMO QUE NO ERES FEMINISTA?».