1. La tradición bíblica, recogida en el Libro de Josué, relata el comienzo de la penetración en Canaan partiendo del episodio de la conquista de Jericó y la región montañosa de Béthel, al parecer sin gran esfuerzo; esto significa que los nómadas, haciendo un amplio rodeo por el desierto a fin de evitar las guarniciones egipcias, habían sustituido el camino normal de la costa por el del interior. Desde la época de Merenptah los egipcios habían efectuado el repliegue sobre una frontera más estrecha y, por consiguiente, más fácil de defender, facilitando así la victoria de los diversos pueblos que trataban de aprovechar el vacío. Probablemente la ocupación del territorio por Israel es un fenómeno complejo, en que entran acciones de muy distinta naturaleza, incluyendo en algunos casos la destrucción de la población pre-existente. La práctica del erem no refleja, sin embargo, una realidad; tendía a demostrar que se había producido una completa sustitución y que los nuevos habitantes eran, todos, israelitas.
Sin duda hubo choques armados y alianzas con otros grupos. No ha sido posible localizar Nebo, donde se produjo la muerte de Moisés. También resulta oscura la identificación de las poblaciones instaladas con anterioridad en el territorio: amorreos eran supervivientes de un antiguo reino (Amurru = Emor) y retenían las montañas; hititas es nombre genérico para designar a los súbditos del antiguo imperio; se menciona a los jiveos, probables descendientes de los antiguos hurritas, y a los ferezeos, avitas y jebuseos que eran los dueños de Jerusalem hasta su conquista por David. Quiere esto decir que los israelitas vinieron a instalarse en un país de población muy mezclada.
Aunque es posible que muchas ciudades cananeas estuviesen debilitadas por la ruina mercantil, consecuencia de las invasiones —recuérdese la quiebra radical del mundo helénico— las campañas egipcias, los ataques de los pueblos del mar y, en definitiva, el estado de confusión en que se vio sumido todo el Cercano Oriente, puede admitirse como fidedigno el aserto de la Biblia según el cual los israelitas no dispusieron en ningún momento de superioridad. De ahí su tendencia a situarse en los lugares altos porque en la llanura podían fácilmente convertirse en víctimas de los carros de combate. En un primer momento los colonizadores fueron como islas en medio del país. La fusión con poblaciones precedentes pudo resultar fácil cuando se trataba de hurritas, difícil en otros casos. Los grandes obstáculos con que tropezaron para el asentamiento y la victoria militar contribuyeron a reforzar la conciencia de que los logros eran debidos a la ayuda de Dios.
Como es normal en tales procesos, la invasión debió producirse en varias oleadas, y una parte de los israelitas permaneció en la orilla izquierda del Jordán, aunque la Biblia pone mucho interés en destacar que todos tomaron parte en la guerra. Las tribus aparecen divididas en dos grupos, los descendientes de Lía, que contó con la colaboración de su criada Zilpá, y los de Raquel, que dispuso de Bilhá; esto parece indicarnos principalmente la existencia de dos oleadas en el proceso de invasión. La primera sería acaudillada por Judá, descendiente de Lía, y la segunda por los descendientes de José, hijo de Raquel, principalmente por Efraim. Esta dualidad nunca se remedió del todo, y tiene como resultado la división y la ruina de Israel. Josué es un efraimita.
Veamos de qué modo, partiendo únicamente de las fuentes bíblicas, podemos reconstruir los acontecimientos. Punto de partida para la invasión parece haber sido el oasis de Cadés Barnea. La primera oleada que se atribuye a Josué llegó a Guilgal, probablemente un punto de reunión de las tribus, atravesando para ello los territorios que no tardarían en constituir los reinos de Edom y Moab. Estamos en el siglo XIII a.C. Una importante victoria cerca de Gabaón, permitió a los efraimitas instalarse en los lugares altos y más fuertes. Lograron luego derrotar al reino de Sijón en Yashá. No debemos olvidar que Betlehem-Efratá guardará durante siglos el recuerdo de los efraimitas. A finales de esta misma centuria Judá, comandando una coalición en que entraban calebitas, quineceos y quineos, todos parientes, consiguió apoderarse de Hebrón, Debir y Jormá, extendiéndose por las comarcas del sur hasta llegar al Negueb. La fuerte reacción egipcia que había tenido su punto culminante en la batalla de Kadesh (1285 a.C.) había debilitado definitivamente la resistencia de los cananeos. De este modo entra dentro de la lógica la tesis apuntada por los autores sagrados: la Tierra fue conquistada por medio de las armas.
La duda que surge en este punto viene a ser como sigue: ¿cómo pudieron seminómadas mal pertrechados e inferiores tomar las ciudades de que disponían los cananeos? La respuesta ofrece tres datos importantes. El territorio, escenario para el enfrentamiento entre los grandes Imperios, estaba arruinado; la ocupación egipcia había dado lugar a sublevaciones y luchas intestinas. Las ciudades cananeas carecían de una conciencia de unidad que Israel sí poseía, gracias a su religión, y por consiguiente nunca formaron un frente común; al contrario, algunas seguían la conducta de Gabaón que, siendo vencida, cambió de bando. Ni religión ni etnia, ni siquiera costumbres podían proporcionar la plataforma para el establecimiento de un reino. Es posible que la insistencia del relato bíblico en la inferioridad de los israelitas resulte exagerada, ya que mediante ella se intentaba destacar la mediación divina.
Poseyeron los invasores un servicio de información y espionaje muy desarrollado, hasta el punto de atribuir la derrota de Haay al hecho de que las noticias habían sido en este caso deficientes. También los sistemas de aprovisionamiento parecen estar desarrollados. Los israelitas nunca trataban de atacar de frente las fortificaciones ni arriesgaban batallas en campo abierto, donde la superioridad numérica y el uso de los carros daban ventaja evidente a los enemigos. Las ciudades parecen sucumbir a golpes de sorpresa que también se utilizaban para desarticular al enemigo. Cuando no había más remedio que afrontar un encuentro en campo abierto se esperaban condiciones meteorológicas favorables: la lluvia permite a Débora superar el efecto abrumador de los 900 carros de Sísera, que quedaron atascados en el barro.
La conquista fue entregando a los israelitas las montañas, consideradas como refugio seguro, pero no la llanura en donde sobrevivieron ciudades, muchas de las cuales se convirtieron en tributarias. Cambiaba el paisaje: los recién llegados, buscando su sedentarización, talaban bosques a fin de disponer de zonas de cultivo y construyeron cisternas para almacenar el agua. Las dos zonas en que se logró asentamiento más seguro en la primera etapa fueron Galilea y Transjordania. Algunas de las ciudades destruidas se reconstruyeron: es el caso de Haay, Béthel o Mispá; otras se fundaron entonces; algunas, en fin, cambiaron su nombre. Un caso bien conocido es el de Lais, situada en el cuerno de Galilea, que fue sustituida por Dan. Hebrón se llamaba anteriormente Quiryat Arbá, y Débir Quiryat Séfer.
La genealogía de las tribus, que el autor sagrado explica por medio de matrimonios, nos permite detectar cambios importantes que, sin duda, se produjeron en los asentamientos. Cuando una tribu aparece descendiendo de concubina y no de primera esposa, podemos suponer que se trata de una estirpe inferior, tal vez de grupos extraños que fueron sin embargo asimilados dentro del sistema. Parece seguro que, consolidados en el dominio de las montañas, los israelitas iniciaron el descenso hacia las zonas bajas, buscando tierras más productivas. Los primeros espacios de ocupación sólida, esto es Transjordania, la tierra fértil de Galaad, a la que se incorporan los quebrantados restos de Benjamín y las comarcas del río Yaboc, constituyeron las reservas económicas para la supervivencia y bases de partida para una expansión. Tampoco puede dudarse de que gran número de extranjeros hayan sido incorporados a las tribus. Judá tiene tres de sus cinco descendientes, en la esposa cananea. Una tendencia a la exogamia se presentaba cada vez con mayor frecuencia.
2. Hasta muy avanzado el siglo XI antes de nuestra Era la situación militar registró una constante sensación de inferioridad por parte de los hebreos. No puede hablarse de estructura política: el resorte de unidad se hallaba precisamente en la alianza con Yahvé, cuya remuneración era, precisamente, la Tierra. Hasta hoy ha sobrevivido, en el Judaísmo, esa conciencia de que la Tierra es algo más que el espacio en donde el Pueblo habita, pues pertenece a la esencia de su propio ser. La estructura administrativa que los textos bíblicos reflejan, es la típica de sociedades en tránsito del nomadismo al sedentarismo; en cada tribu los consejos de ancianos que habrán de perpetuarse, proporcionan a sus miembros ayuda y control evitando despotismos personales. En la organización posterior de las comunidades judías dichos consejos —origen también del presbiterado cristiano— aparecerán como una parte de la esencia social. En momentos de especial peligro aparecían sophetim —un término que los biblistas traducen por Jueces aunque sería más correcto denominarlos caudillos— a los que se dotaba de poderes especiales y se les atribuían luego rasgos carismáticos que permitían obtener victorias.
La época de los Jueces nos ofrece abundante materia para la confusión. Podemos definirla como la aparición de un liderazgo personal, que sustituye al de los patriarcas en que predominaban los vínculos de sangre y precede a la Monarquía. Los autores deuteronomistas posteriores nos explican cómo se presentaron algunas veces propuestas para el nombramiento de un rey, pero fueron sistemáticamente rechazadas porque se trataba de desobediencia a Dios. El juez, en opinión popular, se hallaba en relación directa con Dios, de quien recibía su especial carisma, pero en términos técnicos podemos establecer un paralelismo con lo que los griegos denominarán tiranía, esto es, una autoridad excepcional e intermitente, que se coloca por encima de los ancianos pero no los sustituye. Por orden cronológico los jueces mencionados en la Biblia son: Otniel, Ehud, Gedeón, Débora (con Barac), Jefté, Sansón y, acaso, Samgar ben Anat. Ellos son los que merecen el nombre de Jueces mayores. Los menores eran una especie de árbitros que actuaban en los conflictos entre tribus en cualquier lugar de la comunidad de Israel. El título empleado, en singular sophet, aparece ya en los archivos de Mari significando magistrado o gobernante y es el que corresponde a los suffetim fenicios. En ellos se condensan tres formas de poder: el de jefes militares que combaten a los enemigos de Israel, el de administradores de la comunidad, y el ejercicio de la justicia en el sentido más sencillo del término.
Se trata de años duros a causa de las agitaciones internas y de las amenazas procedentes del exterior. Principal episodio fue la batalla por el dominio del valle de Jezrael, que ahora se asocia a los fastos de la reconstrucción nacional del siglo XX. Los israelitas habían crecido en número y comenzaba a cambiar el equilibrio de fuerzas. Los cananeos del norte del país decidieron lanzar una contraofensiva. Sísera, comandante de Jeróset Hagoyim tomó el mando de los cananeos que disponían de una fuerza muy considerable de carros. Una gran batalla tuvo lugar. El Cántico de Débora la sitúa en «Tanak, en las aguas de Meguiddó» añadiendo que «desde los cielos lucharon las estrellas» (Jc. 5, 19-20); este dato nos lleva a una fecha anterior a la reconstrucción de esta ciudad el 1125 a.C. Débora, mujer, pudo contar con un jefe de guerra, Barac ben Abinóam.
Llevaron el peso de la lucha las tribus de Neftalí y Zabulón. Las cifras que maneja la Escritura tienden a indicarnos que se trataba de un encuentro decisivo y de grandes proporciones: 10.000 hombres tenía Barac en las alturas, 900 carros Sísera en la llanura. Empantanados en el arroyo Quisón, que la lluvia permitiera crecer, estos ingenios se tornaron inoperantes. Sísera, que trató de huir refugiándose entre los quineos, fue muerto por el jefe de éstos, Jéber, que decidió sumarse a Israel. A partir de este momento los nómadas tenían abierto el camino de una expansión que les enfrentaba con poderosos pueblos vecinos, esto es, madianitas, ismailitas, hagarim o amalecitas. Gedeón, hijo de Joás, de la tribu de Manasés, consigue que a la suya se unan otras tribus, Aser, Zabulón, Neftalí y, más tarde, Efraim. Para anular la superioridad numérica del enemigo se recurre al golpe nocturno por sorpresa, el cual permite a los israelitas lograr una victoria completa. En este momento Israel estaba en posesión de un territorio extenso y compacto.
En este momento el relato bíblico entra en un episodio muy significativo. Tras la victoria sobre Madián los entusiastas seguidores de Gedeón le propusieron aclamarle rey, cosa que él rechazó: «Iahvé será vuestro rey». Es la disyuntiva que se abre ante Israel, como si el esfuerzo que se necesitaba para la creación de un reino significara un rechazo del directo dominio de Dios. Tampoco estaba preparada en forma conveniente la sucesión de modo que en el momento de la muerte de Gedeón estallaron reyertas entre sus hijos y uno de ellos, Abimélec, con el apoyo de Siquem, pudo alzarse con el poder haciéndose consagrar en este santuario. Aplastó con gran energía una revuelta y durante tres años, hasta su muerte en el asalto de Tebés, fue un verdadero rey, al modo cananeo. Estas noticias llegan a nosotros a través de una tradición posterior anti-monárquica que elogia el gesto de Gedeón y censura acremente el de Abimélec. Una doctrina firme, que databa de los primeros tiempos de constitución de la unión de tribus, rechazaba la idea de introducir cualquier tipo de autoridad que no fuese la estrictamente religiosa. Ello no obstante, Israel no podía sustraerse de manera completa a los efectos del mimetismo. Tenemos que señalar una constante en la vida de este Pueblo; las estructuras políticas tienen siempre carácter transitorio, de sometimiento a las coordenadas religiosas.
Todo lo hasta aquí expuesto se refiere a Galilea y Cisjordania, señalando el predominio de Efraim. Pero las tribus instaladas en Transjordania habían tenido que enfrentarse con dos poderosos enemigos, Moab y Amon, en cuya retaguardia se alzaba el tercer reino, Edom. Los tres reinos, que tenían también que defenderse de las correrías de nómadas madianitas, nunca consiguieron hacer reinar la paz entre sí; el disfrute de los caminos de caravanas era una manzana de discordia. Un benjaminita zurdo, Ehúd ben Guerá, inició la guerra matando por sorpresa al rey de Moab, Eglón, causando así una ruptura interior en este reino. Fueron los amonitas quienes pudieron tomar el relevo en el control de las vías mercantiles.
Cuando Amón intentó someter a las tierras de Benjamín y Judá, Israel del sur, provocó una reacción de las tribus a la que vino a sumarse Efraim. Los de Gad y Manasés proclamaron la jefatura de Jefté que, en realidad, siendo hijo de una prostituta, apenas sobrepasaba la categoría de un capitán de bandoleros. La victoria sobre los amonitas, aunque no decisiva, permitió a Israel ganar un precioso espacio de tiempo. La unión de las tribus resultó, sin embargo, efímera porque inmediatamente Efraim hizo la guerra a Galaad, sin éxito. En el fondo Efraim, que dominaba por encima de las tribus del norte, quería convertir su posición de predominio en una verdadera jefatura. Combatió a Benjamín invocando una venganza de sangre por el asesinato de la concubina de Guibá y la dejó tan debilitada que, en adelante, esta pequeña tribu, pese a su importancia en la línea dinástica, tendría que colocarse bajo la protección de Judá, siendo una sola cosa con ella.
3. Los filisteos actuarían como un factor determinante en el desarrollo histórico de Israel. Formaban, como «pueblos del mar» una de las vanguardias de ese movimiento de invasión que las fuentes egipcias mencionan en varias ocasiones, desde el –1198. Tras la victoria que Ramsés III logró sobre ellos, fueron asentados, al parecer obedeciendo a un propósito deliberado egipcio, en Gaza, Ashdod y Ascalón, etapas importantes en ese camino mercantil que unía el Nilo con el Éufrates. Nos hemos acostumbrado a llamarles filisteos pero probablemente es más correcto el término egipcio, pulesatim, del que procede el nombre actual de Palestina. Es posible que, al principio, no fueran otra cosa que mercenarios al servicio del faraón. Con el tiempo accedieron a una completa independencia.
Según la Biblia los filisteos procedían de Caftor (Creta), aunque los investigadores entienden que no es ésta una relación de procedencia sino de tránsito, tratándose de arios que se estaban moviendo por todo el Egeo. Los príncipes que gobernaban sus ciudades eran conocidos bajo el título de seren —en plural seranim— que es la misma raíz del griego tyrannos. Con los datos de que disponemos no es posible identificar la rama de indoeuropeos a la que pertenecían. Altos, afeitados, con armas de bronce y grebas, responden bien al tipo de soldados que se describen en las fuentes homéricas. Poseían ya objetos de hierro lo que les proporcionaba innegable superioridad militar. Ante los israelitas aparecieron como enemigos prácticamente invencibles. Eclécticos en su cultura adoptaron la religión idolátrica imperante hasta entonces en aquella tierra.
Los filisteos consiguieron, en poco tiempo, sustituir a los egipcios en el dominio de esta vía vital de comunicaciones que discurría a lo largo de la costa: además de las ciudades mencionadas arriba se instalaron en dos del interior, Gat y Ecrón, formando entonces una confederación de cinco sin que se alterase el estatus de autonomía para cada una de ellas; Gaza, Ashdod y Gat se sucedieron en una especie de jefatura sobre la confederación. La arqueología demuestra que hubo una paulatina penetración desde la costa hacia el interior y, también, que las relaciones comerciales, atestiguadas por la expansión de sus piezas cerámicas, llegaron a ser intensas. La superioridad militar les permitió imponer a las ciudades cananeas e israelitas una sumisión tributaria, aunque sin destruirlas. Judá fue la principal víctima, y la historia de Sansón, perteneciente a la tribu de Dan, nos muestra la conciencia de derrota que los hebreos conservaban mucho tiempo después. Guerras casi continuas obligaban a los israelitas a la defensiva. Las tribus trataban de fortalecerse constituyendo ligas que contemplaban a los santuarios, Guilgal, Siquem, Béthel, sobre todo, como los centros de reunión. Tales ligas son designadas en hebreo con dos nombres alternativos, qahal, que poseía un carácter más bien militar, y ‘am que indica una especie de Fraternidad.
El momento culminante de la expansión filistea se produjo a mediados del siglo XI cuando lograron dos resonantes victorias en Eben Haézer y Afec, causando verdaderos desastres a la «Casa de José». Parecía haberse cerrado un círculo dramático desde el momento de la salida de Egipto. Siló fue tomada y destruido el santuario en que se hallaba el Arca de la Alianza, encomendada a la custodia del sacerdote Elí: con esta transferencia del Arca a manos de los filisteos parecía llegado el momento de la desaparición de Israel.
4. Influidos probablemente por la riqueza de noticias detalladas que la Escritura nos ofrece, los historiadores nos hemos dejado llevar por la tradición hebrea y presentamos a David y Salomón como si hubieran dominado la vida política del Cercano Oriente en el siglo X, cuando en realidad no se diferenciaban mucho de los otros reyes, sus contemporáneos. Conviene matizar las noticias que poseemos, ahora mejor contrastadas con otras fuentes, y poner el acento en un hecho: replegadas o destruidas las grandes potencias, Hatti, Egipto, Asiria o Babilonia, se creó, durante los primeros siglos del primer Milenio a.C. una especie de vacío de poder. Al disiparse la polvareda de las grandes migraciones de –1200 nace Grecia, bajo el impacto de las tres naciones helénicas —aqueos, dorios, jonios— se advierte que el Egeo y el Oriente Próximo habían entrado en una etapa de equilibrio multiplicado entre poderes inestables. No había una fuerte Monarquía capaz de recoger la herencia de los antiguos Imperios. Es demasiado pronto para Asiria.
Debemos considerar como un campo histórico inteligible al período de tiempo que media entre las postrimerías del siglo XI y el año –880 en que coinciden dos acontecimientos de suma importancia: la consumación definitiva del Cisma en Israel y el comienzo del reinado de Assur-nasir-pal II en Asiria, que proyecta sus fuerzas hacia el exterior poniendo en marcha un nuevo Imperio. En esta etapa se construye y pone en servicio el primer Templo de Jerusalem. En Siria y las fronteras mesopotámicas el hecho dominante, sobre el que aún disponemos de información deficiente, es la conformación de una estela de principados arameos que dominaron esa especie de arco que llamamos Creciente Fértil. Ellos sumergieron lo que aún quedaba en pie de la estructura política hittita. El más importante, y también el más peligroso para Israel, será Damasco, crea do por Rezón a mediados del siglo X, que llegaría a capitanear una confederación de ciudades. Hubo claras aspiraciones damascenas de convertir a los hebreos en súbditos o sumisos confederados. Los arameos fueron muro de contención frente a la marea asiria, arrastrando en su caída a diez de las doce tribus de Israel.
Recordemos una vez más la frase del Deuteronomio que nos revela que también los hebreos se consideraban parte de estos arameos. Poco importa la exactitud de la noticia, en este caso. Instalados en la antigua red de pistas caravaneras, que controlaban de modo absoluto, los principados arameos se elevaron a un nivel de riqueza muy superior a cuantas, hasta entonces, se alcanzaran. Atrajeron así la codicia de sus vecinos. En este desarrollo económico en que Salomón entra de pleno, el papel de las ciudades fenicias resultó decisivo ya que por estos años, que coinciden con la fecha probable de la fundación de Cádiz, sus barcos alcanzaban el extremo occidental del Mediterráneo. A través de los mercados arameos se establecía la comunicación entre los productos marítimos y los del interior de Asia, un comercio en el que también participaron los hebreos. La lengua de los arameos, que adoptó enseguida un alfabeto, de acuerdo con la norma fenicia, superando las limitaciones del cuneiforme caldeo y de los jeroglíficos egipcios, se convirtió en instrumento de comunicación para todos los pueblos del Próximo Oriente, sirviendo además de instrumento para una brillante producción literaria. El arameo, que penetra incluso en la Biblia, fue de uso común en Israel en siglos posteriores; una gran parte de la literatura deutero-canónica está redactada en este idioma.
5. La derrota ante los filisteos y la pérdida del Arca de la Alianza forzaron el paso al establecimiento del reino: unidad para la defensa provista de un soberano, un palacio para la administración y un ejército. La Biblia aclara bien los términos: el reino (en hebreo malkut o mamlaka) era una imitación de las costumbres extranjeras, según las cuales un monarca, «padre de su pueblo», recibe de su dios el poder. Esto no era posible en Israel. De ahí que los profetas y los escritores eclesiásticos posteriores se muestren reticentes ante la creación y desarrollo del sistema, mostrando sus defectos. Aunque las Monarquías cristianas medievales invocarán la memoria de David y Salomón existe una diferencia sustancial que no debe olvidarse: en aquéllas la institución es presentada como un bien, proporcionado por Dios, mientras que en Israel se trata de un recurso necesario que Yahvé admite a causa de la «dura cerviz» de su Pueblo. Su aparición debe ponerse en relación con circunstancias religiosas tanto como políticas.
La tradición bíblica, elaborada en un tiempo bastante posterior al de los sucesos de que se ocupa, explica, aplicándolo a los Jueces, que la entrega del poder a un solo hombre era recurso al que se debía acudir solamente en casos extremos. Tras la demoledora derrota de Eben Haézer y la destrucción de Siló, que parecía significar la pérdida de Israel, ese extremo parecía indudable. Samuel, «el vidente», juez en el sentido tradicional de la palabra, lo mismo que sus hijos, fue el que tomó la decisión de elegir y consagrar al primer rey, Saúl, que se había acreditado como importante jefe militar al socorrer a Yabés Galaad, en Transjordania, amenazada por los ammonitas. Samuel, «nazareno» en el sentido bíblico de la palabra (es decir sujeto al voto de no tomar vino, ni cortar el cabello ni entrar en contacto con un cadáver) había sido precisamente educado en Siló, para poder ejercer el sacerdocio. No cabe duda de que la creación del reino fue causa de muy fuertes tensiones.
La consagración de Saúl en Galgal, junto al Jordán, es término de llegada de un largo proceso que comenzó con la reunión de las tribus en torno al santuario de Siquem y fue, en lo esencial, considerado como religioso. En la comunidad humana que viene a constituir un reino la fe yahveísta y el signo exterior de la alianza constituían el elemento sustancial. La Escritura define la naturaleza de esa comunidad en unos términos de los que no tenemos motivo para dudar: es la sumisión a Dios, Señor de la Historia, la que mantiene unidas las tribus. En el último capítulo del Libro de Josué se describe de modo gráfico y suficientemente claro: deliberadamente «el Pueblo respondió: —Lejos de nosotros abandonar a Yahvé para servir a otros dioses» (Jos. 24,16). El P. Vaux sugiere que esta noticia, muy antigua, se refería a las tribus del Norte, que habrían sido las últimas en incorporarse al yahveísmo. De cualquier modo el ser israelita se vinculaba al servicio del Dios único.
Entre Dios y los israelitas existía, en consecuencia, una alianza que Josué quiso que se escribiese en piedra (berith) pues se trataba de un verdadero contrato. Los miembros del Pueblo se obligaban al servicio y devoción a Yahvé mientras Dios mismo extendía sobre ellos su protección, manifestándola con sucesos extraordinarios algunas veces. Pero los autores sagrados se muestran muy diligentes en demostrar cómo, constantemente, el Pueblo y los reyes, se desviaban de este camino, incumpliendo el deber. Los tres monarcas que se suceden al frente de los destinos de Israel durante aproximadamente un siglo, no dejaron de reconocer que su autoridad se hallaba sometida precisamente a esa alianza: de ahí que les estuviera vedado el incorporar otros pueblos a su dominio y aceptar dioses extraños en su suelo. Saúl, David, Salomón, pertenecían a una sola comunidad humana.
El interés fundamental del investigador moderno no radica en el conocimiento detallado de los sucesos sino en el modo como éstos moldearon una conciencia que ha sido posteriormente transmitida al conjunto de la Humanidad. La dificultad surge cuando se constata que, en las referencias a los reyes, hay dos corrientes contradictorias, una popular, que siente entusiasmo por ellos y adorna a Salomón con la más excelsa de las sabidurías, y otra eclesiástica, que domina en los libros de los Jueces y de Samuel, considerando el establecimiento de la Monarquía como algo contrario a la Voluntad de Dios y, por consiguiente, perjudicial. Cuando los ancianos reclaman de Samuel, profeta, juez y sacerdote, que erija entre ellos un rey a fin de «ser como los demás pueblos» —es decir, participando en el proceso político que experimentaban los arameos— Yahvé le comunica: «Oye la voz del Pueblo en cuanto te pide, pues no es a ti a quien rechazan, sino a Mí, para que no reine sobre ellos».
La institución monárquica significaba, pues, el establecimiento de una especie de escalón intermedio que se sitúa entre los hombres y la Voluntad del mismo Dios. No debe extrañarnos que las referencias recogidas en la Biblia, únicas de que disponemos, sean de un crudo y desacostumbrado realismo, al referirse a la persona de los reyes. Saúl nos parece un tirano insensato y Salomón un déspota oriental incorregible; sólo David se muestra como la figura excepcional, a causa de una piedad sincera que le mueve al arrepentimiento, aunque ni se ocultan ni se rebajan sus gravísimos pecados e injusticias.
6. Escogido por el anciano profeta y juez Samuel, el benjaminita Saúl se nos muestra como primer rey de Israel. Los comienzos de su reinado parecieron justificar la decisión, pues obtuvo grandes victorias sobre los amnonitas y también sobre los filisteos entre Gueba y Mijmás; ellas le permitieron unir a las tribus estableciendo un poder único. Se conservaban sin embargo, las diferencias entre norte y sur, que aflorarían en cualquier momento de especial dificultad. La ceremonia de la unción, mediante aceite consagrado, introducía una novedad que servirá de modelo para los monarcas cristianos medievales. Significaba que el rey no es, directa o indirectamente, de naturaleza divina, ni tampoco un lugarteniente del dios propietario de la ciudad y del reino. Yahvé le ha «tomado» para sí, marcándole definitivamente con una señal que indica a los demás que el «ungido» es propiedad Suya. La legitimidad del poder arranca del mismo Dios, y su legalidad se relaciona con la observancia de la Ley divina positiva. Aunque puede formular mandatos, y no duda en hacerlo bordeando el límite de la arbitrariedad, se entiende que no es él la fuente de la ley, pues ésta procede de Dios.
Una lectura atenta de la Biblia nos permite comprender la singularidad de su poder. No usaba la pompa ni el carácter sagrado como otros contemporáneos suyos de estas postrimerías del siglo XI: sus funciones estaban en un término medio entre las de los jueces y las de los monarcas. La principal novedad, que es al mismo tiempo causa principal de su éxito, la encontramos en que fue capaz de crear un ejército permanente. Dejó entonces de ser el pueblo en armas para convertirse en suma de profesionales especialmente reclutados, fieles a su jefe que era precisamente Abner, primo del rey y hombre de su absoluta confianza, de quien esperaba garantías para su descendencia.
El rey se rodeó de escribas, lo que significaba la existencia de escuelas, y de consejeros a los que transformó en verdadera nobleza, asignándoles directamente tierras y dispensándoles del pago de tributos. Estas reformas, que exigían manejo de un dinero que hubo de ser procurado mediante impuestos y confiscaciones, es lo que justifica la áspera queja del autor de I Libro de Samuel cuando pone en boca de Yahvé la advertencia: «He aquí el fuero del rey que va a reinar sobre vosotros. Tomará vuestros hijos y los destinará a sus carros y sus caballos... Tomará vuestras hijas para perfumistas, cocineras y panaderas. Tomará vuestros campos, vuestras viñas y vuestros mejores olivares y se los dará a sus servidores. Tomará el diezmo de vuestros cultivos... Tomará vuestros mejores criados... Sacará el diezmo de vuestros rebaños y vosotros mismos seréis sus esclavos. Ese día os lamentareis a causa del rey que os habéis elegido , pero entonces Yahvé no os responderá» (IS. 8, 11-18). De hecho, el final del reinado se señala por medio de una crisis que es enfrentamiento entre el poder personal, con tendencia a crecer y las libertades tradicionales.
El precedente establecido reviste, sin embargo, gran importancia. Por vez primera se trataba de definir la función de reinar como un deber y no como un derecho sin límites. La justicia es la misión principal: por eso se espera que el rey sea malek, es decir, bien aconsejado, prudente y recto en sus juicios: esa es la verdadera sabiduría. Ninguno de los condicionantes modernos que se imponen a los gobernantes alcanzan las dimensiones de ésta, ya que el límite al ejercicio del poder no se establecía en acuerdos de los hombres, siempre revisables, sino en la Ley divina positiva que coincide con el orden moral objetivo. Auxiliado eficazmente por Abner, Saúl logró cumplir la tareas que de él se esperaban, en estos tres aspectos: reforzar la unidad entre las tribus a fin de hacer más firme la conciencia solidaria de Israel; rechazo de las presiones peligrosas de los tres pueblos limítrofes, Moab, Amón y Edom; complemento de la sumisión de las ciudades cananeas, garantizando el espacio. No estamos en condiciones de precisar los años en que todos estos acontecimientos tuvieron lugar.
El final de su reinado presenta caracteres tan borrascosos que parecen justificar el pesimismo de la tradición sacerdotal: los reyes inciden siempre, por exceso, en esa forma de despotismo que es la arbitrariedad, y dejan de cumplir la ley de Dios. Profetas y sacerdotes, incluyendo al propio Samuel que le ungiera, se declararon entonces contrarios a su señor, al que acusaron de desviaciones en el servicio de Dios, tal y como ellos se lo recordaban. Los sacerdotes de Nob parecen haber defendido la candidatura del joven David, yerno a su vez de Saúl, a quien se adorna de los caracteres más sobresalientes y que contaba, al parecer con el apoyo de la tribu de Judá, esto es, la parcela meridional del reino. Saúl hizo frente a esta oposición con gran energía. No hay inconveniente en admitir que, acomodándose a las costumbres del tiempo, cometió terribles actos de crueldad, especialmente la matanza de los sacerdotes de Noab, de la que pudo salvarse únicamente un bisnieto de Eli, llamado Abiathat. Para salvarse, David tuvo que huir al territorio de los filisteos, ofreciéndoles sus servicios.
Aunque la tradición bíblica insista en que David nunca hizo armas contra sus compatriotas, es indudable que la ruptura causada en Israel por sus actividades políticas brindó a los filisteos una buena oportunidad que aprovecharon: Saúl fue derrotado y muerto en la llanura de Guilboá, entre Jezrael y Sunem; en la batalla murieron también sus hijos Jonatham, Abinadad y Melquisúa. Según el Libro de Samuel el rey vencido cometió suicidio; esto significaba un último acto de desobediencia a Yahvé, pues sólo quien da la vida tiene poder para quitarla. Abner, con el ejército, trató de salvar la continuidad dinástica, proclamando a Isbaal, hijo de Saúl, como rey. Fue entonces cuando se produjo la primera división, pues Judá reconoció como rey a David, que había regresado del campo de los filisteos. Naturalmente estos últimos se sentían favorecidos por la grave discordia, que fomentaron hasta convertirla en amenazadora guerra civil. Parece, pues, indudable, que la unión lograda en tiempos de Saúl no era capaz de borrar las querellas entre las tribus. La lucha, larga y sangrienta, terminaría con el asesinato de Abner y de su protegido y con la victoria definitiva de David que sería ungido y aceptado por los ancianos de todas las tribus.
7. En contraste con la de Saúl, la memoria bíblica atribuye a David la justicia, en el sentido veterotestamentario del término, pues es justo precisamente aquél que trata de cumplir la voluntad de Dios. De modo que en la conciencia judía este monarca emblemático —la estrella de seis puntas que se forma con dos triángulos invertidos sigue siendo llamada «estrella de David»— aparece como el arquetipo de la nación misma. Resulta muy difícil explicar desde una mentalidad moderna este significado. De acuerdo con nuestras fuentes, David cumple con su oficio únicamente para que Yahvé sea centro de toda la existencia. Peca fuertemente, pero reconoce sus culpas y obtiene inmediatamente el perdón. Basta un mero enunciado de crímenes para descubrir las similitudes entre su persona y los otros reinos orientales: muerte asignada al general Urías, el hitita a fin de apoderarse de su esposa, Betsabé, que será madre de Salomón; asesinato del primogénito Amnon por su hermano Absalón que así vengaba la violación de su hermana Tamar; revuelta del propio Absalón que acabaría muriendo en la pelea; y tantas cosas más.
David es hijo de Jesé, del grupo efraimita, nacido en Bethlehem. La Biblia pone mucho cuidado en dejar bien sentada su genealogía. Pero acerca de sus primeros años aparecen yuxtapuestas dos versiones legendarias: en una aparece como el joven pastor que tañe el arpa y distrae a Saúl, apartándole de los malos espíritus; en la otra es el joven héroe que mata a Goliat y se casa con la hija del rey, Mikal (o Merab), la cual más tarde le abandona por adhesión a su padre y se une a otro de los nobles consejeros de éste. Los celos de Saúl obligan a David a ocultarse, pero dejando a salvo la fidelidad debida al ungido de Yahvé, respetando su vida en ocasiones en que le hubiera sido fácil darle muerte. Por este procedimiento el autor sagrado trata de comunicar un dato esencial: el monarca consagrado debe considerarse intangible.
David, desterrado de la Corte, organiza sus propias fuerzas, los 400 hombres que habrán de serle fieles. Con ellos, empujado por las tropas del rey, halla refugió en Gat, poniéndose al servicio del rey filisteo combatiendo a los amalecitas que eran también los enemigos de Israel. Durante estos años intensifica su relación con Judá. Instalado en Siquelag, allí se le une el sacerdote Abiathat, cuyo apoyo resultará precioso. En el momento de la muerte de Saúl, mientras el resto del reino obedece a Abner, David se instala en Hebrón con su familia —su segunda esposa, Abigail, había sido la mujer de Naba— y aquí, reconocido por los ancianos de Judá, es consagrado rey. De este modo el objetivo inicial de los filisteos se ha cumplido y el reino aparece partido en dos. Por otra parte el joven rey, que consigue la sumisión de poblaciones no israelitas respeta en éstas sus costumbres religiosas.
Pasó algún tiempo. La división del reino significaba, evidentemente, una seria amenaza para la supervivencia israelita. Por eso Abner trata de llegar a un acuerdo con David, enviándole a Mikal, la primera esposa, en un gesto de buena voluntad. Pero en el curso de las negociaciones en Hebrón, el general de David, Joab, que tenía una antigua cuenta de sangre con Abner, asesina a éste y a Isbaal propiciando así la reunificación. Los ancianos de las tribus de Israel se trasladan a Hebrón y proclaman a David como rey único. El nuevo rey tiene un gesto: organizar los solemnes funerales por Abner y también por Isbaal. La legitimidad tiene de este modo una continuidad sin fisuras. La unidad se logra el año –1004. David iba a reinar cuarenta años. Como una consecuencia de estos hechos Joab, jefe del ejército, habrá de compartir con el rey su poder.
Por encima de las crueldades y sórdidas venganzas, típicas, por otra parte en todos los reinos que compartían entonces la escena, la tradición sacerdotal trata de destacar una circunstancia decisiva, capaz de convertir los peores crímenes en aleccionadora experiencia. David sabe mostrarse en todos los momentos como el pecador arrepentido que obedece los mandatos de Yahvé y obtiene en consecuencia su perdón. Su actitud política se sitúa en un extremo opuesto a la razón de Estado: su persona, como su magistratura, se declaran obedientes a la ley de Dios. Músico y gran poeta, es probablemente el directo autor de algunos de los Salmos. Por otra parte es el autor del engrandecimiento del reino, atribuyendo a la comunidad israelita un espacio homogéneo y acorde con su estructura económica en dos vertientes, agropecuaria y mercantil. La amistad que estableció con las ciudades de Fenicia le proporcionó posibilidades de beneficiarse intensamente con el comercio mediterráneo.
Los filisteos reaccionaron ante la amenaza que para ellos significaba la reunificación de Israel, montando una ofensiva por el valle de Refaín, para la que contaron probablemente con la alianza de los jebuseos, dueños de Jerusalem. David reaccionó con éxito y se apoderó de esta ciudad. La verdadera obra de este emblemático rey, aquella por la que aún se le recuerda, es precisamente Jerusalem. Siendo Israel una suma de doce elementos, las discordias entre ellos constituía una dificultad insalvable para su gobierno: se precisaba de un lugar que fuese, con exactitud, propiedad, residencia y regalo para el rey, una especie de centro superior a todos y sin compromiso con ninguna de las tribus. Decidió, por ello, convertir en suya la fuerte ciudadela que los jebuseos, hasta entonces, habían retenido. Estamos ante un gesto político en dos fases: «David se apoderó de la fortaleza... estableció su residencia» en ella y «la llamó la ciudad de David, edificando alrededor, desde el terraplén para dentro». Creció la ciudad, pero crecieron también las murallas; siglos de dominio turco no han cambiado demasiado su perfil. Jerusalem estaba destinada a ser, para siempre, poderoso bastión fortificado.
Hay algo más. En la conciencia judía, Jerusalem es, desde entonces hasta hoy, ciudad santificada por excelencia; esta idea ha pasado también a las otras religiones. Como una piedra que se arroja al borde de un camino, así era cuando Yahvé la recogió y la hizo suya. Los santuarios idolátricos preexistentes fueron destruidos y se prohibió a los israelitas su retorno. Aunque el nombre pueda hallarse relacionado con el de un alto dedicado al dios Salem, se ha preferido siempre la etimología que incluye el término shalom, esto es, paz. Recobrada de manos de los filisteos el Arca de la Alianza, fue trasladada desde Qiryat-Yearim hasta la colina de Sión, que no se corresponde con la que actualmente se señala, y allí quedó instalada; la custodia iba a corresponder a Abiathat y a los sacerdotes de la Casa de Sadoq. El Arca, recordemos, contenía las tablas en que el propio Dios grabara el Decálogo. A partir de este momento Jerusalem, ciudad terrena pero reflejo de la celestial, adquiría dos dimensiones, la que corresponde a la presencia de Dios —en este sentido los cristianos comparten la tradición— y aquella que se identifica con la existencia misma de Israel. Posteriormente los musulmanes, al apoderarse de ella, sentirían la necesidad de asociarla a alguna de sus leyendas que permitieran declararla santa para ellos mismos. Los profetas, sin olvidar nunca su origen—«eres por tu tierra y por tu origen una cananea; tu padre un amorreo; tu madre una hitita» (Ezeq. 16, 3)— anunciarán para ella el destino más excelso pues un día, el rostro de todas las naciones, habrá de volverse hacia ella.
David es, ante todo, unificador del territorio. Es legítimo considerarle como creador del reino y hasta de la propia nación israelita, con unidad de lengua, raíces comunes, cabeza que emerge por encima de las tribus y proyecto de futuro en el cumplimiento de la misión que Yahvé ha reservado a su parcela. No conocemos al detalle el desarrollo de la guerra contra los filisteos; es verosímil que, arrinconados contra la costa, ofrecieran sus cinco ciudades una sumisión. De hecho la enemistad secular entre ambos pueblos dejó de mencionarse; se doblaba una página de la Historia. Tendremos que llegar a la época de Antíoco III para que una nueva disyunción entre la costa y el interior vuelva a manifestarse. Luego David incorporó los últimos enclaves cananeos, Meguidó, Taanaj y Beisán dando continuidad al espacio.
La segunda parte del reinado de David se caracteriza por los enfrentamientos. Cuando el reino de los amoneos pidió ayuda a Aram Sobá y concertó con éste una alianza, estalló la gran guerra entre israelitas y arameos. David, que junto a la milicia de la leva —los «hombres» mandados por Amasá— disponía de un muy eficaz ejército de mercenarios a las órdenes de Joab pudo obtener las tres grandes victorias que cambiaron el panorama, en Rabat Amon, en Jelam y sobre Hadadézer que era el rey de Soba: sus tropas ocuparon Damasco; su influencia llegó bastante más lejos, hasta el gran recodo del Éufrates donde se asentaba Karkhemish. Sometiendo a Aman y a Moab pudo adquirir el dominio de las rutas caravaneras del sur. En el norte avanzó hasta conseguir la sumisión de Hamat. Fue entonces cuando se establecieron estrechas relaciones con Tiro que se convertiría en el gran puerto de acceso al Mediterráneo.
En el primer cuarto del siglo X puede decirse que existe un gran reino de Israel; se ha producido en él un cambio muy notable: la Alianza de Yahvé se hace extensiva a la Casa de David, de la que debería salir el Mesías. La dinastía real adquiere una nota específica de santidad, que recoge posteriormente el Cristianismo al afirmar que Jesús, nacido así mismo en Bethlehem, pertenece, como hombre, a la Casa de David. En ese reino, que se identifica con su capital, Jerusalem, surge ya una estructura de gobierno compuesta por los que se llaman «servidores del rey». La Corte y la Hacienda se regularizan y el ejército se ordena en tres escalones: la milicia tradicional, los mercenarios profesionales y la guardia del rey contratada especialmente entre no israelitas. Comienza a aparecer el lujo y finalmente surge una idea: el Templo, la Casa de Dios, el lugar santo (heikhal) donde Dios pueda tener su habitación, en un sentido espiritual. Pero entonces «me fue dirigida la palabra de Yahvé que me dijo: no podrás edificar tú la casa a mi nombre porque has derramado en tierra mucha sangre delante de mí» (I Cro. 22, 8).
Los cambios introducidos por David han tenido que provocar muy fuertes tensiones porque significaban el abandono de muchas tradiciones antiguas. Por eso cuando Absalón se rebeló contra su padre, pudo contar con el apoyo de los ancianos y de la milicia que representaban al antiguo Israel. No es difícil suponer que la revuelta significaba un salto atrás, para destruir la Monarquía y sustituirla por las viejas instituciones. Aunque David consiguió sofocar la revuelta no dejó de percibir la línea de riesgo en que se estaba moviendo y trató de rectificar sobre la marcha. Pero al otorgar otra vez su confianza a la milicia lo que hacía era dar un predominio a Judá sobre las otras tribus. La polaridad entre las dos partes del reino volvió a ponerse de manifiesto en una rebelión acaudillada por Saba. David tuvo que confiar nuevamente en Joab y en sus profesionales.
8. De acuerdo con las costumbres vigentes también en Israel, la herencia en el trono no estaba definida. El sucesor tenía que salir, ciertamente de la Casa de David, pero sin que se pensase en una primogenitura. Joab, que trataba de conservar el poder militar que desde más de veinticinco años poseía, tuvo su propio candidato, Adonías. Pero la influencia de la Corte se decantaba en favor del hijo de Betsabé, Salomón, que, en el momento de la muerte de David acabó con la vida de Joab y, de este modo, «el reino queda afianzado en sus manos». Los posibles pretendientes al trono fueron eliminados. Pero se trataba de un cierre en falso sobre una vieja herida: las tribus del norte consideraron como derrota propia aquella elevación de un monarca en cuyo origen era fácil distinguir la herencia de un pecado muy grave.
En Salomón la sabiduría (malku) es decir, el consejo prudente y acertado predomina sobre las dotes militares; algo que se considera como un don divino, que Yahvé le otorgó por haberla preferido a los otros bienes materiales. Pero los autores que nos transmiten los elogios de su reinado no pueden ocultar las profundas divisiones que se estaban registrando, entre las tribus, en el ejército, cada vez más profesionalizado, e incluso en el sacerdocio, donde se impone el predominio sadoquita: dos mujeres, la madre Betsabé, y Abisag la sunamita, desempeñan importante papel. La fama de la riqueza y sabiduría del rey traspasan las fronteras, como revelan la curiosa tradición del viaje de la reina de Saba, que enlaza con el origen de un posterior judaísmo africano, y el hecho de que, en su harem, entrara una princesa egipcia, probablemente la hija de Siamon. Una proliferación de esposas de muy diverso origen, que tendrá como consecuencia, a la larga, el retorno de la idolatría.
El reino heredado de su padre y consolidado por él con energía en los comienzos de su gobierno, comprendía ahora cinco elementos: Israel, Edom, Moab, Amon y Aram-Damasco, aparte otros lugares que en cierto modo se sujetaban a obediencia. Las dos grandes rutas comerciales, ahora en sus manos, abiertas hacia Mesopotamia y hacia el mar Rojo, proporcionaban extraordinarios beneficios. No es necesario tomar ad pedem literae las evaluaciones cuantitativas, pero la extraordinaria opulencia de Salomón, debe ser tomada como un dato fidedigno. En medio de este conjunto estaba Jerusalem, a la que dota de un gran Palacio, donde pueden albergarse las nuevas estructuras administrativas. Se mencionan muchos altos oficiales en la Corte, como los secretarios, el prefecto, los mayordomos, los jefes de la guardia y del ejército o los encargados de las obras públicas.
Se sentía la necesidad, como hemos anotado, de dotar a la ciudad santa de un Templo que permitiera demostrar a los otros reinos que Yahvé no disponía de menos espacio y opulencia que los dioses locales. Pero esta tarea, construir un Templo, por muchas matizaciones que se introdujeran, era un designio humano, no un mandato divino. La tradición bíblica nos explica que cuando David insinuó al profeta Nathan esta idea, fue disuadido por éste con estas palabras dictadas por el mismo Dios: «Mira, yo no he habitado en casa desde el día en que saqué de Egipto a los hijos de Israel hasta hoy, sino que he andado en una tienda, en un tabernáculo» (2 Sam. 7, 6). Y considera un mérito del rey que haya renunciado inmediatamente al proyecto. Una dimensión aparece en este relato que llega a convertirse en esencial dentro de la conciencia religiosa de Israel: la justicia no reside en la exactitud de una liturgia, ni en los sacrificios que se ofrecen en el Templo, sino en cumplir la voluntad de Dios. Y en esto reside la verdadera sabiduría.
Sabio por excelencia se considerará a Salomón entre los reyes de Israel. Llevó a término el proyecto de su padre de construir el Templo que completaba la estructura urbana de Jerusalem y que, durante aproximadamente un milenio, hasta el año 70, presidiría, con diversas vicisitudes la existencia misma de Israel. Para este edificio, que no era demasiado grande, se realizaron movilizaciones de mano de obra semejantes a las que fueron necesarias para las construcciones egipcias; y sin embargo todo él no era otra cosa que revestimiento arquitectónico para el Arca de la Alianza. En la tradición hebrea el largo reinado de Salomón (c. 974-937) aparece con signos de grandeza, opulencia, acertadas decisiones y, también, como dimensión exagerada de poder sin que se apreciara la dócil sumisión que tuvo David ante Dios. Es seguro que toleró, incluso en la propia Jerusalem, cultos idolátricos que provocaron el descontento de los fieles yahveístas y son rememorados por los autores sagrados como factor desencadenante de la ruina que siguió.
En menos de dos siglos, Israel había experimentado una profunda transformación. Aquellos grupos de emigrantes, unidos en torno a la fe en Dios único, todopoderoso, se convirtieron primero en una nación, sin rasgos étnicos definidos, aunque sí lingüísticos y culturales, y más tarde en un reino. Afirmado ahora en un espacio territorial suficiente, Salomón pretendía ajustarlo al modelo que revestían las otras monarquías de la época, dotándolo de plataforma económica, potencialidad militar, recursos despóticos en la persona de su soberano y esplendor de una brillante Corte. Grandes progresos técnicos tuvieron lugar en el siglo X: los arados con reja de hierro y el empleo de azadas permitieron incrementar el rendimiento de los cultivos. Nuevas formas en el labrado de la piedra se aplicaron en las grandes construcciones, para las que hubo que establecer pesados tributos y ejecutar levas forzosas de decenas de millares de hombres. Aunque estas últimas se dirigiesen con preferencia a los cananeos sometidos, creaban un clima de descontento en el país.
La clave del poder se hallaba en el ejército, convertido ahora en potencia ofensiva y concentrado especialmente en Jerusalem: los famosos palacios, construidos al par del Templo, eran, también, cuarteles y arsenales en que se acumulaban enormes cantidades de material para los 1.400 carros, 4.000 caballos y 12.000 infantes que, según nuestras fuentes, lo componían. Ya no quedaban restos del antiguo ejército nacional, sólo profesionales. Todo venía de fuera: el cobre de Chipre, la madera del Líbano, el hierro de Asia Menor, los carros de Egipto y los caballos de Cilicia. Ahí estaba la fuente de fragilidad para su economía. La carga tributaria imprescindible se repartía entre las tribus pero de modo desigual pues Judá era un patrimonio real privilegiado.
Como es frecuente en estos casos, los historiadores detectan, en estos momentos de culminación política, signos claros de un declive que no esperaría a la muerte del rey para hacerse manifiesto. Un ejército profesional acaba desvinculándose de la sociedad y traslada su obediencia a los jefes de los que depende. Todos los episodios que, cuidadosamente, han quedado recogidos en el Libro de los Reyes, coinciden en señalar cómo, a lo largo de este reinado, se produjo una inversión completa en el orden de valores que constituía la esencia misma de Israel. Influido tal vez por el sistema de alianzas, que se reflejaba en la procedencia de las mujeres que poblaban su harem, se abandonó en la práctica el exclusivismo del culto a Yahvé. En términos actuales podemos definir el cambio de actitud como entrada en la tolerancia comprensiva hacia creencias ajenas a las de Israel. Esta política despertó recelos sin cuento entre los fieles: se había quebrantado la Alianza. Por otra parte la gran política que se adoptara, aumentó la presión, fiscal y humana, sobre los súbditos.
Ello no obstante hemos de insistir en otros aspectos importantes. El Templo comenzaba a ser centro de actividad; había en él escuelas para la formación de escribas, y las crecientes reservas de dinero atesorable comenzaban a desempeñar el papel de una reserva. El culto fomentó con sus demandas el desarrollo de una artesanía que hizo crecer un barrio extramuros de la ciudad y que se transmitió luego a otras partes. Esos escribas, cada vez más necesarios, se mostraron en condiciones de recoger noticias, doctrinas, leyendas de tiempos anteriores. Comenzaba pues a fijarse por escrito una tradición.
Con independencia de estas cuestiones, Salomón llegó a significar un cambio, todavía incipiente, en la orientación económica de los israelitas: aprovechando aquella condición de puente entre dos mares, Mediterráneo y Rojo, que poseían sus dominios, el rey quiso desarrollar el comercio, en busca de beneficios. Una estrecha alianza con Hiram, rey de Tiro, le proporcionó los materiales para la edificación del Templo. No es este Hiram el que se recuerda en los rituales de iniciación de la Masonería, sino otro personaje del mismo nombre, hijo de una viuda de la tribu de Neftalí, que desempeñó el oficio de gran maestro de obras. Las especias, obtenidas en Oriente y convertidas en monopolio real, produjeron sin duda buenas ganancias. Adolfo Schulten, apoyándose en el texto de II Crónicas, 9, 21 —«tenía el rey naves de Tarsis que navegaban con las de los siervos de Hiram; y llegaban cada tres años las naves de Tarsis trayendo oro, plata, marfil, monos y pavos reales»— llega a suponer que algunos de sus barcos, incorporados a las flotas fenicias, pudieran alcanzar Tartessos, en la ruta del estaño. Desde Ezion Geber, en la costa del mar Rojo, se alcanzaba Ofir, en un viaje que resultaba largo y también lucrativo. Seguramente la curiosa anécdota de la visita de la reina de Saba guarda relación con ese comercio.
De hecho quiere esto decir que, en el siglo X, se habían producido cambios sustanciales: definitivamente los israelitas habían cerrado la etapa del nomadismo y algunos de ellos se dedicaban ya a actividades mercantiles. Sin embargo la inmensa mayoría de los habitantes, convertidos ahora en sedentarios, se dedicaba a la ganadería y al cuidado de la tierra; el mantenimiento de los pozos seguía siendo principal ocupación. Como hipótesis de trabajo para explicar la ruptura que siguió inmediatamente a la muerte del gran rey, puede apuntarse el esfuerzo excesivo que al país se exigió: a fin de asegurar las levas, se hizo la distribución del territorio en doce distritos —siempre el mismo número— facilitándose de este modo las levas. El hecho de que en las relaciones de dichas levas, conservadas en la memoria del pueblo, no figure el nombre de Judá, ha inducido a algunos historiadores a suponer que esta tribu, de donde saliera la dinastía, ocupaba una posición excepcional, atrayendo el odio de todas las demás.
9. La destrucción del reino no fue un proceso brusco e inesperado. No es posible prescindir de las noticias que se contienen en el Libro de los Reyes, las cuales aluden a un trasfondo religioso muy importante: de hecho Salomón había cambiado la doctrina sobre la que se asentara la Monarquía de David: «sus mujeres inclinaron su corazón tras otros dioses, y su corazón no fue por entero de Yahvé, su Dios, como el corazón de David su padre» (I Re. 11, 4). El autor parece tener la intención de decirnos que 700 mujeres que componían el harem eran demasiadas. «Edificó un altar a Kemos, monstruo abominable de Moab, sobre el monte que está frente a Jerusalem» (I Re. 11, 7) y de este modo, a la vista de los sacerdotes se convirtió en un no justo, haciendo lo malo a los ojos de Yahvé. Hubo de entregar a Hiram la administración de diez ciudades, sin duda como indemnización por grandes deudas, y reforzó la doble presión, de dinero y de trabajo, sobre la población.
Pocos años antes de la muerte de Salomón, en torno al –935, tuvo lugar una revolución en Egipto. El jefe de los mercenarios libios, que constituían la fuerza principal de su ejército, se proclamó a sí mismo faraón, con el nombre de Sheshonq I, iniciando una nueva dinastía, la XXII. El rey de Israel se encontraba comprometido con la anterior, por su matrimonio. Los nuevos soberanos de Egipto se mostraron dispuestos a restablecer el dominio que, en otro tiempo, ejerciera Egipto sobre Palestina, tratando de convertir Fenicia, Israel, Moab y Edom en una especie de constelación de vasallos. Para ello fomentaron revueltas internas.
Oportunidades no faltaban: el horizonte se estaba poblando de nubarrones porque también Asiria, superadas las enormes dificultades que para ella significaran las invasiones, estaba reconstruyendo su poder. Salomón designó a su hijo Roboam como sucesor. Rezón ben Elyadá se sublevó en Damasco, reconstruyendo el reino de Aram y ya no pudo ser sometido. Hadad de Edom había vuelto a su tierra, casado con una princesa egipcia y contando con el respaldo del nuevo faraón. Las tribus del norte iniciaron un movimiento de separación que contaba con el apoyo del profeta Ajías y del santuario de Siló, proclamando a Jeroboam ben Nebat. La revuelta fue dominada pero el jefe rebelde halló acogida en Egipto, preparándose para el retorno.
En el momento de la muerte de Salomón los ancianos de las tribus de Israel presentaron a Roboam una especie de ultimátum: debía ser consagrado en Siquem, acabando con el predominio de Judá y rectificando la política hasta entonces seguida, especialmente en lo que a las levas se refería. Pero el nuevo rey, que contaba 45 años, había sido rigurosamente educado en el modelo absolutista de su padre y prefirió seguir el consejo de sus jóvenes seguidores: Israel necesitaba de un poder fuerte y sin concesiones. Las diez tribus del norte se separaron, acogiendo como rey a Jeroboam, que procedía de Egipto. Judá y Benjamín, ahora sólidamente unidas, mantuvieron la fidelidad a la Casa de David, de modo que se consumó la división. No se trataba de una absoluta novedad: hemos señalado algunos precedentes. Los historiadores, por comodidad, se refieren a los dos fragmentos con los nombres de Israel y Judá respectivamente, teniendo en cuenta que la parcela mayor correspondía a las tribus del norte. Esto puede inducirnos a error: Israel, sobrenombre de Jacob, es un apelativo que conviene por igual a los miembros de todas las tribus acogidas a la Alianza y ésta nada tiene que ver con las cambiantes estructuras políticas. Se consumaba sin embargo la amenaza de un Cisma religioso, ya que Roboam conservaba Jerusalem, el templo y las estructuras propias del reino; su rival necesitaba construir otras que le independizasen de la ciudad santa.
Este aspecto de la cuestión hizo que las consecuencias de la ruptura se tornaran especialmente graves. Desde el primer momento quedó al descubierto que no se trataba de un simple fenómeno político puesto que Israel no era un pueblo como los demás, sino «la parcela que Dios se escogió como heredad» y, en consecuencia, se hallaba dotado de una misión específica, la de construir una doctrina desde la Verdad que Yahvé le estaba dispensando y que debía hallarse al servicio de la Humanidad, pues la promesa a Abraham era firme: «por tu descendencia se bendecirán todas las naciones de la tierra, en pago de haber obedecido tú mi voz» (Gn. 22, 18). El sacrificio diario en el Templo de Jerusalem, siguiendo ritos cuyo origen se atribuía a Moisés, formaba parte de esa obediencia y era el modo visible de una relación misteriosa entre Dios creador y el hombre criatura. Todo esto pertenecía ahora a Judá.
Jeroboam trató de llenar esta deficiencia haciendo que se levantaran altares en Béthel y Dan, lugares a los que podía considerarse santificados por haber estado en ellos en algún momento anterior el Arca de la Alianza. Fabricó dos becerros, acogiéndose a una costumbre pre-cananea. Probablemente su intención no iba tan lejos como provocar un retorno a la idolatría, aunque sí, desde luego, presentar signos visibles que hiciesen accesible lo divino a los hombres. Sin embargo el sacerdocio podía alegar, en sus censuras que, con ello, se atentaba a la esencia misma de la Divinidad, que no puede ser representada por medio de figuras e imágenes. Si aceptamos el testimonio de las Crónicas (Paralipómenos) la mayor parte de los sacerdotes se replegó sobre Jerusalem. De modo que la crea ción de los dos reinos sirvió, indirectamente para hacer más firme e intensa la santidad de la colina de Sión y a la estirpe que formaba la Casa de David.