Para entender la primera gran revelación de Warren es necesario entender la naturaleza de Wall Street y de sus grandes actores. Aunque Wall Street ofrece muchos servicios a las empresas, durante los últimos dos siglos también ha actuado como un gran casino en el que los jugadores, bajo el disfraz de especuladores, realizan unas cuantiosas apuestas sobre la evolución de los precios de las acciones.
Durante los primeros tiempos, algunos de estos jugadores consiguieron una gran riqueza y prominencia social. Se convirtieron en los individuos pintorescos sobre quienes la gente quería leer en la prensa financiera. Los grandes magnates Jim Brady y Bernard Baruch son sólo dos de todos los que llamaron la atención del público como grandes maestros de las inversiones de la época.
Actualmente, los inversores institucionales –fondos de inversión, fondos de alto riesgo y sociedades de inversión– han sustituido a los especuladores de alto nivel de la primera época. Los inversores institucionales «se venden» ellos mismos a las masas como selectores de acciones altamente expertos, luciendo sus resultados anuales como cebo publicitario para un público con poca visión de futuro y deseoso de enriquecerse rápidamente.
Como norma general, los especuladores bursátiles acostumbran a ser unas personas muy asustadizas y caprichosas, que venden a partir de las buenas noticias, para después salir corriendo cuando las informaciones son malas. Si la bolsa no se mueve en el sentido previsto en cuestión de un par de meses, venden las acciones que tienen y buscan algo diferente.
Los mejores de esta nueva generación de jugadores han desarrollado unos complejos programas informáticos que miden la velocidad de subida y caída del precio de una acción. Si las acciones de una compañía suben con la suficiente rapidez, el ordenador compra; si el precio de la acción baja lo bastante deprisa, el ordenador vende. Todo ello crea infinitas entradas y salidas de miles de acciones diferentes.
No es nada raro que estos inversores informáticos compren unas acciones un día sólo para venderlas al siguiente. Los gestores de fondos de alto riesgo utilizan este sistema y pueden ganar montones y montones de dinero para sus clientes. Pero este sistema tiene un inconveniente: también pueden perder montones y montones de dinero para sus clientes. Y cuando pierden dinero, los clientes (si aún les queda algo de dinero) se marchan y buscan a otro seleccionador de acciones para que opere en bolsa por ellos.
Wall Street está lleno de historias de auges y caídas de seleccionadores de acciones hábiles y no tan hábiles.
Este frenesí especulativo de compras y ventas ha existido desde hace mucho tiempo. Una de las grandes locuras compradoras de todos los tiempos, en la década de 1920, hizo que los precios de las acciones alcanzaran unos niveles estratosféricos. Pero en 1929 llegó el crac bursátil y los precios de las acciones cayeron en picado.
A principios de los años treinta del siglo pasado, un analista joven y emprendedor de Wall Street llamado Benjamin Graham observó que la inmensa mayoría de los grandes seleccionadores de acciones norteamericanos no se preocupaban en absoluto por los aspectos económicos a largo plazo de las empresas que les mantenían ocupados comprando y vendiendo. Lo único que les importaba era si el precio de las acciones, a corto plazo, subía o bajaba.
Graham también observó que estos expertos seleccionadores de acciones, atrapados en su frenesí especulador, hacían que algunas veces los precios de las acciones subieran hasta unos niveles increíbles en relación con la realidad económica a largo plazo de las empresas en cuestión. También se dio cuenta de que estos mismos personajes provocaban que los precios de las acciones cayeran en picado hasta unos niveles de locura que también ignoraban las perspectivas a largo plazo de las empresas. Fue en estos niveles tan bajos de locura donde Graham vio una oportunidad fantástica para ganar dinero.
Graham dedujo que si compraba estos «negocios sobrevendidos» a unos precios inferiores a su valor intrínseco a largo plazo, a la larga, el mercado terminaría reconociendo su error y haría que su valor volviera a subir. Un vez revalorizados, él podría venderlos y obtener ganancias con esta operación. Ésta es la base de lo que actualmente conocemos como la inversión en valor. Graham fue el padre de esta idea.
No obstante, lo que hay que tener en cuenta es que a Graham no le importaba en absoluto el tipo de negocios que compraba. En su mundo, todas las empresas tenían un precio que podía considerarse como una ganga. Cuando empezó a realizar estas inversiones en valor en los años treinta se concentró en encontrar compañías cotizadas a menos de la mitad del capital que tenían en efectivo. Él lo llamaba «comprar un dólar por 50 centavos». También se guiaba por otras normas, como, por ejemplo, la de no pagar nunca más de diez veces los beneficios de una compañía y la de vender las acciones si habían subido un 50%. Si no subían en cuestión de dos años, entonces las vendía al precio que fuera. Sí, su perspectiva era un poco más larga que la de los especuladores de Wall Street, pero en realidad no tenía ningún interés en dónde iba a encontrarse la compañía al cabo de diez años.
Warren aprendió a invertir en valor con Graham en la Universidad de Columbia en la década de 1950, y después, justo antes de que Graham se jubilara, empezó trabajar para él como analista en la firma de Wall Street de Graham. Allí el joven Warren trabajó junto al famoso inversor en valor Walter Schloss, quien le formó en el arte de detectar las situaciones infravaloradas a través de la lectura de los estados financieros de miles de compañías.
Cuando Graham se jubiló, Warren volvió a su Omaha natal, donde tuvo tiempo para sopesar la metodología de su antiguo jefe lejos de la enloquecida multitud de Wall Street. Durante este período descubrió algunos aspectos de las enseñanzas de su mentor que según él presentaban algunos problemas.
El primer aspecto era que no todas las empresas infravaloradas de Graham se revalorizaban; algunas incluso caían en la bancarrota. Dentro de cada lote de ganadores también había unos cuantos perdedores que afectaban muy negativamente al rendimiento general. Graham intentó protegerse contra este escenario a través de una cartera ampliamente diversificada, que algunas veces contenía cien compañías o incluso más. Graham también adoptó una estrategia de deshacerse de cualquier acción que no subiera en un plazo de dos años. A menudo, al finalizar la jornada, muchas de sus «acciones infravaloradas» seguían estando infravaloradas.
Warren descubrió que algunas de las compañías que él y Graham habían comprado, y que habían vendido bajo la norma de Graham del 50%, continuaban prosperando año tras año; vio que los precios de las acciones de estas compañías subían vertiginosamente muy por encima del valor que tenían en el momento en el que Graham las había vendido. Era como si hubieran comprado un billete de tren hasta Fortuna, pero se hubieran bajado del tren antes de que éste llegara a la estación simplemente porque no sabían hacia dónde se dirigía.
Warren decidió que podía mejorar el rendimiento de su mentor aprendiendo más sobre los aspectos económicos de estas «superestrellas». Así, pues, empezó a estudiar los estados financieros de estas compañías desde la perspectiva de lo que las convertía en fantásticas inversiones a largo plazo.
Warren vio que todas estas «superestrellas» presentaban algún tipo de ventaja competitiva que creaba una situación económica de tipo monopolio y que les permitía cobrar más por sus productos o vender mejor. Con ello, estas compañías ganaban muchísimo más dinero que las de la competencia.
Warren también vio que si la ventaja competitiva de una compañía podía mantenerse durante un período prolongado –si era «duradera»–, entonces el valor subyacente de la compañía seguía subiendo año tras año. La subida continua del valor subyacente de la compañía hacía que Warren conservara la inversión durante todo el tiempo posible, lo que le brindaba una mayor oportunidad de beneficiarse de la ventaja competitiva de la compañía.
Warren también observó que Wall Street –a través de los inversores en valor o de los especuladores, o de una combinación de ambos– terminaba reconociendo a la larga el aumento en el valor subyacente de la compañía y hacía que el precio de sus acciones subiera. Era como si la ventaja competitiva duradera de la compañía hiciera que las inversiones en estos negocios se convirtiesen en una profecía que por su propia naturaleza contribuye a cumplirse.
Aún hubo otro factor que Warren descubrió como mágico desde el punto de vista financiero. Puesto que estos negocios disfrutaban de unos aspectos económicos increíbles que actuaban a su favor, no había absolutamente ninguna posibilidad de que cayeran en bancarrota. Ello significaba que cuanto más bajo cayera el precio de las acciones por culpa de los especuladores de Wall Street, menos riesgos corría Warren de perder dinero si las compraba. El precio bajo de las acciones también representaba un mayor potencial de subida y de ganancias. Y cuanto más tiempo conservaba estas acciones, más tiempo tenía para beneficiarse de sus grandes aspectos económicos. Este descubrimiento iba a convertirle en enormemente rico una vez el mercado bursátil terminara reconociendo la salud económica de hierro de esta compañías.
Todo esto dio al traste con el aforismo de Wall Street según el cual para maximizar las ganancias hay que aumentar el riesgo subyacente. Warren había dado con el Santo Grial de las inversiones; había encontrado una inversión en la que, minimizando el riesgo, aumentaba el potencial de conseguir beneficios.
Para facilitar aún más las cosas, Warren también vio que no era necesario esperar a que Wall Street ofreciera un precio de ganga. Podía pagar un precio justo por una de estas grandes compañías y aun así conseguir beneficios, siempre que conservara la inversión durante el tiempo suficiente. Y para añadir un poco de azúcar a un pastel ya de por sí muy dulce, se dio cuenta de que, si conservaba la inversión a largo plazo y no la vendía nunca, podía posponer el pago de los impuestos sobre las ganancias de capital durante mucho tiempo, lo que le permitía reinvertir unas ganancias libres de impuestos año tras año mientras conservara la inversión.
Veamos un ejemplo: en 1973 Warren invirtió 11 millones de dólares en The Washington Post Company, un medio de comunicación con una ventaja competitiva duradera, y ha conservado esta inversión hasta la actualidad. A lo largo de los treinta y cinco años que ha conservado esta inversión, su valor ha crecido hasta la astronómica cifra de 1.400 millones de dólares. Invertir 11 millones de dólares y terminar con 1.400 no está nada mal, y lo mejor es que, puesto que Warren no ha vendido nunca ninguna acción, aún no ha pagado ni un centavo por todos estos beneficios.
Graham, por su parte, siguiendo su norma del 50%, habría vendido la inversión de Warren en la compañía que publica The Washington Post en 1976 por unos 16 millones de dólares y habría pagado unos impuestos sobre las ganancias de capital del 39%. Y lo peor es que probablemente los grandes seleccionadores de acciones de Wall Street han poseído estas acciones miles de veces durante estos últimos treinta y cinco años con unos beneficios de entre el 10 y el 20%, y han pagado impuestos cada vez que las han vendido. Pero Warren ha sacado un increíble partido del 12.460% y aún no ha pagado ni un centavo en impuestos sobre sus ganancias de 1.400 millones de dólares.
Warren ha aprendido que el tiempo le va a convertir en inmensamente rico si invierte en una compañía con una ventaja competitiva duradera que trabaje a su favor.