Mi abuela eligió a mi madre. Le dio un anillo de compromiso a mi padre para que se lo regalara a la Isabel Araya. «Mi mamá te manda esto», le dijo mi padre a mi madre. Mi madre aceptó el matrimonio que no le habían pedido del todo.
No sé si se amaron, no quiero saberlo, sé que se reconocieron, sé que todo Santiago, la calle Manuel Montt, las torres de Tajamar los reconocieron como suyos, parte de la misma torta de mil hojas.
Mucho antes de que mis padres se conocieran, mis abuelos paternos y maternos compraron unas casas pareadas de la Caja de Empleados Públicos. «Cómo se te ocurre que vamos a vivir en Recoleta», dijo Marta Rivas al subcomisario de Subsistencias y Precios Rafael Gumucio. Enrique Araya, empleado de Impuestos Internos, descubrió un resquicio legal y las casas gemelas se vendieron: con el resultado de la transacción, cada familia pudo comprarse una casa en El Golf. También pensaron veranear juntos, pero la señora Marta encontró que las sábanas del hotel El Tabo eran una mugre y después de una hora de veraneo en común se volvieron ambas familias a Santiago. En las Ursulinas, mi madre tuvo a mi abuela paterna de profesora de francés, lengua que ninguna de ellas imaginaba que algún día sería la suya. Mientras, mi tío Juan Enrique y mi tío Eduardo, hermanos de mi madre, pasaban sus recreos admirando la extraña manera en que mi padre se ponía el guardapedo. Y, sin embargo, mi padre y mi madre, habitando el mismo mundo, la misma piadosa luz sobre los jardines de buganvillas, las mismas amigas, la misma religión, no se conocieron hasta que pudieran cometer el fatal error de engendrarme.
Porque, en la oscuridad, en su oscuridad paralela en plena tarde de sol, se preparaban para guardar los mismos secretos, el misterio sin el cual ningún amor es posible, el misterio que todo amor devora y digiere. Eran vecinos, pero alguien, alguien que no es Dios, alguien que siento soy yo, yo nonato, los prepara para que sean también los amantes enemigos, el otro que posee tus secretos, el otro que sabe quién eres sin saber nada más de ti, aquel a quien con amor hay que invadir y saquear.
Mi padre solo iba al colegio los viernes. El resto de la semana se la pasaba sobre un bus, recorriendo la recién construida circunvalación Américo Vespucio. Mi abuela logró, después de intensas negociaciones con los curas, que año a año le perdonaran sus catorce unos. Mientras, mi madre le pedía a sus compañeras que le trajeran cada una un fósforo de su casa para quemar el colegio. Su madre murió en el octavo parto. Las monjas alemanas la vistieron de negro y le hicieron repetir en voz alta una oración especial por la nueva madrastra. La timidez enfermiza de mi madre, el miedo a despertar con ganas de ser monja o Gabriela Mistral, se acentuaron. Se fueron a Buenos Aires, de donde volvió sola a instalarse donde sus tías Alemparte, las hermanas de mi abuela muerta. Así mi padre y mi madre lograron pasar por su mundo, por las fiestas, por los colegios, de un modo oblicuo. Así el hijo de un senador democratacristiano y la hija de un diplomático democratacristiano eran ante todo el mismo huérfano en dos sexos, el hombre que no sabe anudar los cordones de sus zapatos, la mujer que le teme a la noche.
Mi madre encontró a mi padre con la comida resbalando del tenedor que usaba de puntero en un invisible pizarrón. Él se levantaba sin parar de hablar, seguía por la escalera, en la calle, donde un corro de autos intentaba infructuosamente atropellarlo, en el bus que olvidaba pagar seguía hablando, apenas distraído por los bocinazos y frenazos y los niños vendiendo chocolates y parches curita. Era un fascinante juego para mi madre seguirlo sin hacer ruido, para no despertar al sonámbulo, poniendo ceniceros debajo de sus cigarrillos, abriendo las puertas para que no chocara, dando la réplica si era necesario, pagando las entradas de los cines, obligándolo, las tardes de aplastante calor, a disfrazarse de mujer mientras ella lo hacía de hombre.
Casarse con mi padre no era casarse de verdad, era inventar cada día un matrimonio, era como ir al colegio sin ir, era como el servicio militar que nunca nadie en mi familia hizo. Era la unión de los débiles disfrazados de novios, de felices novios que reciben del presidente de la República una réplica exacta de las copas del rey Balduino y la reina Fabiola. Salvados una vez más, en el último minuto, de la responsabilidad de ser normales. Marido y mujer, a escondidas tiemblan de frío en pleno verano. Ahora nadie obligará a mi madre a ser monja, ahora nadie anotará las inasistencias de mi padre. Antes de que los detuvieran se fueron a Sevilla, se fueron a Viña del Mar. No se compraron una casa: aunque nunca lo confesaron ni asomó en ninguna pesadilla, siempre esperaron que los echaran. Hasta hoy, cada uno arrienda: yo también. Durante tres años fueron la pareja más envidiada del envidioso balneario y no hicieron nada por esconder su dislexia esencial. Mi madre era la directora de la Escuela de Servicio Social de la Universidad de Valparaíso. Mi padre, director del Departamento de Historia de la misma universidad, continuaba con su cátedra oral por los cerros de Valparaíso, protegido de las gallinas del puerto por el que se convertiría en mi padrastro. Los anormales habían triunfado, los débiles gobernaban y mis padres no se escondieron más: a plena luz, trataron de prolongar su impunidad en mí. Me inscribieron en los Padres Franceses —el colegio que mis padres, mis abuelos, mis bisabuelos habían odiado con todo el alma—, me dieron un hermano, una casa en la bajada de Agua Santa. Todo estaba listo. Todo se quebró.
Escribo para vengarlos, para vengarme de ellos. Me separo abrazándolos, como los boxeadores se abrazan para no recibir más puñetazos. Vino el golpe de Estado. Mi padre, convencido por mi madre, fue a entregarse a un cuartel de la Armada. Dopado con válium, llegó tambaleándose ante la autoridad. Apenas pudo responder a las preguntas del marino, que le hablaba de las bondades del socialismo sueco: «Si estuviéramos en Suecia, todos seríamos socialistas, pero no estamos en Suecia. ¿No es cierto, joven?».
«Claaaro», trató de mover las mandíbulas mi padre. Después de esa entrevista, el marino lo calificó de idealista y lo dejó ir. Al otro día, el militante Sapiaín fue detenido con un arsenal de jeringas. Mi padre tuvo que esconderse en la casa de unos miristas más perseguidos que él. Mi madre cayó presa una noche. Se quemó el escenario. Se cayeron los decorados, los espectadores entraron a actuar y los actores se hundieron en el foso del apuntador. Y así mi padrastro, que era solo un niño de diecinueve años que administraba la cuota de válium que mi padre podía tomar, entró en escena. Mi madre desembarcó en Fontenet sous Bois, en un hogar de curas obreros repleto de sindicalistas exiliados. Mi padrastro la invitó al cine. Y así mi madre dejó a mi padre por las mismas razones por las que lo había elegido. Porque era débil, porque era triste, porque estaba ausente. En esos momentos que las mujeres unilateralmente designan como los esenciales, mi padre no estaba. ¿Podía mi madre salvar a mi padre? ¿No era ese su deber, el que ella se había impuesto? Debería perdonarlos. Un adulto perdona a sus padres, pero antes logra que dejen de ser sus padres. Son sus hijos, sus amigos, sus deudores. Mata a sus padres para perdonarles el egoísmo supremo de haberle dado la vida solo para verlos abrazarse, para tener admiradores gratuitos. Yo no perdono. Quizá cuando deje de escribir estas páginas, pero no ahora; por el momento los miro, los rasguño como un niño rasguña el vidrio de un acuario porque quiere tomar en sus manos los peces rojos. No tengo la edad suficiente, ni la madurez, ni la sabiduría, ni el vocabulario para escribir estas memorias, por eso las escribo. La gente normal es tan ególatra que ni siquiera necesita hablar de sí misma. Yo no soy normal. No conozco a nadie que lo sea. Escribo para vengarme.
Tengo siete años. Están mi padre y mi madre frente a frente en la avenida de los Gobelinos. Mi padre trata de no mirar a mi madre, mi madre está a punto de llorar pero sonríe. Soy hijo de un secreto que se muestra a plena luz cada vez que puede. Mis padres son los seres más exhibicionistas de la Tierra. Mi madre habría sido feliz una cantante negra de jazz, mi padre un cómico de cabaret. Yo soy ellos. Esa pareja que nunca vi besarse, esa mujer que infructuosamente ensaya uno y otro régimen para adelgazar, esa mujer que baila tan bien, que sonríe siempre pero que no deja un segundo de pensar en la muerte, y ese señor que trabaja de guardián en el Museo de Arte Moderno, a quien acaban de despedir por recostarse sobre un collage de Rauschenberg (una serie de carteles rotos y graffitis que mi padre confundió con otro muro sucio).
Sé que solo hay cuatro de nuestra especie, y están todos en esta esquina; los otros, los profesores, los padrastros, los militantes, todos son enemigos. Mi padre y mi madre no me protegen. Están demasiado ocupados compadeciéndose. Se hablan como si se vieran todos los días. No hay pasión, solo culpas, ni siquiera tan intensas como para que alguno grite. Mi madre quizá hubiese abrazado a mi padre, si no hubiese estado segura de que él no habría sabido reaccionar. No discuten. Mi padre sonríe con su cara de galán latino desempleado y su traje manchado (mi abuela le compra ropa, de pies a cabeza, solo una vez al año). Mi madre y mi padre nunca han peleado. Bromean. Son los mejores amigos del mundo. Mi madre dice que es como un hermano para ella, pero por ningún hermano llora en secreto.
Nos reparten. Mi hermano se va con mi padre, yo escojo a mi madre. Debo traicionar a alguno de los dos. Traiciono al débil porque soy un niño y, como todos los niños, soy cruel. Me quedo con mi madre y mi padrastro, quienes me recuerdan cada vez que pueden que si sigo sin saber usar el tenedor y el cuchillo voy a terminar como mi padre, que, aunque es una gran persona, que aunque ellos lo admiran… y la frase nunca termina.
Los sábados por la mañana voy a clases de caligrafía donde Paul, un hermano de mi padrastro que, como todos los que no aman demasiado a la humanidad, quiere ser médico. Con fingida paciencia trazo la línea de la t en el segundo renglón. Después me vuelvo caminando despacio, para que el equipo de filmación autobiográfica no se pierda. Mi madre llega de los tribunales, donde ha tenido que vaciar de pistolas y jeringas hipodérmicas las carteras de las madres solteras a quienes acompaña. Después del almuerzo, ya no me separo de mi madre más de tres metros. Escucho las interminables confesiones de las amigas, abortos y niños que van a parar a la cárcel y novios italianos que se revelan unos estafadores. En la noche vamos a mendigarles a los franceses a sus casas de campo. Yo arranco de los pastores alemanes y digo dos o tres frases de niño sabio que dejan extasiadas a las parejas de hugonotes. Volvemos con bolsas de ropa usada. Duermo solo, mientras militantes de bigote mapuche discuten a gritos con mi padrastro y después terminan todos abrazados. Yo espero que mi madre venga a besarme mientras finjo dormir.
Mi hermano volvía a la casa la noche del domingo. Con una voz que trataba de ser neutra, para no sacarme pica, contaba sus aventuras. Mi padre y él se comieron cuatro kilos de maní. Mi padre le leyó Bécassine, la historia de una empleada bretona de la Primera Guerra Mundial que fascinaba a mi abuela. Se quedaron viendo la vida de Cristo en un televisor enorme que demora diez minutos en encenderse. Después fueron a cobrar el subsidio de cesantía y a visitar a algunos compañeros recién salidos de los campos de concentración. Se dedicaron a odiar metódicamente a los franceses, esa raza de mierda, y caminaron hasta el Louvre, que estaba calefaccionado, y esperaron ahí que cayera la noche para ir al cine. Sin horarios, sin obligación, en el más completo desorden, que alguna novia venía a ordenar justo antes de que se hundieran entre las cáscaras de maní que a mi padre nunca se le ocurrió arrojar al basurero. Ese departamento que mi hermano había visitado era mi mundo. Pero, mientras lo oía relatar los días con mi padre, no sentía envidia, sino miedo.
Yo no sabía qué quería ser, pero ya sabía qué no quería ser. No quería ser mi padre. Y lo era. Llevaba su nombre, llevaba su desorden en los genes, empezaba a faltar al colegio y a leer en vez de ir a clases, y comenzaba el lento chantajear con la derrota más sublime, con mi impotencia dorada, la dislexia y el insomnio, a mi madre y a mis abuelos. Mi padre, para mi suerte, se va a Venezuela tras la vaga promesa de una cátedra. Nos manda cien tarjetas postales explicándonos que Caracas no tiene veredas. Va a Bogotá a dar clases sobre el poder erótico de la guayaba. Mientras mi padre estaba lejos yo podía ser él sin verlo. Me olvidaba de cerrar las puertas de los autos, de la casa; podía impunemente hablar con los adultos. Yo era mi padre, mi propio padre, sin la molestia de contemplar a ese señor con los dientes amarillos y las manos alargadas que era al mismo tiempo el único genio y el único fracasado que conocía. Mi madre bailaba cheek to cheek con nosotros a escondidas antes de que llegara nuestro padrastro. Si mi padrastro se quedaba en una reunión del comité central, dormíamos con mi madre mientras ella nos cantaba canciones alemanas sobre un cartero africano y ahí me engendraba a mí mismo, lejos de mi padre. Vivía contra él, era su negación, era la prueba de que él no existía, que solo yo tenía derecho a usar mi nombre, su nombre, que ese nombre era una señal, que yo era un elegido.
Ahora las tarjetas postales llegan de Mozambique. Mi padre hace clases en castellano a una tribu que le sonríe en portugués. En los recreos, los compañeros de las juventudes comunistas azotan a un alumno por revisionista. Mi padre camina por Maputo hasta el correo, donde compra todos los días la misma postal: la plaza del Correo, con un mural mexicano-africano en que Samora Machel, el libertador de camisa verde, rompe las cadenas de una mujer zulú. Nos escribe dos frases, siempre las mismas: «Queridos Negros, estoy bien. ¿Cómo están ustedes?».
Mi padre vuelve de África. Tengo doce años y no me atrevo a tocar la puerta de la mansarda de mi abuela. Toco. Mi padre, veinte kilos más delgado por culpa del aceite de coco de los mozambiqueños, en un traje de lino blanco, devora una langosta. Tengo tanto que contarle, me cambié dos veces de colegio, descubrí que quería ser actor cómico, me enamoré de una niña que se llama Clementina y a la que juré nunca hablarle, vi Ladrón de bicicletas con mi hermano y estoy seguro de que Chile debe de ser como Italia, aunque no conozco Chile ni Italia. Caminamos por el borde del Sena mientras anochece. No hablamos. Ninguno de los dos es silencioso. Un rayo de sol se refleja en el agua y brilla sobre las mansardas, las fachadas Luis XIV, las máscaras del siglo XVII, el puente de mármol gastado. Mi padre, que siempre ha odiado esta ciudad y a sus habitantes, mi padre,que ha dado la vuelta al mundo para que el invierno no le toque en París, dice de pronto:
—¡Puta que es linda esta mierda!
Con dolor pero sin rabia, y antes de que caiga la noche, sin decirnos nada más, volvemos a la casa de mi abuela.