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La preocupación es un ciclo de pensamientos ineficientes que giran alrededor de un centro de miedo.
—Corrie Ten Boom
Todos hemos experimentado cómo funciona la mente preocupada, la mente que da vueltas una y otra vez a un cúmulo de pensamientos concatenados y que genera un intenso ruido mental.
¿Pero qué es exactamente la preocupación? En el diccionario aparece definida como una sensación que produce intranquilidad, temor, angustia o inquietud ante algo que va a ocurrir.
Y este último es uno de los aspectos más relevantes de la preocupación. En general, la preocupación suele estar enfocada hacia sucesos futuros que aún no han acontecido y sin embargo, en el momento presente ya sientes esa especie de nube gris sobre tu cabeza que logra enturbiar tu razonamiento y te provoca un profundo sentimiento de intranquilidad, miedo y agitación mental.
En muchos casos, no solo la dejamos estar sino que además la nutrimos y alimentamos de manera que esa nube crece y nos acompaña a todas partes. La nube puede llegar a convertirse así en preocupación crónica.
El núcleo central de esa nube está formado principalmente por el miedo y este miedo se retroalimenta de todos los pensamientos, creencias, ideas e incluso del recuerdo de experiencias pasadas que giran sin cesar en torno a él.
De esta manera y casi sin darte cuenta, te ves atrapado por ese tornado de pensamientos oscuros y recurrentes que anidan en tu mente y te preguntas si en algún momento serás capaz de darte la vuelta y salir corriendo para escapar de ellos, salir corriendo sin mirar atrás… pero, es inútil porque siempre te siguen allá a donde vayas. Estés donde estés, hagas lo que hagas, tus preocupaciones van casi siempre contigo.
¿Has tenido alguna vez esa amarga sensación? Si la respuesta es afirmativa, no debes “preocuparte” porque son muchas las cosas que puedes hacer para deshacerte de esos molestos nubarrones mentales.
Lo irás comprobando a medida que avances en la lectura de este libro. Por el momento, deja que te haga otra pregunta. ¿Tienes claro cuáles son las cosas que más te preocupan? Si tuvieras que escribir tu propia lista de preocupaciones ¿cuál sería?
Me refiero por supuesto a tus preocupaciones, y no a preocupaciones heredadas de tus padres o a preocupaciones que te hayan contagiado otros. Quizá, debas reflexionar un tiempo para dilucidar cuáles son tus propias preocupaciones, las que te afectan a ti.
A veces nos preocupamos por cosas que afectan a personas próximas a nosotros, personas a las que queremos y por tanto, aunque sea de una manera indirecta nos sentimos afectados por lo que les sucede. Más adelante hablaremos acerca de la importancia de asumir la responsabilidad de resolver nuestros propios problemas y de aceptar a la vez, la responsabilidad que tienen los demás de resolver los suyos propios.
Por el momento, te invito a reflexionar brevemente sobre tus preocupaciones.
Ejercicio de reflexión
Una posible lista de preocupaciones, a modo de ejemplo, podría ser la siguiente.
Lista de preocupaciones:
Me preocupa mi salud
Me preocupa el futuro de mi hijo
Me preocupa estar algo “escaso” de dinero a final de mes
Me preocupa mi situación en el trabajo
Me preocupa mi relación de pareja
Me preocupa el cambio climático…
¿Te atreves ahora a elaborar tu propia lista? Seguramente nunca antes te hayas planteado escribir acerca de tus preocupaciones. Al verbalizar tus preocupaciones y volcarlas en el papel te haces más consciente de ellas.
Cuando las escribas, puedes incluso anotar la puntuación que darías a cada una de tus preocupaciones (del 1 al 10) en función del grado de ansiedad y miedo que te provocan. Más adelante, seguiremos trabajando con esta lista.
Ahora, te toca a ti.
Mi lista de preocupaciones:
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• …
Todo tiene un “porqué”
A lo largo de nuestras vidas experimentamos un gran abanico de emociones y sentimientos. Muchos son sentimientos agradables, cálidos y positivos que nos aportan optimismo y bienestar. La preocupación, desde luego, no parece incluirse en esta categoría. Aparentemente tampoco el miedo, ni el enfado, ni la tristeza.
Todos estamos de acuerdo en que preferimos sentirnos felices, esperanzados y optimistas. Sin embargo, todas las emociones, incluidas las aparentemente negativas tienen razones para ocupar un espacio en nuestro interior. En realidad, las emociones aparentemente negativas no esconden malas intenciones. Más bien, al contrario. Otra cosa es cómo nosotros convivimos con estas emociones y cómo las gestionamos.
Por ejemplo, la tristeza nos invita a retirarnos y entrar en nuestro mundo interior cuando necesitamos hacer reajustes en nuestra vida o elaborar un proceso de duelo, después de sufrir una pérdida de cualquier tipo, ya sea por el fallecimiento de alguien cercano, un despido en el trabajo, el final de una relación de pareja o el fin de una etapa cualquiera en nuestra vida.
La tristeza nos concede un espacio necesario para el desahogo, una retirada para conectar con nuestro yo y desde la quietud, tratar de recomponer de nuevo las piezas de un puzzle desencajado en nuestra vida.
El miedo por el contrario, nos prepara para la lucha o la huida frente a una situación que pueda suponer una amenaza física o emocional para nosotros, ya sea una situación de amenaza real o una interpretación subjetiva de amenaza. El miedo se desencadena cuando la amenaza es inmediata o está presente. En cierto modo la función del miedo es por tanto la de protegerte. Tu instinto de supervivencia se vale del miedo para hacer que de algún modo cuides de ti mismo.
Pero ¿y la preocupación? ¿Te aporta algo positivo? Pues en realidad, también lo hace.
En el caso de la preocupación, la amenaza se percibe como amenaza futura.
Cuando empieza a manifestarse un problema en tu vida, tu mente comienza inmediatamente a afrontarlo en un intento por resolverlo. En ese proceso cognitivo, tu mente analiza el problema y trata de darle respuestas sin tener que actuar dentro del marco real del problema. Es como si planificara tu comportamiento futuro y previera sus consecuencias.
En cierto modo, es como si te estuvieras preparando mentalmente. Esto no suena del todo mal. Sin embargo, el problema surge cuando ese proceso cognitivo se convierte en algo obsesivo y le das vueltas al problema de forma reiterada, y lo que es más importante, lo haces sin buscar una solución. Es como introducirse en una espiral de pensamientos negativos de la que resulta difícil salir. En la preocupación existe una cierta dosis de miedo y también de obsesión.
La consecuencia más directa es que el nivel de ansiedad aumenta de forma considerable y antes de darte cuenta te encuentras atrapado por la preocupación. Por supuesto, y según el caso, uno puede sentir desde una leve inquietud hasta un intenso estado de ansiedad.
Cuanto más tiempo permanezcas en ese estado mental, más fácil es que la preocupación te atrape.
Cuando la preocupación no aporta nada positivo y además no resuelve el problema, se convierte en una emoción tóxica de la que debes deshacerte puesto que contamina tus pensamientos, puede hacer que contemples la realidad de un modo distorsionado y provocarte un gran sufrimiento.
Ejercicio práctico (G)
Te propongo un ejercicio práctico que al mismo tiempo te llevará a reflexionar sobre esa parte de ti que se preocupa en muchos momentos de tu vida y de su intención oculta, en el fondo positiva. En este ejercicio puedes descubrir que es posible hablar con esa parte de ti e incluso negociar con ella para lograr un cambio si lo deseas.
• Piensa en ese comportamiento que te provoca malestar, el comportamiento de preocuparte por cosas sin importancia.
• Haz un par de respiraciones profundas y a continuación imagina que esa parte tuya se materializa en tus manos tomando una forma concreta… ¿qué forma le darías tú a esa parte que se preocupa? ¿Tal vez la forma de una piedra, una hoja, una pelota…? Imagina con detalle el color que tiene, si es lisa o rugosa, pesada o ligera…
• Agradece a esa parte de ti que se manifieste de esa forma y pregúntale qué te proporciona de positivo cada vez que se desencadena la conducta de preocuparte.
• Date tiempo y espera a escuchar una respuesta… tal vez te sorprenda… ¿quizá quiera protegerte… cuidarte…?
• Agradécele la respuesta y pregúntale si de aquí en adelante estaría dispuesta a actuar de una manera distinta sin perder de vista su “buena intención”.
• Podríais llegar a un acuerdo para validar esta cuestión. Podrías decirle algo así como “sin perder tu buena intención de alertarme o protegerme, cosa que yo agradezco, yo me comprometo a ayudarte activamente para resolver el problema cada vez que surja una dificultad”.
• Siente la satisfacción de haberte podido comunicar con esa parte tuya y de haber llegado a un acuerdo favorable para ambos.
¿Cuándo empezaste tú a preocuparte…?
No recuerdo con exactitud el instante en el que la preocupación irrumpió en mi vida por primera vez. Pero sí estoy segura de que ese instante se remonta a mi infancia.
Durante los primeros años de vida, no todo es siempre de color de rosa. En ocasiones, los niños también se ven obligados a afrontar circunstancias difíciles que distan mucho de esa concepción ideal que solemos tener de la infancia como la etapa más inocente, feliz y mágica de nuestras vidas. Me refiero a circunstancias como la separación de los padres, el fracaso escolar, enfermedades o situaciones de maltrato entre otras muchas.
Sin embargo, las preocupaciones no siempre aparecen ligadas exclusivamente a situaciones de gran trascendencia en nuestra vida. También nos preocupamos por nimiedades como si lloverá o no durante la fiesta que haremos al aire libre o si el autobús se está retrasando demasiado.
Cada vez que interpretamos que una situación puede convertirse en una amenaza para nuestro bienestar ya sea físico o emocional, empieza a desencadenarse la preocupación. Poco importa si esa amenaza percibida es real o no. La preocupación aparece como un modo de defensa y de afrontamiento de la situación.
Recuerdo cómo la preocupación irrumpió durante mi etapa escolar en los últimos años de primaria. Debo reconocer que las matemáticas no eran mi fuerte, y el profesor que impartía esta asignatura era además algo severo. Cada vez que algún niño salía a la pizarra para completar un ejercicio cualquiera y no daba con el resultado correcto, él pedía que lo repitiera una y otra vez. Lo cierto es que yo vivía aquellas clases con incertidumbre e inquietud. Aún recuerdo, la preocupación y el miedo que me invadían cada vez que llegaba mi turno y tenía que salir a la pizarra.
Mi cuerpo experimentaba con molesta intensidad todas las señales provocadas por la ansiedad y la preocupación que se apoderaban de mí. Mi pulso se aceleraba y mi corazón latía desbocado presa del miedo, mis manos sudaban temblorosas. Ni siquiera cuando acababan las clases desaparecía del todo aquella desagradable sensación. Yo sabía que tal vez no al día siguiente, pero que cualquier otro día no muy lejano volvería a pasar por la misma situación.
Así que, aún cuando ni siquiera me encontrara allí, mi mente me boicoteaba, arrojando a mi conciencia el recuerdo de la imagen de mí misma frente a la pizarra, inmóvil, sin saber cómo resolver aquellos ejercicios y bajo la mirada inquisidora del profesor.
Y entonces mi mente se veía sacudida por pensamientos del tipo “No lo soporto”, “Quiero irme de aquí”, etc. Podría seguir enumerando la interminable lista de pensamientos que no hacían más que intensificar mi aversión y rechazo a aquella situación.
La situación era la misma para todos nosotros. Sin embargo no todos la afrontábamos de igual manera. Yo me sentía insegura y desde mi vivencia personal, aquel daño emocional era un daño real. Es evidente, que al menos a mí, aquella situación me preocupaba.
Por supuesto, los niños no se preocupan por las mismas cosas que los adultos. En la rutina diaria de un niño se dan situaciones que desde nuestra perspectiva adulta, no dejan de ser nimiedades y asuntos sin gran relevancia. Sin embargo, desde el universo particular del niño, estas situaciones pueden constituir auténticas fuentes de preocupación como puedan serlo otras para nosotros.
En ocasiones solemos restar importancia a las preocupaciones ajenas. Lo hacemos con los adultos y también con los niños.
Cuando un niño nos cuenta que algo le molesta o que no se encuentra cómodo en alguna situación (normalmente no utilizará la expresión “estoy preocupado por…”) debemos ante todo escucharle y tratar de comprender cómo se siente, sin restar importancia a lo que está sucediendo.
Tampoco es cuestión de ir hasta el otro extremo y dramatizar. A menudo puede ser suficiente con prestarle atención, dejando de hacer lo que estamos haciendo para mirarle mientras nos habla, hacerle sentir que le escuchamos, comprendemos y acompañamos y quizá preguntarle cómo cree él que podría resolverse esa situación.
Podemos así ayudarle a contemplar las distintas alternativas posibles para resolver el problema dentro de un marco de confianza puesto que hemos facilitado el reconocimiento y la expresión de sus emociones guiándole incluso para que él mismo pueda encontrar una posible solución.
En uno de mis cursos sobre inteligencia emocional, en una ocasión una madre nos habló acerca de la preocupación de su hijo pequeño. Nos contó que el niño se quedaba a comer en el comedor del colegio y aunque en general solía comer bien, ocasionalmente le ofrecían un plato de legumbres que él rechazaba de forma contundente. El encargado del comedor le insistía para que lo acabase y eso generaba en el niño mucha ansiedad.
Aún cuando no se encontrara en el comedor del colegio, cada vez que el recuerdo de esta situación acudía a su mente, el niño se preocupaba porque no sabía cómo hacer frente al asunto. Y todo tan solo por un plato de legumbres, sí. Pero para el niño, que era quien tenía que afrontar la situación, aquello suponía una fuente de estrés y preocupación.
Siempre existen desde luego distintas alternativas de respuesta y actuación en situaciones como la que acabo de describir, pero el primer paso es mostrar una actitud de empatía hacia el niño y hacerle sentir que sus preocupaciones también importan.
¿Cómo nos enseñan a preocuparnos?
Como ya he explicado, existen ciertas emociones innatas en todos nosotros, emociones que nos acompañan prácticamente desde que nacemos y que además tienen funciones muy específicas.
Son las denominadas emociones primarias; la alegría, la tristeza, el miedo, el enfado o la sorpresa.
No aprendemos a sentir tristeza, miedo o alegría, estas emociones simplemente brotan de manera espontánea e incluso descontrolada en algunas ocasiones. Los niños son a menudo un claro exponente de la expresión básica de estas emociones.
A medida que transcurren los años y nos convertimos en adultos, estas emociones, como si fueran colores básicos, se van mezclando entre sí, dando lugar a una amplia gama cromática repleta de ricos matices. Acaban transformándose en emociones mucho más elaboradas y complejas.
En este grupo de emociones secundarias podríamos incluir los celos, la nostalgia, la desesperanza o la preocupación.
Aunque existe un componente temperamental en el hecho de que existan personas con más tendencia a preocuparse y a gravitar sobre el polo negativo de las cosas, es verdad que en ese trayecto hacia la etapa adulta, ciertas tendencias de la personalidad van consolidándose y vamos aprendiendo e incorporando ciertos hábitos psicológicos.
Algunos de esos hábitos puede que nos sean útiles algún día, otros no lo serán nunca.
Crecemos asociando a la preocupación la creencia de que, en cierto modo, es positivo preocuparse. Tal vez de una forma inconsciente, pensamos que cada vez que nos preocupamos nos estamos preparando para lo peor y de esta manera es como si nos encontrásemos atrapados en una especie de creencia supersticiosa que nos conduce a pensar que si nos preocupamos por un problema, podemos de algún modo reducir la probabilidad de que este ocurra.
Lo cierto es que el hecho de preocuparse no influye absolutamente para nada en la evolución de una situación problemática. Es decir, el hecho de que tú te preocupes o no, es completamente independiente del hecho de que algo malo vaya a suceder o no. Preocuparte no hará que evites una situación problemática o una situación temida y tampoco hará que esta se resuelva.
Sin embargo, cuando nos preocupamos y aquello que intuimos como amenaza o peligro finalmente no sucede, entonces podemos alimentar la creencia de que en cierto modo la preocupación nos ha servido de protección. Esto puede hacer que en un futuro aumente la probabilidad de que volvamos a preocuparnos de nuevo, puesto que esta creencia actúa como un refuerzo positivo.
Por otro lado, a lo largo de nuestros años de infancia heredamos mensajes que van calando en nuestro inconsciente hasta convertirse en creencias e ideas arraigadas que de algún modo condicionan nuestra forma de percibir el mundo que nos rodea y por supuesto, nuestra forma de reaccionar ante él.
Frases como “Me preocupo por él porque le quiero mucho” o “Si no le quisiera no me preocuparía tanto” nos transmiten la creencia de que si quieres a alguien, entonces debes preocuparte por él. ¿Qué clase de padres serían unos padres que no se preocupasen por su hijo? ¿Qué clase de mujer sería una mujer que no se preocupase por su marido? O viceversa.
Una mujer puede haber recibido de su madre la creencia de que las mujeres deben preocuparse con frases como “Mi madre siempre se ha preocupado por todos nosotros” o “Una vez que eres madre ya tienes preocupaciones para toda tu vida…” o “A saber qué habría pasado si mi madre no se hubiese preocupado por nosotros…”. Debes revisar el tipo de mensajes que has recibido sobre la mujer que se preocupa, revisar el comportamiento de tu familia, de tu propia vida y comprobar si la preocupación es parte de tu mecanismo de seguridad aprendido para hacer frente a los problemas.
Pero además, vivimos en una sociedad en la que más frecuentemente de lo que pensamos, se nos lanzan gran cantidad de mensajes que pueden incitarnos a la preocupación.
Nos preocupamos por el estado general de la economía, la crisis económica, los índices del paro y la subida de los precios.
Nos preocupamos por la salud, la nuestra y la de las personas a las que queremos; recientemente anunciaban que la incidencia de los casos de cáncer aumenta más rápido de lo previsto y que en el 2015 se superaron las estimaciones de cáncer previstas para el 2020. Los estudios afirmaban que uno de cada dos hombres y una de cada tres mujeres padecerá esta enfermedad a lo largo de su vida.
Nos preocupamos por el cambio climático; las publicaciones científicas nos hablan del calentamiento global y del aumento de los niveles de gases de efecto invernadero. El impacto de este fenómeno es enorme: inundaciones, sequías y olas de calor, extinción de plantas y animales, enfermedades transmitidas a través del agua, etc.
Nos preocupamos por lo que comemos. Son cada vez más numerosas las voces que alarman acerca de la dudosa fiabilidad en la alimentación; las grasas hidrogenadas, el uso de pesticidas o el abuso de ciertos conservantes y colorantes son algunos de los aspectos que pueden preocuparnos cuando llenamos el carro de la compra.
Parece evidente que existen motivos para preocuparnos por las grandes cosas, pero también encontramos motivos para preocuparnos por las pequeñas cosas, como por ejemplo si nuestro hijo llega más tarde de lo previsto y no hay manera de localizarlo, si cambian nuestro horario de trabajo, si no terminamos nuestro proyecto a tiempo, etc.
En realidad cualquier cosa puede actuar como disparador de la preocupación. Situaciones, objetos, personas, sensaciones físicas, pensamientos…
Pero ya sean los grandes asuntos que afectan al mundo o los pequeños e inevitables contratiempos cotidianos la causa de nuestra preocupación, ambas tienen algo en común. Y es que la ansiedad y preocupación que podamos sentir, en nada van a influir sobre la evolución de estas situaciones.
Que yo me preocupe por el cambio climático, no va a provocar ninguna clase de mejora en esta cuestión. A no ser que la inquietud y la importancia que yo le dé a este asunto, provoquen que yo me implique de una manera activa. Reciclar todo lo posible sería un ejemplo de conducta ligada a esto.
Pero esto significa que uno decide pasar a la acción como forma de prevención o como una forma de buscar y aplicar alternativas de solución. Esto significa asumir que aunque no pueda solucionar del todo un problema puedo de algún modo implicarme y contribuir en algo a través de la acción personal.
Lo contrario es instalarse en la preocupación inútil, la preocupación que no resuelve y que no conduce a ningún cambio.
En este capítulo has aprendido que…
• El núcleo central de la preocupación es el miedo.
• La preocupación se origina como un modo de afrontar los problemas. Lo malo, es que este proceso cognitivo va casi siempre acompañado de una importante carga de ansiedad.
En parte, crecemos con la idea de que preocuparse es normal o incluso positivo. Esta idea puede sernos transmitida desde la familia o incluso desde la sociedad en la que vivimos.
Es conveniente revisar de forma crítica los mensajes que desde el exterior hacen que la preocupación vaya calando en nosotros.
• Cuando tomas la decisión de implicarte de manera activa en la búsqueda de soluciones, te empiezas a acercar a una forma de afrontamiento del problema más efectiva ya que dejas de instalarte en la queja.
• Preocuparte no hará que evites una situación problemática, y tampoco hará que esta se resuelva.