That young man was not really a
poet; but surely he was a poem.
GILBERT K. CHESTERTON,
The Man who was Thursday
Hizo lo que todos los hombres: noventa y nueve veces entró por la salida y la centésima se equivocó de puerta. Probó del fruto amargo en tiempos de dulzura, pero abordó cuantos trenes le salieron al paso. Durante cuarenta días navegó a bordo de un carguero italiano donde aprendió a odiar los spaghetti, leyó las páginas del Ulises criollo y descubrió la conquista de las rutas oceánicas. Le gustaba la birria y el vino de Bordeaux; recibió varias veces la caricia del café con leche. Una de ellas, en medio del frío londinense, supo que era feliz mientras alguien le hablaba de Thomas de Quincey y su búsqueda inútil en la niebla. Tal vez porque leía sobre las cargas de los chinacos, la fusilería del 2 de abril en Puebla, el atronar de los cañones en Calpulalpan, sus oídos eran sordos a la música. Pero amó la poesía, caminó por Nueva York y detrás de una tarjeta postal del puente de Brooklyn escribió a su hijo Ignacio sobre su encuentro con un gigante que le dijo: «Me llamo Walt y mi apellido es Whitman.» Creyó en las canciones de Édith Piaf, en las novelas de Flaubert, en Marilyn Monroe, en los libros de viajes, en una prostituta de la rue Blondel, en cargadores y teporochos de la Lagunilla que le prometían: «Mañana sí le pago.» Alguna noche, en un restaurante de Saint-Denis cenó junto a un excombatiente de la Segunda Guerra: él pensaba en otro campo de batalla; la hoja blanca poco a poco poblada de edificios, ventanas, corredores. Con la primera anfetamina de la jornada sabía que aunque el amor a veces nos engañe, la luz nunca traiciona a quien la busca. Creyó —cuando no llegaban, puntuales, sus fantasmas— que una página limpia es un cuerpo dispuesto a la entrega, un barco a punto de ser tomado por asalto, un trago de coñac bajo la lluvia. Acompañó a sus héroes en luchas sin objeto. A bordo de su máquina del tiempo, viajó por todas las edades y todos los espacios. Hizo lo que todos los hombres. Escribió, amó, vivió.
Para calentar la mano y enfriar el corazón, escribo este retrato del maestro Martín Quirarte. Del padre que me formó durante el primer cuarto de siglo de mi vida he dejado testimonio en poemas donde me permito dar rienda suelta a la emoción que él frenaba en nosotros. Lo conjuro y me parece mirarlo con su andar presuroso, sus bostonianos, su camisa que no fue siempre la del hombre feliz. Cuando lo era, no hubo monarca que pudiera comprarla. Lo escucho reírse ante una película de Bourvil, con espontaneidad y escándalo de niño; reconstruyo su cotidiano trayecto literal por la historia de México, cuando el mundo era las calles del centro, desde la puerta del Antiguo Colegio de San Ildefonso a nuestra casa en la calle de Allende; lo huelo en los cuidadosos subrayados de sus libros, en sus trajes desiertos. Lo adivino en mi sangre, en mis enormes miedos. En mi terquedad para consumar pequeñas victorias sobre el mundo.
Sus alumnos y amigos saben, mejor que yo, que su rigor en la cotidianidad del salón de clase o en el auto de fe llamado examen era su forma de amar. Escribir una tesis bajo su dirección era un tormento, la garantía de que el torturado había hecho un trabajo más sólido que las carabelas, tanto en los argumentos expuestos como en la forma en que las palabras se combinaban para decir lo que verdaderamente nos proponíamos. Enamorado de la construcción impecable, de la palabra justa que desveló a Flaubert, quería que los hechos se vaciaran en moldes de bronce, no en construcciones de yeso desmoronables con el paso del tiempo. Sus alumnos del Instituto Patria lo conocían con el sobrenombre de El Esperado porque era tan distraído que copiar en un examen suyo era, más que un reto, una invitación. Pero en la réplica oral otro era el asunto y otra la forma de demostrar la devoción del maestro a sus alumnos. A todos los obligaba a salir sabiendo, a todos aconsejaba tener un Sancho que les mantuviera al Quijote. Fue el primero en desoír su propio consejo. Su libro inicial es, casi, un manifiesto de vida: Carlos Pereyra, caballero andante de la Historia.
Nuestra Facultad de Filosofía y Letras otorga títulos cuya justicia no es imparcial. Ningún graduado de Filosofía que se respete dirá que es filósofo, ni uno de letras se ufanará de ser literato. En cambio, quien estudia historia se dice historiador. Martín Quirarte no se consideraba un historiador sino un divulgador de la historia. Nunca olvidaba que su ocupación inicial había sido la talabartería, oficio heredado de varias generaciones de los Quirarte del mercado de San Juan de Dios en Guadalajara. De tal modo, su escritorio de trabajo no olvidaba el orden y la simetría del taller talabartero. Una de sus grandes lecciones fue que escribir es un trabajo tan solitario, tan ingrato, que es preciso rodearse de la mayor cantidad de juguetes que nos ayuden a olvidar ingratitudes. Amaba los lápices recién afilados, las plumas fuente siempre cargadas con tinta de un color que bien puede llamarse martiniano. Escribía sus borradores en hojas de un papel finísimo, cuyo gasto justificaba diciendo que gastaba en cigarros. Niño caótico, obsesionado por el orden, diseñaba sus propios muebles, y siempre tenía más libros que libreros.
Henri Pirenne, uno de sus autores predilectos, definía al historiador como un hombre que ama la vida y sabe contemplarla. Martín Quirarte amó la vida y la Historia con esta fatalidad gozosa. Semejante a los malos actores que antes de emocionarnos se dejan ganar por la emoción, era incapaz de evocar alguna página épica sin que le temblara la voz. Más que un historiador, era un poeta de la historia. Más que un intelectual, un obrero que construía sus párrafos con el mismo cuidado con que ensamblaba las piezas de una silla charra. Pero si a la hora del trabajo era ordenado y metódico, en los actos de la vida diaria cargaba con la brújula perdida de los sabios. Animal bípedo que nunca aprendió a manejar, con frecuencia salía sin dinero de la casa. Cuando se daba cuenta, como le humillaba pedir prestado, prefería cubrir el trayecto a pie. En ocasiones, cuando lo encontraba en los pasillos de la Escuela Nacional Preparatoria o en los de la Facultad, lo saludaba, me hablaba de usted, me decía “mucho gusto” y seguía de largo, mientras continuaba en su monólogo. Miento. En realidad hablaba con Cyrano de Bergerac o con Jean-Baptiste Pocquelin.
En Justo Sierra aprendió la solidez conceptual y el sentido narrativo de la historia; en Martín Luis Guzmán, los secretos de la puntuación; en Francisco Alonso de Bulnes y en Carlos Pereyra, el espíritu polemista. Enemigo de los odios de partido, Martín Quirarte creía en la equidad y en la justicia. Por eso pudo escribir un libro como El problema religioso en México, que mereció elogios tanto de clericales acérrimos como del arzobispo Sergio Méndez Arceo. En sus estudios sobre la Reforma y la intervención francesa, nuevamente se puso de manifiesto su trabajo conciliador. Insistió en leer y analizar a los intervencionistas, monarquistas y clericales, se convirtió en abogado de los vencidos y nos enseñó, como lo aprendió de su maestro José C. Valadés, a conocerlos antes que condenarlos sin apelación. En 1970 apareció la que acaso sea su obra mayor: Historiografía sobre el Imperio de Maximiliano. Su obertura la forman palabras de otro de sus maestros, Agustín Yáñez: «No es hora de revivir pasiones liquidadas, ni de incurrir en rencores estériles; pero es hora de repasar la lección centenaria para evitar errores pasados y verificar los rumbos a seguir.»
Pobre pero delicado, incapaz de soportar la humillación de nuestras bibliotecas doblemente medievales, Martín Quirarte se dedicó a obtener, en ediciones originales, el material bibliográfico necesario para la realización de su trabajo. Alrededor de los días de quincena, merodeaban nuestra casa los libreros de usado de la Lagunilla que nos despojaban de las medias suelas del mes. A cambio, nos proveían de libros candidatos a ingresar al Monte de Piedad. Mis hermanos y yo no olvidamos el día en que nos envió a empeñar la primera edición de México: su evolución social. Si alguna vez tuvimos dudas sobre el peso del régimen porfiriano, el acarreo de los librones al Montepío nos convenció de esa irrefutable verdad histórica. También solía citar la frase de Vasconcelos de que libro sin encuadernar no es libro. Como nunca tuvo dinero suficiente para encuadernar todos sus volúmenes, ideó un método eficaz: tomaba dos o tres ejemplares más o menos de las mismas dimensiones, aunque el tema fuera distinto, y los encuadernaba en un solo tomo. Conservo, en uno de ellos, al mismo tiempo El principito de Antoine de SaintExupéry y el Santa Anna de Rafael F. Muñoz. Cuando se lo comenté a José Emilio Pacheco me contestó que más que una casualidad, era un juicio histórico de mi padre. Mal vendedor de las obras que compraba a precios exorbitantes, a su muerte dejó en el banco únicamente el importe de la venta de una primera edición en cuatro volúmenes del Emilio de Rousseau, que sirvió íntegramente para pagar su funeral.
El maestro Quirarte buscó siempre la cercanía de los jóvenes, y nunca olvidó a la Preparatoria donde se formó. Tanto la quiso, que no solo fue profesor de ella durante toda su vida académica, sino la historió en un libro ejemplar por su sentido de síntesis y de interpretación, titulado Gabino Barreda, Justo Sierra y el Ateneo de la Juventud. Como todos los adolescentes, yo también tuve vergüenza de mi padre. Recuerdo, sobre todo, la burla que me hacían mis compañeros de la preparatoria a raíz de una visita a mi casa. Ante un descuido mío, mi padre los llevó a su cuarto de trabajo para compartir con ellos la hermosa teoría de Fernand Braudel de que el libro se rebela. Una vez que lo hemos escrito, ya no nos pertenece y es preciso, como a un hijo, dejarlo ir. En los días siguientes, los amigos decían: «El papá de este cuate dice que el libro se revela.» En la deliberada confusión lingüística de mis amigos se halla otra de las lecciones de Martín Quirarte: como artista que era, creía en la revelación, fijaba ese rapto por escrito y aceptaba después la rebelión del libro que, ya autónomo, tomaba su propio camino.
A esa vergüenza momentánea siguió la satisfacción de que Martín Quirarte se convirtiera en amigo de mis amigos, y que ellos lo buscaran incluso cuando yo no estaba. Echo a andar la memoria y los encuentro, cada uno de ellos en distinto canal de comunicación. Evoco a Miguel García Colorado y a mi padre, ambos con los ojos cerrados, en pleno trance y pasando las manos por encima de una edición alemana de fotos antológicas de Marilyn Monroe; lo miro caminar por las calles del centro al lado de Sergio López Mena, único escudero que compartía su gusto por los Burger Boy, sitios que por inhóspitos nadie quería más de quince minutos y eran, por eso, los mejores espacios para trabajar. Me aflige ver su disgusto ante los excesos de mi hermano José Francisco Conde Ortega y, más tarde, para ser fiel a la imagen histórica del abrazo de Acatempan, la reconciliación sin otra palabra que la amistad entendida. Lo escucho internarse en la música pegajosa del San Luis Club junto con Roberto Morales, en busca de la redención de los infiernos. Lo sorprendo en una taquería del centro o en la barra de una cantina, festejando los frescos albures de Jesús Franco; lo envidio del brazo de Elia Espinosa, mi novia adolescente de cuya educación sentimental se encargó mi padre, ante la impericia de su hijo, y para que mejor entendiera La lección del maestro.
Antes dije que Martín Quirarte era un poeta de la historia. Quisiera que esa afirmación no se entendiera como una metáfora elegante y sí como realidad. El libro de Elia Espinosa sobre Jean Cocteau abre con la siguiente dedicatoria: «A la memoria de Don Martín Quirarte, historiador, poeta en la vida misma, incomprendido.» Ahí se encuentra la triple condición de historiador, poeta e incomprendido, palabras que en el caso del maestro Quirarte son sinónimas. Él, quien soñaba en tener hijos de provecho, profesionistas que hicieran carreras como la gente decente, ingenieros o contadores, fue mi primer maestro de poesía. Ya no de la poesía de la vida, que en eso fue el mejor de mis maestros; me refiero más a la poesía del verbo. Él, que se consideraba negado para la música, me la enseñó en la poesía de Baudelaire. El primer poema que aprendí de memoria, sin saber lo que significaba, fue Un hemisphère dans una chevelure, no por otra razón sino porque mi padre lo repetía gozando la cadencia, paladeando sensualmente las palabras de ese poema donde Baudelaire convirtió la maciza mata de Jeanne Duval en puerta de entrada a otros mundos. Juan González, su hermano de pasiones filológicas, evoca el entusiasmo con que transcribió y grabó Andromaque, especialmente porque andaba interesado en la muchacha que desempeñaba el papel femenino. En nombre de ese amor por la lengua francesa, publicó un cuaderno con las canciones de moda en la década de los cincuenta.
Su felicidad se hallaba en el trabajo, en la creación de mundos. Sus planes para futuras investigaciones eran vastos, desmesurados, imposibles. Trabajó más allá de lo que sus fuerzas eran capaces. Lo vencieron los fantasmas a los que dio cuerpo con su sangre. Las anfetaminas, ingeridas por los traileros para taladrar la noche y la neblina, fueron los vampiros que lo elevaron y vencieron en sus largas travesías nocturnas. El joven Martín comenzó a tomarlas a muy temprana edad como estímulo para estudiar, construir, soñar con los ojos abiertos. Ya no pudo recuperarse de las cargas de trabajo a las que se obligó en 1972, durante el centenario luctuoso de Benito Juárez. Además de la preparación de las mejores ediciones sobre obras clásicas de la Reforma y la Intervención, ese año publicó el que sería su último libro: Relaciones entre Juárez y el Congreso. Vino después el derrumbe, el ingreso a hospitales psiquiátricos, la convicción de que ya nada sería igual. Ahí también se puso a prueba su temple, su espíritu cristiano, su capacidad para reír y hacer reír, no obstante el gran sol negro que tenía en lugar de corazón.
En la poesía por delante de la acción se encuentra la última y ejemplar lección del maestro Martín Quirarte, cuando se apartó por completo de esta existencia y sus pequeños cuidados. Me queda la convicción de que murió de perfil, como mueren los héroes, como tantos personajes que desfilaron ante sus ojos. Quienes no lo querían y vieron en su muerte el fin de la rabia, tradujeron ese acto como producto natural de la depresión tan profunda como intermitente que vivió los últimos años. Quienes lo conocimos y lo amamos, pronto nos dimos cuenta de que su apartamiento era una suprema galantería hacia los vivos y la única lección que un maestro puede darnos: hacerse a un lado para que pasen los que vienen. El puente donde murió se convierte así en parábola, imagen poética y lección moral. Los puentes se hicieron para unir a los hombres, para salvar obstáculos. La vida y la obra de Martín Quirarte estuvieron dedicadas a la erección de puentes. Cuando sintió que ya no era capaz de construirlos, eligió uno de ellos para dar fin a su aventura terrestre. Luis Cernuda, a quien entonces yo leía con una devoción que el paso de los años ha acentuado, me dio una respuesta posible: «Morir es duro, mas no poder morir si todo muere es más duro quizás.» El maestro Martín Quirarte no quiso una tumba ni un monumento. No tiene un aula con su nombre en la facultad donde enseñaba. Pero ese puente queda como testimonio de la integridad de su paso sobre la Tierra.