I

Amanece en el sur de la Ciudad de México este primer domingo de enero de 2010. No obstante desequilibrios planetarios, la primavera domina casi todo el año la cuenca de México. Un frío acendrado e imprevisto compensa sus rigores al acentuar las formas sinuosas de la Mujer Dormida, el cono sobrio y viril del Popocatépetl. Precariamente teñidos por el sol, los volcanes flotan en el aire, dibujados con lápiz bien templado. Comienza el día en Ciudad Universitaria. Cantan los primeros pájaros. Así lo hicieron cuando el magma surgido de las entrañas del Xitle, tras clausurar todo indicio de existencia, dio paso al enfriamiento y al paulatino, irrefrenable impulso de la vida. Desperezan sus músculos tlacuaches endémicos y dan inicio a su diaria búsqueda de sustento. Cobran movimiento que de otra manera ya tienen serpientes y jaguares: animales de una estirpe que no duerme y a través de la mano del escultor que les dio vida realizan trabajo centinela. En este día de asueto y a esta hora de la mañana, la Universidad respira en apariencia solo a través de sus edificios y sus campos, su estadio y sus banderas. Mañana palpitará con quienes le dan plena existencia.

Existen varios puentes en Ciudad Universitaria. Para mí, uno es el puente. Debido a sus delgadas planchas de acero, se cimbra, suena, habla como si respondiera al vigor de los pasos que lo tocan. Hoy comienza el año en que cumpliré la edad que mi padre tenía al morir. Es domingo y el puente, todo para mí. Lo cruzo con músculos, corazón y aliento que aún quieren sonar en la sinfonía del mundo aunque no tengan la fuerza, el brillo, la flexibilidad de antes. Ahora que todo es más intenso. Durante mucho tiempo lo evadí. Más poderoso que la pena, el dolor fue mitigándose para darme otra vez la convicción de que los puentes nacen para modificar el tiempo y el espacio. Ahora paso por él siempre que puedo y lo celebro inundado de estudiantes que hacen del presente arma invencible.

Aquí estuvo mi padre los últimos momentos de su vida. Sentado a la orilla, con un lápiz en la mano. Puedo afirmarlo así porque mi amigo Carlos Pujalte coincidió en el lugar de los hechos, sin saber que ese hombre, en un sitio y una actitud desconcertantes, era mi padre. Un lápiz en la mano. ¿Qué sucedió con él? ¿Quién lo rescató y lo siguió utilizando? ¿Y el portafolios que siempre lo acompañaba como fiel escudero? Mi padre venía de dar clase en la Facultad de Filosofía y Letras y quiso caer en su campo de batalla, dentro de los límites de la Universidad.

Carlos acostumbraba correr a mediodía. Como parte del paisaje vio a un hombre sentado en el puente. De pronto dejó de verlo. No lo vio caer pero sí vio al caído. Ayuda saber que en medio de los curiosos desconocidos que comenzaron a agolparse alrededor, el gran corazón de Carlos, que por razones naturales debe de haber palpitado más que nunca, acompañaba al de mi padre, que paulatinamente se apagaba. Y así como Roberto Moreno de los Arcos, joven director del Instituto de Investigaciones Históricas, fue la última persona cercana que habló con él mientras las jacarandas proclamaban como en ninguna otra parte de nuestra ciudad la inminente primavera, Carlos pudo decirme que papá no murió instantáneamente: jalaba con ansia todo el aire. Para que la insoportable vida alcanzara su fin en notas altas. Para que la extraordinaria vida no se fuera.

And I only am escaped alone to tell thee, exclama el Ismael de Herman Melville al final de Moby Dick, con palabras del Libro de Job. No solo porque yo no estaba en México cuando los seres más próximos a la familia comenzaron a hablar, con piadoso y bien intencionado eufemismo, del accidente que había sufrido el maestro Quirarte, me obsesioné por reconstruir cada momento de su estar en el mundo. La mañana en que juntos fuimos a visitar el sitio, Carlos me explicó dónde estaba sentado papá, las ramas que había roto su cuerpo, la forma en que había calculado caer para no hacerlo encima de un automóvil o debajo de sus ruedas. Para no interrumpir el tránsito. Para no estropear el ritmo de terceros. Para que la vida continuara y labor exclusiva de su tribu fuera quedarse a descifrar lo indescifrable.

¿Qué libro llevaba? ¿Qué se dice a un grupo de alumnos cuando el siguiente acto de la vida va a ser acabar con ella? Una de las lecturas reincidentes de mi padre era el cuento de Alphonse Daudet en que un profesor de francés, durante la ocupación prusiana de 1871, dice a sus estudiantes que por determinación de los invasores solo se enseñará el idioma alemán en las escuelas de Alsacia y Lorena. Por tanto, ha sido removido de su puesto y esa será la última clase. Al final de ella, cuando escucha a los prusianos volver de sus ejercicios militares, en el pizarrón escribe Vive la France. La voz narrativa es articulada por un alumno que llega tarde a clase y nunca antes había aprovechado las lecciones del profesor que durante cuarenta años se afanó en demostrar que el francés era la lengua más hermosa del mundo —patrimonio, orgullo, identidad de patria— porque, explicaba monsieur Hamel, «cuando un pueblo cae en la esclavitud, si conserva bien la lengua propia, es como si tuviera la llave de la prisión».

Después de dar esa que fue su última clase, ¿tenía mi padre el saco puesto o se lo había quitado para aliviar el calor? No se lo pregunté a Carlos y solo ahora aparece la pregunta. Cuando llega el momento decisivo, no obstante el trastorno que acompaña la separación del ritmo natural de la existencia, hay un apego al ritual que sitúa en un mismo pentagrama a príncipe y mendigo: el último lento y abundante desayuno de Maximiliano, la postrera copa de vino a las seis de la mañana, antes de ser fusilado en Querétaro. El personaje evocado por George Orwell que, descalzo y con taparrabos, tiene la elegancia instintiva de esquivar un charco cuando se dirige al sitio de su ejecución.

Los puentes y los angustiados. Extraña, inevitable pareja. Los auténticos vencidos no se salvan. Los enamorados a veces lo consiguen. Voraces como nadie, el amor los parte con un rayo seco y les otorga la posibilidad de la resurrección. Los otros se arrojan seguros de llevar un ancla al cuello. Quien evade a la Parca desquicia las agujas del cuadrante: su tiempo no ha llegado. Únicamente el samurai que se hunde su obediente acero, altivo y fulgurante como nunca, es señor de la vida y de la muerte.