La potencia del mito escrito es proporcional a la sobredeterminación que exhibe cada detalle de sus peripecias, pues la serpiente del Edén tiene razón, y por ejemplo comer el fruto prohibido «abrió los ojos» haciéndonos «como dioses». Dicha sobredeterminación enriquece los ritos arcaicos con un sentido intelectual propiamente dicho, donde el pensamiento discierne estratos de significado y los combina, intuyendo relaciones como coexistencia, exclusión y sucesión. La luz ofrecida por ellas torna progresivamente arduo sostener el sueño de omnipotencia. La ironía implícita en el mito mueve de un modo u otro a considerar las razones de la muerte, y las consecuencias de la civilización, introduciendo como mensaje subliminal una renuncia al nexo inmediato del impulso interno con lo exterior.
Descubrir en la oposición el fondo último determina que el Sol haya de «vencer» cada día a las tinieblas, los dioses benéficos a los maléficos, los héroes a los monstruos, el orden al caos, las aguas al fuego y el fuego a las aguas; pero esto no está lejos de reconocer que el hombre debe vencerse a sí mismo, dominar el miedo, someter sus inclinaciones más particulares a lo común, hacerse capaz de soportar su propia insignificancia en el concierto cósmico. Para quien lo logre el premio es un presentimiento oscuro aunque consolador: conocer, y no solo invocar, los principios de las cosas. Entretanto, la gran cuestión pendiente seguirá siendo si lo sagrado puede desligarse de la violencia en sí, denominador común de invocaciones canalizadas mediante sacrificios sangrientos.
Los restos humanoides más antiguos parecen corresponder al Pleistoceno, una era de grandes glaciaciones donde controlan ya el fuego y utilizan instrumentos de sílex, un tipo de piedra astillable, siendo las presas casi única para el león de las cavernas, una criatura extinguida progresivamente por la propia conquista del fuego. Hacia el 50000 a. C., los paleontólogos estiman que, agrupados en hordas poco numerosas, nuestros ancestros pescaban, cazaban y recogían frutos viviendo en grutas, salientes rocosos y chozas de piel. Individuos representados con bastón de mando coexisten con signos de veneración por la fecundidad y canibalismo ritual. Sobre ese marco de costumbres incide el cuarto período glaciar —llamado de Wurms y concluido hacia el 10000—, que torna estéril buena parte del territorio. A dicho desafío las hordas responden quizá con novedades como domesticar e hibridar animales.
Cadáveres incinerados, atados e inhumados en tinajas apuntan a un culto al antepasado, que acabará diferenciando estirpes por el número de ancestros a quienes honra con ofrendas cotidianas, y entre el cuarto y el quinto milenio comienza lo que Gordon Childe llamó Neolítico, donde hay cultivos, cría de rebaños numerosos, cerámica, cestería, tejidos y avances en la construcción, representados por ladrillos y megalitos; el transporte fluvial usa barcas de piel y el terrestre carros de ruedas macizas, pues la metalurgia constituye un arte que progresa más lentamente.
La consecuencia de estos cambios fue un incremento de población, que al coincidir con hielos perpetuos sobre grandes extensiones impuso migrar hacia cuencas fluviales, creando «culturas hidráulicas» (Wittfogel) donde el trabajo se diversificó y jerarquizó; tras el rey-pontífice aparecen sacerdotes, guerreros, funcionarios, artesanos, comerciantes, labradores, clientes y siervos. Entretanto, el fortalecimiento de la interdependencia creó una prestación gratuita de trabajo personal, la corvea, y una entrega de bienes a título de tributo que precede a la ciudad-mercado, una institución en principio teocrática, donde las representaciones sobre un juicio posterior a la muerte alternan con sacrificios rituales. Hacia el siglo XXXV aparecen en Uruk, precisamente como medio auxiliar para la contabilidad del gran templo, las primeras tablillas de arcilla escritas, con las cuales nace el registro histórico.
Hacia el 1300 a. C., en un Egipto que es por entonces la potencia más próspera y poderosa del Mediterráneo, el faraón Amenhotep IV se rebautiza como Akhenaton (siervo de Aton) y sustituye el panteón tradicional de dioses por el culto a uno solo. Textos descubiertos hace relativamente poco muestran que rezaba a un Dios no tanto severo como donante de vida, presentando como principal ofrenda un ánimo de agradecido reconocimiento. Sobre las tumbas de Tel-el-Amarna, la efímera capital que fundó, vemos junto al tradicional dios solar con cabeza de halcón una imagen nueva, que representa al propio Sol como un disco desnudo, desde donde parten rayos en todas direcciones. Cada rayo termina en una mano, que sujeta el símbolo de la vida.
Este monoteísmo naturalista y elegantemente racional podría ser el origen de la religión judía[1], y resuena en un himno a la deidad generosa como el salmo 104. No obstante, los judíos acabarán venerando a cierto sujeto no definido por la magnanimidad («Yo, Yahveh, soy un Dios celoso») y sin rastro de naturaleza física, que no cesa de dar órdenes e impartir castigos. Su insistencia en la destrucción de cualquier culto distinto del suyo ha llevado a considerar hasta qué punto fue en origen no tanto un monoteísmo como una monolatría, centrada en prevalecer sobre deidades vecinas. Sea como fuere, ni la casta militar egipcia ni la sacerdotal aceptaron las reformas de Akhenaton, que quizá fascinado por su intuición descuidó el gobierno del reino, y el politeísmo tradicional no tardó en restablecerse.
Por lo demás, lo pertinente para nosotros del Dios único es remozar el pensamiento mágico, adaptado antes al tumulto infinito de voluntades con aspiraciones a regir sobre las cosas, pues el gobierno una sola y etérea entidad impone que cada individuo renuncie a su prerrogativa de invocar prodigios privados, como los ofrecidos por el chamán/brujo. Lo mismo Génesis que el himno a Aton y el Enuma Elish mesopotámico abundan en prodigios; pero la representación de un rector singular transforma lo diverso desparramado en universo, introduciendo una unidad de la diferencia que es la propia creación.
El ejército de aliados y adversarios locales que cada chamán conjuraba es invitado entonces a reconocer el imperio de ese tercero trascendente, cuyos mandamientos y epifanías jubilan el mal de ojo y los dardos maléficos. En lugar de conjuros se elevarán súplicas al ser supremo, esperando de su benevolencia tal o cual don.
Los cambios unidos al desarrollo de la escritura y las primeras técnicas sugieren que los mitos precedieron a los ritos, aunque lo contrario parece más verosímil, como empezó observando Hegel. Medio siglo después, Robertson Smith —en su tratado La religión de los semitas (1889)— propuso que los primeros cultos debieron ser una especie de danzas, de alguna manera similares a los movimientos de pataleo y gesticulación que ejecutan los niños ante ciertos impulsos y estados, así como los propios adultos en situaciones críticas. Con el tiempo esos ceremoniales instintivos se irían retocando y decantando, hasta producir algo análogo a una reflexión.
De hecho, la antropología comparada nace gracias al acopio y coordinación de datos sobre Mesopotamia, Israel y Arabia, acometida precisamente por Robertson Smith junto con algunos colegas suizos y alemanes, que su amigo Frazer ampliará poco después al resto de los continentes, culminando un esfuerzo ciclópeo que los hallazgos arqueológicos ulteriores confirmaron en buena medida. Lo único discutible iba a ser la hipótesis de un matriarcado originario —que los pueblos semitas habrían derrocado al estatuir la «androcracia» belicista y expansiva de los pueblos arios—, pues seguimos sin saber apenas nada sobre el periodo conjeturado por esos sabios, y los adheridos más tarde a su criterio[2].
En cualquier caso, dichos sabios demostraron la identidad ceremonial de dos pactos en teoría dispares: el de Yahvé con la tribu que le adore, y el de hospitalidad que se ofrece al extranjero. Así como este se convierte en cliente suyo, la tribu se torna cliente de la nueva deidad, y si el grupo dispone de la cohesión interna requerida, podrá convertir a su patrón en dios único. Expulsado del púlpito por sugerirlo, y afirmar que la Biblia «no es literalmente veraz», la Inglaterra de Robertson Smith respetaba ya lo bastante con el conocimiento como para ofrecerle a cambio una cátedra de Filología en Cambridge, desde donde tuvo ocasión de enseñar que «la verdad es consistente, progresiva e imperecedera, mientras cualquier falsedad es autocontradictoria y acaba desintegrándose».
Dichos rasgos empiezan caracterizando por igual a la verdad dogmática y la científica, aunque una sea revelada para siempre y otra se establezca por sucesivas falsaciones (Popper) de sus propias ideas. A diferencia de la sensación, la idea es sinónimo de pensamiento reflexivo, y al preguntarnos de dónde podría venir la idea fija —que rechaza mantenerse abierta al pensamiento— viene en nuestra ayuda la zoología, y en particular el hieratismo ritual. Gracias a los etólogos, sabemos que, además de actos resueltos sobre la marcha y movimientos instintivos —relacionados con nutrición, higiene, territorio y reproducción—, hay una tercera y caudalosa fuente de conducta, inexplicable en función de esquemas innatos y deliberaciones, cuya constante es prolongar rituales aprendidos.
Según Konrad Lorenz, «su forma imita la de una pauta de conducta variable», sin dejar de ser «un nuevo movimiento de índole instintiva», tan autónomo como comer, huir, acoplarse o agredir:
Para un ser vivo que no comprende las relaciones causales, es muy útil poder aferrarse a la conducta que una o varias veces ha resultado inofensiva, sin interferir con el fin buscado.
A su juicio, la importancia de este mecanismo es a la larga tal que «todo nació para reforzar el efecto de cierto movimiento ritualizado», pues equivale a intentar moverse con prudencia en un medio esencialmente misterioso, donde se impone una adaptación a tientas, como la del ciego sin lazarillo, incapaz de mantenerse quieto aunque cada paso lleve quizá al precipicio. Este proceso de ensayo y error irá perdiendo su perfil sonambúlico al irrumpir el hombre, un animal con capacidad analítica e inventiva; pero la huella del hieratismo ritual observado por otros vivientes es una avasalladora tendencia a la formación de hábitos, que automatiza amplios sectores del obrar.
Nuestra especie dejó de ser un agente atado a la ritualización por simple ignorancia, aunque sería inexacto afirmar que cultivamos por norma una conducta flexible, basada en pesquisas sobre las «relaciones causales». Tanto como animales reflexivos somos animales de costumbres, hechos a vivir respetando ceremonias heredadas, y sumisos a las rutinas de cada marco cultural como una hormiga a las del hormiguero. También es cierto que con nosotros empezó a ver el ciego, precisamente ampliando el comportamiento guiado por experiencia e inventiva a costa de la esfera hierática, y que el espíritu técnico-científico resultante goza de buena salud. Adoptar hábitos no veda una consolidación del libre examen, y lejos de aborrecer toda ceremonia —cosa a fin de cuentas imposible, e incluso quizá nefasta—, la prudencia sugiere intentar escogerlas tan ecuánimemente como posible sea.
Pocos pretenden hoy herir rompiendo una vasija donde esté escrito el nombre de su enemigo, o manipulando un mechón de pelo suyo; pero se olvida a menudo que ese desplazamiento del mal fundó instituciones como las dieciocho fiestas anuales dedicadas por los aztecas al asesinato de adolescentes vírgenes, y hasta un dios de la lluvia —Tlaloc— que solo se aplacaba con la ofrenda de niños pequeños. Lejos de ser otro entre los azares inherentes al movimiento sonambúlico, las terapias transferenciales van unidas siempre a un panteón vampírico, con figuras como el propio Tlaloc, requerido de lágrimas infantiles para moderar la sequía.
Aunque ningún pueblo antiguo resistiera la tentación del recurso a un chivo u otro, solo algunos cultivaron sistemáticamente los sacrificios humanos, ofreciendo un testimonio de infelicidad colectiva quizá indisociable de aquello llamado antes paciencia de lo negativo —disposición a mitigar lo inhóspito del mundo con trabajo—, base para optar por la intimidación del prójimo, en detrimento de llegar a acuerdos con él. Aquí coinciden espartanos, polinesios, jíbaros, celtas, zulúes y mayas, culturas más inclinadas al augurio que a perfeccionar el arado o la rueca, gracias a las cuales persistió una identidad de sagrado y la violencia.
Pero hasta los aztecas tuvieron terapias alternativas a la del chivo —de hecho, su botánica medicinal deslumbró a los boticarios europeos—, y para explicarnos el recurso sistemático a dioses ávidos de sangre parece realista tomar en cuenta el valor de lo laico en unas y otras sociedades.
Todavía en el año de Woodstock, el Pol Pot de Guinea Ecuatorial, Macías, planteaba como remedio infalible los caldos de recién nacido, una medicina transferencial potenciada por las virtudes regeneradoras del canibalismo sagrado; y tampoco hace falta recurrir a culturas e individuos excepcionalmente nauseabundos para topar con la creencia de que el mal propio puede ser absorbido por otro, pues todo linchamiento cumple dicha esperanza de manera más o menos explícita, arropado cada agresor individual por su incorporación a una masa de acoso. Pioneros en tantos campos, los griegos fueron también los primeros en denunciar lo inútil del mecanismo expiatorio, mediante un ataque simultáneo de la medicina científica y los padres del género trágico. Hipócrates afirmó que la cura sacrificial es una divisa de charlatanes incompetentes, y Esquilo tronó contra el sacrificio de Ifigenia (para auspiciar la toma de Troya) como obra de «sacerdotes dementes y autócratas».
Vale la pena tener presente también que en griego clásico phármakon significa «droga» (en su triple sentido de «remedio, veneno y cosa portentosa»), mientras pharmakós significa «chivo expiatorio», y las religiones mistéricas premonoteístas —empezando por el rito eleusino— combinan de manera inextricable magia, farmacia y religión. Los cultos helénicos son ajenos a la institución del sacrificio transferencial, sobre todo si se comparan con cultos como el judeocristiano, donde innumerables infieles serán purificados en la hoguera por su propio bien, unido al de los demás, y ya Adán y Eva podrían considerarse una variante light del pharmakós. La cólera de Yahveh solo se aplaca con ofrendas de sangre, Abraham está dispuesto a ofrecerle la de su hijo Isaac, y Jesús resulta ser el «cordero que lava los pecados del mundo».
De inexagerable repercusión sería que él —y algunos otros israelitas ulteriores como Simón bar Kokhba— fusionasen al chivo expiatorio con el líder ansiado (maschiach en hebreo, christos en griego, mahdi en arábigo), precisamente cuando la ceremonia de pagar y cobrar por otro empezaba a parecer una antigualla bárbara. De hecho, bastó reunir al individuo usado como esponja para las impurezas con un ángel exterminador, ariete de los descontentos, para que el desprestigio de la transferencia mágica se invirtiese, gestando en aquellos confines la fe militante del fanaticus (de fan: «templo»), un sujeto tan desconocido como inicialmente absurdo para el grecorromano.
La primera figura capaz de creer antes de ver, ignorando el sentido crítico convencional, fue el Abraham adoptado por judíos, cristianos e islámicos, que Génesis presenta como uno de los terratenientes más prósperos de la zona, con rebaños compuestos por miles de cabezas y centenares de siervos. Al pedirle Yahveh la sangre de su hijo Isaac, el patriarca no mostró sorpresa, sino que se puso en camino con dos servidores y el muchacho, portando este «la madera del holocausto». Isaac preguntó al rato dónde estaba el animal previsto, obteniendo como respuesta un «Dios proveerá», y el escriba omite precisar si más adelante se resistió o no a poner el cuello sobre el degolladero. Solo retoma su hilo al aparecer un ángel con la orden de preservarle, añadiendo que en ese justo momento Abraham vio «un carnero preso por la maleza, y pudo cumplir su ofrenda». Tras haberla hecho, recibió «otra promesa de descendencia numerosa y prosperidad en premio a su obediencia» (Génesis 22, 1-19). De ella acabaría formando parte también la resurección y el compromiso con el más allá en el más acá, que «muere porque no muere» en la expresión de Santa Teresa. Pero eso merece ir siendo contextualizado.
Precisar qué sabía el hombre antes de la pleamar salvífica solo será una pesquisa relajada si su hilo es observante en vez de apologético, y en este orden de cosas el último equívoco a despejar es la relación de técnicas y artes con el propio conocimiento. Cabe suponer que las herramientas se limitan a simplificar operaciones, y el arte a representar lo ya hecho; pero así como el rito precede al mito, la alfarería y las técnicas escultóricas anteceden a actos como moldear al hombre, y sin carpintería, labranza y metalurgia son impensables los conceptos de organismo y función.
En otras palabras, llegamos indirectamente a nosotros mismos desde una figuración y construcción del entorno, sostenida a su vez por serendipias —actos de topar felizmente con esto cuando buscábamos aquello otro—, y el estado de abierto a saber demostrará sus ventajas sobre el determinismo evitando prelaciones como la del huevo y la gallina, e inaugurando objetos de estudio como los efectos no buscados de la acción.
El monoteísmo desembocó en odiar el más acá por amor al más allá, y la antropología comparada zanja otros interrogantes mostrando que solo la cultura helénica asumió el libre examen como nuevo rito, y como mito específico el abandono de una caverna donde los encadenados a rutinas se limitan a percibir sombras de las cosas. El hombre anterior a ese espíritu cifraba su deber en una defensa de las tradiciones heredadas, mientras el griego entiende que la realidad no necesita abogado, y solo la fantasía vive del apoyo externo. Más concretamente, sucumbirá pronto o tarde todo cuanto pretenda ignorar el juicio ecuánime, porque la naturaleza intangible del pensamiento lo hace refractario a toda suerte de coerciones, y sus certezas serán tanto menos frágiles cuanto más valor atribuya a la neutralidad valorativa. Con dicha actitud nacen las ciencias.