MILENRAMA

ROGIER VAN DER WEYDEN

El Descendimiento

Hay pinchos que dañan y otros que curan. Cuando era niño había una terraza cerca de mi casa con varias plantas extrañas. Una en concreto llamaba siempre mi atención. Moría de ganas por tener una igual. Era una chumbera de tallos pequeños y aplastados, ovales, con diminutas espinas de color rojizo formando círculos, como si la planta entera estuviera cubierta de topos sobre un fondo verde oscuro. Cuando la ves parece algo así como un personaje de cómic simpático, con muchas cabezas y brazos en alto. Aunque es probable que su nombre botánico resulte menos sugerente: Opuntia microdasys ssp. rufida.

Estaba plantada en una jardinera alargada, de esas que cuelgan de la barandilla. Cuando pasaba por allí me fijaba en el suelo, para ver si alguno de esos brazos vegetales había caído por algún golpe de suerte. No fueron pocas las veces que miré con atención y, con cada intento fallido, cada vez que mi vista ­barría la acera desnuda, mis ganas de hacerme con esa chumbera daban un paso más allá. Llegué a pensar en tirar despistadamente un palo hacia arriba, para ver si por casualidad daba en la diana y dejaba desprender alguno de esos tallos frágiles. Nunca lo hice.

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Sin embargo, la perseverancia trae sus frutos y, una tarde que estaba jugando en el descampado con otros niños del barrio, me acerqué a ver a mi «hombrecito» con pinchos. Cuán grande sería mi alegría al ver que había un buen trozo caído en el suelo. «¡Por fin!». Agarré con cariño a mi personaje entre las manos. Jamás olvidaré la sensación de cientos de pequeñas espinas que atravesaron instantáneamente las palmas de mis manos, los dedos, todo lo que tocaban. Era horrible. Regresé a casa con los ojos húmedos y enrojecidos. Por mucho que me lavaron las manos, los pinchazos seguían allí. Y allí, en el suelo, se quedaron tirados mi ilusión y mi hombrecito con pinchos.

De aquellas espinas a estos otros pinchos, porque además de mencionar aquello que me dañó también quería hablar de otra planta pinchuda con un efecto más benéfico. Hace tiempo leí en alguna parte que no recuerdo que el cardo corredor quitaba el malestar de las picaduras de avispa y tenía ganas de comprobarlo. Cuando había una picadura de por medio, no tenía el cardo en el bolsillo, así que no podía confirmarlo. Pero una mañana, dando clase con mis alumnos en el jardín, una avispa picó a Senero, un hombretón alto y fuerte como un castillo. El dolor le descomponía la cara, y no era precisamente de las personas que se amedrentaban a la primera de cambio. Le pedí que me acompañara para probar un remedio. Al ver cómo cortaba un tallo de un cardo, lo pelaba y se lo daba a mascar, no creyó lo que estaba haciendo. Regresamos a clase, él con el palito todavía en la boca, y al momento me dijo aliviado que se le había quitado completamente la inflamación y el ardor de la mano, «eres un brujo, Edu». Es de esos pequeños misterios que siempre nos maravillarán: ¿a quién se le ocurriría meterse un tallo de este cardo en la boca por primera vez? Hay toda una universidad de conocimiento en las gentes del campo. Por cierto, esta planta es una favorita del Bosco, que la dibuja en varias de sus obras, como en la gola y hombreras del rey Baltasar del Tríptico de La Adoración de los Magos en el Museo del Prado, o en la quimera vegetal de las Meditaciones de San Juan Bautista del Museo Lázaro Galdiano.

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Pero si antes nos detuvimos en esas pequeñas heridas era porque quería hacer un alto frente al Descendimiento de Van der Weyden, donde el daño físico acaba de llevar a un hombre a la muerte. Y es esta una pintura que suelo poner de ejemplo de la ceguera que tenemos hacia las plantas en las obras de arte.

El término plant blindness fue creado en Estados Unidos a finales de los años 90 para indicar cómo las personas somos capaces de no prestar la más mínima atención a la botánica que nos rodea de manera incesante, incluso estando en mitad de un bosque. Pues bien, esa ceguera es también trasladable al mundo del arte. En estos últimos años he hablado con mucha gente sobre la botánica en las pinturas. A veces me decían que El Descendimiento de Van der Weyden se contaba como una de sus obras favoritas de todo el arte occidental. Hasta ahí, nada sorprendente. Pero lo que en realidad les sorprendía era la pregunta que les hacía a continuación: «¿y te gustan las plantas que están dibujadas en El Descendimiento?». La respuesta era invariable: «no había ninguna planta». Pues bien, más de una docena de especies vegetales están ahí, esperando a que les prestemos atención.

Nosotros solo nos vamos a detener en una, justo debajo de san Juan Evangelista, que está vestido de rojo. Es la primera planta que hallamos a la izquierda, con unas hojas tan finamente divididas que casi parecen plumas: la milenrama. Tiene además unas preciosas flores, que son las que le dan el nombre popular. Más allá de su indudable belleza, se trata de una especie que se ha utilizado ancestralmente para curar las heridas; a ello se debe muy probablemente su presencia en esta pintura. Era tal su efectividad vulneraria que los guerreros solían portar consigo las hojas de esta planta.

Muchos de sus otros nombres populares hacen referencia a esta propiedad medicinal: hierba de las heridas, hierba del soldado, hierba de los militares…, un nombre que ya se recogía en la antigüedad, Herba militaris. Entre otros muchos usos terapéuticos hay otro que nos puede resultar interesante: estimulante de la memoria, muy útil para no olvidar mirar hacia las plantas en el día a día y en las obras de arte.

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