4 de diciembre de 2011
Richard Brautigan
AMERICAN DUST
«Me lo recomendó un amigo guionista. Creo haber dicho ya que los guionistas raramente escriben buenos libros, pero en cambio sí que los leen, no sé por qué.»
Novelas de este tipo se pueden escribir solo si has vivido lo más oscuro de la derrota, o si estás ya muerto. Esa apacible intensidad y esa convaleciente economía de palabras no pueden lograrse si todavía estás vivo, o has triunfado en la vida. Para gritar de ese modo en voz baja, tienes que estar acabado. Entonces obtienes la recompensa de una placidez infinita.
Brautigan escribió American Dust en 1982, algún tiempo después de caer en el olvido y dos años antes de pegarse un tiro con un fusil del calibre 44. En los años sesenta fue una estrella, al menos en Estados Unidos, y sin duda en el mundo que parió a la generación beat. Una década después se terminó todo. Su obra maestra se titula La pesca de la trucha en América. Nunca pude pasar de la página 20 (debo aclarar que no hago uso de sustancias estupefacientes, nunca). En realidad, es toda esa cultura de la generación beat lo que jamás me interesó. Para mí On the Road es de un aburrimiento mortal. Sin embargo, un día me llegó a las manos esta pequeña novela (que además tenía unos espléndidos bordes rojos en las páginas y un montón de pequeños detalles editoriales que me gustaron mucho) y me propuse leer un par de páginas para no quedar mal. Solo que no quedó ahí la cosa. Me acuerdo de llegar al final, cerrar el libro y tenerlo un rato dándole vueltas entre las manos. Me quedé ahí inmóvil, en la privada y solitaria liturgia de la lectura, como la standing ovation en el teatro.
Lo dicho, un libro póstumo como la piel de los ancianos. Frases en su mayoría muy breves, párrafos de cinco líneas y cien páginas en total. Se percibe perfectamente el cansancio de la pluma, con lo que cada oración bien escrita es como cada escalón que se sube después de ser operado del fémur. Te da la sensación de que si se pone a correr un poco más o alza el tono de voz, termina con fiebre.
Hay un niño y hay un lago. El niño tiene doce años, el lago es uno de esos pequeñitos donde se va a pescar de vez en cuando. Oregón, 1948. Hay dos tipos raros –gordísimos, una pareja, él y ella– que cada día van al lago en una furgoneta hecha polvo de la que descargan todo el mobiliario que se han traído de casa (sofá, sillas, dos mesitas, lámparas, fotografías enmarcadas que apoyan en las mesitas, una estufa), luego se sientan en el sofá y se ponen a pescar. El niño los ve desde la otra orilla del lago. Un día decide ir a verlos de cerca. Posiblemente quiere saber quién diablos es esa gente. Y lo hace. Fin de la historia.
Ahora bien, en el tiempo que tarda en recorrer la mitad del lago ocurren muchas cosas, en cierto sentido toda la vida del niño, según lo que él cuenta. Pensándolo bien, todo es una cuestión de muertos. De principio a fin aparece continuamente la muerte, incluso del modo más casual (el niño no lo hace adrede, lo de irse a vivir encima de una tienda de pompas fúnebres). Y no tendría que ser así, porque a los doce años uno está muy ocupado descubriendo qué es la vida, constatar el curioso epílogo de la muerte no constituye la prioridad del momento. Pero este chico de Brautigan viene de ese momento de la vida en el que se hallaba Brautigan cuando quiso recordárselo a sí mismo y contárnoslo. Estaba al borde del abismo con su fusil calibre 44, y eso se nota. Así que tenemos al niño, y todo el resto sabe a derrota, pobreza y muerte.
Claro que dicho así da una idea equivocada. Si os estáis imaginando un libro tétrico y cenizo, no es lo que quería transmitir. Porque el corazón de American Dust reside en otras dos cosas, que resultan irresistibles. La primera es que el niño siente amor por todo. Con ello quiero decir que nada le produce rechazo y en muchísimas cosas él ve solo el encanto de la belleza. Casi nada tiene sentido en su vida, pero hay mucha belleza a su alrededor, en su vida. Ningún sentido, mucha belleza. Hay un tipo en el lago que se ha construido una cabaña y un embarcadero, las dos cosas con madera reciclada, y en el embarcadero tiene atracado un barquito también construido por él, una obra de arte, algo fantástico, deberíais ver los detalles. Nunca he visto a ese tipo desamarrar el barco del embarcadero, dice el niño. No creo que lo haya utilizado ni siquiera una vez, dice. Ningún sentido, mucha belleza (yo habría optado por esa forma que tiene el tipo de estar en el mundo, pero no ha podido ser).
La otra cosa es que American Dust hace reír mucho, pero mucho de verdad y de una manera que solo conoce quien lee libros, te ríes por dentro. Desde fuera creo que no se ve absolutamente nada. Pero por dentro te ríes muchísimo. Si te pones a pensarlo eso es algo que ocurre solo con la lectura. Es decir, cuando estás en medio de la gente sucede lo contrario, te ríes por fuera aunque no te estés divirtiendo precisamente, lo haces por cortesía, o simplemente por respetar un código. No vas a una cena y te la pasas riéndote por dentro. En cambio cuando lees sí que lo haces, si quien escribe es buen escritor. Tiene que ser lo suficientemente gracioso para hacerte reír por dentro, pero también tiene que saber detenerse un momento antes de hacerte reír a carcajadas por fuera. Es una técnica. Creo que fue Dickens quien la inventó. Salinger la llevó a su culmen. A su modo, Proust no estaba mal. En Italia, Gadda por encima de todos. Entre los vivos, Vonnegut, que para mí nunca murió.
Me he perdido un poco. Quería decir que este libro está escrito con una magnífica levedad, y una tristeza que no es triste jamás.