El funeral por los padres de Ollie se ofició un martes. La asistencia fue más bien escasa: Ollie era hijo único y sus parientes más próximos eran personas a las que jamás había conocido, pues seguían viviendo en pequeños pueblos de la costa inglesa y las Tierras Altas de Escocia. Asistieron básicamente los habitantes de las granjas vecinas, hombres y mujeres que trabajaban muy duro y que habían ido a presentar sus respetos vestidos con la ropa almidonada de los domingos. Unos pocos pilotos, amigos de su padre, se congregaron al fondo: uno de ellos era un hombre enjuto de ojos oscuros y hundidos que lucía con orgullo, prendida en la solapa de un traje que le iba demasiado grande, su insignia de aviador de la Gran Guerra.
La ceremonia fue breve. Ollie, con la mirada clavada en los ataúdes, tuvo que hacer un esfuerzo por escuchar las palabras del pastor. Tras el servicio religioso agradeció personalmente la asistencia a todos los presentes, pero los interminables abrazos, apretones de mano y expresiones de pésame no consiguieron animarlo. Oyó comentar que el hombre que había embestido a sus padres, ahora sobrio en la cárcel, estaba esperando su sentencia. Pero por merecida que fuera, una larga pena de cárcel no le devolvería a sus padres.
El jueves, el banco ya lo había convocado para una reunión. Ollie se levantó temprano y condujo hasta Portland en la camioneta de sus padres. Bajó las ventanillas, por miedo a que cualquier rastro de la loción de afeitar de su padre o del perfume de su madre lo hicieran llorar de nuevo. Lo último que necesitaba era presentarse ante el banquero con los ojos enrojecidos.
La recepcionista lo acompañó al despacho del banquero. Lo recibió un hombre rollizo, de nariz bulbosa y pelo grasiento sentado tras un enorme escritorio en el que no había ningún papel, sólo un soporte para tarjetas de visita con una inscripción grabada: SAL BRONSON, PRESIDENTE. El hombre ni siquiera se tomó la molestia de ponerse en pie; se limitó a indicarle a Ollie que tomara asiento.
—Ollie —dijo el señor Bronson—, éste es el señor Hood, el abogado que nos va a ayudar a cerrar algunos temas entre el banco y la propiedad de tus padres.
Ollie miró al hombre que estaba sentado en una silla junto a él y se fijó en su finísimo bigote. El hombre se rozó el sombrero sin establecer contacto visual con él y abrió el maletín que tenía sobre el regazo.
—Ollie, ¿sabes a cuánto asciende la deuda de tus padres? —le preguntó el banquero.
—Bueno, exactamente no —dijo Ollie, moviéndose incómodo en la silla—. Sé que tenían una deuda. Al fin y al cabo, somos granjeros.
—Entiendo que tus padres no tenían seguro de vida, ¿es así?
Ollie asintió.
El señor Hood le entregó a Ollie unos documentos.
El banquero se reclinó en su sillón.
—Esto es una lista de la deuda pendiente de la granja, la casa, la maquinaria y la empresa de fumigación. Tus padres iban muy retrasados con los pagos. En resumidas cuentas, la granja está hasta el cuello de deudas y vamos a embargarla.
Ollie tragó saliva.
—Pero ¿y la cosecha de patatas?
El banquero negó con la cabeza.
—Insuficiente, no va a cambiar nada.
—Pero mis padres..., puede que ellos se hubieran retrasado un poco, pero siempre han sido buenos pagadores.
El banquero levantó una mano.
—Esta mañana hemos enviado a una cuadrilla para que se incaute de la maquinaria de la granja. El señor Hood se encargará del procedimiento de ejecución hipotecaria.
—Pero habrá alguna solución... —dijo Ollie.
El banquero negó con la cabeza.
—Es una lástima que tu padre se dedicara a fumigar gratis, por no hablar de construir una pista de aterrizaje en tierras de cultivo muy valiosas. —Se pasó los dedos, gruesos como salchichas, por el pelo engominado—. Me temo que a tu padre no se le daban muy bien los negocios.
Ollie se puso en pie. Le palpitaban los oídos.
—Puede que mis padres no fueran muy listos en cuanto a cuestiones financieras, pero eran personas honradas y trabajadoras que se preocupaban por los granjeros de Buxton.
Arrojó los papeles, que quedaron esparcidos sobre la mesa del banquero, y se fue.
Cuando llegó a casa ya habían colocado un cartel de subasta pública en el camino de entrada de la granja. Ollie paró la camioneta, arrancó el cartel clavado en el suelo y lo arrojó al patio. En la puerta habían dejado otro aviso. Lo arrancó y lo arrugó. En el interior de la casa todo parecía en orden, pero tras el granero las cosas eran muy distintas. El tractor había desaparecido. Y al biplano le faltaba la hélice. Los trabajadores que el banco había enviado para embargar la maquinaria, supuso, habían decidido llevarse la hélice hasta que encontraran a alguien que pudiera pilotar el avión. Sintió la imperiosa necesidad de subir al pajar y buscar la vieja hélice, pues tenía la sensación de que el avión estaba desnudo. Una de las palas estaba un poco desportillada, pero todavía funcionaba. Aun así..., ¿adónde iba a ir? Y cuando llegara a donde fuera, ¿qué haría? Y si se quedaba en la granja, ¿cuánto tiempo transcurriría antes de que lo desahuciaran?
No quería quedarse allí para ver cómo subastaban la granja de sus padres, así que se fue a su habitación e hizo la maleta. Eligió las pocas cosas materiales que le importaban: una fotografía de sus padres, que sacó del marco que estaba sobre la repisa de la chimenea, su diario de vuelo y la carta de admisión del Instituto Politécnico de Worcester. Y se marchó con la camioneta, incapaz de volver la vista atrás. Su primera parada fue el cementerio: depositó en las tumbas de sus padres las flores amarillas que había recogido junto a la carretera. Se despidió de ellos, pues no sabía cuándo podría volver. Mientras se alejaba de los montículos de tierra, deseó haberse parado a comprar flores artificiales, algo que quedase bonito hasta que creciera la hierba.
La segunda parada fue un pequeño concesionario de compraventa de coches en Buxton. Vendió la camioneta, pues más que un medio de transporte lo que necesitaba era dinero. Además, si no vendía la camioneta, el banco se la embargaría. Sólo le dieron ochenta y cinco dólares, pero teniendo en cuenta que la carrocería estaba oxidada y que el motor sonaba como una batidora llena de monedas, consideró que había hecho un buen negocio.
Ollie inició la caminata de veinticinco kilómetros sin lamentarse por el hecho de no haber elegido un concesionario más próximo a la estación de tren de Portland. Necesitaba tiempo para pensar. Dirigirse a Worcester era una posibilidad, pero con ochenta y cinco dólares y las pocas monedas que llevaba en la cartera no le alcanzaba para pagarse la universidad. Tendría que buscarse un trabajo. Y un lugar en el que vivir. Con un poco de suerte, la caminata le serviría para despejar la niebla que le enturbiaba la mente y trazar un plan.
Consultó su reloj y luego contempló el sol, que empezaba a ocultarse tras los pinos. Sólo entonces comprendió que era probable que perdiera el tren a Boston que salía por la noche. Puesto que no quería volver a su casa, siguió andando, aunque eso significara tener que pasar la noche en la estación y coger el tren por la mañana.
El trayecto transcurrió básicamente en silencio, excepto por el canto de las cigarras y el susurro de la hierba cada vez que pasaba un coche. Cuando se le cansaba un brazo, se cambiaba la maleta a la otra mano. Paso a paso, fue recorriendo la carretera rural 22. Al ponerse el sol notó el aire más frío. Fueron sucediéndose las horas y cuando llegó a Congress Street vio las luces de Portland que iluminaban el horizonte. Unos centenares de metros a su derecha, divisó el destello de las luces de las pistas en el aeropuerto de Portland. Se detuvo, dejó la maleta en el suelo y se frotó el brazo dolorido. Vio tres pistas que cruzaban una gran franja de terreno, un edificio pequeño de ladrillo, de una sola planta, y dos hangares. Oyó el carraspeo de un bimotor: unos segundos después, los motores arrancaron y se calaron de golpe.
Ollie se adentró por un camino de servicio para ver mejor y se encontró a un hombre con bigote que vestía un uniforme militar de color verde oliva. Lucía un extraño cinturón sobre la guerrera y le estaba gritando al piloto de una pequeña avioneta que quitara el contacto. Ollie se fijó en las letras RCAF y en la escarapela británica, que parecía una diana, pintada en la cola del aparato. El piloto hizo un gesto con la mano a través de la ventanilla, abandonó su asiento y bajó del aparato con otros dos hombres para inspeccionar los motores. Un mecánico vestido con un mono manchado de grasa en la parte delantera se acercó a echarles una mano.
El hombre del bigote reparó entonces en Ollie, bebió un trago de la petaca que llevaba en la mano y dijo:
—¿Qué quieres, muchacho?
Ollie miró a su espalda y sólo entonces comprendió que el hombre le estaba hablando a él.
—Nada —respondió mientras aferraba con fuerza el asa de su maleta—. Parece que los motores se han ahogado.
—¿Entiendes de aviones?
Ollie tragó saliva.
—Sólo de biplanos. Y bastante más viejos que ése, me temo.
El hombre sonrió y se le formaron patas de gallo alrededor de los ojos.
—En ese caso, ¿te apetece beber conmigo?
Ollie vaciló.
—Repararán ese pájaro en un santiamén. —El hombre, que lucía en la pechera izquierda de la guerrera tres hileras de resplandecientes medallas, dio un paso al frente y le tendió una mano a Ollie—. Mi nombre es Bishop.
—Ollie.
Le estrechó la mano y se sentaron los dos en un banco, junto al hangar.
Bishop le ofreció la petaca a Ollie.
—A tu salud, amigo.
Ollie bebió un trago. El líquido le abrasó la garganta y tosió.
—Gracias —resolló.
Bishop se echó a reír.
—Bueno, cuéntame, ¿qué sabes de biplanos?
Ollie le habló entonces del biplano de su padre, de la empresa de fumigación, y le dijo que volaba desde que tenía catorce años. Bishop le formuló muchas preguntas, como si rociar las patatas de fertilizante le pareciera un trabajo glamuroso, y demostró un particular interés por saber si Ollie podía certificar más de trescientas horas de vuelo.
Ollie abrió la maleta, sacó el diario de vuelo oculto bajo un par de pantalones y fue pasando las páginas.
—La verdad es que no las he contado nunca, pero creo que paso fácilmente de las mil.
—Impresionante.
Ollie se fijó en que Bishop estaba mirando su maleta.
—Me dirijo a Worcester para estudiar Ingeniería Aeronáutica.
Cerró la maleta y volvió a dejarla en el suelo mientras pensaba en cómo iba a pagarse los estudios.
Bishop bebió otro trago de su petaca y se la ofreció de nuevo a Ollie. El segundo trago no le quemó tanto en la garganta, sólo le produjo una sensación cálida en el estómago y le dejó un fuerte sabor a turba en la boca.
—Me ganas por un año con tu primer vuelo en solitario —dijo Bishop—. Cuando tenía quince años, construí un avión con cartón de embalaje, cajas de madera y cuerda. Volé desde lo alto de la casa de tres plantas que mis padres tenían en Ontario, o, mejor dicho, estrellé mi engendro contra el jardín de rosas de mi madre. Mi hermana me rescató utilizando unas tijeras de podar. Por suerte, salí ileso, a excepción de un corte bastante feo y la bronca de mis padres.
Bishop se subió una manga y le mostró a Ollie una cicatriz larga y fina que le cruzaba el codo. Luego bebió otro trago de su petaca.
Se pasaron la siguiente hora hablando de volar, compartiendo historias de maniobras ejecutadas con biplanos: toneles volados, bucles, rizos interiores, rizos exteriores, ochos perezosos y giros Immelmann. Cuando el piloto se acercó y le dijo a Bishop que el motor ya estaba arreglado, Bishop lo despidió con un gesto y le dijo que se fuera a revisar el avión otra vez.
Bishop se reclinó en el banco.
—Bueno, Ollie, ¿qué piensas sobre la guerra?
Ollie pensó en las conversaciones que había mantenido con sus padres y, de repente, lo invadió una gran sensación de pérdida.
—No entiendo por qué aún no hemos entrado en guerra, o por qué no estamos al menos ayudando.
Bishop asintió.
—¿Has pensado alguna vez en enrolarte en las fuerzas aéreas?
—El Cuerpo Aéreo del Ejército de Estados Unidos exige formación universitaria, que yo aún no la tengo.
Bishop sonrió.
—Las fuerzas aéreas canadienses y británicas no piden ese requisito, sólo trescientas horas de vuelo, una licencia de piloto y ser soltero. De hecho, hasta podrías llevar gafas. —Bebió más whisky de su petaca—. Si cambias de idea sobre lo de ir a la universidad, puedo ayudarte a entrar en la RCAF, la Real Fuerza Aérea Canadiense.
—No se ofenda, señor, pero...
—Llámame Bish: todo el que bebe conmigo me llama Bish.
Le pasó de nuevo la petaca a Ollie.
Ollie bebió una vez más y tuvo la sensación de que la cabeza le empezaba a dar vueltas.
—Ya he retrasado tres años los estudios universitarios. Y, además, si tuviera que enrolarme en un cuerpo aéreo extranjero, sería la RAF.
—La RAF... ¿Puedo preguntarte por qué?
Ollie pensó en la última conversación con su padre y los sentimientos de culpa le humedecieron los ojos.
—Mi padre siempre me decía que tal vez nuestra familia hubiera perdido el acento, pero que nuestra sangre es, y siempre será, británica.
Bishop sonrió.
—Me gustan las personas que se enorgullecen de sus raíces. Tu padre es un buen hombre, muchacho.
Ollie tragó saliva.
—Era.
La sonrisa de Bishop desapareció.
—Mis padres han muerto.
—Lo siento.
Guardaron silencio unos instantes mientras escuchaban el canto de los grillos que se aferraban a los últimos días de otoño. Bishop sacó entonces una tarjeta de visita del bolsillo, escribió algo en el reverso con un lápiz y se la dio a Ollie.
—Si cambias de idea en lo de la universidad, aquí tienes la forma de enrolarte en las fuerzas aéreas, ya sean canadienses o británicas —dijo Bishop, rompiendo el silencio—. Casualmente, me dedico a reclutar hombres para las fuerzas aéreas canadienses. La dirección de nuestro cuartel general de Nueva York está en la parte delantera de la tarjeta. En la parte de atrás te he anotado el nombre de un amigo de Londres que está organizando un escuadrón norteamericano de combate para la RAF. Lo único que tienes que hacer es llegar a Londres. No puedo garantizarte nada, pero me aseguraré de que tu nombre esté en la lista, Ollieeee...
—Evans.
—El resto depende de ti, Ollie Evans.
—Gracias por la oferta, y por la copa, pero mañana salgo hacia Worcester.
El sonido de los motores amortiguó sus voces. Ollie le estrechó la mano a Bishop y lo acompañó hasta el avión.
—Que tengas suerte, Ollie.
Bishop subió la escalerilla del avión. Su tripulación ya estaba a bordo, esperándolo.
—¡Bishop! —exclamó Ollie, venciendo su timidez gracias al whisky.
El hombre se detuvo en lo alto de la escalerilla.
—¿Por qué se lanzó en un avión de cartón desde lo alto de la casa de sus padres?
Bishop sonrió y las sombras de la noche lo hicieron parecer de repente más viejo. Era un hombre de cuarenta y pocos, pero la tensión de la guerra lo había envejecido.
—Porque, amigo mío, he nacido para volar.
Entró en el avión y cerró la puerta de la cabina.
Ollie notó la ráfaga de viento de las hélices y olió el combustible del avión. Contempló el avión mientras aceleraba por la pista, ascendía en la noche y se perdía entre las estrellas.
El mecánico que había estado trabajando en el avión se acercó a Ollie.
—¿Sabes quién era ése?
Se restregó las manos manchadas de grasa en la parte delantera del mono. Ollie se rascó la cabeza.
—Se llama Bishop.
—Es Billy Bishop, mariscal del aire de la RCAF. Ha venido desde Nueva Escocia. He oído decir al piloto que Bishop acababa de reunirse con Winston Churchill y que ahora se dirige a una reunión secreta con Roosevelt. ¿Te lo puedes creer? Dicen que van a establecer en Nueva York una oficina de reclutamiento de pilotos. Y que Bishop va a intentar que el FBI haga la vista gorda en la Ley de Neutralidad de Estados Unidos. —El mecánico le dio un golpecito a Ollie en el brazo—. ¿Qué te ha dicho?
—Sólo hemos hablado de volar.
Ollie cogió su maleta y se marchó. Se dirigió a la estación de tren, pero la verja estaba cerrada. Al darse cuenta de que tendría que esperar hasta la mañana siguiente para poder entrar a la estación, buscó un banco en el parque y se sentó. Cuando los ojos se le acostumbraron a la oscuridad, vio a un hombre barbudo que hurgaba en un cubo de la basura. El hombre cogió algo, lo limpió un poco y se lo metió en la boca. Ollie se preguntó si aquel hombre sería una víctima de la Depresión o si se habría hecho daño como su padre y eso había cambiado el rumbo de su vida. Incapaz de quedarse allí mirando mientras el hombre seguía rebuscando entre la comida infestada de moscas, se metió una mano en el bolsillo y sacó unas monedas. Cuando se acercó al hombre, éste levantó una botella de leche vacía. Ollie extendió despacio las manos, se arrodilló y dejó las monedas en la acera.
Cuando Ollie regresó a su banco, el hombre ya había recogido las monedas y había desaparecido. Agotado, se hizo un ovillo y cerró los ojos.
Un golpe brutal en la cabeza lo despertó minutos más tarde. Aturdido, se cayó del banco y notó en la mejilla el frío asfalto. Le palpitaba la cabeza. Se tocó el cuero cabelludo con los dedos y los notó pegajosos. Pese a tener la mirada borrosa, vio una figura oscura que hurgaba en su maleta. Trató de ponerse en pie, pero perdió el equilibrio y cayó. Cuando por fin se le pasó el vértigo, se levantó como pudo y se dio cuenta de que su atacante había huido. El contenido de su maleta estaba esparcido por el suelo como si fuera confeti. Y, a su lado, vio las esquirlas de una botella de leche hecha añicos.