DOMINGO RÓDENAS DE MOYA / DEL LUSTRO ULTRAÍSTA AL CENTENARIO DEL ULTRAÍSMO

ÍNSULA 876
DICIEMBRE 2019

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Nota: este artículo empieza en la página 2 de la edición en papel. El número entre corchetes [Imagen 00X] corresponde a la página de esa edición

Hace un siglo, en febrero de 1919, se publicó el blando «Manifiesto ultraísta». Poco tuvo que ver con el belicoso nacimiento del Futurismo en el diario Le Figaro diez años antes. Apareció en tres periódicos (El Liberal, La Jornada y La Correspondencia de España) y en la revista Cervantes, a cuyo comité de redacción se acababa de incorporar Cansinos Assens como sustituto de Andrés González Blanco de la sección «Literatura española». Luego lo reprodujeron otras revistas, la sevillana Grecia en marzo y Cosmópolis en abril, pero ni el texto fue exactamente el mismo ni tampoco quienes lo suscribían. Y alguno de los firmantes, como Guillermo de Torre, ni había participado en la redacción ni había dado su consentimiento al uso de su nombre. Pero no se podía prescindir de él porque había sido el acuñador del término y el más entusiasta defensor del arte innovador, a despecho de los desdenes y burlas de Cansinos en su correspondencia con el jovencísimo Torre, que a sus dieciséis años ya le hablaba a Cansinos del «más allá de la literatura ultraísta» y le rogaba: «¡no desampare este vocablo!».

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Guillermo de Torre

Nacido del afán de un adolescente por trascender la literatura apolillada del Novecientos, fuera la del realismo narrativo, la del romanticismo acartonado o la del rubenismo untuoso, la «modernísima literatura ultraísta, poliédrica y heteróclita» se oponía a toda esa «isócrona y estratificada» secreción de los tradicionalistas. Se lo escribía a Cansinos en diciembre de 1917 y aducía como ejemplos llenos de nueva energía El esfuerzo de Bacarisse, El descubrimiento de mí mismo del pintor Joaquín Torres-García y las Greguerías de Ramón. No había más programa que la superación de la ranciedumbre formal y de asunto, los módulos estéticos y los temas que pertenecían a otras voces y otros ámbitos, todos del pasado. En el otoño de 1918, por los días en que conoció a Vicente Huidobro en Madrid y trabó amistad con Robert y Sonia Delaunay, cuando le pedía cita a Cansinos para participarle «mis últimos hallazgos ultraístas», Torre volvió sobre un cuento rural, de un castellanismo noventayochista, escrito a sus quince años al que añadió, lectura de autoflagelación mediante, un post-scriptum en el que hacía un llamamiento a sincronizar la joven literatura española con Europa:

Hoy al exhumarle, desvirgando su ineditud recóndita, cuando ya son muy otros mis módulos literarios y credos estéticos, lo hago para mi más pungente flagelamiento intimal y en un edificante gesto de magna repudiación superatriz. Y, juvenilmente erguido desde la colina de mi genésico «yo» ultraísta, os propulso, ¡oh, amigos!, a truncar ese nexo umbilical de la secuencia y repercusión novecentista e inaugurar heroicamente el potencialísimo ciclo estético de la postguerra — ritmizándonos en acorde paralelismo por vez primera con el dinámico vibrar de Europa, cuyo bermejo orto emerge tan saturado de eléctricas eclosiones libertarias.

Lo que sucedió entre 1919 y 1923, límite funeral de la vida del movimiento, fue para Torre decepcionante desde el principio, puesto que no podía complacerle la mezcolanza de mediocridades que había reclutado Cansinos, ni la promiscuidad de bohemios tronados, borrachines y sablistas, poetas de arrabal —Cansinos dixit—, con gentes instruidas como Montes, Diego, Garfias, Borges o él mismo, y menos la identidad «indeterminada» —el adjetivo vuelve a ser de Cansinos— con la que saltaba el grupo al campo de batalla: ¿qué era eso de que en el credo ultraísta «cabrán todas las tendencias» sin más acreditación que el anhelo de lo nuevo? Desde el mismo día de su presentación en sociedad, el Ultraísmo contrarió a su principal promotor y portaestandarte, aunque no tanto como para renunciar a su voluntarioso papel de divulgador dentro y fuera de España. Ese desempeño le llevó a tejer una asombrosa red de contactos con la vanguardia francófona de la que trata Laurie-Anne Laget. El balance del lustro ultraísta, sin embargo, no fue desoladoramente deficitario, pero sobró dispersión y amateurismo y faltó talento genuino, el que acreditaron los colaboradores del Índice de Juan Ramón. No produjo grandes libros, si bien hay que revisar títulos como Hélices o La sombrilla japonesa, pero sembró el campo de posibilidades (temáticas y sobre todo tropológicas) que supieron hacer fructificar los poetas y prosistas de la Joven Literatura, semillas que el ingenio de Jorge Luis Borges y el arte de su hermana Norah transplantaron en 1921 con éxito a Buenos Aires, como recuerda Sergio Baur. Todavía en 1932 podía escribir Borges, tantos años después de haber abjurado de la fe vanguardista, que aún gozaba con los juegos metafóricos el «ultraísta muerto cuyo fantasma sigue siempre habitándome».

En la gestación del Ultra es posible distinguir, entre 1917 y 1918, diversos factores de cristalización, como los que examina José María Barrera en el grupo sevillano o como los reflejos del futurismo de que trata Gabriele Morelli. Por otro lado, en el lento ocaso del movimiento hubo prácticas híbridas y publicaciones de un ultraísmo entreverado, ya descreído, como Horizonte, Tobogán o Plural, a las que pasa revista Andrew A. Anderson. El periodo de mayor actividad de aquellos «niños dichosos», según los recordó no sin rencor Cansinos Assens, favoreció lógicas reverberaciones en Cataluña, que revisa Pilar García-Sedás, y en Portugal, a las que dedica su artículo Antonio Saez, así como desató polémicas en un típico chisporroteo vanguardista de filias y fobias, condenas y salvaciones. De ello dice algo José Luis Bernal. En la turbamulta de poetas que se dieron cita en tertulias y revistas, Juan Herrero-Senés rescata a Jaime Ibarra y yo he querido examinar los aforismos de estética que Guillermo de Torre llamó «bengalas» y con los que quiso adelantar en el tiempo su entrada en la madurez, cuando empezaba a sentir que «la cosa fracasó porque todos eran unos «atorrantes»», como escribió en unas notas para sus memorias unos años después.

D. R. DE M.—UNIVERSIDAD POMPEU FABRA (BARCELONA)