ÍNSULA 876
DICIEMBRE 2019

Nota: este artículo empieza en la página 3 de la edición en papel. El número entre corchetes [
X] corresponde a la página de esa edición
Al cumplirse el centenario de la epifanía revolucionaria del Ultraísmo en España, nadie puede poner en duda el papel decisivo que este movimiento de vanguardia desempeñó en la galvanización estética de la juventud artística española a finales de la segunda década del siglo XX. Más allá de su originalidad teórica o de la lozanía de sus frutos, objeto polémico y contumaz de la crítica desde los años veinte, es incontestable la convulsión estética que el Ultraísmo acarreó, la libertad creativa con que inundó el alma de la juventud creadora del momento, y la esperanzada primavera que sembró en el imparable renacimiento artístico que culminaría en el veintisiete. Es, a este respecto, muy significativo el poder que la palabra «ultraísta» tenía en los elitistas y reducidos ambientes artísticos e intelectuales de la época cuando se trataba de motejar inequívocamente a un joven creador, como en su momento, lustros atrás, ocurrió con la palabra «modernista».

Quizá por ello son muy ejemplificadores los testimonios ajenos a las propias filas ultraístas o a las de sus próximos, como es el caso del de Rosa Chacel, quien recuerda, a propósito de los años de formación de su marido Timoteo Pérez Rubio y de ella misma en el Madrid de la segunda década del siglo XX, lo siguiente: «Timoteo no hizo nunca nada que le destacase como extravagante —ni yo tampoco, conviene advertir—, no se contó entre los revolucionarios —ni yo tampoco—, y por esto formábamos una unidad —lo que se suele llamar una unión— que aspiraba a la perfecta normalidad —treinta años más tarde dije, “Ese es el escándalo que yo quiero dar”— en la estación primaveral del ULTRA, en el camino hacia el futurismo, surrealismo, anarquismo subterráneo, esteticismo, literatura como base, ejemplo, dechado… La literatura empezaba a hacer pinitos, empezaba a responder porque respondía a lo incomprobable» (Chacel 1980: 17-18).
No cabe duda de que el Ultraísmo promovió ese «hacer pinitos» de la literatura de la época y no tuvo reparos en protagonizar más de un escándalo. La gimnasia poética, el desentumecimiento lírico que el Ultraísmo propició con sus atrevimientos, experimentos y extravagancias formales y con su remozamiento de los temas poéticos habituales hasta el momento abrió camino a una nueva lírica. Cansinos lo vio claro cuando en sus «Instrucciones para leer a los poetas ultraístas» abordaba el rasgo distintivo de la «oscuridad» en la nueva poesía y cómo poder afrontarla (Cansinos-Assens 1920:1-2); en similar sentido reaccionaría Guillermo de Torre ante las acusaciones de oscuridad hechas a la vanguardia poética ultraísta cuando declaraba: «como ha sostenido Lautréamont en el interesante prefacio de sus poesías, “no hay nada incomprensible”» (Torre 1921a: 59).
Tal y como evidencia el testimonio maduro de Rosa Chacel, el Ultraísmo y los ultraístas tuvieron que sobrevivir en una diáspora de teorías estéticas de vanguardia nada baladíes, supervivencia no exenta de confrontaciones y contradicciones, pero ello no impidió que, ya en su sazón (a mediados de 1920) y trasladado su órgano de expresión fundamental a Madrid (la revista Grecia), afrontaran una descarada y vertiginosa defensa pública del movimiento, que galvanizó definitivamente los ambientes artísticos de la capital. A ello contribuyeron, tras el llamativo cambio de cabecera de la revista Grecia en su segundo número (el XLIV) publicado en Madrid en junio de 1920 (con una cubierta ilustrada con «El Viaducto», xilograbado de Nora Borges), entre otras cosas, la publicación de artículos reivindicativos esenciales del movimiento, la radicalización de las posturas, sin hacerle ascos a la típica iconoclastia vanguardista —que Ortega diagnosticaría como rasgo distintivo del arte de vanguardia deshumanizado (Ortega y Gasset 1981: 43)—, o la sonada ruptura con Huidobro, a quien, pese al progresivo apagamiento de Cansinos en favor del joven De Torre, habían sido fieles hasta ese momento.
Como muestra de la citada radicalización de posturas del Ultraísmo baste recordar, por ejemplo, la polémica sostenida con León Felipe, al que regalaron una dura actitud sectaria —a simple vista contradictoria con la pretendida voluntad ecléctica y aglutinadora del movimiento respecto de lo nuevo—. El autor de Versos y oraciones del caminante deslizó en una entrevista en La Tribuna que le hizo Castellón, con motivo de su primer poemario, publicado en 1920, unas opiniones supuestamente antiultraístas, incluidas en el prólogo de su libro, que provocaron una reacción inmediata en las filas del movimiento: así en la puntual crónica de Grecia «Panorama ultraísta» leemos: «Nos disgustan los espíritus franciscanos. León Felipe, exactor y farmacéutico, ha publicado un libro… Hay que resguardarse de estos poetas masoquistas, que, indiferentes a las carreteras, siguen desgarrando sus carnes en todas las zarzas» (Grecia, XLIV, 1920: 16). Esta furibunda reacción de los jóvenes hizo retractarse al zamorano, que pasó a incluirse de palabra y obra entre los simpatizantes del nuevo arte tras subsanar el malentendido, a lo que los ultraístas respondieron ufanos en su «Panorama ultraísta» del número XLV de Grecia: «Nos dice que nunca ha querido molestarnos y que se considera dentro de nuestro arte. Una vez definida su actitud, publicamos un poema que juzgamos interesante». El poema, publicado páginas atrás en ese mismo número de la revista, era «Escalas», un poema con motivo musical y metapoético más próximo a los postulados de un [
4] Gerardo Diego que a los revolucionarios experimentos ultraístas. Es justamente Gerardo Diego, testigo privilegiado y protagonista destacado de la aventura del Ultra, quien recordaría en un texto muy posterior, titulado «Fechas de León Felipe», la oculta transformación del farmacéutico en poeta en aquel revuelto Madrid de 1920 y, en concreto, la lectura polémica de los poemas de Versos y oraciones del caminante en el Ateneo madrileño: «León Felipe va a leer su libro con unas palabras previas que, se rumorea entre ultraístas, son de ataque al Ultra. Y allá vamos todos… las palabras asustantes del León se quedan en prudentes consejos tradicionales» (Diego 1968: 1). Las «asustantes» palabras de León Felipe, supuestamente antiultraístas, pronunciadas en su lectura de versos en el Ateneo e incluidas a manera de prólogo en la edición de sus Versos y oraciones… ilustran muy bien las inevitables tensiones que en el mundo poético de la época se estaban viviendo fruto de la colisión inevitable de lo nuevo y lo clásico, de lo moderno y lo tradicional, de lo ortodoxo y lo rebelde. León Felipe, afanado por situar sus versos, decía entre otras cosas las siguientes: «lejos de toda escuela y tan distante de los antiguos ortodoxos retóricos como de los modernos herejes —herejes, la mayoría, por un afán incoercible de snobismo—. Con estos hombres —preceptistas o ultraístas— que se juntan en partida para ganar la belleza, no tiene nada que ver el arte… me duele que, en este momento, después de la guerra, luego que hemos justipreciado nuestros valores espirituales y estéticos, se forme una escuela de arte en derredor de un poeta francés» (León Felipe 1920: 11-12 y 14).
Guillaume Apollinaire
Max Jacob
En el momento central del Ultraísmo, sus devotos airearon muchas veces, como hemos visto, un espíritu sectario que se les volvería en contra en las revisiones críticas del movimiento tiempo después. Germán Gullón consideró que dicho espíritu «los aisló de fecundas vías de acercamiento a la poesía, como la seguida en aquel entonces por Valle-Inclán» (Gullón 1979: 342). El sectarismo, sin embargo, no caracterizó al Ultraísmo en los primeros tiempos del movimiento, sino que aparece, como señalábamos, cuando se radicalizan sus posturas como un medio de autoafirmación y defensa. Con todo, ni siquiera en esos momentos centrales, tras el traslado a Madrid del Ultra, se trató de una actitud generalizada y recalcitrante. El suceso con León Felipe quedó en mera anécdota, como muchas de las furibundas reacciones de los ultraístas en respuesta a públicas alusiones al grupo hechas por diferentes personalidades del mundo literario de la época. Recuérdese, por ejemplo, el caso significativo de Manuel Machado, que recibió cálidamente al movimiento, aunque diagnosticó las flaquezas de sus entrañas: «Mentiría —afirma el autor de Alma— si no dijese que me han conmovido estas páginas [en alusión a las publicaciones del Ultra], escritas a tientas en busca de nuevas fórmulas de arte… Niegan… vehementemente toda influencia extranjera, aunque en esto no se les puede conceder tan amplio crédito», para reconocerles más adelante el valor del esfuerzo realizado: «Esa preocupación de arte puro en medio de la ruda vida actual de España, tan primitiva, tan simple y atrasada, es algo bello y alentador» (Machado 1919: 1). Las palabras de Machado —y en buena medida las citadas de León Felipe— evidencian cómo el Ultraísmo tuvo en sus manos el timón de la búsqueda del arte puro, aunque seguramente su identidad vanguardista, basada en una irreverente iconoclastia, en un feroz antipasatismo, no pudo o no supo conciliar tradición y vanguardia como sí lo haría el veintisiete poco después. Por las mismas fechas del artículo de Machado en El Liberal abundan testimonios de lo que decimos: Isaac del Vando-Villar, el director de Grecia, publica en su famoso «Manifiesto ultraísta» lindezas de este tenor: «Ante los eunucos novecentistas desnudamos la belleza apocalíptica del Ultra, seguros de que ellos no podrán romper jamás el himen del futuro» (Vando-Villar 1919: 9). Otro ultraísta de pro, José Rivas Panedas, respondería directamente al artículo de Machado —cuya poesía dice admirar— en las páginas del número XXV de Grecia, en un reivindicativo texto titulado «Nosotros los del Ultra», en el que leemos, además de una rabiosa defensa del entonces amado maestro Cansinos, afirmaciones como estas: «¿Que no somos novecentistas, renacentistas, ni parnasianos, ni simbolistas, ni románticos? ¡Claro que no! Como que somos ultraístas, y el ULTRA no ha de ser nada de lo que ha sido, sino de lo que habrá de ser en adelante»; o bien, en alusión a la famosa antología de poetas ultraístas que Cansinos ofreció en el número de la revista Cervantes de junio de ese mismo año: «¿Podrá negar ya nadie, después de haberla leído, de que somos nosotros quienes la formamos, de que somos nosotros despojados al fin de los antiguos trajes desteñidos?… abominamos de la rima y del ritmo marcado, que pretendemos esqueletizar, agrupando tan solo los rasgos esenciales, escribiendo ese “verso descoyuntado y loco”, adoptando ese ritmo de las selvas, ritmo bello y vital, no ligado a una estúpida pauta…» (Rivas Panedas 1919: 15). No obstante, Rivas Panedas terminaba su artículo con un guiño amable a Machado, a quien tilda de «exquisito poeta», suponiendo que, de haberse topado con el Ultraísmo en su juventud, el sevillano hubiera sido uno de ellos. Ciertamente en la búsqueda de adhesiones entre las voces mayores de la poesía del momento los ultraístas no escatimaron esfuerzos. Nótese que poco después, cuando Manuel Machado publica unos versos en «Los Lunes de El Imparcial», en septiembre de 1920, con el Ultra ya en Madrid a todo gas, la redacción de Grecia los recibe jubilosa y puntualmente en su «Panorama ultraísta», atreviéndose a afirmar: «los más geniales de entre los del novecentismo se han sumado a nosotros» (Grecia, XLVIII, 1920: 16).
A fin de cuentas, toda la variada gama de actitudes provocadoras, violentas, ofensivas o rompedoras que desplegaron los ultraístas en el periodo central del movimiento no fueron en muchos casos sino poses al uso características de la vanguardia histórica. Baste recordar, en el annus mirabilis del Ultraísmo, 1921, el agresivo tono de la crónica «Nuestra velada» que la redacción de la recién nacida revista Ultra publica en el número 2, en referencia a la famosa velada de Parisiana, donde los jóvenes ultraístas leyeron sus poemas y se jactaron de la indignación que sus textos provocaron, así como de ser tema constante de conversación en los cenáculos literarios de la capital, y de ser críticos de sus críticos. Recuérdese que, como se relata en la crónica de Ultra, Humberto Rivas y Mauricio Bacarisse leyeron «indignantes poemas», muchos provocantes a risa, de José Rivas Panedas, Jorge Luis Borges, Pedro Garfias, Eugenio Montes, César A. Comet, Gerardo Diego, Rafael Lasso de la Vega, Tomás Luque, Ernesto López Parra, José de Ciria [
5] y Escalante y los hermanos Rello, Francisco y Guillermo (Ultra, 2, 10 de febrero de 1921).
Pero si estas poses, gestos o declaraciones inflamadas tuvieron su sentido y coherencia dentro de la inevitable reivindicación que los jóvenes vanguardistas del Ultra debían hacer de su territorio, resultan harina de otro costal los enfrentamientos internos, las palinodias y las polémicas suicidas, como la que protagonizaron con Vicente Huidobro. La sonada ruptura con Vicente Huidobro tiene un significado emblemático, como señalábamos, en la fortuna del Ultraísmo, dadas sus complejas implicaciones y consecuencias y dado el momento en que se produjo, coincidente con el periodo álgido del movimiento. El punto sin retorno de esa ruptura (nótese que Huidobro y su arrolladora personalidad y obra están en el origen mismo del Ultraísmo, tras la visita del chileno a España en 1918) coincide con la publicación de una entrevista-crónica de Gómez Carrillo en El liberal, el 30 de junio de 1920, donde se transcribían unas famosas afirmaciones de Pierre Reverdy contra Huidobro y su creacionismo, que el francés consideraba deudor del inventado por él. Los ultraístas, de la mano de Guillermo de Torre, teórico y adalid del movimiento, entraron en la polémica. El autor de Hélices publicó en Cosmópolis en agosto de ese año su artículo «La poesía creacionista y la pugna entre sus progenitores», donde buscaba una imposible ecuanimidad y, en apariencia, dejaba claras sus preferencias por el chileno: «Mi predilección hacia las realizaciones poemáticas de Huidobro, sin desdeñar tampoco la obra de Reverdy, ni transigir con los exclusivismos desenfrenadamente egolátricos del primero, y mi reconocimiento imparcial de los antecedentes teóricos que obran en la historia literaria de este último, con las coincidencias tangenciales entre ambos y otros del grupo, a partir de Apollinaire y Max Jacob, quedan ya reflejadas» (Torre 1920: 605). Torre no hacia otra cosa que nadar y guardar la ropa como teórico y cabeza señera del Ultraísmo, ventilando, en fin de cuentas, la cuestión que a él le interesaba de verdad: la defensa del Ultraísmo y su parentesco internacional. Inevitablemente el «querido y admirado amigo» Huidobro, como lo llama De Torre, se molestó al ver dañada o no plenamente satisfecha su proverbial egolatría, y las réplicas y contrarréplicas no se hicieron esperar. En el mes de septiembre se publica una crónica en el combativo «Panorama ultraísta» de Grecia donde leemos: «Hace pocos días ha estado en Madrid el poeta americano Vicente Huidobro» con el objeto al parecer de replicar la crónica de Gómez Carrillo. La réplica del chileno, violentísima, no encontró acogida en los diarios de la capital, aunque sí se publicó en El liberal una carta en la que negaba las acusaciones y anunciaba una próxima respuesta más pormenorizada en las páginas de Grecia. Pero Grecia se negó a publicar la réplica dadas las razones ególatras que Huidobro despachaba en ella, tan lejanas de aquellas otras esgrimidas en su deslumbrante visita de 1918. La reacción ultraísta, quizá alentada por el propio De Torre, fue una huida hacia delante, declarando en el «Panorama ultraísta» del nº XLVIII de 1 de septiembre de 1920: «Además, el creacionismo de Vicente Huidobro es considerado en Francia como un brote del ultraísmo castellano, así lo ha manifestado últimamente el eminente crítico y poeta Nicolás Beaudain, y en nuestro poder tenemos cartas de Huidobro, en las que este afirma que los ultraístas superamos a los modernos poetas franceses» (Grecia, XLVIII, 1920: 15). Por su parte Huidobro no perdió comba en la polémica, afirmando en un artículo titulado «La littérature de langue espagnole d’aujourd’hui», que publicó en el primer número de L’esprit nouveau: «Bien que le créationisme soit né aprés une conference que j’ai donnée en juillet 1916 à l’Ateneo Hispano Americano de Buenos Ayres [sic], aujourd’hui je ne sui plus d’accord avec tous les adeptes de cette école, car la plupart sont tombés dans la pure fantaisie… Si nous passons en Espagne, nou verrons que depuis le symbolisme deux courants se manifestèrent: l’école créationisme, quant á l’ultraîsme, il me parait ètre une dègradation ou une mauvaise compréhension du créationisme» (Huidobro, 1920).
Isaac del Vando Villar
Pedro Garfias
En realidad, la evolución de la polémica entre los ultraístas y Huidobro —dejando ahora al margen las interferencias de algunos convidados de piedra— marca la evolución del propio movimiento ultraísta en su plenitud, caracterizada por el progresivo desgaste de sus miembros y teorías. La lejanía y franca hostilidad para con Huidobro de los ultraístas es inversamente proporcional al auge y prevalencia de Guillermo de Torre en las filas del Ultra. El autor de Hélices incluirá desde el verano de 1920 en sus ensayos sobre las vanguardias, publicados fundamentalmente en las páginas de la revista Cosmópolis, juicios críticos sobre el creacionismo y su mentor Huidobro. Recuérdese especialmente, por ejemplo, sus «Interpretaciones críticas de nueva estética», con dos epígrafes ilustrativos: «Alquimia y mayéutica de la imagen creacionista» y «Actitud del poeta novísimo ante el panorama cósmico dehiscente», que aparecieron en los números 21 y 22 de la revista, en septiembre y octubre de 1920. Preparado el camino, De Torre dará un paso más en 1921, al negar originalidad, entidad e individualidad al creacionismo en tanto escuela, considerándolo un mero rasgo inherente del arte nuevo. En su artículo «Problemas teóricos y estética experimental del nuevo lirismo», afirma que todo el arte nuevo afronta la creación de una nueva hiperrealidad exclusivamente artística a partir de los elementos básicos imprescindibles de la realidad objetiva, desterrando a su vez las funciones meramente imitativas o interpretativas de esta (De Torre 1921b: 588). Estas opiniones, muy influyentes entre los ultraístas, admitían el creacionismo en tanto componente o ingrediente esencial de las diferentes estéticas de vanguardia, pero le negaban su calidad de poética o movimiento independiente. La labor crítica de Torre, como es bien sabido, continuó creciendo y aflorando en revistas en los primeros años veinte hasta desembocar en sus Literaturas europeas de vanguardia en 1925. Poco antes de publicar su valiosísimo libro, las aguas de la polémica se habían desbocado, curiosamente cuando el tiempo del Ultraísmo se estaba agotando inexorablemente. Nos referimos al conocido artículo de De Torre «Los [
6] verdaderos antecedentes del creacionismo lírico en Vicente Huidobro: Julio Herrera y Reissig», publicado en la coruñesa Alfar en el número 32 de septiembre de 1923 (al que replicaría Huidobro en su famoso artículo «Al fin se descubre mi maestro», publicado en la misma revista en el número 39 de abril de 1924, en el que también se incluye la contrarréplica de De Torre, «Rasgos polémicos: Réplica a Vicente Huidobro»). La polémica con Huidobro creemos que tuvo consecuencias perversas para el legado y suceso del Ultraísmo en la nueva y joven poesía de los años veinte; y en ello fue clave la posición de dos las voces más sobresalientes de aquella vanguardia histórica ultraísta, que tomarían partido inequívoco por el chileno: Juan Larrea y Gerardo Diego (Huidobro, 2008). El vasco, mucho tiempo después, en un memorable artículo sobre el chileno, «Vicente Huidobro en vanguardia», recuerda sin pelos en la lengua aquella trifulca: «Guillermo no entendía de poesía, en cuanto actividad creadora. Estaba enterado por cierto; sabía muchas cosas. Pero carecía de imaginación. El acento positivo de su personalidad gravitaba sobre la memoria, en cuya virtud llegó a crearse una buenísima erudición en ciertos niveles, que manejaba con soltura. Pero en el modo como atacaba a Vicente, cuando entre muchas cosas trataba de demostrar la dependencia de las metáforas huidobrianas de las de Herrera Reissig, patentizaba que su percepción de los aspectos esenciales que se debatían entonces era nula» (Larrea 1979: 216).
La postura y reacción de Gerardo Diego aún fue más contundente, dada su fidelidad y admiración por Huidobro (Bernal, 1987: 40-44), sin olvidar la alianza fraterna que sostuvo con Larrea a este respecto cuanto menos hasta el periodo republicano (Diego y Larrea, 2017). Recuérdese, por ejemplo, esa defensa y apoyo sin fisuras de Diego y Larrea hacia Huidobro en el brete de la conferencia del chileno en el Ateneo madrileño en 1921, con el Ultraísmo en plena sazón, y de la que daría cumplida cuenta la revista Ultra en su número 20, de 15 de diciembre de 1921. En aquella emblemática conferencia, el autor de Poemas árticos fue presentado por Bacarisse y disertó sobre la estética moderna, apoyándose a buen seguro en su manifiesto «La creación pura (ensayo de estética)». Los ultraístas, en línea con lo apuntado anteriormente sobre las críticas de Guillermo de Torre al chileno, le escatimaron originalidad y capacidad teórica, aunque lo consideraban un poeta meritorio, de hecho —afirmaban en Ultra— «está en nuestro mismo plano… y hoy, como ayer, son para él todo nuestro respeto y toda nuestra admiración». No olvidemos que en 1921 apareció El movimiento V. P., la polémica novela del destronado Cansinos en la que, entre burlas y veras, se da cuenta de su ruptura con los ultraístas, a los que no retrata precisamente con aprecio, mientras que sí rinde un inequívoco culto a Huidobro, trasunto real del imaginado Renato, el poeta de las trincheras en la novela. No es de extrañar por ello que, como el propio Guillermo de Torre señala en sus Literaturas europeas de vanguardia, el libro de Cansino fuera «ahogado por un cinturón de silencio» (Torre 1925: 57), silencio que duró décadas.
Incluso Pedro Garfias, otro de los diamantes del Ultraísmo, ferviente defensor de la autonomía del movimiento a la altura de 1921 y poco cercano a Huidobro, terminaría reconociendo años después, pese a sus cautelas expresivas, en la última entrega de una serie de espléndidos artículos sobre el Ultraísmo publicados en 1934 —cuando del movimiento apenas quedaba un tibio recuerdo ensombrecido por el fulgor de la nueva poesía ya madura que protagonizó el veintisiete—, la honda huella del chileno: «A todos nos influenció un poco la lectura de sus libros, atenta y fervorosa, nos hizo desterrar de nuestras poesías la anécdota, rehuir la descripción y el adjetivo, cultivar la imagen con verdadero frenesí. Por él concentramos y trabajamos el poema, desnudando nuestra visión lírica al rehusar el tópico y la reminiscencia. Aprendimos en él pureza y técnica. Es de justicia reconocerlo» (Garfias 1934: 6). Este certero diagnóstico de Garfias enhebraba desde el otero de 1934 un prontuario de rasgos estéticos claves que, de haberse cumplido en los poemas ultraístas, hubieran emparentado al Ultraísmo con lo mejor de la poesía nueva de su tiempo. Y a la postre, esta es la gran paradoja.
J. L. B. S.—UNIVERSIDAD DE EXTREMADURA
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