
La historia de los íconos rusos debe empezar con su fuente original, su más antiguo prototipo. Como veremos más adelante, el ícono bizantino, el modelo que los rusos adoptaron con el cristianismo, ha dejado muy pocos ejemplos sobrevivientes y, habiendo perdido su propia historia, puede escasamente proveer una base para nuestro tema. Es improbable que la antigua Kiev haya recibido sus íconos directamente de la misma Bizancio, con quien a menudo perdió contacto debido a la barrera nómada. Para Kiev, las cosas venían principalmente de Quersonesos Táurica: en ambos sitios se encontraron objetos idénticos de los siglos X y XI, tales como cruces de bronce, baldosas esmaltadas y cerámica vidriada[15].
Quersonesos, una gran ciudad comercial, suministró a la antigua Rusia toda suerte de manu-facturas provenientes del Asia Menor, exportadas a través de Sínope y Trebizonda. Ahora bien, Grecia oriental fue la verdadera patria de los íconos, habiendo empezado en el siglo IV, para expandirse durante el V. Padres de la iglesia, como San Juan Crisóstomo o Gregorio de Nisa, ya sabían de los íconos como elementos cercanos a la fe cristiana. Los íconos no eran nada novedoso, pues ya habían surgido entre los retratos ordinarios de mártires y confesores pintados sobre tablas a la encáustica y depositados sobre los sarcófagos o altares específicos en martyria o memoriae[16]. Cuando ese honor palpable, hecho en memoria de los mártires, correspondía a un retrato, el panel de madera adquiría el sagrado significado de un honroso ícono[17].
Este primer estadio de la historia de los íconos está asimismo conectado con una vieja costumbre en la que los antiguos egipcios preparaban retratos pintados de sus muertos para ser colocados a manera de rostro, bajo las bandas de lino de las momias. En los primeros siglos de nuestra era, la escuela alejandrina de pintura alcanzó la suficiente perfección artística como para producir, de forma rápida y económica, retratos del más sorprendente realismo. Los egipcios, cuando equipaban al difunto para su vida más allá de la tumba, en virtud a la fuerza de su código sacerdotal, se mantuvieron cercanos a un materialismo primitivo y rodearon el “eterno” hogar de sus muertos de todo lo que caracterizó su vida en la tierra. Su creencia de que el alma, aunque hubiese salido del cuerpo, permanecía atada por lazos indisolubles a él, los condicionó a preparar esa continuada existencia. Así lo muestran algunas estelas de piedra con representaciones de las ofrendas hechas en la tumba y de los parientes rezando para que el alma alcance el bienestar de este mundo e ingrese a las mansiones celestiales.
En el último período hacia la era cristiana, el retrato exacto del difunto, identificado con su doble, tomó su lugar en la tumba y retuvo los poderes de una imagen mística y vivificante que conservó los nexos entre el alma que salió de viaje y el cuerpo vacío, preservado en forma de momia. Los embalsamadores guardaban el cuerpo en un féretro con una máscara coloreada del difunto, que más tarde fue sustituida por su retrato pintado sobre una tablilla de madera, hecho en vida o después de muerto, pero con todos los rasgos característicos de su aspecto personal. Esa tablilla se deslizaba dentro de las vendas apretadas de la momia, justo sobre su cara, a manera de rostro: algunas veces, el retrato sólo representaba la cabeza; otras, hasta el comienzo de los hombros; y en otras ocasiones, el busto completo.
Cementerios con este tipo de momias han sido excavados en las orillas arenosas de antiguos lagos hoy desecados en El-Fayum y Antinoe, entre otros, al suroeste de El Cairo en Egipto, dando lugar a toda una serie de retratos realistas muy vivaces y expresivos, pintados a la encáustica, esto es, pigmentos disueltos en cera caliente, aplicados con espátula. En estos rostros realistas se aprecia una técnica altamente desarrollada y una ejecución de una sola jornada. Los rasgos son indudablemente individuales, los colores ricos y brillantes, y aunque el toque de los rizos luce seco, está lleno de carácter. Alrededor del cuello de las damas, finas cadenas de oro con amuletos. Pintados de prisa, estos retratos exhiben toques de cera coloreada que no fue mezclada a fondo. Todos ellos tienen una manera típica común: la tendencia a que el rostro luzca joven, al omitir las huellas de la edad e incluso la madurez. Un gran énfasis fue puesto al pintar los ojos, para dar la impresión de vida[18].
La técnica de la cera fue escogida para estos retratos egipcios porque fue el proceso más rápido que, por su naturaleza, demandó una gran pericia por parte del pintor, lo que los hizo costosos. Esto produjo una serie de retratos similares ejecutados con témpera (una mezcla de clara de huevo con cal) o con la técnica regular de la yema de huevo como medio disolvente. Dos de tales retratos en el Museo Ruso muestran tan sólo las cabezas: pintados sobre tablas alargadas, son más anchos que altos. El ícono de San Sergio y San Baco en la Academia Teológica de Kiev tiene esta misma forma, aunque también se trata de pinturas de la misma clase que reproducen el tipo de imagen alargada que se colocaba sobre los féretros o sarcófagos. Estos ejemplos tan antiguos muestran la misma manera de trabajo que todavía practican los pintores rusos de íconos. El color del fondo es café oscuro, sobre el cual se pintan los rasgos con ocre rojizo y luego con café claro, de manera que las sombras salgan de ese fondo; los planos iluminados y los relieves se obtienen a partir del ocre mezclado con albayalde (plomo blanco). Estos relieves son los mismos que se encuentran en las obras de los pintores rusos de íconos.
En los rostros, los ojos se pintan con énfasis y fuerza especiales, primero con una órbita sombreada y profunda, y luego con el resuelto relieve de la frente, las cejas, los párpados y las pestañas gruesas, agregando al final un punto brillante en la pupila. Muchos íconos tienen la característica de que aunque sólo muestran el busto del santo, la parte del traje que cubre sus hombros es suficiente para identificarlo como sacerdote, obispo o patriarca. Los pintores rusos de íconos usan el término ikona oplechnaya (para los hombros), distinto de golovnaya (cabeza), pogrudndya (busto hasta el pecho) y stoyachaya (erguido de cuerpo entero). Otro aspecto de los íconos es que siempre representan la imagen de El Salvador, Nuestra Señora o algún santo, siempre de frente ante los fieles, así como los retratos de los difuntos egipcios fueron pintados para mirar a sus parientes cuando éstos venían a visitarlos en los salones de sus lugares de reposo o en los sitios donde sus momias vendadas fueron sepultadas en la arena. Representaciones de santos de perfil sólo se encontraron en pequeños íconos que fueron colgados del gran altar, a guisa de recordatorios para la devoción del adorador, o en algunos casos tardíos más recientes.
Finalmente, el retrato egipcio original se descubre con especial claridad en el colorido del ícono, y particularmente en el caso de los íconos rusos: los de Grecia suelen ser diferentes con relativa frecuencia. La razón es que el ícono ruso, del primero al último, toma su inspiración de los modelos greco-orientales, los que a su vez provienen primero de Egipto y Siria, y luego del Asia Menor. El estilo greco-asirio está caracterizado desde el comienzo por un colorido profundo, rico, cálido y, al mismo tiempo, artístico. Por un lado, reprodujo la rica coloración del valle del Nilo, y por el otro, alcanzó el ideal perfecto de una escala cromática amplia y diversa. Esta coloración reproduce tanto el caluroso y pálido castaño del cielo del desierto durante el ardiente Khamsin, como el glorioso contraste entre el lila oscuro, el chocolate aterciopelado y el café rojizo de las montañas en medio de la arena dorada del desierto. De allí provienen los tonos que pasaron por el vestido egipcio, decorado con lila oscuro y café chocolate sobre un fondo de lino crudo color castaño claro, y a través de la simple escala de los frescos egipcios con café y lila sobre un fondo crema. En los mosaicos de Ravena se encuentra lo mismo: las figuras de los hombres y mujeres santas son casi sin excepción de un castaño pálido con ornamentos lila en los vestidos e insignias sobre un fondo azul oscuro. Veremos más adelante que los íconos que en la tradición rusa ostentan el nombre de Korsún se distinguen por una escala de chocolate o marrón oscuro sobre un fondo castaño claro, y llegaron a Rusia desde el Quersonesos Táurica, Caffa y Trebizonda como copias de imágenes greco-orientales. Más significativo aun, la antigua pintura veneciana de íconos con su rica y profunda paleta de colores oscuros (el púrpura, el lila, el verde, el azul, el marrón, el chocolate) proviene de las imágenes greco-orientales. Grandes pintores llegaron a un claroscuro consumado, casi eliminando el verdadero color, y usando una incesante gradación de tonos que se utilizaban en la más temprana pintura de íconos.
12. Busto de San Nicolás rodeado por otros santos, siglos X a XI. Monasterio de Santa Catalina, Monte Sinaí, Egipto
13. La Crucifixión con santos y ángeles, siglos XII a XIII. Monasterio de Santa Catalina, Monte Sinaí, Egipto
Es el momento de poner énfasis en el hecho de que fue sólo el uso del claroscuro que casi excluyó al color que llevaron, en el caso de ciertos tipos icónicos, a una palidez sobrenatural. Bajo esta palidez, se aprovechó el entusiasmo estético por los íconos para apoyar la visión de que su propósito fundamental es expresar la incorporeidad de los santos en sus órdenes. El hecho es que el tipo sirio-egipcio, en su forma histórica, existió en Rusia durante los siglos XIV y XV, y fue incorporado en los íconos de San Nicolás el Milagroso y San Juan el Precursor, como ocurrió con ciertos estilos severos. No obstante, esto fue apenas temporal, y de ninguna manera determinante para la mayoría de escuelas de otros períodos. La esencia de un ícono consiste en el tradicional esfuerzo del relieve fuerte: de este procedimiento, como veremos, deriva el sistema de los planos iluminados en la pintura de íconos bizantinos y rusos. La yema de huevo como medio se presta al sistema de poner una capa tras otra, cada vez más claras, gracias a la mezcla de albayalde con ocre. También le dio toda la importancia a los colores puros y brillantes de los pigmentos: en esto difiere mucho de la témpera occidental (con clara de huevo como medio) que le otorga un inevitable tinte mortecino a la carne.
En sus comienzos, el ícono se originó en el retrato de alta calidad artística, por cuanto el proceso de la encáustica demandó tanto de las destrezas del artesano como del talento del pintor. Pero esta situación no podría durar por siempre. Se hizo imposible por el traslado de las habilidades a una nación joven y por la carencia de modelos. La transferencia de un ícono desde Siria o Egipto hasta Grecia o Bizancio marcó sorprendentes diferencias en sus rasgos característicos, aun más pronunciados cuando se trataba de llevarlos hasta Rusia. El ocre rojizo, el café cálido, el rojo ladrillo y el negro fueron los colores tradicionales del trabajo artesanal egipcio sobre madera. Sobre estas bases vino a adicionarse el verde oscuro, el índigo y el lila profundo. Tal fue el colorido de los mosaicos greco-orientales conocidos hasta ahora, como los de Chipre, Ravena y Roma. Mucho más distinta e incomparablemente más brillante fue la colorida decoración de los frescos y mosaicos de Constantinopla, el verdadero estilo bizantino[19]. En consecuencia, el ícono bizantino también tuvo un significativo comienzo en el colorido greco-oriental al adoptar los tonos brillantes de los frescos y miniaturas. Ese fue el mismo caso en Novgorod, donde los originales greco-orientales cedieron su lugar a otros, como los pintores de íconos, quienes sin modelos ni iconostasios se pasaron a un estilo de pintura más brillante. En esos casos, el rasgo característico fue el predominio de los llamados colores populares, en especial el bermellón y el verde claro. Como se dijo con anterioridad, los íconos se parecían a los retratos. ¿Cuáles son las diferencias fundamentales? El ícono de un santo difiere de su retrato en que es una simple copia o réplica en la que un parecido general es suficiente; conserva el tipo de rostro, sus marcas distintivas, su carácter, pero es una simple copia incapaz de suministrar los refinamientos de sus rasgos individuales. El rostro de San Juan Bautista es siempre típico pero carece de individualidad, así como ocurre con el rostro de Nuestra Señora y de otros santos. Sin embargo, se puede continuar y observar cómo los íconos provienen, de hecho, de retratos individuales no muy artísticos.
El tipo icónico también está sujeto a la historia, por cuanto ha tenido diferentes características en diferentes épocas. El ícono greco-oriental nos da un tipo realista, mientras que el bizantino o el puramente griego, a través de su conexión con la escultura clásica idealizada o con el manuscrito bizantino iluminado, intercambia el principio realista por un modelo ideal generalizado. No debe olvidarse que el ícono surgió como un estilo adaptado a la representación de los parientes que se fueron. De allí, el bosquejo general del retrato, la impresión de su pose, su mirada profunda y pensativa dirigida al lado o hacia abajo, sus párpados un poco caídos, su majestuoso reposo, y un cierto abandono del mundo exterior. Todo ello absorbido en el ícono, sirvió como fundamento para concebir los rasgos ideales de Nuestro Salvador, Nuestra Señora, San Nicolás y los demás santos, auténtica y antigua herencia del severo arte religioso egipcio. Pero así como la pintura de íconos bizantinos fue practicada desde el siglo IX como un simple oficio, sólo un esquema general estuvo a su alcance, y fue en esta forma como se expandió hasta Rusia, Georgia, Armenia, los Balcanes, el sureste de Europa e Italia. Más tarde, en cada uno de estos países, bajo el influjo de los esfuerzos hechos por los artesanos nativos, el esquema icónico cambió, volvió a la vida y asimismo se degeneró y perdió su carácter.
18. La Escalera Espiritual de San Juan Clímaco, siglos XI a XII. Monasterio de Santa Catalina, Monte Sinaí, Egipto
Cuando el retrato pintado de un santo se convirtió en un ícono, la posición que asumió fue la de una imagen devota, ese silencioso aliado en la fe a la que la gente implora con sus oraciones. Al momento de la oración, se persignaban y besaban el ícono, lo que se convertiría en una práctica regular. Justo cuando se despedían del mártir se volvían a persignar, en señal de pertenencia a la comunidad, cristiana y luego lo besaban a manera de adiós. La iglesia aceptó el uso de íconos como costumbre piadosa popular que ayudaba a la fe y le brindó apoyo general entre la gente. La iglesia permitió al ícono establecerse por sí mismo y esparcirse sin control, como ocurrió con otras costumbres similares. A principios del siglo XV, el ícono hizo su aparición en las iglesias, primero que todo en el martyria, lugar de sepelio de los santos (memoriae), muy frecuentes en Egipto, Siria, Tarso y otros sitios. Muy pronto las comunidades monásticas empezaron a proveer a los peregrinos de recordatorios que incluían pinturas de santos y representaciones de los lugares sagrados que habían visitado. Aquellos muy devotos de un alto ideal doctrinario, vinieron a Jerusalén y vieron en el Santo Sepulcro tal tráfico de íconos, reliquias y lámparas de aceite que, indignados ante una nueva idolatría, clamaron inconsolables por purificar la fe de tanta superstición[20]. De un suelo saturado de herencias antiguas y orientales no podía surgir ni desarrollarse nada diferente. Ese mismo suelo dio a luz el Festival del Ícono con representaciones de todos aquellos eventos del Evangelio, como la Anunciación, la Natividad, el Bautismo y la Transfiguración, entre otros. Tales eventos fueron celebrados con servicios litúrgicos y, más adelante, en los mismos lugares donde ocurrieron. Lado a lado con los frescos de las iglesias, íconos e imágenes portátiles también representaron estos eventos evangélicos con las características típicas del lugar y de la escena, y cuya composición se basó en la misma realidad. A los peregrinos que contemplaban una imagen del Bautismo de Nuestro Señor les recordaban las orillas montañosas del río Jordán con sus remolinos de agua, incluso la columna coronada por una cruz que se erige hoy en día en ese mismo lugar. El ícono respectivo mostraba los mismos detalles. Y así sucedió con los íconos de la Natividad de Nuestro Señor, que mostraban las montañas de Belén, la gruta y el pesebre, o los de la Crucifixión con las murallas de Jerusalén al fondo[21].
Notables fueron unos íconos pintados sobre la tapa de una caja de madera del siglo VI, proveniente del tesoro de Letrán, hoy día en el Vaticano. Con veinte centímetros de larga y poco profunda, la caja fue cubierta con una masa de cera y yeso en la que se incrustaron piedras y guijarros provenientes de los lugares sagrados en Palestina. Cinco composiciones en pequeño formato muestran en la parte de arriba la Ascensión y la Resurrección, la Crucifixión en el medio, y la Natividad y el Bautismo en la parte baja. En ese orden el peregrino había visitado los lugares santos: la iglesia de la Ascensión en el Monte de los Olivos, la iglesia de la Resurrección, la iglesia del Gólgota en Jerusalén, la gruta de la Natividad en Belén y las orillas del río Jordán. Cada tema es característico, tanto en la composición como en el tipo de las figuras, pero lo que interesa es el material del decorado. El tema de la Resurrección fue concebido bajo la forma de un acercamiento a las mujeres en el sepulcro. En consecuencia, la composición nos muestra las puertas de la pequeña rotonda del sepulcro de Nuestro Señor que, visto desde fuera, parece una torre octagonal baja coronada por un techo metálico de forma cónica, con una cruz en el vértice: sus puertas abiertas permiten distinguir un altar y un crucifijo en el cuarto al frente del sepulcro, hoy en día la Capilla del Angel. El sepulcro es una gruta excavada en la roca, cuya entrada está protegida por una reja. De lo alto del techo ojival (del cielorraso de la gran rotonda de Constantino, la iglesia de la Anastasis) cuelga un candelabro circular, conocido primero como rota y más tarde como corona luminis. Hoy en día, los peregrinos se llevan de Jerusalén íconos recordatorios de la Resurrección con una imagen de esa bóveda moderna en mármol que contiene los restos de la gruta: fuera de sus puertas se yergue la figura de Cristo ascendiendo al cielo, según la representación católica del tema.
La escena de la Natividad da un recuerdo similar de la gruta de Belén, aun abierta y accesible a los peregrinos, tal y como fuera antes de que Constantino construyera su gran iglesia encima. La gruta es un nicho bajo excavado en la roca, encima está la estrella, adentro el pesebre con el Niño y al lado izquierdo de la entrada María yace sobre un colchón, mientras que al lado derecho José aparece sentado y soñoliento. En el Bautismo, Jesús es representado como un niño de pie con el agua hasta el cuello. Juan pone su mano sobre Él, dos discípulos se paran atrás, del lado derecho dos ángeles ofrecen toallas y en la parte alta la mano de Dios envía la paloma. Esta es una muy vieja composición, como lo son también la Ascensión y la Crucifixión, con los dos ladrones y la figura de Cristo vestida con un traje púrpura. Composiciones que se remontan a los siglos IV y V.
Otros íconos sobrevivientes tienen un origen sirio-egipcio en esta clase de pinturas. Debe mencionarse, en primer lugar, la muy conocida tradición del Vernicle, el paño de Odesa en el que fue impreso el rostro de Nuestro Señor. Se tienen copias bajo los nombres de Santo Mandylion[22], “la imagen que no fue hecha con las manos” y “el paño sagrado”, en frescos de los siglos XI a XIV y en íconos devotos muy comunes en Rusia desde el siglo XIV. Tradición claramente inspirada en los retratos egipcios que se pintaron sobre los rostros de las momias. Es bien sabido que la producción de íconos bizantinos, cuya importancia creció en los siglos V y VI, se suspendió de repente en el siglo VIII ante el movimiento iconoclasta que exterminó de manera sistemática todo este arte, de suerte que dificultó en grado sumo el propósito de rastrear los antiguos originales greco-orientales. No se dispone hoy en día ni de un solo ejemplo de pintura de íconos bizantinos anteriores al siglo IX. Por supuesto, a propósito de la historia de los íconos rusos no es necesario ir más allá de esos últimos ejemplos. Y aunque los rusos mirarían y copiarían íconos hasta de los siglos X y XI, es preciso prestar atención a los cambios introducidos por las persecuciones de los iconoclastas.
Se conoce la curiosa leyenda de los íconos juguete de la emperatriz Teodora, durante la época de los iconoclastas. A juzgar por sus tamaños, se trataba de pequeños paneles de diez o doce centímetros de largo que se usaban en secreto como objetos de adoración, para evitar ser perseguidos por los iconoclastas. Como fue su propósito, el destino preservó uno de tales juguetes: un ícono con la cabeza y el busto de San Esteban, primer mártir[23]. Originario del siglo VII u VIII, de la pintura original sólo se conserva la cabeza del santo. Durante los siglos X y XI, una vez restaurada la veneración de íconos, los hombros fueron pintados en otro estilo, quizá demasiado grandes en proporción a una cabeza muy pequeña. Aunque hay muchos otros íconos griegos de dimensiones similares, todos pertenecen a fechas posteriores. Los griegos fabricaron trípticos en miniatura para llevar en los viajes y para repartir entre los peregrinos. En consecuencia, pese a que los iconoclastas forzaron el ocultamiento de los íconos por una temporada, contribuyeron al desarrollo del tipo devoto. La iconoclasia fue una reacción contra la expansión de la veneración de íconos pintados sobre madera porque, más allá del fresco, puso en manos del pueblo representaciones de Dios y los santos, convirtiéndolos en objetos comunes de la vida cotidiana. Podría esperarse que los argumentos que respaldaron esta posición ideológica dieran cuenta completa del desarrollo de la pintura de íconos sobre madera. Pero nada de esto sucedió y tan sólo nos refirió casos exagerados de adoración iconográfica: sus oponentes fueron llamados “adoradores de madera”. Los íconos se volvieron objetos para ritos supersticiosos. La gente llegó a adornarlos con decorados y joyas; estaban censados públicamente en las iglesias; fueron usados para sanar enfermos, a quienes llevaban a dormir en su presencia y a soñar bajo su inspiración, auténtica supervivencia del incubatio pagano. Íconos especiales llegaron a usarse para celebrar cumpleaños, bodas y funerales, así como para dar forma a las promesas solemnes y en memoria de los muertos. Si un pozo se secaba, se le arrojaba un ícono; las ropas se santificaban al extenderlas sobre un ícono y luego se entregaban a los padrinos en los bautizos; briznas de pintura de un ícono se mezclaban con pan para la comunión; el pan se dejaba reposar sobre un ícono antes de usarse en la comunión.
Pero al lado de estos extremos a los que llegaron los adoradores de íconos, no hay nada que atacar o defender, salvo los lugares comunes de la controversia[24]. En su concilio del año 754, los iconoclastas dieron total expresión a sus enseñanzas y a sus acusaciones. Acusaron la reciente práctica ortodoxa de la idolatría de ídolos y citaron contra ella lo que encontraron en la Biblia, como que la institución de los íconos no tuvo ninguna justificación en las enseñanzas de Cristo o de sus apóstoles, ni menos en la tradición patrística de la iglesia, donde no existió siquiera una forma de oración para consagrar los íconos. El ícono no debe reconciliarse con servir a Dios en espíritu: sólo puede representar la naturaleza humana, no puede ni debe representar al Dios hecho Hombre, los pintores de íconos sirven a la causa de las herejías del arrianismo, monofisismo y nestorianismo. No hay fundamento para representar a los ángeles con forma humana y con alas. La Virgen Bendita, los apóstoles, los profetas y los mártires pueden ser representados, pero si es imposible representar a Cristo no es necesario apelar a otros íconos.
Una vez introducida la reforma, las iglesias fueron depuradas de íconos. El grupo de teólogos y prelados iconoclastas consideró que sus demandas quedaron satisfechas. Los íconos de madera fueron colgados tan altos en las paredes de las iglesias que quedaron fuera del alcance de la gente. Pero la causa iconoclasta fue vinculada con problemas de otra lucha política, como el ejército y su administración contra los monjes, su violencia y el excesivo influjo sobre los asuntos del Imperio en las grandes ciudades. De esta manera, empezó una destrucción cruel y sin sentido: los íconos fueron quemados, su pintura calcinada con brea hirviente, cortados en pedazos y destruidos, los mosaicos arrasados, las bibliotecas de los monasterios destrozadas, y los defensores de la adoración de íconos sujetos a persecuciones. No pudo encontrarse en las resoluciones del Concilio Ortodoxo celebrado en el año 787, ni en las obras de los defensores de íconos, ninguna prueba histórica concreta a su favor, tan sólo argumentos abstractos que justificaban su veneración: los íconos no son ídolos y son venerables en cuanto representaciones de lo sagrado. El honor debido a un ícono es el honor a su original. Un ícono de Cristo lo representa a Él en su naturaleza humana: aquellos que rechazan tales íconos reducen el misterio de la encarnación a un fantasma. El ícono enseña fe y moral, y ayuda a aquellos que no pueden leer. La iglesia pretende conseguir el sentido de la visión haciendo que los hombres oren a Dios; el ícono ayuda a obtener ese estado de la mente y educa a la gente en el amor de Dios. No hay una oración para consagrar un ícono, así como nada se requiere para la consagración de una cruz. Y si el amor por nuestros seres más cercanos y queridos fomenta el deseo por sus retratos, es apenas natural para los cristianos tener representaciones de Cristo y los santos. La prohibición de los ídolos en el Viejo Testamento tuvo una validez temporal, pero la ley cristiana es para siempre.
Hay tan sólo una afirmación histórica hecha por los defensores de íconos, relacionada con la tradición de los Padres de la Iglesia, quienes sin duda hablaron a través de los labios de San Juan Crisóstomo y de otros que apoyaron la veneración de estas imágenes. La defensa no se refiere al pasado ni hace alusión a íconos que hicieron maravillas o fueron especialmente honrados en una serie que se remonta al siglo V: la razón es que los iconoclastas pidieron un repaso no histórico del tema; ambos bandos admitieron que el ícono había sido aceptado por la iglesia en la remota antigüedad como una costumbre popular y piadosa que no requería de un control particular. No obstante, las iglesias más simples carecieron de imágenes y lo único que exhibieron fue una cruz en el ábside o algunos frescos y cortinas con figuras de El Salvador y los apóstoles, pero nunca tuvieron íconos propiamente dichos.
22. El rey Agbar recibe el Mandylion con algunos santos, siglo XI. Monasterio de Santa Catalina, Monte Sinaí, Egipto
Con el paso del tiempo, otra fue la posición cuando San Juan Damasceno escribió sus tres discursos en defensa de los íconos santos contra aquellos que los rechazaban. Tuvo que completar el aspecto dogmático del asunto con referencias históricas y prácticas. Para ello, cita la evidencia de los Padres de la Iglesia a favor de los íconos (Dionisio el Aeropagita, Basilio el Grande, Gregorio de Nisa, Juan Crisóstomo), y cierra el tema con algunos casos de íconos milagrosos especialmente adorados en tiempos lejanos. Es bien claro que fue en tiempos de iconoclasia que perecieron todos aquellos antiguos íconos especialmente venerados. Es probable que algunos antiguos íconos greco-orientales hayan sobrevivido pero sean todavía desconocidos: apenas uno o dos, como el genuino Hodegetria (Virgen bizantina), llevado de Constantinopla en el año 1204 y preservado en la Basílica de San Marcos en Venecia con el nombre de Nicopoea, o el ícono de Nuestro Salvador en el sanctasanctórum de la Capilla de Letrán. No obstante, hay unos pocos íconos bizantinos auténticos de los siglos X al XV de los cuales tenemos noticias. Tales como los del Vaticano, específicamente el ícono de San Juan Crisóstomo sobre un relicario del siglo XII del tesoro de Letrán[25], y unos pocos íconos pequeños del siglo XIV en la pinacoteca vaticana: en la galería Pisa un ícono del Arcángel Miguel; en Roma el famoso Hodegetria en una de las capillas de Santa Maria Maggiore y en Boloña en una iglesia en las afueras de la ciudad otro ícono milagroso de Nuestra Señora, de finales del siglo XII. Los otros antiguos íconos venerados y preservados en varias iglesias y monasterios de Roma, Venecia, Boloña, Florencia, Nápoles, Mesina y Palermo, no pertenecen al verdadero estilo bizantino y son más obras ítalo-cretenses de los siglos XV al XVII.
Fue por un raro golpe de suerte que se conservaron en Novgorod algunos íconos bizantinos: uno de San Pedro y San Pablo en la catedral de Santa Sofía; dos de la Anunciación, uno en el monasterio de San Antonio en Roma y otro en la iglesia de San Boris y San Gleb; y uno de San Jorge en el monasterio del mismo nombre. Pero aun en Rusia gran número de íconos antiguos son griegos y no realmente bizantinos: se remontan a los siglos XIV y XV y fueron pintados en Grecia oriental. Hay algunos íconos bizantinos verdaderos en el Museo Ruso que han servido de fundamento al estudio del estilo de Bizancio[26]. Tal es el notable ícono de San Gregorio Taumaturgo del siglo XI inscrito con su nombre: con su estilo severo, es el perfecto sustituto para las representaciones de obispos en un mosaico calado en la catedral de Santa Sofía en Constantinopla. El impecable dibujo de la figura puede escasamente clasificarse como pintura, en vista de la palidez de los colores y de la leve indicación de relieve, pero la perfecta maestría con que los pliegues del manto traducen la gradación con sombras, los planos más brillantes, y los relieves de variar los tonos del castaño claro, recuerdan los mosaicos de la Capilla Palatina en Palermo. Pero, a diferencia de los mosaicos, encontramos en este caso un color brillante sobre las mejillas bronceadas y un vívido color carne, pese al rostro pálido. Este ícono es claramente un retrato real que por su tipo se asemeja a los íconos de San Gregorio en Santa Sofía de Kiev y su similar esmaltado de la Pala d’Oro en San Marcos en Venecia.
Igualmente precioso es un ícono de la Transfiguración presentado a la Academia de Artes por P. J. Sevastianov a mediados del último siglo. Como muchos de los griegos u otros raros especímenes de su colección, lo trajo desde el Monte Athos. El ícono, con veinticinco centímetros de ancho, está pintado sobre una tablilla de roble por fuera de la cornisa alta del iconostasio de una capilla lateral, adornada como una de las series de los doce Festivales o eventos de la historia del Evangelio. Todos fueron pintados con un fondo rojo brillante, curiosa peculiaridad de muchos de los primeros íconos, incluidos los del siglo XIV. Este ícono, por su estilo, no pudo haber sido de más allá del siglo X, o posiblemente de principios del XI: inmerso de lleno en el espíritu del arte bizantino, fue restaurado después del movimiento iconoclasta. Su estilo es justo como el de los manuscritos iluminados de París de San Gregorio el Grande[27], y un cierto sentimiento, muy peculiar de la pintura de íconos, lo distingue de este tipo de obras.
Pero el más notable de todos los ejemplos de íconos bizantinos fue el que descubrí en Ochrida en la iglesia de San Clemente en 1900[28]. Los íconos, de un metro por setenta centímetros, eran evidentemente parte de un espléndido iconostasio proveniente de los siglos XIII o XIV, retirado de la catedral cuando fue convertida en mezquita. San Clemente fue largamente conocido por sus antigüedades pero los íconos, puestos en lo alto de los iconostasios, cubiertos de vidrio y con el polvo de varios siglos, fue muy difícil distinguirlos. Al bajarlos y limpiarlos, se comprobó su perfecto estado de conservación, tanto por la pintura como por los adornos de plata y sus maravillosos marcos con figuras repujadas de santos y otros elementos decorativos. Las majestuosas y severas figuras de mitad de cuerpo de Nuestro Señor y la Virgen con el Niño pueden sólo equipararse con los mejores mosaicos de los siglos XI y XII de Dafni y Palermo. El ícono de la Anunciación, adornado con el más fino esmalte cloisonné del siglo XI, es de una elegancia perfecta. Se pudo comprobar que los otros íconos de Nuestra Señora son copias serbias de modelos greco-italianos de la Virgen con el Niño, pertenecientes al siglo XIV.
Es preciso pasar por alto varios íconos bizantinos pequeños, la mayoría provenientes del Monte Athos. Las dimensiones de los más grandes, todos bizantinos, excepto aquellos del siglo XV que fueron producidos en condiciones bien diferentes, pueden darnos una idea del rol jugado por los íconos en el arte de Bizancio. Es evidente que las iglesias bizantinas tenían sus llamados “íconos fijos”, pues estaban permanentemente fijados en los intercolumnios de los iconostasios y permanecían siempre en su sitio[29]. En las catedrales rusas estos íconos fijos alcanzaron grandes dimensiones, algunos con hasta dos metros de alto y de ancho. En Bizancio, dado que los iconostasios no tenían más de ocho o diez intercolumnios, los íconos fijos fueron más pequeños que los rusos. Es más difícil circunscribirse a los tamaños de los íconos devotos o domésticos: los de Nuestra Señora, generalmente de este tipo, no superaban los treinta centímetros de largo. Es notable que en todos los íconos griegos muy antiguos, aun en los más grandes, la superficie de la pintura luce hundida: fueron cincelados o, en el caso de los más grandes, se les aplicó una especie de marco. No así los íconos ítalo-cretenses y del sur de Italia. En los íconos rusos primitivos se encontraron esas mismas superficies hundidas, especialmente en los de Novgorod.