La señora de Rivera

El 21 de agosto de 1929 Frida Kahlo, de 22 años, se casó con Diego Rivera, de 42, en una ceremonia civil que tuvo lugar en el ayuntamiento de Coyoacán y a la que sólo asistieron unos pocos amigos íntimos. Un médico homeopático y un fabricante de pelucas fueron los testigos oficiales. El juez era un amigo de Rivera de su época de estudiante en la Escuela de Bellas Artes. Diego se presentó con su pelo peinado hacia atrás, un sencillo traje gris, su sombrero Stetson, un cinturón ancho y el revólver Colt en su pretina. Frida llevaba una falda larga y una blusa que su empleada del servicio le había prestado, y un rebozo rojo cubriendo su espalda. Ella apenas le llegaba a Diego a los hombros, lo que hacía que se vieran como una pequeña muñeca morena junto a un inmenso perro dogo de porcelana. Después de la ceremonia posaron para un fotógrafo de La Prensa. El artículo que acompañaba esta fotografía decía:

Diego Rivera se casó, el pasado miércoles, en el pueblo vecino de Coyoacán; el discutido pintor contrajo matrimonio con la señorita Frieda (sic) Kahlo, una de sus discípulas. Como pueden apreciar, la novia fue vestida con ropa muy sencilla de calle, y el pintor Rivera de americana, y sin chaleco. La ceremonia fue modesta; se celebró en un ambiente muy cordial y discreto, sin ostentación ni formalidades pomposas. Después de su casamiento, los novios recibieron las calurosas felicitaciones de unos cuantos amigos íntimos[8].

Y luego este grupo de personas se trasladó a la Casa Azul. Matilde Kahlo aún estaba que echaba chispas, y farfullaba que Rivera parecía un «granjero obeso» -lo que no dejaba de ser mejor que verlo como una «rana gorda»-. Lupe Marín también había sido invitada, y después de una generosa cata de tequila, metió las manos bajo la falda de Frida y se la alzó. «¿Ven estos dos palos? -gritó Lupe-. ¡Son las piernas que Diego ahora tiene en lugar de las mías!». Luego se levantó la falda para mostrar sus torneadas piernas a manera de comparación. Frida se abalanzó sobre ella. Unos amigos sujetaron a las dos mujeres, y Frida salió de la habitación hecha una furia.

A Diego, por supuesto, le causó una gran alegría ver que dos mujeres con las que se había acostado y casado peleaban por él y fue a un bar a celebrar este acontecimiento. Su buen humor se extendió hasta altas horas de la madrugada, cuando sacó su fiel revólver Colt y, apuntando a través de una neblina de alcohol, empezó a disparar sin tregua. La clientela del bar corrió a ponerse a cubierto hasta que el percusor del revólver, al quedarse sin cartuchos, hizo un ruidito seco para indicar que estaba vacío.

Frida estaba que echaba chispas y se negó a pasar la noche con él. De hecho, no se mudó en varios días a su casa ubicada en el número 104 de Paseo de la Reforma[9].

Aunque esto aún no se sabía en aquel momento, esta boda y los días que le siguieron constituyeron un ejemplo de la vida que llevarían juntos.

La señora de Rivera empezó a encargarse del gobierno de la casa de Diego cuando éste fue nombrado director de la Academia de San Carlos, su antigua escuela de arte. Un par de semanas después de asumir este cargo, las reformas que Diego quiso hacerle al programa de estudios de la institución tuvieron una agria acogida y, en resumidas cuentas, se le pidió que abandonara la Academia. En ese momento aceptó trabajar en la creación de una serie de murales en el Palacio Nacional para representar la historia de México. Era una empresa titánica, y en los años que siguieron la retomaría en infinidad de ocasiones. Necesitó cinco años sólo para terminar la caja de la escalera, y sólo comenzó a hacer el mural del patio del Palacio en 1942.

Representando su papel de esposa consagrada, Frida se reconcilió con Lupe Marín, quien le enseñó a preparar el mole favorito de Diego, postres con alto contenido de grasas y azúcar, y otros platos que la mantenían trabajando activamente durante diez o doce horas al día. Tal y como lo había hecho Lupe, todos los días Frida le llevaba el almuerzo a Rivera al andamiaje. Puesto que sus deberes como esposa afectuosa le exigían cada vez más tiempo, prácticamente dejó de pintar. No obstante, en 1929 logró poner en orden su universo psicológico de una manera creativa, e hizo una pintura en la que parece dar un paso para distanciarse de aquello que produjo su caos físico.

Pintó El bus, obra que no tiene nada de dramático, que no es una reconstrucción ni un simulacro sentimental del accidente, y que ni siquiera es una imprecación contra su destino. Es la representación del interior de un autobús, en el que viajan seis pasajeros sentados en un banco lateral frente a las ventanas: una madre que va de compras, un plomero vestido con overol, una india descalza con un bebé en sus brazos, un niño, un gringo rubio con su traje occidental y sombrero de ala ancha y copa baja, y una joven mexicana que también lleva puesto un vestido occidental. Se encuentran frente a nosotros pero no nos miran, están inmersos en sus propios pensamientos. Es como si Frida pudiera volver a montar en el autobús sin sentir miedo alguno. Estos anónimos modelos son retratos de la vida, y Frida ha logrado seguir adelante con la suya.

La otra pintura que hizo, un óleo sobre aglomerado, se intitula El tiempo vuela. En este autorretrato, en el que lleva puesta una frágil blusa blanca con mangas ribeteadas de encajes y un pesado collar indígena de jade en el cuello, Frida nos mira fijamente. Unos extraordinarios aretes antiguos cuelgan de sus orejas. La expresión de su rostro es franca, pero en ella se insinúa una sonrisa, como si estuviera esperando que un fotógrafo oprimiera el obturador antes de soltar la carcajada. Infinidad de palabras se han escrito para intentar interpretar el simbolismo del avión que asciende en el cielo, que puede verse a través de las ventanas con cortinas negras del balcón que se encuentra detrás de ella, o el significado del reloj despertador que está sobre el atril de madera detrás de su hombro izquierdo. Conociendo la situación en que se encontraba en 1929, el positivo cambio de su suerte, el hecho de que hubiera un nuevo hombre en su vida, la certeza de haber mejorado su técnica, además de su habitual vivacidad, es muy posible que Frida Kahlo simplemente estuviera disfrutando con el hecho de hacer una broma visual, una ingeniosidad para alegrar el ánimo: el tiempo vuela.

Frida Kahlo, Autorretrato como una tehuana o Diego en mi mente, 1943. Óleo sobre aglomerado, 76 x 61 cm. Colección Jacques y Natasha Gelman, Ciudad de México.

Frida Kahlo, Mi muñeca y yo o Autorretrato sentada sobre la cama, 1937. Óleo sobre metal, 40 x 31 cm. Colección Jacques y Natasha Gelman, Ciudad de México.

Diego Rivera, Modesta, 1937. Óleo sobre lienzo. Colección privada.

En diciembre de 1930 el embajador de Estados Unidos, Dwight Morrow, le encargó a Rivera la realización de una serie de murales -Historia de Cuernavaca y Morelos, Conquista y Revolución- en el Palacio de Cortés de Cuernavaca, al sur de ciudad de México. Frida acompañó a Diego en este viaje, y la pareja se hospedó en una casa que Morrow tenía para pasar los fines de semana. En esta ocasión ella pasó bastante tiempo mirando trabajar a Diego en el proyecto y haciendo alguna pregunta o crítica esporádica. En lugar de molestarse con estas intromisiones, Diego encontró que muchas de sus sugerencias le eran muy útiles. Tras adquirir un gran respeto por los conocimientos artísticos y la perspicacia intelectual de Frida respecto a su trabajo, Diego sería influenciado por las ideas de su esposa durante el resto de aquella relación.

Por aquella misma época, el Partido Comunista se hartó de Diego Rivera. Pese a que fue uno de sus líderes políticos y a que en todos los mítines demostró su solidaridad con la ideología de esta agrupación, los trabajos ocasionales que hacía para los capitalistas iban en contra de los principios de los ideólogos más conservadores. En 1929 fue expulsado del partido y, para demostrarle su lealtad, Frida también abandonó sus filas. Sin embargo, ninguno de los dos renunció a los objetivos del comunismo y ambos siguieron defendiendo sus causas anticapitalistas, pero este apoyo lo brindaron desde la barrera.

En Cuernavaca Frida sufrió un aborto a los tres meses de su primer embarazo. Para rematar este catastrófico acontecimiento, poco después descubrió que Diego la había estado engañando con una de sus ayudantes. Fue en este momento que pronunció su frase más citada: «He sufrido dos grandes accidentes en mi vida: uno fue un autobús y el otro Diego».

A finales de la década de 1920, el clima político de México cambió de nuevo, y Diego quedó atrapado en medio de una batalla ideológica. No sólo era considerado persona non grata por parte de la dirección general del Partido Comunista, sino que además el gobierno se había cansado de ver aparecer temas socialistas en los murales «históricos» que se encontraban por todo el país. Sintiendo que era vigilado permanentemente, Rivera aceptó hacer unos trabajos que le ofrecieron en San Francisco, y se fue a Estados Unidos llevándose sus pinceles y a Frida.

Estados Unidos se había estado lavando las manos con respecto a la violenta reacción contra el comunismo que se produjo al finalizar la primera guerra mundial, ideología a la que se dio por llamar la Amenaza Roja. Los comunistas, anarquistas y simpatizantes de estas tendencias estaban siendo aniquilados en el país y muchos de ellos eran deportados a Europa. Dos italianos, Sacco y Vanzetti, fueron acusados de asesinato luego de perpetrar un robo. En el proceso de investigación, que duró seis años, ambos fueron vinculados con los «rojos», y fueron electrocutados en agosto de 1927. Justo en esta época uno de los comunistas más célebres del mundo, Diego Rivera, llegó resueltamente a tocar las puertas de la aduana de California solicitando una visa de trabajo. Afortunadamente, Albert Bender, un coleccionista de arte conocido en todo el mundo, intervino a su favor y, en nombre de las bellas artes, las puertas se abrieron.

Para expresarle su gratitud a Bender, Frida le dedicó el retrato de su boda, Frida y Diego Rivera, al que le añadió una paloma que llevaba una banderola contando la historia de la dedicatoria[10]. Él quedó tan complacido con este gesto que se convirtió en uno de sus primeros mecenas. La pintura muestra a Diego -con paleta, pinceles y todo-, como el pintor «oficial de la familia», y a Frida tomando su mano y vestida como una sumisa esposa mexicana. Aunque es verdad que éste era el papel que había asumido hasta entonces, esto habría de cambiar durante los ochos meses en los que Diego trabajó haciendo el mural para la Bolsa de San Francisco. La señora de Rivera estaba experimentando un proceso de cambio.

Los artistas de San Francisco estaban dispuestos a recibir a Diego con bombos y platillos, pero nada los había preparado para aquella bomba en miniatura que era la esposa del muralista. Edward Weston, el fotógrafo, había entablado amistad con Diego durante la temporada que pasó en México creando un extraordinario conjunto de obras. En California volvió a fotografiar a Rivera y además conoció a Frida. Weston llevaba un meticuloso diario, y en éste escribió acerca de su encuentro con la señora de Rivera.

Existe un marcado contraste entre Lupe [Marín, ex esposa de Rivera], y ella: menuda, parece una muñequita junto a Diego, pero sólo en tamaño, pues es una mujer fuerte y muy bonita, en la que aparecen muy pocos rasgos de la sangre alemana de su padre. Se viste con trajes típicos e incluso se pone huaraches [sandalias de cuero], causando gran conmoción en las calles de San Francisco. La gente se para en saco para mirarla, maravillada[11].

Frida llegó a Estados Unidos en el momento en que la Gran Depresión empezaba, acabando con fortunas, cerrando bancos, haciendo que los agricultores abandonaran sus tierras al encontrar avisos de ejecución de hipoteca clavados en las puertas de sus granjas. La diversión de los locos años veinte ya no era más que un nostálgico recuerdo. Pero aun así, había dinero para hacer murales y para que la alta sociedad de San Francisco diera fiestas de bienvenida en las que agasajaba a Diego y escudriñaba a Frida. Pese a todas sus lecturas de temas filosóficos y a su retórica política, ella no era más que una joven provinciana de 23 años que por primera vez se alejaba de su país y de su círculo de amigos. Frida eludía a la gente de San Francisco, pues le parecía que los nativos eran «aburridos» y que tenían caras como «galletas sin hornear». Sin embargo, le gustaba salir de expedición a las tiendas, y en estas excursiones descubrió que para ella el inglés era una lengua difícil de dominar. Por lo tanto, contaba siempre con la compañía de su amiga Lucile Blanch, artista y esposa de uno de los ayudantes de Diego.

A diferencia de lo que había sucedido en Cuernavaca, donde había asumido el papel de esposa abnegada, en la ciudad junto a la bahía Frida tenía mucho tiempo a su disposición. Diego había elegido a Helen Wills Moody, la famosa tenista, para ser la modelo de la madre naturaleza que representaría en su mural de la Bolsa de San Francisco, Alegoría de California. Como ya era habitual en él, tuvo una aventura amorosa con Moody. Frida, a su vez, mantuvo relaciones sexuales con Christina Hastings, la esposa de uno de los ayudantes de Rivera. Al tiempo que este affaire seguía su curso, la salud de Frida empezaba a deteriorarse una vez más. Los tendones de su pie y su tobillo izquierdos se irritaron y le costaba mucho trabajo caminar. Decidió consultar a un médico de San Francisco amigo de Rivera, el doctor Leo Eloesser[12].

El médico y la artista de inmediato entablaron amistad. Además de establecer que Frida tenía escoliosis, deformación de la columna, descubrió la relación que según él existía entre la reaparición de los problemas de su pierna y su pie y la tensión que le producía su caótica vida emocional. Sus problemas físicos se manifestaban cuando alguna crisis grande o pequeña tenía lugar, tal como el último amorío público de Diego. Eloesser le recomendó llevar un estilo de vida saludable para apaciguar sus dolores físicos y mentales. Ella mantuvo esta amistad, pero hizo caso omiso de la mayoría de los consejos que le dio el doctor.

Diego Rivera, Autorretrato, 1949. Óleo sobre lienzo, 31 x 26,5 cm. Colección privada, Houston.

Frida Kahlo, Estudio para el Retrato de Luther Burbank, 1931. Carbón sobre papel, 29 x 21 cm. Colección Juan Coronel Rivera, México.

Frida Kahlo, Retrato de Luther Burbank, 1931. Óleo sobre aglomerado, 86,5 x 61,7 cm. Museo Dolores Olmedo, Ciudad de México.

Frida Kahlo, Retrato de Virginia, 1929. Óleo sobre aglomerado, 77,3 x 60 cm. Museo Dolores Olmedo, Ciudad de México.

En lugar de seguir sus recomendaciones, volvió a concentrarse en su arte y se dedicó a pintar una serie de retratos. Entretanto, Rivera creaba su humorístico mural de la Escuela de Bellas Artes de California, La elaboración de un fresco, exposición de un edificio en la una ciudad, en el que se representaba a sí mismo y a sus ayudantes montados en un andamiaje pintando el mural que se constituiría en una obra maestra de la técnica del trompe l’oeil. Frida también creó su propia obra maestra. Hizo un retrato de Luther Burbank, el célebre horticultor cuyos 53 años dedicados al cruce de especies vegetales habían hecho una enorme contribución a la agricultura del estado de California. Había muerto hacía poco tiempo, pero ella conmemoró su existencia mediante una fantasía en la que unió su cuerpo con la tierra y con la abundancia de riquezas que su trabajo había producido. Esta pintura marcó el inicio de una desviación de su obra respecto a su estilo habitual de hacer retratos, así como un viraje hacia un trabajo artístico más narrativo que contenía un conjunto de símbolos en constante expansión. El Retrato de Luther Burbank logró hacer que pasara de tener la reputación de retratista competente de poca monta, cuyo trabajo era eclipsado por el de su famoso esposo, a la de talento naciente que podría tener algo importante que decir.

Su Luther Burbank parece surgir del milenario tocón de un árbol hueco hacia un paisaje desértico enmarcado por un cielo azul cubierto de nubes turbulentas. El sol californiano baña la escena que se encuentra encima de la tierra como si su luz proviniera de todas las direcciones. Árboles cargados de frutas, uno de ellos de abundante follaje y el otro un inverosímil injerto, hunden sus raíces en la tierra que brilla con resplandor dorado. El suelo bajo el tocón del árbol ha sido abierto para revelar una fértil tierra negra, la desgastada corteza del antiguo árbol y sus raíces alimentándose con gula de los restos óseos de Burbank. Su cuerpo renace para fertilizar los cultivos de California. Este sencillo homenaje alegórico marca el comienzo de la narrativa pictórica de Frida, o de sus pinturas estilo retablo.

Los retablos en México son pinturas pequeñas, normalmente hechas sobre pedazos de estaño, que conmemoran un acontecimiento traumático. La palabra retablo significa «detrás del altar» y proviene de la tradición cristiano-mexicana. Tres elementos conforman un retablo en este país: la representación de un acontecimiento, la imagen de la Virgen de Guadalupe y el texto que describe el suceso. Las pinturas se le encargan a pintores profesionales de retablos, tradición de 150 años de antigüedad que estuvo a punto de desaparecer en las primeras décadas del siglo XX.

Frida acudió a su patrimonio cultural, despojándolo de todo contexto religioso y usando sólo sus elementos narrativos. También desenterró de su época de festejos en el Día de Muertos, la figura tradicional mexicana del esqueleto que representaba la celebración de la muerte. En Coyoacán, en esta fecha, las tiendas y casas eran decoradas con sonrientes calaveras y esqueletos. Calaveras hechas de azúcar eran devoradas por niños que llevaban máscaras esperpénticas, mientras sus familias recordaban a sus muertos y la continuidad de la vida con regocijo, desfiles, fuegos artificiales, explosivos y chispeantes, y velas ardiendo en la noche.

Frida hizo buen uso de su aislamiento y se dedicó a terminar un retrato a lápiz de su amante, Lady Christina Hastings, con una boina escocesa; pintó un óleo de cuerpo entero del Dr. Leo Eloesser con una goleta de velas cangrejas, y un retrato bastante mediocre de Mrs. Jean Wright, la esposa del ayudante principal de Diego, Clifford Wright. Esta pintura revela el poco interés que sentía Frida por su modelo, a quien consideraba egocéntrica y presuntuosa. Aparte del barrio chino, al que a Frida le encantaba ir para visitar sus tiendas y observar a los niños asiáticos -quienes miraban boquiabiertos su traje mexicano-, a Frida le parecía que San Francisco era poco interesante. Nunca utilizó su expansión urbana descontrolada ni su pintoresca bahía como tema de sus pinturas. Hubo varios hechos que influyeron en sus juicios y preferencias: haberse tenido que adaptar a una cultura diferente, haber sido llevada a la fuerza a un entorno ajeno a ella en el que era un objeto de curiosidad, y haberse alejado de sus amigos, parientes y de su idioma natal.

Diego Rivera, India hilando. Óleo sobre lienzo, 59,7 x 81,3 cm. Phoenix Art Museum, Phoenix.

En el momento en que su soledad la obligó a dedicarse de lleno a su trabajo artístico, empezó a considerar que sus obras tenían valor en calidad de arte público, y no sólo como entrañables recuerdos creados para sus amigos. El ambiente cosmopolita de San Francisco le reveló nuevos panoramas y posibilidades. En una carta dirigida a su amiga Isabel Campos, escribió:

No tengo amigas [...]. Así es que me paso la vida pintando. Para septiembre haré una exposición (la primera) en Nueva York. Aquí no me alcanzó el tiempo, y sólo pude vender algunos cuadros. Pero de todas maneras me sirvió de mucho venir aquí pues se me abrieron los ojos y vi hartas cosas nuevas y suaves[13].

Una vez que Diego acabó de hacer los murales que le habían encargado, los Rivera regresaron a México el 8 de junio de 1931. Con el dinero ahorrado gracias a su trabajo, Diego, en un acto de generosidad, le ayudó a Guillermo Kahlo a terminar de pagar la hipoteca de la Casa Azul de Coyoacán y quiso reanudar la pintura del fresco aún sin terminar del Palacio Nacional. También se le ocurrió una idea para la construcción de una residencia para su esposa y para él, que le presentó a un pintor y arquitecto amigo suyo, Juan O’Gorman. Diego sugirió que fueran erigidas dos casas al estilo internacional de la Bauhaus -minimalista y de corte angular- en la cercana zona de San Ángel. Estas casas serían construidas una al lado de la otra y quedarían unidas mediante un pequeño puente entre los últimos pisos. Cada una tendría su propia entrada y serviría como vivienda y estudio a los dos artistas, lo que constituía un reconocimiento de la creciente independencia de Frida. Por supuesto, este diseño también le ofrecería a Diego la privacidad necesaria para tener sus deslices sexuales.

A los pocos meses de haber regresado a México, Diego recibió una invitación del Museo de Arte de Nueva York para ayudar a organizar una retrospectiva de su obra. Pese a que esto significaba que tendría que alejarse de nuevo de sus raíces mexicanas, esta noticia debió haber alentado los planes de Frida de hacer una exposición de su propio trabajo. Sólo por esto estaba dispuesta a regresar a «gringolandia», y a codearse con insulsos artistas millonarios y con los miembros de la alta sociedad que revoloteaban en torno a Diego igual que bocas insaciables en torno a un jalapeño. La pareja se embarcó en el crucero Morro Castle a mediados de noviembre y llegó a Manhattan el 13 de diciembre de 1931, justo a tiempo para la exposición que tendría lugar el 23 de diciembre.

Como sucedió en San Francisco, Diego y Frida fueron adoptados a su llegada por todas las personalidades ricas y famosas de la ciudad, tanto por los millonarios de alcurnia como por los nuevos ricos. Igual que en la ocasión anterior, Diego era el centro de aquel torbellino. En las paredes de la galería se colgaron 150 obras suyas y se exhibieron ocho paneles de murales que Diego había preparado para la exposición. Los críticos de arte viajaron a Nueva York desde todo el país para aportar sus gotas a los ríos de tinta que corrieron sobre la exposición, al tiempo que 60.000 asistentes acudían a visitar cada una de las salas que la conformaban. La exposición fue un gran éxito.

Diego Rivera, Paisaje con cactus, 1931. Óleo sobre lienzo. Colección privada.

Diego Rivera, El día de los muertos, 1944. Óleo sobre chapa, 73,5 x 91 cm. Museo de Arte Moderno, Ciudad de México.

Frida Kahlo, Salón de belleza (I) o La permanente, 1932. Acuarela y lápiz sobre papel, 26 x 22 cm. Colección Augustín Cristóbal, Galería Arvil, Ciudad de México.

Carta a Isabel Campos

San Francisco, Calif., mayo 3 de 1931

Cuate querida:

Recibí tu cartita hace buten de siglos, pero no pude contestarte porque no estaba en San Francisco sino más al sur y tenía una bola de cosas que hacer. No puedes imaginarte el gusto que me dio recibirla. Tú fuiste la única amiga que se acordó de mí. He estado muy contenta, nada más que extraño mucho a mi mamá. La ciudad no tienes idea de lo maravillosa que es. Te escribo poco de ella para tener harto que contarte.

Llegaré muy pronto al poderoso «pueblo». Yo creo que a mediados de éste y entonces te platicaré buten de cosas. Hartas habladas...

Quiero que me saludes con mucho cariño a tía Lolita, a tío Panchito y a todos tus hermanos y hermanas, con especialidad a Mary.

La ciudad y la bahía son «padres». El gringuerío no me cae del todo bien, son gente muy sosa y todos tienen caras de bizcochos crudos (sobre todo las viejas). Lo que es resuave aquí es el barrio chino, la manada de chinos son resimpáticos. Y no he visto niños más bonitos en toda mi vida que los niños chinos. ¡Bueno! una cosa maravillosa, quisiera robarme uno para que lo vieras.

Del inglés no quiero ni platicarte porque estoy hecha una atascada. Ladro lo más esencial, pero es dificilísimo hablarlo bien. Sin embargo me doy a entender aunque sea con los malvados tenderos.

No tengo amigas. Una o dos que no pueden llamarse amigas. Así es que me paso la vida pintando. Para septiembre haré una exposición (la primera) en Nueva York. Aquí no me alcanzó el tiempo y sólo pude vender algunos cuadros. Pero de todas maneras me sirvió de mucho venir pues se me abrieron los ojos y vi hartas cosas nuevas y suaves.

Tú que puedes ver a mi mamá y a Kitty cuéntame de ellas. Te lo agradecería de veras. Todavía (si es que quieres) te alcanza el tiempo de escribirme una carta. Yo te pido que lo hagas pues me dará muchísimo gusto. ¿Será mucho pedir?

Salúdame a todos, si ves al Dr. Coronadito, a Landa, al Sr. Guillén. A todos los que se acuerden de mí. Y tú, cuatezoncita linda, recibe el cariño de siempre de tu cuate que te quiere mucho.

Freiducha

Besos a tu mamacita, papá y hermanos.

Mi dirección: 716 Montgomery St.

Carta al Doctor Leo Eloesser

Coyoacán, a 14 de junio de 1931

Querido doctor:

No se puede imaginar la pena que nos dio no verlo antes de venimos para acá, pero fue imposible, yo telefoneé tres veces a su oficina, sin encontrarlo, pues nadie contestó, entonces le dejé dicho a Clifford que me hiciera el favor de explicarle a usted. Además, imagínese que Diego estuvo pintando hasta las doce de la noche anterior al día que salimos de San Francisco y ya no tuvimos tiempo de nada, así es que esta carta es en primer lugar para pedirle mil perdones y decirle también que llegamos con bien a este país de las enchiladas y los frijoles refritos. Diego ya está trabajando en el Palacio. Lo he tenido un poco malo de la boca; además, está cansadísimo. Yo quisiera que si usted le escribe, le diga que es necesario para su salud que descanse un poco, pues si sigue trabajando así, se va a morir. Usted no le diga que yo le conté que está trabajando tanto, pero dígale que lo supo usted y que es absolutamente necesario que descanse un poco. Se lo agradecería muchísimo.

Diego no está contento aquí, porque extraña la amabilidad de la gente de San Francisco y a la ciudad misma. Ya no quiere otra cosa más que regresar a Estados Unidos a pintar. Yo llegué muy bien, flaca como siempre y aburrida de todo, pero me siento mucho mejor. Yo no sé con qué pagarle a usted mi curación y todas las finezas que tuvo usted conmigo y con Diego. Sé que con dinero sería la peor manera, pero el agradecimiento más grande que pudiera tener nunca compensaría su amabilidad, así que le suplico y le ruego sea tan bueno de mandarme decir cuánto le debo, pues no se puede imaginar con qué pena me vine sin haberle dado nada que equivaliera a su bondad. En la carta que me conteste, cuénteme cómo está, qué hace, todo, y por favor salúdeme a todos los amigos, con especialidad particular a Ralph y a Ginette.

México está como siempre, desorganizado y dado al diablo, sólo le queda la inmensa belleza de la tierra y de los indios. Cada día, lo feo de Estados Unidos le roba un pedazo, es una tristeza, pero la gente tiene que comer y no hay más remedio que el pez grande se coma al chiquito. Diego lo saluda muchísimo y recibí el cariño que sabe le tiene

Frieda

Frida Kahlo, San Nicolás, c. 1932 (fechado 1937). Técnica mixta (acuarela y carbón) sobre papel, 23 x 27 cm. Colección Juan Coronel Rivera, México.

Frida Kahlo, Retrato del doctor Leo Eloesser, 1931. Óleo sobre aglomerado, 85,1 x 59,7 cm. Escuela de Medicina de la Universidad de California, San Francisco.

En esta efusión de prosa de la que hicieron gala los comentaristas, se describió a la menuda joven mexicana de 24 años que iba del brazo de Diego Rivera como «tímida» y «modesta», y de pasada se mencionó que «también hace un poco de pintura».

Frida tuvo que ir de una fiesta de bienvenida a otra, sonreír, brindar y responder preguntas que le gritaban lentamente, como si esto hiciera que el inglés fuera una lengua mucho más comprensible. Cuando regresaron al hotel, ella le escribió al doctor Eloesser:

La high society de aquí me cae muy gorda y siento un poco de rabia contra todos estos ricachones de aquí, pues he visto a miles de gentes en la más terrible miseria[14].

Su curioso rechazo de las condiciones urbanas en Estados Unidos al comienzo de la Gran Depresión no hace más que resaltar su ingenua retórica política respecto al levantamiento de las masas, puesto que ella en realidad nunca tuvo contacto alguno con el pueblo sumido en la pobreza de su natal México. Pero ver en Nueva York la inmensa brecha entre las limusinas con chofer yendo majestuosamente de un lado para otro y las colas de mendigos arrastrando los pies para entrar en los comedores de beneficencia, debió reforzar la sensibilidad socialista de Frida. El menosprecio que sentía por sus anfitriones norteamericanos también podía ser una consecuencia indirecta del hecho de haber sido ignorada una vez más como pintora. Aunque Diego no hacía más que alabar sus pinturas, nadie le proponía montar una exposición de su obra. No había dejado de ser «la señora de Rivera».

Un aspecto positivo de su presencia en Nueva York fue que Frida tuvo la oportunidad de ver las obras originales de una gran variedad de maestros contemporáneos. No es difícil imaginarla recorriendo las galerías del Museo de Arte Moderno, observando detenidamente a los surrealistas y expresionistas, a Picasso y a Braque, así como los sueños escapistas de De Chirico y otras creaciones profundamente personales y abstractas.

Diego aceptó un encargo en Detroit, Michigan, centro industrial de Estados Unidos, para pintar un mural en el vestíbulo del Instituto de las Artes de Detroit. Le gustaba la idea de las obreros, de la de la monotonía del trabajo repetitivo, dejándoles más tiempo para emprender la revolución de la clase trabajadora. Detroit era el ejemplo por excelencia del capitalismo norteamericano, en el que la era de la máquina se encontraba con el proletariado, terreno perfecto para el derrocamiento de los imperialistas que compraban su obra. Los Rivera llegaron en tren el 21 de abril de 1932. Frida era mucho menos optimista respecto a aquella ciudad envuelta en humo a orillas del río Rouge. Le escribió al doctor Eloesser que Detroit:

... [le daba la impresión] de una aldea antigua y pobre, me pareció como un poblado, no me gusta nada. Pero estoy contenta porque Diego está trabajando muy a gusto aquí, y ha encontrado mucho material para sus frescos que hará en el museo. Está encantado con las fábricas, las máquinas, etcétera; parece niño con juguete nuevo[15].

Frida Kahlo, Unos cuantos piquetitos, 1935. Óleo sobre metal, 38 x 48,5 cm (con marco), 29,5 x 39,5 cm (sin marco). Museo Dolores Olmedo, Ciudad de México.

Frida no se había sacado de la cabeza la posibilidad de tener niños. No acababan de desempacar las maletas cuando descubrió que estaba embarazada. La sola idea le alegraba y a la vez la aterrorizaba. Siempre le habían gustado los niños y tenía un profundo instinto maternal, del cual había hecho profusas manifestaciones con Diego. Pero le tenía miedo a su herencia y a su capacidad de llevar a feliz término su embarazo. Frida se confió a Eloesser:

¿Usted cree que sería más peligroso abortar que tener el hijo? [...] Usted mejor que nadie sabe en qué condiciones estoy. En primer lugar, con esa herencia en la sangre [la epilepsia de Guillermo] no creo yo que el niño pudiera salir muy sano. En segundo lugar, yo no estoy fuerte y el embarazo me debilitaría más. [...] Aquí no tengo a nadie de mi familia que pudiera atenderme durante y después del embarazo, pues el pobrecito de Diego por más que quiera no puede, pues tiene encima el problema de su trabajo y miles de cosas[16].

Sus conflictos eran muy reales, y si pensaba que el hecho de tener un bebé pondría fin a las aventuras amorosas de Diego, es muy probable que estuviera equivocada. Él ya había abandonado a dos hijos que había tenido en un matrimonio anterior y rara vez veía a la hija que le había dado Lupe Marín.

Consultó a un médico de Detroit, quien le dijo que el bebé podría nacer por cesárea. Decidió entonces tener el niño. El médico de Detroit le ordenó guardar cama. Como de costumbre, Frida hizo caso omiso de estas recomendaciones: empezó a tomar lecciones de manejo y fue en varias ocasiones al lugar donde Diego se encontraba pintando el mural. Por otra parte, siguió acompañando a Diego a las casas y fiestas de los magnates de la ciudad de los motores, vestida con sus trajes de tehuana de colores vivos y sus brazos, cuello y dedos cubiertos de joyas antiguas. Al darse cuenta de que los gringos se escandalizaban con facilidad, eran cortos de entendederas y no pensaban más que en la búsqueda de la fama, dejó salir los aspectos más extravagantes de su personalidad. Una noche en que Henry Ford -tristemente célebre por su antisemitismo- la llevaba del brazo al comedor donde tendría lugar una cena, muchos de los invitados se quedaron boquiabiertos cuando Frida le preguntó: «¿Mr. Ford, es usted judío?».

En el hotel Wardell, donde la pareja se hospedaba, estaba prohibido el ingreso de judíos. Cuando Diego le dijo a la dirección del hotel que Frida y él tenían sangre judía, de inmediato se levantó la restricción[17].

Al cuarto mes de embarazo -el 4 de julio de 1932-, Frida sufrió un aborto espontáneo. Lucienne Bloch, una de las ayudantes de Diego y amiga de Frida, la encontró temprano en la mañana sentada sobre un charco de sangre y gritando. Siguió sangrando profusamente durante todo el camino al hospital Henry Ford, y pasó la mayor parte del día expeliendo coágulos de sangre y los tejidos de lo que había sido su bebé. «¡Quisiera estar muerta! -exclamó desesperada-. ¡No sé por qué tengo que seguir viviendo así!».

Agotada emocional y físicamente, recurrió a su único consuelo: la pintura. Pidió que le llevaran libros de medicina para estudiar imágenes de embriones y anatomía, pero los médicos no aceptaron. Diego le llevó algunos libros a escondidas y ella empezó a dibujar. Al igual que en el Retrato de Luther Burbank, Frida logró convertir su soledad y su depresión en actividad creativa. Sólo que en esta ocasión los temas eran mucho más personales y ella tuvo que escrutar sus emociones para contar su triste historia.

Frida Kahlo, El difuntito Dimas Rosas muerto a los tres años de edad, 1937. Óleo sobre aglomerado, 48 x 31,5 cm. Museo Dolores Olmedo, Ciudad de México.

Frida Kahlo, Mi nacimiento, 1932. Óleo sobre metal, 30,5 x 35 cm. Colección privada, Estados Unidos.

Frida Kahlo, Frida y el aborto o El aborto, 1932. Litografía sobre papel, 29,3 x 23 cm. Museo Dolores Olmedo, Ciudad de México.

Logró hacer varias pinturas y algunas litografías durante su estadía en Detroit. Cuando se encontró lo suficientemente bien para salir del hospital, Diego le pidió a la Nueva Escuela para Trabajadores, donde estaba haciendo un mural, que le montaran a Frida un pequeño estudio que contara con piedras litográficas y una prensa. Su litografía monocroma Frida y el aborto, se asemeja a una ilustración médica que representa todos los pasos que condujeron al infortunado suceso: desde el semen y los óvulos hasta el cigoto y el feto unido al cuerpo de Frida por el cordón umbilical enroscado alrededor de su pierna. Sus ojos y su vagina derraman lágrimas que van a dar a un montón de sangre coagulada que se encuentra a sus pies. La sangre fertiliza algunas plantas, haciendo alusión al retrato de Burbank y al ciclo de la vida. Esta obra es la agrupación analítica de imágenes asépticas sobre una superficie plana, imágenes que hieren profundamente con sus límpidas incisiones. La litografía le pareció a esta artista un medio poco satisfactorio, y las impresiones de esta obra son los únicos ejemplos de su empleo de la técnica. Las pinturas Aparador en una calle de Detroit, Hospital Henry Ford o La cama voladora, Autorretrato (de pie) a lo largo de la frontera entre México y Estados Unidos y Mi nacimiento constituyen un cuerpo artístico completamente diferente.

Como si el aborto no hubiera sido bastante agobiante, Frida recibió la noticia de que su madre se estaba muriendo de cáncer. Cuando aún estaba intentando reponerse de su trauma, se vio obligada a regresar a Coyoacán a la mayor brevedad posible. No pudo encontrar cupo en ningún vuelo hacia México y las llamadas a este país habían sido suspendidas temporalmente. Decidió entonces viajar en tren y autobús, trayecto de por sí arduo para una persona que gozara de buena salud. Diego insistió en que Lucienne Bloch la acompañara. Frida llegó a México el 8 de septiembre y su madre murió el 15 del mismo mes del año 1932. Se quedó un tiempo con su padre y su familia, aprovechando para inspeccionar los trabajos de construcción de las casas gemelas, hasta que no pudo aguantar más las ganas de regresar con Diego. El 21 de octubre, Lucienne y ella ya estaban de regreso en Detroit, y en este momento se enteró de que le habían ofrecido un nuevo trabajo a Diego, esta vez para hacer un mural en el vestíbulo del edificio de la RCA, en el Centro Rockefeller de la ciudad de Nueva York. Después de esto, la Feria Mundial de 1933, que tendría lugar en Chicago, quería un mural que tratara el tema de «la maquinaria y la industria»[18]. Diego tuvo que trabajar hasta el agotamiento para terminar el proyecto de Detroit y, por lo tanto, no pudo dedicarle mucho tiempo a su esposa. Frida volvió a coger sus pinceles para intentar levantarse el ánimo.

Para combatir el silencio de su cuarto de hotel, Frida soportó la presencia de una periodista del lugar, Florence Davies, cuya columna «Muchachas del ayer» tenía como tema central «la visita a las casas de gente interesante». Florence se presentó en la habitación de Frida del hotel Wardell para charlar con la artista. Hayden Herrera, el biógrafo de Frida Kahlo de mayor autoridad, reprodujo la escena en la que Frida solapó su mordaz ingenio para representar, para la columnista, el papel de la esposa impertinente pero llena de adoración por su marido. El artículo se titula: «La esposa del maestro muralista juega, regocijada, con el arte». Davies escribió:

Carmen Frida Kahlo Rivera [...] es una pintora por derecho propio, aunque muy poca gente lo sepa. «No -explica -, no estudié con Diego. No estudié con nadie. Simplemente empecé a pintar». Entonces aparece cierto brillo en sus ojos. «Por supuesto, Diego lo hace bastante bien, considerando que es un niño -aclara-, pero soy yo la gran artista». El brillo de ambos ojos negros estalla y se convierte en una carcajada. [...] Sólo pinta en Detroit porque le sobra mucho tiempo, todas las largas horas que su esposo pasa trabajando en el patio [...][19].

Frida Kahlo, Frida y la operación cesárea, 1932. Óleo sobre lienzo, 73 x 62 cm. Colección privada.

Frida Kahlo, Hospital Henry Ford o La cama voladora, 1932. Óleo sobre metal, 30,5 x 38 cm. Museo Dolores Olmedo, Ciudad de México.

Carta al Doctor Leo Eloesser

Detroit, 26 de mayo de 1932

[…] De mí tengo mucho que contarle, aunque no es muy agradable que digamos. En primer lugar, de salud no estoy nada bien. Yo quisiera hablarle de todo menos de eso, pues comprendo que ya debe estar usted aburrido de oír quejas de todo el mundo y con la gente enferma, de enfermedades, y sobre todo de los enfermos, pero quiero tener la pretensión de creer que mi caso será un poco diferente porque somos amigos y tanto Diego como yo lo queremos mucho. Eso usted lo sabe bien […]

La cuestión más importante ahora y es lo que quiero consultar con usted antes que con nadie es que tengo dos meses de embarazada, con ese motivo volví a ver al doctor Pratt, el que me dijo que sabía en qué condiciones generales estaba yo, porque había hablado con usted acerca de mí, en Nueva Orleans, y que no necesitaba yo explicarle otra vez la cuestión del accidente, la herencia, etcétera, etcétera. Como por el estado de salud en que estoy creí fuera mejor abortar, se lo dije, y me dio una dosis de quinina y una purga de aceite de ricino muy fuerte. Al día siguiente de haber tomado esto tuve una ligerísima hemorragia, casi nada. Durante cinco o seis días he tenido algo de sangre, pero poquísima. De todas maneras yo creí que había abortado y fui a ver al doctor Pratt otra vez. Me examinó y me dijo que no, que él está completamente seguro de que no aborté y que su opinión era que sería mucho mejor si en lugar de hacerme abortar con operación me dejara yo la criatura y que a pesar de todas las malas condiciones de mi organismo teniendo en cuenta la pequeña fractura en la pelvis, espina, etcétera, etcétera, podría yo tener un hijo con operación cesárea sin grandes dificultades. Él dice que si nos quedamos en Detroit durante los siguientes siete meses de embarazo, él se encargaría de atenderme con todo cuidado. Yo quiero que usted me diga qué opina, con toda confianza, pues yo no sé qué hacer en este caso. Naturalmente, yo estoy dispuesta a hacer lo que usted crea que me convenga más para mi salud, y Diego dice lo mismo. ¿Usted cree que sería más peligroso abortar que tener el hijo? Hace dos años que aborté en México con una operación, más o menos en las mismas condiciones que ahora, con un embarazo de tres meses. Ahora no tengo más que dos y creo yo que sería más fácil, pero no sé por qué el doctor Pratt piensa que me convendría más tener al hijo. Usted mejor que nadie sabe en qué condiciones estoy. En primer lugar, con esa herencia en la sangre no creo yo que el niño pudiera salir muy sano. En segundo lugar, yo no estoy fuerte y el embarazo me debilitaría más. Además, en este momento la situación para mí es bastante difícil, pues no sé exactamente cuánto tiempo Diego necesitará para terminar el fresco y si, como yo calculo, fuera en septiembre, el niño nacería en diciembre y tendría yo que irme a México faltando tres meses para que naciera. Si Diego acaba más tarde, lo mejor sería que me esperara yo a que la criatura naciera aquí, y de todas maneras habría terribles dificultades para viajar con un niño de días. Aquí no tengo a nadie de mi familia que pudiera atenderme durante y después del embarazo, pues el pobrecito de Diego por más que quiera no puede, pues tiene encima el problema de su trabajo y miles de cosas. Así es que con él no contaría yo para nada. Lo único que podría yo hacer en ese caso sería irme a México en agosto o septiembre y tenerlo allá. No creo que Diego esté muy interesado en tener un hijo, pues lo que más le preocupa es su trabajo y tiene sobrada razón. Los chamacos vendrían en tercer o cuarto lugar. Para mí no le sé decir si sería bueno o no tener un niño, pues como Diego continuamente está viajando y por ningún motivo quisiera dejarlo solo y yo quedarme en México, sería eso solamente dificultades y latas para los dos ¿no le parece? Pero si realmente usted opina como el doctor Pratt, que para mi salud es mejor no abortar y tener a la criatura, todas esas dificultades pueden subsanarse en alguna forma. Lo que quiero saber es su opinión, más que la de nadie, pues usted sabe en primer lugar mi situación y le agradecería yo en el alma que me dijera claramente qué es lo que usted piensa que sería mejor. En caso de que la operación para abortar fuera más conveniente, le ruego que le escriba al doctor Pratt, pues probablemente él no se da cuenta bien de todas las circunstancias y como es en contra de la ley hacer abortar, quizá él tiene temor o algo y más tarde sería imposible hacerme la operación.

Si, por lo contrario, usted cree que tener al niño pueda mejorarme, en ese caso quiero que me diga si sería preferible que me vaya a México en agosto y tenerlo allá, con mi mamá y mis hermanas, o esperar a que nazca aquí. Ya no quiero darle más molestias… Todo el tiempo quiero vomitar con el dichoso embarazo y ¡estoy fregada! Me canso de todo, pues la espina me molesta y con lo de la pata también estoy bastante amolada, pues no puedo hacer ejercicio y en consecuencia, ¡la digestión está de la trompada! Sin embargo, tengo voluntad de hacer muchas cosas y nunca me siento decepcionada de la vida, como en las novelas rusas. Comprendo perfectamente mi situación y más o menos estoy feliz, en primer lugar, porque tengo a Diego, a mi mamá y a mi papá; los quiero tanto. Creo que es suficiente y no le pido a la vida milagros ni mucho menos. De mis amigos a usted es al que más quiero y por eso me atrevo a molestarle con tanta tontería. Perdóneme y cuando me conteste esta carta, cuénteme cómo ha estado y reciba de Diego y de mí nuestro cariño y un abrazo de Frieda

Si usted cree que me debo hacer la operación inmediatamente le agradecería me pusiera un telegrama diciéndome el asunto. Muchas gracias F.

Frida Kahlo, Sin título (dibujo con tema inspirado por filosofía del Este), 1946. Tinta sepia sobre papel, 18 x 26,7 cm. Colección privada.

Frida Kahlo, Sin título (dibujo con tema de cataclismo), 1946. Tinta sepia sobre papel, 18 x 26,7 cm. Colección privada.

Independientemente del carácter chismoso de esta «columna para damas», Frida finalmente empezaba a salir de la posición de mujer «tímida y retraída» para sentir sus alas desplegarse en el momento en que aquellas pocas migajas de reconocimiento caían en sus manos. Al tiempo que iba de compras y pasaba algunos momentos agradables en compañía de Lucienne, dejaba una estela de pinturas excepcionales a su paso a manera de recordatorio de sus sentimientos más profundos y sombríos. Una de ellas, un retablo que probablemente empezó antes de su viaje a México, se titula Mi nacimiento. Para que reprodujera con mayor fidelidad los retablos que se encontraban en las iglesias mexicanas en los que se basaban sus pinturas narrativas, Diego le sugirió que trabajara sobre metal. Y al igual que el metal sobre el cual fue pintado, Mi nacimiento es una evocación fría e impersonal que representa la llegada de Frida Kahlo al mundo: su cabeza de mujer adulta emerge con gran dificultad de su propio útero, sale en medio de unas piernas abiertas en unas sábanas empapadas de sangre. La cabeza de la madre está cubierta por una tela, como si la hubieran envuelto con una mortaja. Nadie se encuentra presente en esta escena. Es un nacimiento lúgubre.

En Mi nacimiento vuelve a aparecer el contexto religioso del que había desprovisto al Retrato de Luther Burbank, al poner sobre la cama una imagen de la Mater Dolorosa, una virgen llorando, en lugar del rostro oculto de la madre. Sin embargo, al tiempo que la artista retoma un elemento, retira otro. Frida pone la banderola de mensajes, que normalmente describe el acontecimiento y ofrece una oración a la Virgen, en la parte inferior de la pintura. Pero esta vez está en blanco. ¿A quién ha de agradecerse cuando se ha sido maltratado constantemente por el destino?

En la obra Hospital Henry Ford, la ciudad de Detroit aparece en el horizonte lejano, abstracto telón de fondo industrial, mientras una cama parece levitar sobre una planicie marrón (a esta pintura también se le denomina La cama voladora). En ella se representa a Frida desnuda, con lágrimas en su cara demacrada y gris, acostada sobre un charco de sangre y sosteniendo contra su estómago hinchado unos cordones umbilicales de color rojo a los que se encuentran atados unos objetos que flotan en derredor suyo: un caracol saliendo de su concha, un feto de género masculino meciéndose sobre ella como un globo grotesco y, bajo la cama, una flor pisoteada y una pelvis deforme. En los bordes de la cama escribió el título: Hospital Henry Ford, y la fecha: «julio de 1932 F.K.».

El Autorretrato (de pie) a lo largo de la frontera entre México y Estados Unidos es un óleo sobre plancha de metal, una broma visual que es a la vez humorística y melancólica, en la que se representa a sí misma vestida con un traje occidental de color rosado con volantes y guantes blancos. Ella se encuentra entre la representación del mundo occidental industrializado y un antiguo paisaje agrario con una gran riqueza de tradiciones y rituales. Sobre las pirámides mexicanas, el sol y la luna aztecas libran su interminable batalla cósmica. Frida sostiene en una mano una pequeña bandera mexicana, como si estuviera esperando que pasara un desfile. En su mano derecha sostiene un cigarrillo «poco apropiado». Flores y plantas crecen gracias a raíces que se hunden en lo más profundo del suelo mexicano, mientras la polución industrial ofrece una cosecha conformada por un generador eléctrico, un bombillo y un calefactor. Una bandera estadounidense se eleva sobre las chimeneas de la empresa Ford al tiempo que un grupo de ciclópeos ventiladores de techo desfila frente a ellas. Los conflictos de Frida son evidentes en esta obra que le debe mucho al recargado estilo muralista de Diego, pero que no deja de expresarse con su inconfundible voz particular.

Diego Rivera, Retrato de la señora Natasha Gelman, 1943. Óleo sobre lienzo. Colección privada.

Diego Rivera, Retrato de la señora Natasha Gelman, 1943. Óleo sobre lienzo. Colección privada.

Frida Kahlo, Magnolias, 1945. Óleo sobre aglomerado, 41 x 57 cm. Colección Balbina Azcarrago, México.

Diego Rivera, Vendedora de alcatraces, 1943. Óleo sobre lienzo. Colección privada.

La vitrina de una tienda de una calle de Detroit, que Frida y Lucienne descubrieron mientras buscaban láminas de metal, se convierte en una curiosa estampa de la vida en Aparador en una calle de Detroit. Esta original agrupación de objetos que no guardan ninguna relación entre sí atrajo su atención, pues le pareció un montaje más «real» que muchas de las obras artificiosas que había visto en las galerías. Cuando se la describió a Diego con gran entusiasmo, éste le sugirió que la pintara. El resultado es una mezcla de técnica pictórica y de arte naif. George Washington nos mira detenidamente desde un cuadro adornado con un festón de colores rojo, blanco y azul, que descansa sobre un pedazo de alfombra de los mismos colores. Junto a éste se encuentra el águila de una placa de cerámica y un melenudo león que le gruñe al cristal de la vitrina. Detrás de estas figuras, un caballo de yeso quedó paralizado en el momento de dar un paso. En el fondo se puede ver que la tienda ha sido abandonada con el propósito de pintarla: hay tarros de pintura, una escalera de tijera y los guantes del pintor. Esta obra es la representación de una fugaz yuxtaposición de objetos al estilo de la imágenes fotográficas de Edward Weston, una composición compleja que se echaría a perder si le quitaran alguno de los elementos que la conforman. El ojo de Frida para descubrir composiciones ya establecidas era tan agudo como sus peregrinaciones por los corredores de su fértil imaginación. Frida ya había hecho sus maletas cuando Diego terminó el fresco de Detroit. Para gran regocijo del muralista, tan pronto como se descubrió su obra, los buenos burgueses de la ciudad de los motores dejaron sentir su indignación en los periódicos locales: «¡Comunista!», «¡Una broma despiadada!», «¡Una parodia grotesca del espíritu de Detroit!», «¡Laven los muros!»

Mientras los protectores de la moral y la «conciencia» norteamericana formaban comisiones, grupos de trabajadores de las plantas de automóviles enviaban guardias voluntarios al sitio donde se encontraban los murales para resguardarlos. En la prensa se debatía el asunto una y otra vez. Agotados pero felices, Diego Rivera, su «diletante» esposa y sus ayudantes se marcharon de Detroit una semana después. El cheque del último pago calentaba el bolsillo del Panzón, al tiempo que los vagones Pullman traqueteaban detrás de la locomotora que se dirigía a toda velocidad en dirección Este, hacia la ciudad de Nueva York.