Juventud

El origen y juventud de Tamara de Lempicka se hallan envueltos en un velo de misterio. Lo que sabemos de sus antecedentes se basa en algunos fragmentos autobiográficos muy poco confiables y en los relatos de su hija, la baronesa Kizette de Lempicka-Foxhall, al biógrafo americano de Lempicka, Charles Phillips. Lempicka era una fabulista que hizo de su vida un mito de primer orden, capaz de engañar a su hija y hasta a sí misma. Gran parte de su historia, tal como la narra su hija, suena a novela romántica o a guión cinematográfico y posiblemente no sea muy auténtica.

Tanto el lugar como la fecha de nacimiento de Lempicka varían en los diferentes relatos. En cuanto al cambio de fecha de nacimiento, no hay nada más significativo que la vanidad de una mujer hermosa (en la época de Tamara, las cantantes de ópera en el Imperio Austro-húngaro, que ostentaban el título oficial de Kammersängerin, tenían el derecho a cambiar su fecha de nacimiento hasta en cinco años).

Según algunos, Lempicka cambió su lugar de nacimiento de Moscú a Varsovia, lo cual puede ser más significativo. Se ha especulado que Lempicka era de origen judío por el lado paterno y que el engaño con respecto a su lugar de nacimiento era un intento por encubrir este hecho. Es cierto que la habilidad para reinventarse una y otra vez en distintos lugares, tal como lo hizo Lempicka durante su vida, era un mecanismo de supervivencia utilizado por muchos judíos de su generación. El presentimiento del peligro que representaba la Alemania nazi por parte de una mujer poco inclinada a la política, así como su deseo de abandonar Europa en 1939, podrían sugerir también que tenía sangre judía.

Según la versión oficial, Tamara Gurwik-Gorska nació en Varsovia en 1898, en el seno de una adinerada familia polaca. Después de tres particiones hacia finales del siglo dieciocho, la mayor parte de Polonia había sido absorbida por el Imperio Ruso. La creciente ola de nacionalismo durante el siglo diecinueve condujo a repetidas revueltas contra el dominio ruso y contra los intentos cada vez más severos de “rusificar” a los polacos y suprimir su identidad. Hay poca evidencia de que Tamara se haya sentido identificada con las aspiraciones culturales y políticas del pueblo polaco. Por el contrario, parece haberse identificado con las clases dominantes del régimen zarista que oprimía a Polonia. Resulta significativo que cuando escapó de la Rusia bolchevique, en 1918, haya preferido exiliarse en París, junto con miles de aristócratas rusos, en vez de radicarse en la recientemente liberada Polonia independiente.

La familia de su madre, Malvina Decler, era lo suficientemente rica como para pasar la “temporada” en San Petersburgo y viajar a los balnearios de aguas minerales de moda por toda Europa. Fue en uno de esos viajes que Malvina Decler conoció a su futuro esposo, Boris Gorski. Poco se sabe de él, salvo que era un abogado vinculado a una firma francesa. Por alguna razón, Tamara hace pocas referencias a Boris Gorski en los relatos de su juventud.

Campesina rezando, c. 1937. Óleo sobre lienzo, 25 x 15 cm. Colección privada.

Muchacha polaca, 1933. Óleo sobre madera, 35 x 27 cm. Colección privada.

Según lo que la propia Tamara relataría más adelante, parece haber gozado de una infancia feliz con su hermano mayor, Stanczyk, y su hermana menor, Adrienne. En ese contexto, el carácter voluntarioso de Tamara, evidente desde una edad muy temprana, fue fomentado más que domado. El encargo de un retrato de Tamara a los doce años se convirtió en un evento importante y revelador. “Mi madre decidió que una famosa artista que trabajaba con pasteles hiciera mi retrato. Tenía que pasar horas enteras sentada sin moverme... era una tortura. Más adelante, yo torturaría a quienes posaban para mí. Cuando ella terminó, no me gustó el resultado, no era… preciso. Las líneas no eran fournies, no eran limpias. No se parecía a mí. Decidí que yo podía hacerlo mejor. Pero no conocía la técnica. Nunca había pintado, pero eso no importaba. Mi hermana era dos años menor que yo. Obtuve la pintura. La obligué a posar. Pinté y pinté hasta que al fin obtuve un resultado. Era imparfait, pero se parecía más a mi hermana que lo que el retrato de la artista famosa se parecía a mí”.

Si la vocación de Tamara nació de este incidente, tal como ella lo sugiere, ésta fue fomentada aún más cuando su abuela la llevó a viajar por Italia. Según Tamara, ella y su abuela se confabularon para convencer a la familia de que el viaje era necesario por motivos de salud. La joven fingió estar enferma y su abuela se mostró ansiosa por acompañarla a los climas más cálidos de Roma, Florencia y Montecarlo, como excusa para encubrir su pasión por el juego. La anciana polaca y su asombrosamente bella nieta deben haber parecido tan pintorescas y exóticas como la familia polaca observada por Aschenbach en Muerte en Venecia, la novela breve de Thomas Mann. Las visitas a los museos de Venecia, Florencia y Roma despertaron una pasión de toda la vida por el Renacimiento italiano, que impregnaría los mejores trabajos de Lempicka durante la década de 1920 y 1930. Una fotografía rota y arrugada de Tamara tomada en Montecarlo la muestra como una típica joven de bonne famille del período anterior a la Primera Guerra Mundial. Su cabellera cuidadosamente arreglada y de una abundancia prerrafaelista le cae en cascada sobre los hombros, llegando casi hasta la cintura. Posa jugando al diábolo, pero sus labios voluptuosos y su mirada fríamente confiada ocultan sus trece años. No pasaría mucho tiempo antes de que estuviera lista para la siguiente gran aventura de su vida: el noviazgo y el matrimonio. Su historia, tal como la narran Tamara y su hija, desarrollada con la Primera Guerra Mundial y la agonía de la monarquía rusa como trasfondo, es digna de una novela romántica popular o de una película.

Cuando la madre de Tamara se casó por segunda vez, la hija resentida decidió alojarse en casa de su tía Estefanía y su rico marido banquero en San Petersburgo, donde se vio atrapada por el comienzo de la guerra y la ocupación alemana de Varsovia. Justo antes de la guerra, cuando Tamara tenía apenas quince años, divisó en la ópera a un joven apuesto, rodeado de mujeres sofisticadas y hermosas, y en ese instante decidió que sería suyo. Su nombre era Tadeusz Lempicki. Aunque graduado en derecho, este joven perteneciente a una rica familia terrateniente tenía mucho de playboy. Con su acostumbrado atrevimiento y falta de inhibición, la joven manifestó su desacato a las convenciones al acercarse a Tadeusz y hacerle una exagerada reverencia. Algún tiempo después, Tamara tuvo la oportunidad de reforzar la impresión inicial que le había causado a Tadeusz cuando su tío organizó un baile de disfraces, al cual estaba invitado Lempicki. En medio de las elegantes y sofisticadas damas, con sus trajes de moda inspirados en Poiret, Tamara parecía una granjera halando un ganso con una cuerda. Barbara Cartland y Georgette Heyer no podrían haberse inventado una treta más efectiva para atraer la atención del apuesto héroe. En un relato que parece verosímil, Tamara admitió que la negociación de su matrimonio con Tadeusz por parte de su tío había sido todo excepto romántica. El rico banquero se presentó ante el joven cosmopolita y le dijo: “Mire, pondré mis cartas sobre la mesa. Usted es un hombre sofisticado, pero su fortuna no es cuantiosa. Yo tengo una sobrina polaca con la que me gustaría que usted se casara. Yo me encargaré de su dote. Además, usted ya la conoce”.

Campesina con jarrón, c. 1937. Óleo sobre madera, 35 x 27 cm. Colección privada.

La campesina, c. 1937. Óleo sobre lienzo, 40.6 x 30.5 cm. Sucesión de Lempicka.

La adivina, c. 1922. Óleo sobre lienzo, 73 x 59.7 cm. Barry Friedman Ltd., Nueva York.

La gitana, c. 1923. Óleo sobre lienzo, 73 x 60 cm. Colección privada.

En 1916, cuando se efectuó el matrimonio en la capilla de los Caballeros de Malta, en la recientemente rebautizada Petrogrado, la Rusia de los Romanov estaba al borde del colapso ante la arremetida del ejército alemán y la inminente revolución. Las tribulaciones de la pareja recién casada después del ascenso de los bolcheviques pertenecen no tanto a la trama de una novela como a la de una ópera, con Tamara en el papel de Tosca y Tadeusz en el de Cavaradossi.

Dados los orígenes y el estilo de vida de la pareja, y las simpatías y actividades políticas reaccionarias de Tadeusz, no es sorprendente que haya sido arrestado por el nuevo régimen. Tamara recuerda que estaban haciendo el amor cuando la policía secreta comenzó a golpear la puerta en la mitad de la noche y se llevó preso a Tadeusz. En sus esfuerzos por ubicar a su marido y organizar su salida de Rusia, Tamara obtuvo la ayuda del cónsul sueco quien, como Scarpia en el melodrama operístico de Puccini, exigió favores sexuales a cambio. Por fortuna, el desenlace fue diferente al de la ópera de Puccini y ninguna de las dos partes engañó a la otra. Tamara le dio al cónsul sueco lo que él quería y él cumplió con su promesa de ayudarle a escapar de Rusia y a lograr la posterior liberación y salida de su marido. Tamara viajó con un pasaporte falso vía Finlandia hasta reunirse con sus parientes en Copenhague. Esta misma ruta fue seguida por miles de aristócratas, artistas e intelectuales rusos, cuyas aventuras no fueron menos pintorescas que las de Tamara y Tadeusz. La bella y extremadamente voluptuosa soprano María Kouznetsova, la querida de la Rusia imperial, escapó a bordo de un carguero sueco, inverosímilmente disfrazada de grumete.

Los refugiados de la Revolución Rusa se dispersaron por el mundo, pero París, que siempre había sido un segundo hogar para los rusos adinerados, se convirtió en la Meca para los rusos blancos en el período de entreguerras. Inevitablemente, Tamara y Tadeusz llegaron allí, junto con la madre y la hermana menor de Tamara (su hermano fue uno de los millones de muertos durante la guerra). A diferencia de tantos refugiados que llegaron a París sin dinero y sin amigos, ellos podían contar con la ayuda de la tía Estafanía y de su marido, quien había logrado conservar algo de su fortuna y reorganizarse en su antigua carrera de banquero.

Desde comienzos de siglo, la alianza política entre Rusia y Francia, cuyo objetivo era contener la amenaza de la Alemania guillermina, había fomentado los nexos culturales entre los dos países. El gran empresario artístico Serguéi Diáguilev aprovechó este clima político para establecerse en París. En 1906, Diáguilev organizó una exposición de retratos rusos en el Grand Palais, que le abrió el camino a una muestra más imaginativa de pinturas y esculturas. A raíz de este éxito, organizó conciertos en los que se presentaba por primera vez al público francés la música de compositores tales como Glazunov, Raimáninov, Rimski-Kórsakov, Chaikovski y Scriabin. Los jóvenes músicos franceses, ansiosos por huir de la sombra de Wagner, estaban encantados con esta música fresca, joven y no alemana. En 1908, en la Ópera de París, Diáguilev organizó la primera presentación en Occidente de la más grande de las óperas rusas: Borís Godunov de Mussorgsky. París quedó abrumada no solo por la originalidad y el esplendor bárbaro de la música de Mussorgsky, sino también por la revelación del genio interpretativo del bajo, Féodor Chaliapinc. Chaliapinc había aterrorizado a diversos públicos que se paraban en las sillas tratando de ver el fantasma en la famosa Escena del reloj, e inmediatamente estableció su reputación como el más grande cantante de la época. Misia Sert, quizá el más influyente árbitro del gusto en esos años, escribió: “Abandoné el teatro tan conmovido que me di cuenta de que algo había cambiado en mi vida”.

Mujer con pañolón, de perfil, c. 1922. Óleo sobre lienzo, 61 x 46 cm. Barry Friedman Ltd., Nueva York.

Retrato de una joven con vestido azul, 1922. Óleo sobre lienzo, 63 x 53 cm. Barry Friedman Ltd., Nueva York.

El año siguiente, los esfuerzos de Diáguilev llegaron a su clímax con la presentación del Ballet Ruso ante el público de París. Los parisienses quedaron deslumbrados con el talento de los bailarines y coreógrafos de una compañía que incluía a figuras legendarias como Nijinski, Pavlova, Karsavina y Fokine, y por la experiencia del ballet, no como un entretenimiento trivial sino como una especie de Gesamtkunstwerk u obra de arte total. Diáguilev y su compañía de ballet siguieron deslumbrando y asombrando a París durante las dos décadas siguientes. Diáguilev tenía un talento sin par para identificar y desarrollar los talentos de otros. Sin mencionar a los bailarines y coreógrafos que crearon el ballet moderno bajo sus auspicios, la lista de artistas y músicos que trabajaron con Diáguilev es el compendio del talento más grande de la época e incluye a Stravinski, Debussy, Ravel, Richard Strauss, Satie, Falla, Resphigi, Prokófiev, Poulenc, Milhaud, Bakst, Goncharova, Lariónov, Balla, Picasso, Derain, Braque, Gris, Marie Laurencin, Max Ernst, Miró, Coco Chanel, Utrillo, Rouault, de Chirico, Gabo, Pevsner y Cocteau.

La carrera de Tamara de Lempicka alcanzó su cima en 1929, año en que murió Diáguilev. La brillante trayectoria de éste es relevante para la trayectoria de Lempicka en más de un sentido. Nadie más que Diáguilev tuvo que ver con la génesis del mito de la creatividad y el exotismo rusos en el arte. Años después, cuando la Revolución Rusa acabó con la disponibilidad de bailarines rusos auténticos y Diáguilev se vio obligado a utilizar bailarines ingleses, mantuvo la mística al rusificar sus nombres. Es así como Alice Marks se convirtió en Alicia Markova, Patrick Healey-Kay se volvió Anton Dolin y Hilda Munnings pasó a conocerse como Lydia Sokolova, tras una temporada en la que utilizó el poco convincente nombre de Hilda Munningsova. Para la década de 1930, la idea de que ser ruso equivalía a ser glamoroso y exótico había calado en la cultura popular. En la versión de 1937 de la película A Star is Born (Nace una estrella), un empleado del departamento de publicidad del estudio le pregunta una y otra vez a la joven que está siendo preparada para el estrellato, representada por Janet Gaynor, si tiene ancestro ruso, con la esperanza de crearle una imagen más llamativa.

Los diseñadores de Diáguilev, especialmente Leon Bakst, jugaron un papel vital en el desarrollo del estilo Art Déco con el cual vino a ser asociada Lempicka. Los diseños de Bakst para la producción de Sheherazade en 1910 tuvieron un impacto extraordinario sobre la moda y el diseño interior. Durante toda la generación siguiente, las elegantes anfitrionas parisinas se vestían y decoraban sus salones como para una orgía oriental. Aun a finales de la década de 1920, las fotografías de la alcoba de Tamara de Lempicka muestran una decoración un poco menos exuberante que la de los diseños de Bakst, pero en la cual la esclava sexual de Nijinski no estaría fuera de lugar como huésped.

En el período de entreguerras, París estaba llena de refugiados rusos. Se decía en broma que de cada dos conductores de taxi, uno era un gran duque, auténtico o fingido. Esta situación inspiró la popular obra teatral Tovarich (convertida en película de Hollywood en 1937 con Charles Boyer y Claudette Colbert como protagonistas), en la cual dos antiguos miembros de la familia real rusa se ven obligados a ganarse la vida como el mayordomo y la camarera de una rica familia parisina. En un libro acerca de los placeres parisienses con encantadoras ilustraciones Art Déco, titulado Paris leste se halla el siguiente comentario sobre las fiestas de los rusos en París: “Podría pensarse que hubo fiestas rusas de la preguerra, es decir, fiestas en las que los rusos tenían dinero, y fiestas rusas de la posguerra, es decir, fiestas en las que los rusos ya no tenían plata. ¡Pero son la misma cosa! Allí estaban los mismos príncipes, los mismos funcionarios imperiales y los mismos oficiales en los mismos clubes. Están haciendo la misma cosa. La única diferencia es que antes ellos eran los clientes y pagaban, mientras que ahora son los empleados de las casas”. La misma Tamara diría más adelante que cuando partió para Hollywood era la empleadora de una pareja de aristócratas rusos de incógnito.

Mujer con paloma, 1931. Óleo sobre madera, 37 x 28 cm. Colección privada.

Mujeres bañándose, 1929. Óleo sobre lienzo, 89 x 99 cm. Colección privada.

Grupo de cuatro desnudos femeninos, c. 1925. Óleo sobre lienzo, 130 x 81 cm. Colección privada.

Además de todos los bailarines, músicos y artistas ya mencionados asociados con Diáguilev, había muchos rusos creativos que vivían permanentemente o de manera temporal en París. Entre ellos están el director de orquesta Sergei Koussevitsky, la clavicembalista Wanda Landowska, las cantantes Nina Koshetz, Oda Slobodskaya, Natalie Wetchor y la familia Kedroff, todos los cuales desempeñaron un papel importante en la vida musical parisiense, así como los artistas Marc Chagall, Sonia Delaunay-Terk, Natalia Goncharova, Nadia Khodossivitch-Leger, Jacques Lipchitz, Serge Poliakoff, Chaim Soutine, Ossip Zadkine, Romain de Tirtoff (conocido como Erté), Chana Orloff, Antoine Pevsner y, después de 1933, Naum Gabo y Vasili Kandinsky.

Los primeros años de Lempicka en París no fueron felices. Aunque nunca se vio reducida a la pobreza de algunos de sus compatriotas refugiados, sí dependía de la generosidad de sus parientes más pudientes. A pesar de la llegada de sus hija Kizette, la relación de Tamara con Tadeusz empezaba a deteriorarse como consecuencia de sus infidelidades y de las frustraciones de su marido. Éste rechazó una oferta de trabajo en el banco del tío de Tamara por considerarlo denigrante. Según el relato de Tamara, fue esta dura situación, junto con el deseo de independencia económica y personal, lo que engendró su vocación artística. Tamara le confesó sus dificultades a su hermana menor, Adrienne, en la siguiente conversación: “Tamara, ¿por qué no haces algo, algo tuyo? Escúchame, Tamara. Yo estoy estudiando arquitectura. En dos años seré arquitecta y podré ganarme la vida e incluso ayudarle a mamá. Si yo puedo hacer esto, tú también puedes hacer algo”. “¿Qué? ¿Qué? ¿Qué?”. “No lo sé, tal vez pintar. Puedes ser una artista. Siempre te gustó la pintura. Tienes talento. Ese retrato mío que hiciste cuando éramos niñas...”. El resto, como dicen, es historia. Tamara compró pinceles y pinturas, se matriculó en una escuela de arte, vendió sus primeros cuadros a los pocos meses y se había ganado el primer millón de francos antes de cumplir los veintiocho años. Una vez más la vida de Lempicka, según su propia versión, empieza a sonar a mal guión cinematográfico y resulta difícil creer que todo haya sido tan sencillo. Una mujer que siguió practicando su arte tan empecinadamente, aun después de que había pasado de moda y no había ganancia práctica alguna, no puede haber asumido su vocación artística de manera tan casual y por motivos tan materialistas. No obstante, Tamara tomó clases con dos distinguidos pintores: Maurice Denis (1870-1943) y André Lhote (1885-1962).

Lempicka diría más tarde que no había aprendido mucho con Denis. En efecto, resulta difícil pensar que el profundamente católico Denis se identificara con las tendencias mundanas, de moda y eróticas que pronto se manifestaron en el trabajo de Tamara. Sin embargo, Denis fue una buena selección inicial como maestro para quien aspiraba a ser artista. Durante un breve período a comienzos de la década de 1890, Denis había estado a la vanguardia del Modernismo temprano como miembro líder del grupo Nabis, que incluía a Vuillard, Bonnard, Sérusier, Ranson y Vallotton. Inspirados por el sintetismo de las pinturas bretonas de Gauguin, Denis y sus amigos rompieron con el naturalismo de la pintura de salón y con el muy diferente naturalismo de los impresionistas ligados a la percepción sensorial, que pintaban pequeños cuadros de superficies planas y colores brillantes y exagerados. En 1890, cuando tenía apenas veinte años, Denis publicó su Definition of Neo-traditionism (Definición del neotradicionalismo), recordado hoy principalmente por su resonante afirmación inicial: “Vale la pena recordar que un cuadro, antes de representar un caballo de batalla, una mujer desnuda o alguna anécdota, es esencialmente una superficie plana cubierta de colores reunidos con un cierto orden”. Esta afirmación podría ser utilizada para justificar el formalismo del arte moderno e incluso el abandono total de lo figurativo en el arte (algo que Denis nunca habría aceptado). Tras una visita a Roma en 1898 en compañía de André Gide, Denis le volteó la espalda al Modernismo y se identificó cada vez más con el Clasicismo y con el catolicismo reaccionario que habría de tener una influencia tan funesta sobre la vida cultural y política francesa durante el siglo veinte. Quizá haya sido su reputación de estar asociado con lo más retrógrado del arte francés lo que llevó a Lempicka a quitarle importancia al papel de Denis en su desarrollo. No obstante, es imposible que las líneas firmes y las formas suavemente modeladas de las obras tardías de Denis, así como sus intentos por integrar la modernidad con la tradición clásica, no hayan influenciado a la joven Lempicka. Con seguridad ella habría estado de acuerdo con la estética planteada por Denis en su obra de 1909, De Gauguin y Van Gogh al clasicismo: “Para nosotros los pintores, el progreso hacia el clasicismo se basaba en nuestro buen juicio al abordar los problemas centrales del arte, tanto los estéticos como los psicológicos... nosotros demostramos que cualquier emoción o estado de ánimo despertado por una visión particular generaba, en la imaginación del artista, símbolos o equivalentes concretos que eran capaces de suscitar emociones o estados de ánimo idénticos sin necesidad de crear una copia de la visión original, y que a cada matiz de nuestra constitución emocional le correspondía un objeto afín, capaz de representarlo plenamente. El arte no es simplemente una sensación visual que recibimos, una fotografía por sofisticada que sea de la naturaleza. No, el arte es una creación de la mente para la cual la naturaleza es un mero trampolín”. Esto mismo es cierto de los retratos extrañamente cerebrales y abstractos creados por Lempicka en la década de 1920.

Mujer dormida, 1923. Óleo sobre lienzo, 89 x 146 cm. Colección privada.

Desnudo: mujer sentada, c. 1923. Óleo sobre lienzo, 94 x 56 cm. Colección privada.

Desnudo con fondo azul, 1923. Óleo sobre lienzo, 70 x 58.5 cm. Colección privada.

Desnudo sentado de perfil, c. 1923. Óleo sobre lienzo, 81 x 54 cm. Barry Friedman Ltd., Nueva York.

Desnudo con veleros, 1931. Óleo sobre lienzo, 113 x 56.5 cm. Galería Bruce R. Lewin, Nueva York.

Lempicka estaba mucho más dispuesta a reconocer la influencia de su segundo maestro, André Lhote. Mientras que Denis debía parecer una reliquia del siglo diecinueve, Lhote, nacido en 1885, era poco más de diez años mayor que Lempicka y estaba mucho más cercano a su visión moderna y mundana. Lhote había estado asociado con el Cubismo desde 1911, cuando expuso en el Salon des Independents y en el Salon d’Automne al lado de artistas tales como Jean Metzinger, Roger de la Fresnaye, Albert Gleizes y Fernand Léger. En vez de seguir los experimentos radicales de disolución de la forma del Cubismo analítico de Picasso y de Braque, le atraía más el Cubismo sintético, más figurativo y colorido, de Juan Gris, Albert Gleizes y Jean Metzinger. Para Lhote, la pintura era “una metáfora plástica… llevada al límite de la semejanza”. En palabras no muy diferentes a las de Denis, sostenía que los artistas debían apuntar a la expresión de una equivalencia entre la emoción y la sensación visual, más que a copiar la naturaleza. Lo que hacía de Lhote alguien particularmente útil como ejemplo y como maestro para Lempicka era su aceptación del papel decorativo de la pintura, así como su intento por fundir los elementos de la abstracción y ruptura de la perspectiva convencional cubistas con la tradición clásica. Quizá sea significativo que Lhote fuera hijo de un tallador de madera y que su entrenamiento inicial haya sido en el campo de las artes decorativas. Como Denis, siguió interesado en la pintura muralista decorativa. Su síntesis de la angulosidad y la fragmentación cubistas con la tradición académica resultó muy influyente y contribuyó a hacer que el Cubismo fuera aceptable para un público más amplio.

Si bien es cierto que la artista Lempicka no surgió ya completamente formada como Atenea de la cabeza de Zeus, como ella quiso hacernos creer, el período de gestación de su arte maduro fue sorprendentemente corto, ya que duró máximo dos o tres años. Su Retrato de un jugador de polo, pintado alrededor de 1922, muestra ya su predilección por la gente bien y podría haber sido pintado por cualquier artista competente, entrenado en esos años en París. Presenta un toque de imprecisión y una calidad pictórica que pronto desaparecerían de su obra. El modelado del rostro mediante audaces pinceladas estructurales demuestra un conocimiento de Cézanne que sin duda fue fomentado tanto por Denis como por Lhote. Igualmente exuberante y pictórico es el retrato de Ira Perrot rebautizado más adelante como Retrato de una joven con vestido azul. En su forma original, tal como se exhibió en el Salon d’Automne y como fue fotografiado en ese momento con la modelo en frente, el cuadro muestra a Ira Perrot sentada con las piernas cruzadas frente a unos cojines apilados exóticamente a la manera de los diseños de Bakst para Sheherazade.

Más profético que estos dos retratos, tanto desde el punto de vista del estilo como del contenido, es otro óleo del mismo período, titulado El beso. El tema erótico, desarrollado sobre un trasfondo urbano, el elemento de estilización cubista que le da al cuadro un aire de modernidad y dinamismo, y el brillo metálico del cubilete del hombre anticipan la madurez artística de Lempicka. La crudeza de la técnica está todavía muy lejos de la perfección esmaltada de sus mejores obras. Claro está que la ingenuidad no es una cualidad con la cual se asocie a Lempicka, pero este cuadro parece más bien una portada para una morbosa novela popular.

Las dos amigas, 1930. Óleo sobre madera, 73 x 38 cm. Colección privada.

Ritmo, 1924. Óleo sobre lienzo, 160 x 144 cm. Colección privada.

Durmiente, 1930. Óleo sobre madera, 35 x 27 cm. Colección privada.

Desnudo en una terraza, 1925. Óleo sobre lienzo, 37.8 x 54.5 cm. Colección privada.

Andrómeda, 1927/28. Óleo sobre lienzo, 99 x 65 cm. Colección privada.

Al año siguiente, encontramos a Lempicka trabajando en una serie de desnudos femeninos de gran formato que podrían ser descritos como cubificados más que como cubistas. Estas obras reflejan un interés en lo clásico y lo monumental muy común en el arte occidental del período de entreguerras.

Toda la historia del arte occidental desde la antigüedad puede interpretarse como una serie de renacimientos, mayores o menores, de lo clásico. En un ensayo de 1926, titulado El llamado al orden, Jean Cocteau presentó el retorno a lo clásico durante la posguerra como una reacción necesaria al caos de la experimentación radical durante la década anarquista que precedió a la Primera Guerra Mundial. Sin duda hay algo de verdad en esta afirmación, aunque las raíces del clasicismo de entreguerras vienen desde mucho antes.

Una versión específicamente francesa del clasicismo puede verse como un hilo conductor del arte francés que se remonta hasta Poussin, en el siglo diecisiete. El clasicista citado con más frecuencia en conexión con Lempicka es el pintor decimonónico Jean-Auguste-Dominique Ingres (1780-1867). El gusto por los colores compactos y subidos y las superficies esmaltadas, la combinación de la abstracción y un realismo casi fotográfico, la erotización del cuerpo femenino mediante la radical distorsión de la anatomía y el amor por los accesorios lujosos y a la última moda, vinculan los retratos femeninos de Ingres y Lempicka. El insidioso comentario de Baudelaire de que el ideal de Ingres era “el enlace provocador y adúltero entre la calmada solidez de Rafael y las afectaciones del figurín”, podría aplicarse igualmente a Lempicka. Lo que es más sorprendente quizá es la manera en que ella sigue el ejemplo de Ingres al tratar a las mujeres como objetos sexuales pasivos. Ella demuestra, como Ingres, un interés casi nulo en la psicología individual o la personalidad de sus modelos femeninos. Los desnudos femeninos de Lempicka se relacionan aún más estrechamente con Ingres. Su Andrómeda encadenada y desvanecida, con los ojos girados hacia arriba, y la cabeza echada hacia atrás más de lo que debe permitir la anatomía, contra un trasfondo urbano cubificado es claramente una actualización de la Angélica de Ingres. Sus grupos de desnudos femeninos amontonados como muñecas de inflar descienden del Baño turco de Ingres.

La fama de Ingres experimentó un renacimiento considerable en el período de entreguerras gracias al homenaje que le rindieron dos gigantes de la pintura moderna, Picasso y Matisse, cada uno a su manera. Otro pintor del siglo diecinueve que fue importante para el nuevo interés por lo clásico fue Pierre Puvis de Chavannes (1824-1898). En la década de 1870, cuando el Impresionismo, el menos clásico de los estilos florecía, Puvis de Chavannes estaba desarrollando en su serie de murales monumentales (con frecuencia descritos como fresques, pero pintados al óleo sobre lienzos) un estilo que intentaba encarnar las cualidades eternas del clasicismo sin caer en los clichés del arte académico que se exhibía en el Salón de París. Puvis de Chavannes era un héroe para el grupo Nabis. Denis, sin duda, habría instado a sus alumnos, incluyendo a Lempicka, a que siguieran el ejemplo de Puvis. El compañero de grupo de Denis, Eduard Vuillard (1868-1940) escribió: “Los experimentos en estilización y en síntesis expresiva de la forma que son típicos del arte actual estaban todos presentes en el arte de Puvis”.

La hora azul, 1931. Óleo sobre lienzo, 55 x 38 cm. Colección privada.

Suzanne bañándose, c. 1938. Óleo sobre lienzo, 90 x 60 cm. Colección privada.

La crisis de confianza que padecieron todos los impresionistas en mayor o menor grado durante la década de 1880 hizo que Renoir retornara a la tradición clásica. Un viaje a Italia entre 1881 y 1882, durante el cual estudió los murales romanos y a los maestros renacentistas, estimuló a Renoir a que mirara con un interés renovado a Ingres, un artista considerado odioso por la mayoría de los miembros del grupo impresionista. A mediados de la década, Renoir desarrolló un estilo duro que a su vez dio paso al estilo más suave aunque volumétrico y monumental de sus últimos años, el cual tuvo un impacto considerable sobre los pintores y escultores clasicistas del período de entreguerras. Fueron las líneas sencillas y los grandes volúmenes esculturales de los desnudos tardíos de Renoir los que animaron a Aristide Maillol a romper con el pathos y las cualidades no esculturales de las esculturas expresivamente modeladas de Rodin. La obra clave para el relanzamiento del estilo monumental clásico en la escultura del siglo veinte fue La Mediterránea de Maillol, moldeada en 1902 y exhibida en bronce en 1905 en el mismo Salon d’Automne que vio el debut del controversial grupo fauvista. Se podría argumentar que el Neoclasicismo monumental de Maillol tuvo un impacto más duradero sobre el arte occidental que el efímero Fauvismo que puede interpretarse como un glorioso colofón al siglo XIX, pero al mismo tiempo como un callejón sin salida. Fue un hecho desafortunado para la reputación de Maillol e indirectamente para la de Lempicka, al menos por un tiempo, que el mejor alumno de Maillol haya sido Arno Breker, el escultor preferido de Hitler, y que el tipo de clasicismo monumental del cual fue un pionero Maillol y que practicó Lempicka haya sido asociado tan estrechamente con los regímenes totalitarios de la década de 1930.

El retorno al clasicismo que, para algunos, era una traición y una provocación blasfema, recibió el sello de aprobación del rey de la vanguardia parisiense, Pablo Picasso. Ya desde 1914 (o sea, mucho antes de que surgiera la cuestión de la reacción ante las consecuencias de la guerra), Picasso comenzó a jugar con algunos aspectos del clasicismo al dibujar retratos basados en fotografías en un estilo lineal duro a lo Ingres. Un buen ejemplo es el retrato del comerciante de arte, Léonce Rosenberg, realizado en 1915, el cual recuerda el tipo de dibujo que Ingres hacía de los turistas en la Italia posnapoleónica. Aunque Lempicka era mordaz con respecto a Picasso, los cuadros como Desnudo: mujer sentada, de 1923, que representa a una mujer de muslos colosales y senos esculturales, demuestra una clara conciencia del trabajo de Picasso, tanto del primitivismo de la primera fase analítica cubista como de las gigantescas figuras femeninas neoclásicas del período de posguerra.

En los cerrados y algo incestuosos círculos artísticos e intelectuales de París durante las entreguerras, era inevitable que Lempicka hubiera entrado en contacto con la mayoría de los principales artistas e intelectuales. Entre aquéllos con los que se relacionaba se encuentran Gide, Marinetti, Cocteau, Marie Laurencin, Foujita, Chagall, Kiesling y Van Dongen. A través de Cocteau, quien le había advertido que la excesiva vida social arruinaría su arte, habría tenido un estrecho contacto con Picasso. Los dibujos eróticos asombrosamente hábiles y sofisticados del propio Cocteau le habrían proporcionado un ejemplo a Lempicka de cómo combinar la vanguardia, lo clásico y lo ágilmente comercial. Cocteau, quien sacaba los desnudos masculinos directamente de los frescos de Miguel Ángel en el techo de la Capilla Sixtina y de otras fuentes renacentistas y clásicas, les agregaba genitales agrandados, rizado vello púbico y otros atributos de la pornografía homosexual, todo ello en un estilo lineal austero que se basaba estrechamente en los dibujos neoclásicos de Picasso. El resultado es un cruce entre Miguel Ángel y Picasso, por una parte, y Tom de Finlandia, por otra. Si bien, el erotismo de la obra de Lempicka nunca es tan patente como el de Cocteau, es evidente que ella también logró una síntesis similar de lo moderno, lo ilustrativo y lo comercial en su obra madura de finales de la década de 1920.

En un artículo publicado en 1929, el distinguido crítico francés Arsène Alexandre destacaba la exitosa síntesis de lo clásico y lo moderno en la obra de Lempicka, preguntándose: “¿Qué singulares y felices contradicciones le hacen posible crear la impresión de tal modernidad (a mi modo de ver, una modernidad intensa) mediante el uso de recursos tan puramente clásicos? Con ese estilo aparentemente frío que a veces lleva al extremo, ¿cómo hace ella para sugerir sentimientos (y no digamos sensaciones) generalmente asociadas con el polo opuesto? ¿Cómo hace para alejarse de la expresión de la castidad, a no ser que nos resulte difícil distinguir entre una y otra cosa?”.

Perspectiva (Dos amigas), 1923. Óleo sobre lienzo, 130 x 162 cm. Petit Palais, Ginebra, Suiza.

Por sugerencia de su maestro, André Lhote, y del escritor André Gide, de quien se había hecho amiga en el salón literario predominantemente lesbiano de la americana Nathalie Barney, Lempicka presentó este cuadro de grandes dimensiones en el Salon d’Automne en 1923. Este salón había sido establecido en 1904 con el propósito de presentar tendencias artísticas más progresistas que las permitidas en los viejos salones oficiales, y desde entonces había visto el surgimiento del Fauvismo y de algunas variantes del Cubismo.

Perspectiva significó un debut sorprendente para una artista que solo había emprendido el estudio serio del arte pocos años atrás. De inmediato, se puede apreciar la estrategia de Lempicka de sintetizar lo viejo y lo nuevo, lo académico y lo vanguardista. El desnudo académico es sometido a una reelaboración cubista, aunque el cuadro podría describirse mejor como “cubificado” más que como genuinamente cubista. Lempicka nunca se interesó demasiado por las bases teóricas del Cubismo. El colorete, el maquillaje de los ojos y los peinados contribuyen a la actualización del cuadro. El tema lesbiano, aunque no era nuevo en el arte francés (hay aquí referencias obvias a Mujeres dormidas de Courbet y al Baño turco de Ingres), debió parecer provocador y chic en la década de 1920.

Retrato de André Gide, c.1925. Óleo sobre cartulina, 50 x 35 cm. J. Nicholson, Beverly Hills, California.

Durante sus años en París, Lempicka conoció a muchas figuras de la literatura incluyendo a Marinetti, Colette, Gide y Cocteau. Su proyecto de hacer un retrato del poeta italiano Gabriele d’Annunzio se vio frustrado por su malograda relación amorosa. Parece ser que Lempicka nunca pintó a Jean Cocteau, quien había sido un modelo tan memorable para la retratista lesbiana Romaine Brooks. El retrato de Lempicka sigue siendo excepcional entre sus retratos en cuanto imagen de una importante figura intelectual y literaria.

Cuando Lempicka conoció a Gide en el salón literario de Nathalie Barney, él ya tenía unos cincuenta y cinco años, era considerado como uno de los decanos de la literatura francesa y publicaría su autobiografía, Si le grain ne meurt, al año siguiente (aunque no recibiría el Nobel sino dos décadas más tarde). Lempicka le hace el honor a Gide, como lo haría luego con su segundo esposo, el barón Kuffner, de concentrarse exclusivamente en su rostro, sin accesorios o decoraciones que causaran distracción. Con sus párpados pesados y ojos inexpresivos, el rostro parece como una máscara trágica.

Retrato del marqués d’Afflitto, 1925. Óleo sobre lienzo, 81 x 130 cm. Colección privada

Así como los encantos un tanto masculinos de la “flapper” o chica a la moda de 1920, con su peinado de paje y su figura esbeltísima, fueron celebrados en numerosas canciones populares de la época, también el atractivo ambiguo del gigoló y del hombre afeminado son alabados en canciones tales como C’est mon gigolo y I kiss your little hand Madame. Para contribuir aún más a la confusión de géneros, era común que los hombres cantaran y grabaran canciones de amor dedicadas a los hombres, tales como El hombre que yo amo. Hasta el gran tenor de ópera Richard Tauber grabó una elegante versión en alemán de C’est mon gigolo en 1929.

El tipo del joven hermoso, de cintura delgada y cabello negro engominado, con un toque de maquillaje fue representado en el cine por Henri Garat, quien era anunciado como El príncipe azul y gozó de gran popularidad a comienzos de la década de 1930. A pesar de su título aristocrático, el marqués d’Afflitto parecería pertenecer a la categoría de jóvenes narcisistas y afeminados en el primero de los dos retratos que le haría Lempicka. La pose recostada, tan inusual en los retratos masculinos, refuerza la impresión de ambigüedad sexual.

Retrato de la duquesa de La Salle, 1925. Óleo sobre lienzo, 162 x 97 cm. Colección privada

El retrato de la duquesa de La Salle es uno de los más espléndidos que Lempicka haya pintado. El formato grande y la utilería tradicional como la cortina y la columna clásica fomentan la comparación con los retratos cortesanos y aristocráticos de los siglos XVI y XVII, aunque el paisaje urbano nocturno, con la iluminación eléctrica de trasfondo, el paje de la duquesa y su atuendo atrevidamente masculino ubican indiscutiblemente el cuadro en el siglo XX. Con su constitución robusta y su expresión y postura algo amenazantes, la duquesa representa a la “amazona” o lesbiana hombruna. El hecho de que Lempicka haya colocado este cuadro provocador en un lugar visible sobre su cama, tal como se observa en una fotografía publicitaria de su alcoba, revela la intención clara de hacer alarde de su propia bisexualidad y libertad sexual.

El retrato de la duquesa de la Salle fue exhibido en la exposición realizada en 1925 en la Bottega de Poesia en Milán, donde Lempicka adquirió fama.

Retrato de Su Alteza Imperial, el Gran Duque Gabriel, 1926. Óleo sobre lienzo, 116 x 65 cm. Colección privada

A lo largo de su vida, Tamara de Lempicka fue muy esnob. Según su hija, Kizette de Lempicka - Foxhall, solo le interesaban las personas que ella llamaba “las mejores, las ricas, las poderosas y las exitosas”. Y, efectivamente, sus pinturas de los pobres y afligidos tienen algo de condescendientes y poco convincentes. Después de contraer matrimonio por segunda vez, se regodeaba del título que había obtenido. Una proporción considerable de sus retratos masculinos son de personas con títulos nobiliarios. Al mismo tiempo, Lempicka podía ser sumamente audaz frente a la gente importante, llegando incluso a decirle al rey de España que hablaba mucho mientras posaba para un retrato. Su Alteza Imperial, el Gran Duque Gabriel también parece haber sido desestimado por Lempicka en este retrato poco favorecedor. A pesar de esto, tal vez, debido a su espléndido uniforme, parece un hombre vanidoso y arrogante más que un líder natural.