En los días en que los mercaderes holandeses comerciaban en el Lejano Oriente y en las antípodas, un molinero llamado Harmen Gerritiszoon van Rijn vivía en Leyden. Él sólo tenía ojos para el hijo que había nacido el 15 de julio de 1606, al comienzo de un siglo que prometía mucho y que era muy favorable para los hombres de gran destino.
Más tarde se conocería al niño simplemente como Rembrandt, su primer nombre cristiano. El joven Rembrandt pronto manifestó su talento artístico, que sus maestros percibieron desde sus primeros años. Después de estudiar humanidades en su pueblo natal, sin aún llegar a su cumpleaños número catorce, se inscribió en la universidad, afirmando ser un dibujante consumado. En 1621, Rembrandt se convirtió en aprendiz de Jacob van Swanenburch, y completó sus estudios en el taller de Pieter Lastman, cuyas pinturas de grandes frescos de escenas históricas le infundieron un amor por la precisión, el detalle y los trasfondos suntuosos, similares a aquellos en los que su maestro sobresalía. El aprendizaje oficial del joven fue relativamente corto. En 1625, Rembrandt se estableció en su propio estudio, listo para realizar sus sueños probando sus alas como otros hombres jóvenes de su generación, a los que el comercio con la India los había precipitado hacia una aventura diferente, tratando de hacer fortuna. Todo lo que Rembrandt tenía eran sus lápices, con los que esperaba ganarse una vida próspera. Su padre, que murió en 1630, había tenido la suerte de verlo sobresalir con el pincel. Mientras estudiaba con Lastman, Rembrandt pintó muchas escenas de la Biblia en las que ciertos objetos estaban iluminados con una espiritualidad convencional, una técnica casi inusual, pero sincera desde una perspectiva pictórica. No estaba inspirado por el misticismo, sino por el misterio especial de la historia bíblica. Acentuaba detalles, como el tejido de un tocado o la sombra de una columna que emergía del fondo para destacarlos. La misma fe del pintor lo hizo capaz de traducir la santidad de las figuras al lienzo. Rembrandt ya no sacrificaba el tema con la teatralidad de los maestros de su época, como Caravaggio y Manfredi, cuyas obras consideraba triviales. A los veinte años, no era el heredero artístico de Miguel Ángel ni de los manieristas. Cuando se perdía en la excitación de la pintura, no era ni un realista ni un expresionista, simplemente escuchaba su voz interior y creaba una atmósfera de magia que sólo él experimentaba, y que era capaz de transmitir en sus pinturas mediante la utilización de la luz y de la línea. Comprender esta emoción interna es entrar en lo que un crítico más tarde llamaría la “expresión trágica” de Rembrandt, que era, ya en 1626, apreciable en las pinturas más famosas que ahora se encuentran en el Museo Pushkin en Moscú, como la expulsión de los mercaderes del templo. El esquema claro, de colores brillantes de este panel bíblico, lleva el sello de Pieter Lastman. No obstante, a pesar de una cierta falta de armonía y de unidad, de una anatomía imperfecta y de una perspectiva dudosa, la pintura tiene un brillo interior, una especie de premonición del talento del autor y una fuerza de sentimiento mayor que en sus obras posteriores, cuando su técnica había mejorado muchísimo pero su emoción y su entusiasmo ya no estaban en su punto máximo. Las emociones humanas y las pasiones del alma ocuparon un lugar central en la filosofía del siglo XVII. Los pintores las convertían en lienzos, y se hablaba de ellas en los salones del momento. Cuando el joven Rembrandt dibujó la furia de Jesús y la conmoción de los mercaderes en el momento en que los expulsó del templo, estaba explorando los problemas que preocupaban a los pintores de su época. La intención del artista no era distanciarse del debate filosófico, ya que estaba planteando el problema en términos pictóricos, que contenían en sí su emancipación intelectual y el sello de su enfoque artístico único. La obra de Rembrandt no mostraba ninguna de las “pasiones” abstractas y más bien forzadas de Lastman y sus contemporáneos. Él construía pacientemente su visión del mundo y de sus habitantes, usando un poderoso toque natural y evocativo.
En los años posteriores, su naturaleza espiritual y su técnica artística producirían una “estética de la emoción” sin comparación: controlaba a la perfección la luz y el espacio en sus pinturas. Su credo era trabajar a partir de la vida, y se ciñó a esto durante su existencia. Fue en este período cuando comenzó a realizar grabados y una serie de llamativos pequeños autorretratos. Estos rostros, a veces haciendo muecas, a veces con una expresión cínica o férrea, aparte de ser siempre muy expresivos, ofrecen un antecedente de los retratos que pintaría desde la década de 1630 en adelante. No hay autorretratos en los museos rusos, cuyas colecciones forman el tema principal de este libro, pero las obras en el Ermitage de San Petersburgo y en el Museo Pushkin de Moscú, tituladas Escritor en su escritorio, pintadas en 1631, son ejemplos de sus primeros encargos, que formaron su reputación y fueron la base de su riqueza. Si bien no mejoró su fortuna, comenzó a ascender en la escala social, como fervientemente habían esperado sus padres. Tenía sólo veintidós años cuando tomó su primer aprendiz en el estudio. Aún no tenía el dominio de todas las habilidades que necesitaba de sus maestros, y las “imitaciones” que realizaba de Lastman carecían de seguridad, pero incluso cuando continuaba siendo “tímido”, nunca cedió ante la convención. Las infinitas aglomeraciones atiborradas de figuras yuxtapuestas todavía le eran esquivas y se perdía en un sinnúmero de sutilezas aisladas; sin embargo, ya había convencido a varios de sus contemporáneos de que era en realidad habilidoso, y fueron ellos los responsables de que ganara una buena reputación. Constantijn Huygens, secretario del príncipe Frederick Henry, un poeta y viajero de gustos refinados, no dudó en compararlo con Jan Lievens, quien exhibía una precocidad incomparable en la calidad de sus obras juveniles. El 20 de junio de 1631, un agente de arte de Amberes, Hendrick van Uylenburch, firmó un contrato con el joven Rembrandt, ofreciendo albergarlo en su casa en Amsterdam.
Escritor en su escritorio, muestra una gran originalidad en la elección del tamaño y de otros aspectos inherentes a la pintura. El efecto de una pintura depende de su tamaño y de la distancia que la separa del espectador. En esta obra, Rembrandt le presta espacio a su composición, pues los recursos pictóricos que utiliza son diversos y sus pinceladas, a veces discretas, a veces más apreciables, traducen la expresividad del modelo, al revelar sus sentimientos, junto con sus características y su posición social. La experiencia de Rembrandt con las “pasiones del alma” le da vida a lo que habría sido simplemente un retrato bidimensional si lo hubiera pintado otro artista de su generación. La lección de anatomía del doctor Tulp, pintada en 1632, fue encargada por la Comunidad de Cirujanos de Amsterdam, como resultado del Retrato, cuyo dueño había difundido rápidamente su admiración por el pintor.
Rembrandt era joven y orgulloso y casi nunca abandonaba su estudio. El Autorretrato con yelmo que se encuentra en el Museo Cassel, pintado en 1634, lo muestra con gran dominio de sí mismo, fuerte y con confianza en su futuro. Sabía cómo variar sus composiciones según el modelo y cómo satisfacer, al mismo tiempo, las exigencias de un aprendizaje permanente que le permitiera mejorar su técnica y sus métodos en cada lienzo pintado. Esto puede verse en Retrato de hombre con borla en el sombrero, que está ahora en el Museo del Ermitage en San Petersburgo. Este retrato, pintado en 1634, cumple con los estándares del momento, pero ya revela una comprensión fantasmal y poco convencional de la expresión facial, en la cual la conducta relajada del modelo acentúa su agradable sonrisa y la claridad de sus rasgos. El claroscuro brinda a toda la pintura una impresión de precisión tonal que bien puede haber halagado al joven dandi que estaba preocupado por salir bien, y uno puede sentir la fuerza de la chispa de la vida que el artista captó para la posteridad. Fue durante esta década en la que Rembrandt afianzó su reputación. Mientras continuaba produciendo el mismo tipo de retratos que sus contemporáneos, realizaba constantemente ilustraciones para escritos de la época y sobre mitología, a través de una serie de pinturas en las que daba rienda suelta a su imaginación. En la cima de sus habilidades técnicas, el pintor decidió ubicar a sus modelos en un contexto. Con frecuencia estaban sumergidos en escenarios repletos de alusiones históricas, apareciendo disfrazados o rodeados de símbolos trabajados cuidadosamente. A pesar de estos disfraces, los hombres y las mujeres retratados revelaban sus personalidades, sin sacrificar la originalidad del género.
Rembrandt contrajo matrimonio con Saskia van Uylenburch el 10 de julio de 1634, y ella posó para él en el primer año de su matrimonio, como lo hizo un joven cuya identidad ahora se conoce. Estos dos retratos están en el Museo del Ermitage en San Petersburgo, y son ejemplo de una tendencia en el arte que Rembrandt adoptó con felicidad, pues le permitió expandir sus horizontes mientras incorporaba el conocimiento y la experiencia que había adquirido durante los anteriores doce años.
Durante esta época también produjo algunas pinturas en grisallas como curiosidades. La ado-ración de los reyes magos, pintada en 1632, es uno de estos experimentos menos felices, muy practicados por sus contemporáneos, pero sumamente raros en la obra de Rembrandt. Y aunque usó una o dos de estas obras experi-mentales como originales para realizar grabados, se limitaron a unas pocas piezas de prueba, que encontró tan insatisfactorias como para hacerlo desistir de esta línea.
Hay pocos bosquejos de Rembrandt, aparte de aquellos que fueron dados a conocer por las radiografías tomadas a algunas de sus pinturas. Tales bosquejos no nos permiten establecer la génesis exacta de sus pinturas, pero al compararlos con las grisallas que nos dejó, puede obtenerse una idea aproximada del modo en que pintaba. Los únicos colores de su paleta eran el blanco, el ocre y el negro humo, y cubría el lienzo con grandes parches de sepia transparente, que casi siempre permanecía intacto en las zonas donde se necesitaba sombra. Las partes iluminadas de los rostros las modelaba con un trazo de blanco, y trabajaba en las áreas sombreadas con grandes pinceladas negras o marrones. Así fue como compuso La adoración de los reyes magos. Para completar la obra, hizo muchos retoques, volvió a pintar algunas partes y realizó constantes modificaciones. A través de este análisis puede verse que, diez años después, en Los mercaderes en el templo, el artista no había perdido nada de su temperamento ardiente; pero por otra parte, estaba menos dispuesto a dejarse llevar, pues ya tenía un control absoluto del tema. Fue durante estos años que creó una serie de pinturas con temas bíblicos, una de las cuales, La incredulidad de Santo Tomás (1634) está en Moscú, y otras tres –El descendimiento de la cruz (1634), El sacrificio de Isaac (1635) y La parábola de los viñadores (1637)– están en San Petersburgo.
La imaginación de Rembrandt fijaba los escenarios, que siempre eran muy teatrales y especialmente “vivos”. La vida era traducida por un mimetismo muy poderoso y por su deseo de confrontar la historia con aquellos que la hacían, y de “dramatizar” estos sucesos para representarlos de una manera “más real” y más convincente. Bajo su pincel, el devenir teológico se “humaniza” por el escenario, la vestimenta y la luz. En realidad, el enfoque del artista lo había creado la “reforma” para la representación pictórica. Los protestantes tomaron los escritos sagrados como tema de estudio histórico y filosófico, y consideraron los textos bíblicos como una fuente genuina de material histórico, más que como una serie de parábolas e imágenes. Casi desde el comienzo, apareció en el arte protestante una fuerte tendencia a reproducir no tanto lo simbólico como el significado literal de las historias bíblicas. Rembrandt estaba muy compenetrado con este enfoque intelectual, y desde finales de la década de 1620 dibujó varias escenas importantes para desmitificarlas. Esta interpretación prosaica de la Biblia no fue exclusiva de Rembrandt, pero él fue capaz, más que ningún otro artista, de otorgarle una fuerza interna incomparable.
La clara visión artística de Rembrandt también deja apreciar vínculos cercanos con la tradición de la pintura holandesa. Sin embargo, se desvinculaba contundentemente del concepto de historia de las pinturas creadas en aquel momento: consideraba que eran impersonales y carentes de “imaginación”, en su opinión les faltaba vida. De esta manera, eligió representar un mundo muy “oriental” como hilo que conectaba sus “escenas”. No obstante, la década de 1620 se caracterizó igualmente por un cambio en su método de pintura.
El análisis de su Dánae, pintada en 1636, pero luego adaptada completamente diez años después, hace que esto sea más fácil de comprender. Esta pintura expone con claridad el mundo interior del artista en un momento en que estaba evolucionando rápidamente, y revela el “alma” de sus ambiciones. Entre las dos fechas, el arte de Rembrandt había sufrido cambios radicales. Dánae, cuando es estudiada en sus dos versiones, muestra el deseo de Rembrandt, después de su entusiasta y prolífica juventud, de adaptar radicalmente su pintura a la luz de su visión posterior con respecto a ella. No hay una evolución lenta de su arte, como sí era el caso en La ronda de noche, completada en 1642 luego de varios años de trabajo. Es una revisión drástica de una pintura que había sido finalizada muchos años antes, transformándola por completo a través del uso de una técnica diferente diseñada con una nueva sensibilidad. Dánae resume, de esta manera, las dos etapas de su vida artística sin brindar un resultado híbrido ni desnaturalizado.
En la década de 1640, Rembrandt pintó muchos retratos. La diversidad de su enfoque y la variedad de sus pinceladas les dieron una importancia considerable. La sencillez y la modestia de éstos fueron muy admiradas y son la mejor muestra del talento y la madurez del pintor. El retrato de Baartjen Martens (1640) y Retrato de una anciana (1650) –exhibidos en el Museo del Ermitage de San Petersburgo y en el Museo de Bellas Artes de Moscú, respectivamente– marcan el comienzo del fin de los estudios del artista en este campo. Éste fue un período poco feliz en la vida privada del artista. En 1639, mientras sus contemporáneos celebraban su talento, Rembrandt y su esposa se mudaron a una casa que él recién había comprado por trece mil florines en el Jodenbreestraat, en Amsterdam. Era una elegante residencia burguesa de tres pisos adornada con esculturas, de la cual se sintió muy orgulloso, hasta que lo dejó en dificultades financieras. Su estilo de vida era importante para él, pero también era uno de los pintores mejor remunerados de Holanda. Podía pedir con facilidad cien florines por un retrato, mientras que por las pinturas de la mayoría de sus contemporáneos se pagaban sólo entre doce y setenta y cinco. La fortuna le sonrió hasta la muerte de su madre, en 1640, y el fallecimiento de Saskia, dos años después, que puso fin a su joie de vivre. Su hijo, Titus, que había nacido en 1641, fue su consuelo y su apoyo hasta 1668, año en que murió, seis meses antes del nacimiento de su hija. Durante este período Holanda se hizo muy rica, como resultado de sus grandes aventuras marítimas, y ahora era estable, con confianza en su futuro. Por consiguiente, empezó a buscar refugio en su Edad de Oro y a rechazar a algunos de los grandes artistas que antes habían sido sumamente aclamados. Éste fue el destino de Franz Hals, que fue sustituido por pintores con mayor refinamiento aristocrático, como Gérard Dou, Ferdinand Bol y Govaert Flinck, quienes habían estudiado con Rembrandt. Pero el maestro no había dicho su última palabra, y aunque su fama sufrió debido a esta adversidad incesante, a pesar de todo siguió pintando y vendiendo sus lienzos. Fue durante este período que se concentró en la comunidad judía de Amsterdam, a la cual plasmó con la empatía de un amigo y confidente. También fue en esta fase en la que Titus, bajo la tierna mirada de Rembrandt, se convirtió sucesivamente en Cristo, en Tobías, en Daniel y en el joven José. Las pinturas, que se encuentran en los museos rusos, ilustran perfectamente el tono que el artista le dio a sus retratos. Baartjen Martens Doomer, a quien pintó en 1640, no era una dama de la alta sociedad, sino que era la esposa de un artesano que tenía contactos cercanos con los círculos artísticos; Rembrandt no seguía las convenciones y creó este retrato con total libertad, siguiendo sus impulsos artísticos. Reprodujo la expresión vivaz de la dama, cuya alegría emergía con cada pincelada. Toda la descripción está basada en un dibujo que Rembrandt usó como parte de la pintura, buscando que la expresión se volviera más y más precisa a medida que la obra tomaba forma. Al pintar a sus modelos como realmente eran, impregnaba los retratos con toda su personalidad para darles vida.
Al pretender sacar a la luz el “movimiento” de los modelos, Rembrandt logró obtener una similitud como nadie antes había podido conseguir. Durante más de diez años, este método condujo a la apoteosis de la obra de Rembrandt. Anciana sentada con velo, pintado en 1650, estaba en la misma línea. Con un dominio completo de su arte, en forma paulatina erradicó la percepción dual del mundo que había prevalecido en su obra hasta ese momento, típica de la década anterior, consistente en distinguir las obras encargadas de su visión personal del arte de los paneles históricos de los retratos. Estas obras serían combinadas en una única visión del mundo, que ahora llevaba una sola firma: la de Rembrandt.
La gran tela roja en Retrato de una anciana con velo, atípica para ese momento pero privilegiada por el maestro, así como la anticuada vestimenta ‘burgundiana’, dan la sensación de que ésta no fue una pintura encargada, sino más bien una obra fruto de la propia inspiración del artista.
Sin embargo, el método utilizado y la “objetividad” estricta del retrato son las señales de que, en ese momento, Rembrandt había logrado una libertad artística completa; una libertad que nunca mermaría. “El hombre y su disposición mental”, se convirtió en uno de sus mayores intereses, y reflexionó cada vez más acerca de la soledad interior de aquellas personas cuyos retratos pintaba. Ante sus ojos, éste era el único medio para plasmar en el lienzo una meticulosa personalidad, que él presentaba como corpórea, a través de la experiencia y la obser-vación. Al fijar en el lienzo un momento de la vida, sin detener jamás su curso, podía resaltar la riqueza que se escondía dentro de sus modelos y hacer que una mirada o una expresión dejaran translucir los pensamientos más íntimos y los secretos de su existencia. Incluso los retratos que eran de inspiración personal y que usaban a los mismos modelos una y otra vez, siguen expre-sando la naturaleza profunda del “alma” y de los seres humanos que él ponía en sus escenas de género. Así fue como “desenmascaró” a su hermano mayor, Adriaen van Rijn, cuyos rasgos fueron usados para la caracterización en los diversos retratos de ancianos pintados en la década de 1650. Estas pinturas resultan de gran interés para quienes desean estudiar el “método Rembrandt”. En Retrato de una anciana con velo, pintado en 1654, hoy en los museos del Ermitage, en San Petersburgo, y el Pushkin, en Moscú, empleó el mismo modelo e idéntico criterio con respecto a su creación. La técnica adoptada, única del artista, es bastante variada en la aplicación de los colores alrededor de los ojos y en las partes sombreadas del rostro, la cual consiste en una serie de pinceladas y de arreglos semitrans-parentes de color, cuyos contornos son borrosos. Hay áreas que están iluminadas con gran esplendor, y una capa pesada de empaste que consta de pinceladas cortas y largas de diferentes colores. Este método le permite al artista pasar del claro al oscuro, una técnica que él dominaba mejor que nadie.
Finalmente, sobre la bien dispuesta amalgama de colores, la posición que ocupan estas pinceladas en el espacio y la dirección del pincel sobre el lienzo contribuyen al efecto tridimen-sional que se admira con tanta frecuencia en la obra de Rembrandt. Hay una cantidad de variaciones de esta técnica entre un cierto número de artistas holandeses, pero nunca se igualan con el magistral método que aplicaba Rembrandt. En Rembrandt, el rostro humano siempre estaba asociado con la vida que le había dado forma.
Además, cada retrato reflejaba una actitud particular en la que podían leerse los enigmas de la existencia. Las personas mayores que pintó en 1654 presentaban una perspectiva especialmente trágica del mundo: sabían que la vida estaba llena de dolor, de injusticia y de crueldad. Aunque esta realidad les resultaba familiar; no obstante, no se rebelaban contra ella. Su soledad era evidente, pero no impedía que el artista descubriera las dificultades que los ataban a la vida y que ellos revelaban en sus arrugados rostros. Los ancianos de Rembrandt son la encarnación de la sabiduría humana. Un valor espiritual excepcional ubica a estos individuos sobre lo común y les confiere una grandeza trágica, convirtiendo su filosofía en una verdad absoluta. Estos retratos señalan el apogeo del arte del siglo XVII en Europa, y no tienen descendientes directos. No fue sino hasta dos siglos más tarde que los artistas abordarían una vez más la relación ambigua entre el hombre y su alma; pero en las obras de los pintores románticos no se consideraba que la gente común tuviera la sabiduría o la grandeza de las figuras pintadas por Rembrandt. Su genio las había ubicado en un escenario que revelaría mejor sus personalidades, para que en su expresión individual perdieran cualquier desventaja conferida por su estatus social. Rembrandt transfería sus propios senti-mientos al modelo. Habiendo encontrado en un ser humano lo que él compartía con ellos, en términos de su perspectiva del mundo y de su disposición mental, pintaba cada uno de los numerosos retratos como un fresco, que reflejaba la imagen de su siglo. Menos que un género, el retrato, según Rembrandt, es un fragmento de verdad arrancado a la humanidad.
A pesar de la importancia de la pintura paisajística y de las escenas de género, los pintores holandeses continuaron buscando inspiración para el tema de los retratos. Ya que eran una fuente de honor y de ganancia, muchos artistas no pudieron oponerse a elogiar las imágenes encargadas por sus patrones, y esto rara vez contribuyó a la reputación póstuma de los artistas. Buscando agradar, en lugar de “extraer la expresión”, muchos de los aprendices de Rembrandt abandonaron su estilo personal, con grandes pinceladas y pintura espesa para obtener un detalle más claro, por un estilo sobrio y con demasiada frecuencia inconsistente. Éste fue un estilo que adoptaron muchos, a partir del éxito financiero, del crecimiento de la clase media y de los cambios en la moda. Aunque los pintores más calificados implementaban este cambio de opinión, que ya estaba siendo atendido por maestros como Van Dyck, Rembrandt no se convirtió en uno de ellos y continuó desafiando a las corrientes artísticas: acumuló infortunios financieros sin realizar la más mínima concesión a la moda. A finales de la década de 1640, cuando Hendrickje Stoffels se convirtió en su modelo y fue a vivir con él en la casa del Jodenbreestraat, continuó persiguiendo su propio estilo estético, alternando los retratos encargados con aquellos de su propia inspiración, y con escenas históricas en las cuales combinaba hábilmente a sus modelos con sus propias “visiones” del mundo.
Retrato de Saskia caracterizada como Flora. Rostro (placa radiográfica). Museo del Ermitage, San Petersburgo.
Su lenguaje artístico alcanzó una virtuosidad inigualable. A veces recurriendo a métodos muy simples, a veces usando una mezcla ingeniosa y compleja de pinceladas (gruesas, semitrans-parentes o transparentes), se las ingenió para crear “unidades del alma” en las que cada elemento es inseparable del todo. No hay manchas de color, ni pinceladas que no sean importantes en sí mismas, todos los elementos del lenguaje artístico adquieren una base psicológica y espiritual que sólo existe en la medida en que están impregnados de ella. Por eso es práctica-mente imposible extraer y aislar la imagen de su psicología y encontrar una terminología adecuada con la cual definirla: es un elemento que es inherente a la pintura. En la segunda mitad del siglo XVII, Holanda iba a experimentar una época de agitaciones políticas, como la guerra contra Inglaterra en 1652. Éste era el comienzo de un período difícil. Durante este tiempo, mientras los holandeses estaban atemorizados por su futuro, Rembrandt, como un mago que permanece sin ser tocado por los sucesos, continuaba presentándole al público imágenes de una realidad diferente. Sordo a la agitación del pueblo holandés, vivía en un mundo diseñado según sus propias especifi-caciones, que constaba de rojos, marrones y negros, blancos y amarillos mezclados en pinceladas sutiles, fundiéndose en el lienzo al toque de su maestría.
Parecía que sólo le importaban sus combi-naciones de luz y color con las que jugaba con mucha habilidad en medio de las sombras. Rembrandt estaba tan cautivado por su arte, que éste casi se convirtió en una obsesión, y sólo podía percibir el mundo por medio de sus pinturas. Persiguiendo su sueño, con los pinceles en mano, continuó creando retratos al óleo y haciendo grabados de otros, sin abandonar, no obstante, las escenas de la Biblia en las que se reflejaban la gente o el mundo.
La vida continuaba a su alrededor, pero parecía que él no se daba cuenta de esto. Se embarcó en un rumbo turbulento que lo condujo a grandes dificultades financieras. El artista había sido cubierto de honores, y el amor de Hendrickje, la fuerza paciente detrás de sus iluminaciones, lo había protegido de las serias consecuencias y lo había separado de la sociedad convencional y pomposa con la cual se negaba a comprometerse. En julio de 1656, en extremo endeudado, Rembrandt descubrió que no podía cumplir con sus compromisos. Con sus ingresos ya no podía cubrir sus gastos y fue obligado a abandonar su precioso hogar en Amsterdam, dejándoselo a los administradores. Su magnífica colección de arte, que incluía muchas obras contemporáneas, así como obras de Rafael, Giorgione y Van Eyck, estatuas antiguas y obras de arte chinas y japonesas, trajes de armadura, minerales, e incluso la piel de un león, fue subastada. Sin embargo, no terminó en bancarrota. Hendrickje y su hijo Titus se convirtieron en una firma de agentes de arte e hicieron que el maestro fuera su empleado, para que las ganancias de la venta de sus pinturas no fuera devorada por los reintegros a sus acreedores.
El nuevo hogar de Rembrandt, en el distrito de Rosengracht de la clase trabajadora, no era para nada desagradable. Continuó trabajando incesantemente a pesar de la adversidad, sacando la inspiración de la gente trabajadora, aunque todavía mantenía la amistad, e incluso la admiración, de los grandes y los buenos. En 1667, Cosimo de Medici, el futuro Gran Duque de Toscana, lo visitó en su estudio para comprar uno de los dos Autorretratos que ahora se encuentran en la Galería Uffizi, en Florencia.
Mientras medía lo absurdo de las pretensiones humanas, Rembrandt pudo escapar a la autocompasión de la depresión por medio de la pintura. Su obra perdió más restricciones y se volvió más etérea. La década de 1650 produjo más obras maestras en el catálogo del pintor, algunas de las cuales se encuentran en los museos rusos. La joven del espejo, data de 1657. Es una pintura de estilo bastante extraño, en el que una joven admira su belleza en un espejo. Aunque ésta es una imagen de la vanidad, muy típica del período, no puede competir con El regreso del hijo pródigo, generalmente considerada como una perfecta ilustración del talento maduro de Rembrandt. La última pintura brinda una buena idea de la propia filosofía de la vida del artista y de su actitud hacia la existencia, a la cual consideraba artificial y superflua.
Las pinturas históricas de la última década de su vida ilustran claramente la esencia del arte de Rembrandt, los temas que más le interesaban y lo que era capaz de ofrecer, en términos de estética. Asuero, Ester y Amán a la mesa, pintada en 1660, es indiscutiblemente una de las obras más apacibles del maestro. Ester acaba de revelarle su acto al rey, quien se sumerge en una meditación profunda, negándose a creer la verdad que le fuera dicha. La carencia de acción exterior y el aislamiento aparente de las figuras entre sí le permiten al artista revelar el carácter de cada una de ellas, su relación y el destino que les espera. El hombre cara a cara consigo mismo: ésta era la preocupación principal de Rembrandt cuando pintaba un retrato. Fueron estos mismos problemas, vistos desde otra época, trasladados al mundo bíblico, los que lo continuaron preocupando, hasta que exhaló su último suspiro.
Cada una de las figuras en Personaje Bíblico (1665), pintadas en primer plano contra un fondo oscuro, parecen estar buscando su propia alma; aunque no hay una indicación explícita que permita una interpretación exacta de la escena, la relación entre los protagonistas ilustra claramente las intenciones del pintor. Un dignatario oriental acepta su pérdida y su destino con abnegación, mientras el monarca, que recién ordena su arresto y ejecución, expresa tristeza en vez de furia. Un anciano y varios profetas son testigos de la escena.
No obstante, es en El regreso del hijo pródigo, ejecutada entre 1668 y 1669, que Rembrandt consiguió la perfección de su arte. Es una búsqueda histórica que ha llegado a su fin, la parábola del Evangelio hecha carne, y para el artista quizá, que ya tenía más de sesenta años cuando la pintó y estaba en una incesante búsqueda de la verdad, es una respuesta a la pregunta desconcertante del significado supremo de la vida.
El padre y el hijo reunidos fue una posible conclusión de su existencia terrenal y de todos los sufrimientos que experimentaron durante su larga separación. El momento del encuentro en sí es tan conmovedor, que la alegría legítima ha dado paso a algo que se asemeja a la tristeza, pero que posiblemente se parece más a una melancolía serena, al lamento por los años perdidos.
Aunque fueron pintadas en diversas fechas, la escala de las figuras, el tamaño del lienzo, la composición, e incluso la técnica, les brindan a estas tres obras una unidad espiritual perfecta a través de las emociones que describen. Se ha dicho que los héroes de las últimas obras de Rembrandt existen “fuera del tiempo y del espacio”. Esto sólo es verdad si uno considera que existen fuera de un espacio lleno de objetos cotidianos y que viven fuera del tiempo formado por la rutina diaria.
Sus vidas están regidas por un reloj que no funciona aquí en la tierra, es un ritmo diferente de tiempo y espacio. Hubo un período en el cual el artista se deleitó creando un Oriente imaginario y extravagante. De ahí en adelante este tipo de fondo le parecía superfluo y se contentaba con vestir a sus figuras con algunas fruslerías exóticas. Todas las otras indicaciones de tiempo y espacio están ausentes o simplemente sugeridas. El pórtico romano en El regreso del hijo pródigo es apenas apreciable, mientras que la mesa, el aguamanil, el plato de manzanas y la copa en la mano de Amán son las únicas indicaciones del banquete que tuvieron Ester y Asuero. En El regreso del hijo pródigo, el artista llegó hasta el grado de dejar por fuera a los personajes mencionados en la Biblia y que habían formado parte de la tradición pictórica de la parábola.
En las obras de Rembrandt creadas en la década de 1630, la importancia de la acción estuvo determinada por fondos imponentes. Aquellas de la década de 1640 estuvieron caracterizadas por representaciones de escenas cotidianas.
Como lo muestran sus últimas obras, el mundo interior de las figuras está acentuado y su intensidad arroja a las sombras cualquier cosa que parezca inferior. El pintor ahora se concentra completamente en el alma de sus modelos y tiene una profunda compasión por ellos, mirándolos en su interior y prestándoles toda la atención. Todo lo que sea secundario y fortuito se elimina para poder revelar su espíritu interior.
Las figuras de Rembrandt están inmersas en la luz intensa o sumergidas en las sombras casi invisiblemente, según capricho del pintor. No obstante, donde sea que estén ubicadas en la pintura, permanecen aisladas del mundo y de otros seres humanos, como si fueran criaturas extrañas ante el curso de la vida. A veces se tiene la impresión de que no pudieran verse unas a otras, a pesar de las ataduras que las ligan a su destino en común. Las figuras pintadas aceptan pasivamente los grandes diseños de su inexorable destino, pero también están enfrentadas a sus propias vidas. Incluso Ester, que por sus acciones dirigió el curso de los sucesos para librar a su pueblo de un destino abominable, es, al fin de cuentas, simplemente un instrumento de la voluntad de Dios y de Mardoqueo. La reina, hermosa y gentil, lleva a cabo lo que está escrito para toda la eternidad, con una dignidad colmada de modestia. En la posterior obra de Rembrandt, la vida humana está ligada al concepto de destino que, mientras es inherente al hombre, escapa completamente de él. Se debe sucumbir ante del destino con dignidad, parecen susurrarle las figuras al viejo maestro, ya que es imposible luchar contra él.
El sombrío talento de Rembrandt comprendió la connotación triste, casi inconsciente, de este ímpetu apasionado. Aquí hay un eco de todo lo que sería mucho más sorprendente en la obra de Byron. “Ante mí está la cabeza de un hombre que con una línea limpia sólo puede verse a medias”, escribió el joven poeta Lermontov, doscientos años más tarde, cuando veía un retrato de Rembrandt. “Alrededor sólo hay sombras. Su expresión altanera es ardiente y, sin embargo, al mismo tiempo está llena de angustia y de duda. Tal vez la pintaste a partir de la naturaleza, y de esa manera, ¡esta efigie está lejos de ser ideal! ¿Es posible que te hayas pintado a ti mismo como eras durante tus años de sufrimiento? No obstante, una mirada fría nunca podría penetrar este gran misterio, y esta extraordinaria obra continuará siendo un reproche amargo hacia la gente sin corazón”. Las figuras de Rembrandt están sordas ante esta visión del hombre que el período Romántico celebraría con un muy equivocado entusiasmo. Es probablemente el Retrato de Titus vestido de monje a quien describió Lermontov, que entonces tenía sólo dieciséis años, en su poema acerca de una pintura de Rembrandt. Esta obra estaba entonces en la colección de los condes Stroganov en San Petersburgo, y el joven se inspiró de repente y vio la imagen de los héroes que poblaban su propio mundo y su imaginación. A sus ojos, esta pintura es una encarnación de “el gran misterio del arte” y del misterio aun más inaccesible de su propio destino. El poeta describe el “talento sombrío” del pintor y se identifica con la pasión y el sufrimiento del artista y su soledad en el mundo.
La filosofía del artista y su visión subjetiva del mundo son las de un escéptico convencido. La tragedia inherente a las últimas pinturas de Rembrandt se explica generalmente por la adversidad que había sufrido y por la dolorosa soledad que había experimentado como artista. La muerte de Saskia y la subsiguiente muerte de Titus en 1668, ciertamente lo afectaron profundamente, ya que él era muy sensible y todo lo que sentía en su corazón se refleja en los rostros de sus figuras.
La crisis económica de los Países Bajos, y sus propias dificultades financieras también afectaron su obra decisivamente. Sin embargo, no eran tanto las influencias externas, sino su propia naturaleza más íntima lo que pintaba en la sombra y la luz de sus días buenos y malos. En Rembrandt, hasta la felicidad tenía su propio color, pero era el color de la melancolía. Ni siquiera las dos mujeres que habían hecho algo para iluminar su existencia después de la muerte de Saskia (Hendrickje Stoffels desde 1649 hasta su muerte en 1663, luego Magdalena van Loo después de 1668) lograron cambiar su visión de la humanidad. Hay pruebas de esto en su obra temprana, y sus obras posteriores sólo refuerzan esta actitud. Rembrandt Harmen Gerritiszoon van Rijn murió el 4 de octubre de 1669, dejando más de seiscientas pinturas y una imponente serie de grabados. Había retratos, temas religiosos, paisajes y escenas de género. Las pinturas, que pueden verse en los museos rusos, brindan una idea clara de su arte, pues la colección resume la obra de toda su vida y el modo en el cual la desarrolló. Los retratos muestran la lucidez de su arte, y la variedad de temas de sus pinturas históricas muestran la diversidad de su enfoque. La obra de Rembrandt, que es muy particular, ocupa un lugar único, no sólo en la pintura sino también en toda la cultura europea. Cuando se compara a Rembrandt con sus predecesores, o incluso con sus sucesores, uno puede ver la originalidad absoluta de su creatividad y medir con precisión el lugar que ocupa en nuestro patrimonio espiritual. El zar Pedro el Grande trajo a Rusia al primer Rembrandt. La idea se le ocurrió en 1697, durante su primer viaje al extranjero. Yuri Kologrivov visitó La Haya en 1715, y regresó con cuarenta y tres pinturas, que se colgarían para adornar el Palacio de Montplaisir en Peterhof, que en ese momento aún estaba en construcción. Pero su tarea no estaba completa, ya que luego viajó sucesivamente a Amberes y Bruselas, adquiriendo finalmente 117 pinturas más del viejo maestro de Amsterdam. Al mismo tiempo, se les confió una misión similar al embajador Kuranin y al agregado comercial Soloviov. El resultado fue que, en el año siguiente, ingresaron 150 pinturas a las colecciones rusas. Éste fue un período durante el cual se consideró a las pinturas de Rembrandt como “heréticas” o anticuadas. Rara vez aparecían en las subastas públicas, y cuando lo hacían, recogían sumas irrisorias.
Las primeras obras fueron colgadas en el Ermitage en 1764; sin embargo, menos de cien años después de la muerte del artista, representaban un lote de 225, consignadas por un comerciante de Berlín como parte de pago de una deuda que tenía con el tesoro imperial. Prince Golytsin, el chargé d’affaires (encargado de negocios) en París, y amigo de Diderot y de Falconet, también desempeñó un papel activo en la ornamentación de la nueva galería de arte. Dos grandes pinturas, que en la actualidad se encuentran en el Ermitage, le deben su presencia a su esfuerzo. Éstas son Dama sentada y El regreso del hijo pródigo. En San Petersburgo, Rembrandt siguió disfrutando de una buena reputación. La corte imperial rusa mostró gran entusiasmo por la obra del maestro holandés, que no tenía equivalente en Europa occidental, donde sus obras seguían siendo consideradas, en el mejor de los casos, con indiferencia, y en el peor, con desdén.
Por ejemplo, en 1772 Falconet le escribió a Catalina II: “Recibí un aviso de Francia de que hay disponible una pintura perfectamente hermosa de Rembrandt que forma pareja con el Hijo pródigo. Si fuera realmente tan buena, entonces, sería digna de su galería. Si su Majestad Imperial así me lo indicara, le escribiría una carta a uno de nuestros mejores artistas para que vaya a ver la pintura y juzgue si es tan buena como se dice que es, porque tengo mis reservas acerca de darle esta tarea a cualquier otro. El tema es sobre Mardoqueo a los pies de Ester y de Asuero. El precio es de tres mil seiscientas libras”.
Poco tiempo después, Catalina le contestó a Falconet que si la pintura era tan buena como su Hijo pródigo, ella pagaría gustosa ese precio. En realidad, la venta nunca se llevó a cabo, aunque la pintura permaneció en París durante quince años sin encontrar un comprador. Hoy adorna las paredes del Museo de Bucarest. En 1769, después de varios años de batallas legales, la colección del Conde Heinrich Brühl, anterior ministro de Augusto III de Sajonia, fue adquirida por el Ermitage. Entre los tesoros acumulados por el conde y su secretaria, que era la conservadora de la Sala de Pinturas de Dresde y una crítica de arte bien informada, se encontraban cuatro Rembrandts, Retrato de un anciano y Retrato de un anciano de rojo, que actualmente se encuentran en San Petersburgo, y también Retrato de Adriaen van Rijn y Retrato de anciana, que están exhibidas en el Museo Pushkin de Moscú. Personaje bíblico, Flora, Dánae y El sacrificio de Isaac, se encuentran entre numerosas adquisiciones realizadas a lo largo del siglo XVIII, luego del deceso de muchos coleccionistas extranjeros importantes.
En el siglo siguiente, Rembrandt fue redes-cubierto por el movimiento Romántico y emergió de la oscuridad a la que había estado relegado durante mucho tiempo, tanto en su propio país como en otros lugares, con la excepción notable de Rusia, que se había beneficiado ingeniosamente por esa razón, enriqueciendo su propia colección. Cuando el crítico Herzen descubrió en las obras de Shakespeare y de Rembrandt “un mundo en el cual la vida se reproduce en toda su profundidad y con cada gradación de luz y de sombra”, simplemente estaba afirmando lo obvio. En los círculos artísticos y científicos, ya no se consideraba al maestro de Amsterdam como un herético que buscaba una ruptura con las reglas académicas, sino como uno de los mejores artistas de su tiempo. Sus pinturas, consideradas mucho tiempo antes como la obra de un disidente artístico, ahora eran admiradas por la lógica de su lenguaje pintoresco.
Hoy, el pintor ruso Kramskoy considera la obra de Rembrandt como un gran hito en la historia de la pintura, como lo es la estatuaria griega en la historia de la escultura. La obra de Rembrandt fue admirada celosamente por los pintores del siglo XIX, que intentaban usarla para obtener inspiración, copiando sus ideas y sus técnicas lo mejor que podían, ya que sus sensaciones concordaban bastante con la época. Aunque Rembrandt fue una fuente de fascinación para los artistas rusos, durante mucho tiempo el estudio de su obra sólo se encontraba en su infancia. El alcance y la calidad de la colección rusa colaboró mucho con la promoción de la obra de Rembrandt, y con la constante política de adquisiciones, construida sobre un conocimiento creciente de su obra, hizo que el entusiasmo por ella no disminuyera nunca. En 1814, Alejandro I compró la colección de la emperatriz Josefina, y las adquisiciones continuaron hasta la Revolución de Octubre. El Ermitage se abrió al público por primera vez en 1852. De esa manera, el entusiasmo de Lermontov pudo ser apreciado por las personas que ahora tenían la posibilidad de comprender completamente las alusiones del poema.
Como organismos pictóricos complejos, las pinturas de Rembrandt son entidades que viven según sus propias reglas y que albergan todo un mundo de pensamientos. Este universo de emoción apela a nuestra sensibilidad, a nuestra imaginación y a nuestra propia experiencia de la vida.