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Estas maletas pesan como un demonio. Todavía no sé cómo he conseguido arrastrarlas desde donde me las ha dejado Raúl, el chófer, hasta aquí. Porque, claro, lo de ayudarme estaba descartado. Aquí las cosas funcionan así: te lo haces todo tú solita. Vistalegre es el lugar ideal para hacerte mayor de golpe, con sus cosas buenas y sus cosas no tan buenas. Por eso es muy fácil detectar quién es nuevo aquí: se les ve en la cara que no saben dónde están, sobre todo si les han concedido una beca. Por ejemplo, apostaría a que la chica rubia que taponaba la entrada es una nueva becaria. Cada año pasa lo mismo, los becarios alargan la despedida como si sirviera de algo, como si cambiara el hecho de que su perfecta familia les ha dejado aquí tirados para pasar un año entero. Ellos no saben cómo funciona este sitio, pero los que llevamos aquí desde primero de primaria nos encargamos de enseñarles las reglas. Como, por ejemplo, que no se bloquea la maldita puerta.

 

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Ya casi estoy, sí, esta es mi habitación, la 25. Abro la puerta con la llave y enseguida me invade un intenso olor a naftalina. Empujo de una patada las dos pesadas maletas, que ruedan hasta la pared de enfrente. El dormitorio no es ninguna sorpresa, porque todos están amueblados igual, y con el mismo estilo aséptico. Dos camas individuales, dos estanterías, dos escritorios y dos armarios; da la sensación de que han cogido la estancia y la han doblado por la mitad, como un papel, porque ambos lados son idénticos. El baño está en el pasillo, claro, una de las bromas de este lugar. ¿A quién le gusta compartir el baño? Me fijo en que la única diferencia con la habitación que tuve el año pasado son las vistas, porque esta da un poco más al este, por donde sale el sol. Me quedo con la cama que está junto a la ventana, porque me gusta sentir los primeros rayos de sol cuando me despierto por la mañana. Me pregunto quién me tocará de compañera. No son Irene, ni Leyre o Norah, porque cuando me las he encontrado, hemos comprobado los números de habitación, y todos eran diferentes. Lanzo la mochila sobre el edredón gris rancio de todos los años y me dejo caer en la cama para recuperarme de la batalla con las maletas.

Otro año en el internado Vistalegre. No es que me disguste; la verdad es que estaba deseando que llegara septiembre. En casa me aburro mucho, todo el día sola. Mis padres siempre están fuera y no tengo hermanos, así que tomar el sol en la piscina de agua salada todos los días empezaba a hacerse pesado. A pesar de ser blanca como las paredes, he conseguido incluso tostarme un poco y disimular las pecas que salpican mi cara.

Cuando me he levantado esta mañana, mis padres ya no estaban, para variar. Mi padre se había marchado de viaje a Ginebra por un negocio que tiene que cerrar y mi madre se había ido antes de que saliera el sol al gimnasio. Yo entiendo que son cosas que hay que hacer, que deben atender sus obligaciones, por así decirlo, de modo que hace tiempo que acepté no tener esos momentos de despedida o reencuentro con ellos. Por su parte, Lidia, el ama de llaves, me ha preparado las maletas, así que solo he tenido que revisar un poco el contenido, por si me dejaba algo y ya está.

Después de desayunar unas tostadas con la mantequilla puesta hasta en los bordes (gracias, Lidia, por conocerme tan bien), me he despedido de ella con un abrazo fuerte, porque al final es a quien más echaré de menos estos meses. Ella es quien me da los buenos días y las buenas noches a diario, quien sabe cómo me gustan las tostadas, quien ha dado con el acondicionador perfecto para los nudos de mi pelo rizado... Pero también a ella tengo que decirle adiós cada año cuando me subo al coche de cristales tintados para venir a Vistalegre. Raúl ha conducido con su habitual silencio mientras yo escuchaba Spotify a través de los cascos en mi móvil.

Oigo ruido en la puerta y, cuando me pongo de pie para ver qué compañera me ha tocado este año, me dan ganas de gritar... ¡¿Es una broma?!

 

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Hola —saluda con una vocecilla la chica que no me dejaba entrar por la puerta del colegio hace un rato. Ahí está, con las manos agarradas a las asas de su mochila y los hombros encogidos. Me fijo en el anticuado bolso que lleva en bandolera. Me pregunto si el pelo rubio será natural, tan liso y brillante, aunque colocado con poca gracia detrás de las orejas.

Hola —le respondo sin más.

Me llamo Julia —dice dando un paso adelante, como intentando entablar conversación conmigo, pero yo la corto antes.

—Genial. Yo, Alejandra. Y esa es mi cama —le informo para no dejar lugar para la confusión.

—Vale. Por cierto, siento lo de antes —empieza a disculparse con voz titubeante—. Estaba..., bueno, me ha dado mucha pena despedirme de mi familia. Supongo que lo entenderás y eso...

—No mucho, la verdad, no soy de lágrima fácil, pero da lo mismo. Cada uno es como es y madura a su ritmo.

Julia asiente como asimilando lo que le estoy diciendo, pero no añade nada, y eso me sorprende, porque estoy más habituada a las incisivas réplicas de mi familia y mis amigas de siempre. Pero ella no, ella coge su maleta y la arrastra en silencio hacia la cama que yo le he adjudicado. Se sienta en ella, mira la habitación, como si fuera un mundo por descubrir, cuando a mí me da la sensación de que cabe en una caja de zapatos, y cuando se da cuenta de que tiene el armario al lado, se dispone a colocar sus cosas dentro. Yo, por el contrario, decido dejarlo para más tarde. Pensar en estar aquí metida más tiempo con este muermo me provoca urticaria.

—Bueno, yo me piro —anuncio y cojo mi bolso antes de salir por la puerta dando un portazo. Me parece escuchar a través de la hoja de madera un adiós muy tenue.

Irene está unos números más adelante, así que enseguida me planto delante de su habitación y llamo a la puerta al tiempo que anuncio quién soy. Si no la conociera como la conozco, entraría sin avisar, pero su mala leche podría tumbar a cualquiera y no quiero sorprenderla y ser presa de ella. Conozco a Irene desde el primer día de primaria, nos sentaron juntas y enseguida hicimos buenas migas cuando comprobamos que las dos estamos un poco locas, en el buen sentido, ya que, como el mundo nos parece aburrido, causar el caos de vez en cuando nos provoca risas de las buenas, de las que unen, y por eso Irene y yo somos inseparables. También tiene un lado un poco radical, porque es una de esas personas de extremos que o te adora o te odia, y no hace falta decir que, en su caso, es mucho más conveniente estar en el lado adecuado, aunque es muy fácil pasar de uno a otro. Pero es que en mi caso estar en el lado equivocado es impensable, porque ella es mi mejor amiga. Y solo yo sé cuánto la he echado de menos este verano. Vivimos a bastante distancia la una de la otra y, con su apretada agenda, solo pudimos ponernos de acuerdo un fin de semana para ir a la playa.

—¡Pasa, petarda! —grita al cabo de unos segundos.

Al entrar, me la encuentro a punto de abrir su maleta para ir colocando sus cosas en el armario. Su compañera todavía no ha llegado. Espero que tenga más suerte que yo...

—Me pillas en plena tarea. ¿Me ayudas?

Me fijo en que Irene saca de su equipaje una cajita cerrada con candado dorado y la coloca en un cajón del armario, escondida entre la ropa interior. Me siento en su cama y, al mirar dentro de la maleta, veo que hay varias de esas.

 

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—Vienes bien surtida —le comento en broma señalando las cajas cerradas herméticamente.

—Esto nos dará para unos días, no te creas. A ver si vamos pronto al pueblo y hacemos «nuestros recados» —dice entrecomillando las palabras y guiñándome el ojo.

Aunque estemos solas y nadie pueda oírnos, preferimos hablar en clave de los temas que podrían meternos en un buen lío. Y es que Irene y yo, siempre en busca de diversión en este aburrido internado, a veces nos salimos un poco del «buen camino», aunque sea solo para crear un camino mejor, un camino a nuestra manera. Sin embargo, Carlota, la directora del internado y el ser más autoritario sobre la faz de la tierra, no está muy de acuerdo.

—Menudo vestido, chica —le digo a Irene mientras saco de su maleta un vestido espectacular de seda que deja la espalda completamente al aire.

—¿Te gusta?

—Pues sí, claro, es una pasada... —respondo colocándomelo delante. La falda me queda demasiado corta, consecuencia de tener unas piernas tres veces más largas que la mayoría de las chicas de mi edad.

—Podrías ponértelo de camiseta —dice, burlona, mientras sigue guardando las cajas con candado entre su ropa, para que queden camufladas.

¿Es para la gala de Navidad?

—O para cuando se tercie. Siempre es buen momento para un Dior, porque de aquí a Navidad seguramente ya me haya cansado de él y me compre otro. Y es que este año tengo que estar impresionante cada día, Álex, porque algo me dice que al fin Adrián y yo daremos el siguiente paso. ¿Le has visto antes en la puerta?

—Sí, le saludé después de registrarme. Estaba al final de la fila —digo colocando el Dior en una percha de su armario.

—Yo he intercambiado unas pocas palabras con él cuando se ha despedido de su familia. —Me guiña un ojo.

—¿Le has consolado? —le pregunto entre risas.

—Sí, ya sabes, se ha puesto fatal... No entiendo cómo hay alumnos que echan de menos a su familia, con lo bien que se está sin ella. Sin oír eso de: «Dime adónde vas y cuándo vas a llegar», ni «Dile a tu hermana que deje de molestar al perro».

—Totalmente de acuerdo —digo medio distraída, pensando en mis propios intercambios familiares, casi inexistentes, y que nada tienen que ver con los que describe Irene.

Los pocos días que coincido con mi madre, me da órdenes sin preguntar siquiera, siempre: «Ponte este vestido para la fiesta que han organizado los Sánchez-Gutiérrez», o «Álex, te lo ruego, córtate un poco las puntas de ese pelo o acabarán confundiéndote con una bruja». No conozco otro tipo de relación, así que no espero otra cosa de ella. Con mi padre es más sencillo, porque cuando me habla casi siempre tiene el noventa y cinco por ciento de su atención puesta en un ordenador o en un teléfono, de modo que lo único que hace es lanzar preguntas al aire del estilo de «¿El día, bien?», y creo que no llega ni a oír mi respuesta, porque, diga lo que diga, su siguiente intervención suele ser «Perfecto, como debe ser». De pronto, me vienen a la cabeza las palabras de Julia sobre echar de menos a su familia, y por enésima vez pienso cómo debe de ser tener una familia a la que añorar.

Este año será lo más —suelta Irene devolviéndome al aquí y ahora, a lo que de verdad importa—. Al fin la ESO, esto es otro nivel. Vistalegre, ¡prepárate! ¡¡¡Este es el año en que vamos a cumplir todos nuestros sueños!!! —Levanta la mano en el aire para que yo la choque con la mía y las dos nos partimos de la risa, porque es verdad, porque eso es mejor que llorar o preocuparse por lo que podría ser de otra manera.

Reír, y soñar, por encima de todo y de todos, eso es lo único que quiero.

 

 

 

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