ENTERRAMIENTOS
(Mendips, Somerset)

En una cornisa de piedra caliza yacen los huesos de un niño. Hace más de diez mil años que el sol no ve a este niño. En ese tiempo, la roca de alrededor ha ido goteando calcita como un barniz de plata y ha cristalizado sus restos mortales.
Un día de enero de 1797 dos jóvenes van a cazar conejos a Mendip Hills, en Somerset. Levantan un conejo en la ladera de una quebrada. El conejo echa a correr y se refugia en un pedregal. Los jóvenes tienen hambre; quieren cazar el conejo. Mueven unas cuantas piedras… e «inesperadamente se encuentran con un paso subterráneo». Entran en el túnel, bajan por la pronunciada pendiente que se adentra en el macizo y desembocan en una «cueva espaciosa y alta cuyas paredes y techo están extrañamente desgastados y repujados».
El sol invernal los sigue por el túnel e ilumina la sala. Es un osario. Hay huesos sueltos y esqueletos completos en las repisas de la izquierda y en el suelo, «entremezclados de cualquier manera, casi convertidos en piedra».[1] Las reliquias tienen el brillo de la calcita y algunos huesos está cubiertos de polvo rojizo de ocre. Una sola estalactita cuelga del techo de la sala; al golpearla, parece una campana y el repique resuena por toda la cueva. La estalactita ha llegado al suelo y ha empezado a absorber un esqueleto; el cráneo ya está incrustado, y también un fémur y dos dientes, que conservan el esmalte intacto.
También hay restos de animales en la cueva: una dentadura de oso pardo, una punta de lanza dentada, hecha con un cuerno de ciervo, y huesos de lince, de zorro, de gato montés y de lobo. Además, hay exvotos enterrados: una sarta de dieciséis conchas de bígaro que, al colocarla alrededor del cuello a modo de collar, quedan con las espirales hacia fuera, y un conjunto de siete amonites fósiles con las costillas pulidas.
Más tarde se cifraría en más de diez milenios la antigüedad de los restos humanos, entre los que se encuentran niños de pecho y niños mayores, así como adultos; todos con síntomas de desnutrición. Los adultos miden poco más de un metro y medio. Los molares de los niños apenas presentan desgaste. Poco a poco, los que estudian este misterioso lugar —conocido ahora con el nombre de Aveline’s Hole— empiezan a comprender que, en los primeros tiempos del Mesolítico, esta cueva fue un cementerio a lo largo de un siglo, aproximadamente. En aquella época, gran parte del agua del mundo estaba solidificada todavía. El nivel de los mares era muy inferior. Lo que ahora llamamos el canal de Bristol, así como gran parte del mar del Norte, no existían; se podía ir por tierra desde los Mendips (Somerset) hasta Gales, o hacia el oeste, por Doggerland,(1) hasta Francia y los Países Bajos.
Los hallazgos de Aveline’s Hole apuntan a un grupo itinerante de cazadores-recolectores que tomaron como territorio propio la zona de los Mendips durante dos o tres generaciones y que utilizaron la cueva como mausoleo. Estas gentes —de vida breve y en condiciones inimaginablemente rigurosas, que sufrían escasez de alimento y de energía— hicieron el esfuerzo y se tomaron la molestia de llevar a sus muertos a la falda de esta montaña escarpada, de colocarlos en el interior, de dejar a su lado objetos significativos y huesos de animales y de abrir y volver a cerrar la entrada cada vez que enterraban a uno de los suyos.
Estas gentes errantes y hambrientas deseaban contar con un lugar seguro en el que sepultar a sus muertos, un sitio al que poder volver en algún momento. No tenemos noticia de que se estableciera en Gran Bretaña ningún otro cementerio de características semejantes hasta cuatro mil años más tarde.
A menudo tratamos con más ternura a los muertos que a los vivos, cuando son los vivos los que más lo necesitan.
—Mendip es una región minera —dice Sean— y también de cuevas. Pero es sobre todo una región de enterramientos. Hay centenares de túmulos funerarios esparcidos por todo el paisaje, algunos unidos a monumentos y grandes círculos, formando conjuntos rituales completos de gran tamaño. En uno de los túmulos, un coleccionista de antigüedades llamado Skinner encontró una gota de ámbar con una abeja dentro que conservaba hasta los pelos de las patas.
Final de la tarde, principios de otoño, calor impropio de la estación. El aire reverbera bajo el sol, las portezuelas de los coches queman al tacto. Sin embargo, la casa de Sean y Jane Borodale, que se cobija en la parte umbría de una pacífica ramificación del valle de Nettlebridge, está fresca como una bodega. En el porche hay juegos de mesa amontonados en pilas inestables. Junto al porche florecen macetas de menta, tomillo y romero. En el peldaño del umbral se distingue una amonites incrustada, pulida de tanto pisarla. En el jardín hay un tótem altísimo de madera de cuyas alas abiertas cuelgan dos monos de hombre.
—Son los trajes que nos vamos a poner para ir a las cuevas —dijo Sean, refiriéndose a los monos—, nos protegerán de materiales químicos peligrosos. Los adquirí en la Europa del Este. Son lo mejor para nuestras necesidades, ya verás.
Sean, Jane y sus dos hijos viven en esta cabaña de cuento de hadas desde hace unos cuantos años. La antigua dueña celebraba aquí sesiones de espiritismo, pues creía que podía levantar el velo del tiempo para ponerse en contacto con los muertos. Un campo accidentado sube por el oeste de la casa hasta desaparecer en un bosque de fresnos que marca el perfil de la cresta. Un río pasa por abajo y continúa más allá de la casa.
He venido a los Mendips para aprender a ver en la oscuridad. Sean conoce muy bien estos montes, tanto la superficie como el subsuelo. Es apicultor, espeleólogo, caminante y un poeta extraordinario. Tiene el pelo oscuro y rizado y es muy amable. Lleva unos años trabajando en una larga serie de poemas que dan voz a lo que emerge del subsuelo de los Mendips, o a lo que se encuentra allí escrito: las minas de plomo, los pozos de hierro, las canteras de caliza, los abundantes enterramientos, los búnkeres de la Guerra Fría y los incontables kilómetros de cuevas y túneles naturales que horadan el lecho de roca. A Sean lo impulsan los grandes relatos mitológicos de descenso al mundo de los muertos —Dante y Virgilio, Perséfone y Deméter, Eurídice, Orfeo y Aristeo (el guardián de las abejas)— y los dones de la visión asociados a la oscuridad y la ceguera. Los poemas que escribe sobre el subsuelo me parecen rescatados de la tierra y sobrenaturales al mismo tiempo. En ellos cobra voz el tiempo geológico, se despierta la tierra, habla la piedra. Y además, por la atención que les presta el poeta, los muertos vuelven brevemente a la vida.
Los Mendips se levantan al sur de Bristol y al oeste de Bath. Desde el extremo sur, en días claros se divisa Glastonbury Tor, más allá de los llanos humedales de Somerset Levels. Se extienden casi cincuenta kilómetros de oeste a este y se van afilando a medida que se acercan al canal de Bristol. Es una cordillera compleja, pero predominantemente calcárea; y, según dijo Conan Doyle, los terrenos calcáreos «están […] huecos; si se pudieran golpear con un martillo gigante, retumbarían como un tambor, o tal vez se hundieran y dejaran al aire un inmenso mar subterráneo».[2]
La primera característica de la piedra caliza es que es soluble en agua. La lluvia absorbe dióxido de carbono del aire y da lugar a un ácido carbónico débil: lo justo para horadar y corroer la caliza… con el tiempo. Su acción excava en la superficie de la piedra perforaciones de lapiaz y carst, así como laberintos ocultos de fallas y salas. Los ríos modelan la piedra con energía. Del interior de la tierra llegan aguas termales que esculpen la roca. En los paisajes calizos abundan los rincones clandestinos. Presentan los inesperados lóbulos de un pulmón por dentro. Hay entradas para acceder a su inmenso subsuelo: simas y dolinas, aberturas por las que un río desaparece bajo tierra. Tim Robinson, el gran escritor y cartógrafo del oeste de Irlanda, conoce los trucos de la piedra caliza casi mejor que nadie. Después de vivir entre macizos calcáreos y cartografiarlos durante más de cuarenta años, concluye lo siguiente: «No me fío un pelo del espacio».[3]
—Vamos a ver el huerto —dice Sean.
El terreno de la cabaña baja hasta el principal río del valle. Nos detenemos en la orilla. El agua es tan cristalina que casi no se ve. Unas truchas pequeñas aletean en la corriente.
—Es un río petrificante —dice Sean—. Lleva tanto carbonato de calcio disuelto en el agua que no tarda nada en cubrir con una corteza blanquecina de piedra las ramitas y las hojas que quedan atrapadas.
Las libélulas verdes y negras bailan por encima del agua y los tábanos van y vienen en busca de sangre.
—Mire eso —dice Sean, señalando hacia arriba.
En el punto en el que la rama más baja del árbol se separa del tronco sobresale la punta de una hoja curva de metal. El resto del objeto se pierde debajo de la corteza.
—Es una guadaña. Alguien la colgó ahí hace muchos años y después se le olvidó. El árbol ha asimilado la hoja creciendo a su alrededor y el mango se pudrió.
En el huerto, que se oculta detrás de un seto de endrinas, hay dos colmenas del color del ocre rojo. Tienen una «pista de aterrizaje» inclinada en la entrada. Las abejas se posan en esa pista, entran en la colmena y vuelven a salir zumbando.
Hay enterramientos y excavaciones por todas partes: tejoneras, toperas, túneles de abejas, la guadaña asimilada, las colmenas, socavones de minas… Hasta la casa, empotrada en la ladera de dolomita, es parcialmente una cueva.
—No entendí los Mendips hasta que empecé a explorarlos por dentro —dice Sean—. Aquí, casi todo tiene algo que ver con el subsuelo: la cantera, la minería, la espeleología… Por ejemplo, las minas de plomo de la Edad del Bronce y las minas de carbón de los romanos. Las canteras de áridos de construcción son tan grandes que tienen una rampa en espiral, más estrecha a medida que se acerca al centro, para que las vagonetas puedan subir y bajar, como una versión industrial del descenso de Dante al infierno. Y, además, las minas de basalto, de las que se extrae material para asfaltar carreteras.
Pasa una libélula volando.
—Y no olvidemos los enterramientos, sobre todo los túmulos en cuenco de la Edad del Bronce, aunque también los hay alargados, del Neolítico, y, naturalmente, Aveline’s Hole, la cámara del Mesolítico. Posteriormente, los cementerios medievales, los de principios de la Edad Moderna y los actuales, que siguen creciendo. Este es un paisaje funerario desde hace más de diez mil años. Siempre hemos confiado cosas a este terreno, además de extraer algunas.
«Ser humano significa por encima de todo enterrar», afirma Robert Pogue Harrison en su estudio de prácticas de enterramiento The Dominion of the Dead, inspirándose con audacia en el apunte de Vico de que humanitas en latín proviene, en primer lugar y acertadamente, de humando, que significa «inhumar, inhumación», y, a su vez, de humus, que significa «tierra» o «suelo».[4]
Somos sin duda una especie enterradora, además de constructora, y nuestros predecesores también eran enterradores. En Rising Star, un sistema cavernario de un macizo calizo de Sudáfrica, un equipo de paleoarqueólogos capitaneado por seis mujeres ha descubierto fragmentos de huesos fosilizados que se atribuyen a unos antepasados de la humanidad desconocidos hasta el momento, una especie que ha recibido el nombre de Homo naledi. La disposición de este antiquísimo material en dos salas profundas parece indicar que, asombrosamente, hace trescientos mil años el Homo naledi ya sepultaba a sus muertos bajo tierra.[5]
Al ser enterrado, el cuerpo humano se convierte en un componente de la tierra, vuelve al polvo del que nació: inhumado, es devuelto a la humildad, vuelve a ser humilde. Los vivos necesitan lugares en los que habitar, pero también, por las características de nuestra forma de guardar recuerdos, sentimos el deseo de poder dirigirnos a nuestros muertos en sitios concretos de la superficie de la Tierra. Los mausoleos, las lápidas, las montañas en las que se dispersan las cenizas o los túmulos de piedras son lugares a los que los vivos pueden regresar y en los que se dejan reposar los despojos. El sufrimiento de quienes no han podido encontrar el cuerpo de sus seres queridos puede ser muy corrosivo, ácido e incurable.
En parte entregamos los cadáveres y sus residuos a la tierra por protección. El enterramiento aspira a menudo a la conservación —del recuerdo, de la materia— porque bajo tierra el tiempo transcurre de otra forma, se puede ralentizar o detener. Al comienzo de una profunda meditación sobre la inhumación y la historia, titulada El enterramiento en urnas (1658), Thomas Browne relata el descubrimiento —en el suelo arenoso de un campo cerca de Walsingham, en la década de 1650— de «entre cuarenta y cincuenta urnas […] de apenas una vara de profundidad, no lejos las unas de las otras». Cada una contenía hasta un kilo de huesos y cenizas humanas, así como ofrendas: «fragmentos de cajas pequeñas o bellos peines, asas de pequeños instrumentos de latón, alicates de latón y, en una, algo parecido a un ópalo». Browne llama al interior de estas urnas conservatories, es decir, espacios de conservación, aislados de lo que denomina «los penetrantes átomos del aire» que descomponen el mundo exterior. Representa las urnas como cápsulas de memoria aseguradas en el «seno de la Tierra».[6]
La geología que crea principalmente la caliza ha servido durante mucho tiempo para enterramientos, en parte porque abunda por doquier, en parte por su tendencia a erosionarse y crear criptas naturales en las que se pueden depositar cadáveres y en parte porque es en sí misma, geológicamente hablando, un cementerio. Por lo general está compuesta por organismos marinos comprimidos —crinoideos y cocolitóforos, amonites, belemnites y foraminíferos— que murieron en las aguas de mares antiguos y después se depositaron por billones en esos fondos marinos. Estos seres fabricaban su esqueleto y sus conchas a base de carbonato de calcio, metabolizaban el contenido mineral del agua en la que vivían para crear intrincadas arquitecturas. Y así podemos considerar que la piedra caliza es sencillamente una fase de un ciclo dinámico de la tierra en el que el mineral se convierte en animal y este a su vez en roca; una roca que con el tiempo —tiempo geológico— proporcionará el carbonato de calcio con el que nuevos organismos fabricarán su cuerpo, lo que de este modo contribuirá a iniciar el ciclo de nuevo.
La creación de la piedra caliza es un baile de vida y muerte que sin duda la convierte en la roca más viva y curiosa que conozco… y, a veces, los enterramientos humanos que contiene recogen el eco de esas vibraciones y la actividad de las múltiples especies que han hecho posible.
Hace unos veintisiete mil años, en una ladera calcárea que domina lo que es hoy el Danubio austriaco, depositaron juntos a dos recién nacidos muertos en un agujero redondo recién excavado. Envolvieron sus restos en pellejos de animales y rellenaron el espacio restante de ocre rojo mezclado con cuentas amarillentas de marfil. Después, para protegerlos del aplastante abrazo de la tierra, los cubrieron con una escápula de un mamut lanudo, levantada como un sudario de hueso sobre trozos de colmillo.
Hace doce mil años, en una cueva calcárea que domina el río Hilazon, en lo que hoy es el norte de Israel, se preparó una fosa para una mujer de unos cuarenta años. Cavaron un hueco ovalado en el suelo de la cueva y forraron las paredes de losas calcáreas. Depositaron allí el cadáver en posición fetal, con la espalda contra el lado norte del óvalo. La envolvieron en dos garduñas de lustroso pelo marrón y crema a la tenue luz: una para la parte superior del cuerpo y otra para la inferior. Y, sobre el hombro, la pata delantera de un jabalí. Entre los pies colocaron un pie humano. Por encima repartieron ochenta y seis conchas de tortuga y pusieron la cola de un uro cerca de la base de la columna vertebral. La cubrieron después con un ala de águila real. La mujer se había convertido en un híbrido maravilloso. Finalmente taparon la fosa con una gran placa de piedra caliza encerrando así en su tumba a este ser compuesto.[7]
Hace unos cinco mil quinientos años se construyó una cámara funeraria con múltiples recintos en un afloramiento calcáreo cerca del pueblo de Stoney Littleton, en Somerset. Se advierte su presencia en el paisaje: un túmulo bajo con tejado de turba en la falda de una colina; en la entrada principal nos recibe un gran dintel de piedra apoyado en dos jambas, que son dos losas puestas verticalmente. En la de la izquierda se percibe la forma de un amonites de unos treinta centímetros de diámetro.
Los seres humanos han venido enterrando a sus muertos en la meseta calcárea de los Mendips a lo largo de diez milenios, desde que fueron depositados los primeros cuerpos de cazadores-recolectores en las cámaras que descubrieron unos niños cazando conejos. Hay en esta zona unos cuatrocientos túmulos redondos de la Edad del Bronce, que datan desde el 2500 a. C. hasta, aproximadamente, el 750 a. C. La mayoría están cerca unos de otros y casi todos contenían —hasta que los saquearon— una sola inhumación y el ajuar funerario que la acompañaba. Por lo general los cuerpos se depositaban debajo de la bóveda de la tierra en cistas forradas de piedra o urnas con cuello. Entre el ajuar y las ofrendas había piezas de alfarería, puntas de flecha de pedernal, una daga de bronce, alfileres con la cabeza de ámbar y cuentas de azabache y esquisto. La presencia de estos objetos habla de la creencia, común a muchas culturas, de que el enterramiento es una forma de emprender un viaje al más allá en el que se necesitan objetos terrenales.
Volvemos a la cabaña, pisamos la amonites del umbral y entramos en la cocina, de paredes blancas. Es un alivio volver al frescor de la casa después del calor del huerto. Jane nos acoge con una sonrisa.
—Hace un día ideal para venir aquí, tiene usted suerte —dice—. En verano, es una delicia. Pero en las otras tres estaciones del año, cuando el viento del norte sopla por todo el valle y recorre toda la casa de un lado a otro, resulta imposible entrar en calor. Y además la luz dura muy poco. En pleno invierno, a primera hora de la tarde, ya es noche cerrada, cerrada y fría.
Sin embargo, esta tarde nos sentamos a hablar y a tomar té. Hay una fuente de porcelana azul y blanca en la mesa, decorada al estilo ruso con un tren de vapor saliendo de un túnel a unos campos invernales. Dos campesinos van andando al lado de la vía con haces de leña a la espalda, y el tren deja una estela de vapor que se eleva hacia el cielo azul oscuro antes de replegarse en la boca del túnel.
Louis y Orlando, los hijos de Sean y Jean, están en un rincón de la habitación jugando al Minecraft en el ordenador. Me acerco a jugar con ellos. Excavan fervorosamente con el pico en dirección al lecho de roca en busca de minerales preciosos.
—No buscamos piedra roja, queremos obsidiana —dice Louis.
—¡Es para vencer al dragón del Fin del Mundo! —dice Orlando.
—¡Estamos abriendo un portal al Más Allá! —dice Louis.
—Vamos a entrar en una cueva —dice Sean.
Ahora, una luz crepuscular espesa como el ámbar se derrama por la tierra desde el este.
Una cerca, un campo cuajado de flores amarillas de hierba cana hasta donde el verde se hunde en un cono truncado de unos dieciocho metros en su mayor anchura. Caballos con un halo de moscas.
En las paredes inclinadas de la dolina medran las adelfas. En el centro, matorral de saúco. Dos palomas torcaces levantan el vuelo al vernos llegar. En el fondo de la hondonada hay una entrada al subsuelo de Mendip.
Un pequeño fortín protege una boca oscura que se adentra en la roca. Aunque no es la primera vez que entro en un sistema cavernario, de pronto me cuesta tragar, como si tuviera una piedrecilla en la garganta. El cuero cabelludo se me pone como un enjambre de abejas. Sean está tranquilo, tiene ganas de meterse ahí.
No es fácil entrar, hay que deslizarse agachándose hasta caer en una sima que parece confinarnos, es un estrecho espacio cilíndrico. Los rayos que entran en la oscuridad nos dilatan las pupilas, hasta que encendemos las linternas. Sean abre la marcha, se tumba, entra de cabeza en un espacio oscuro de la base de la sima. Veo desaparecer sus piernas poco a poco, moviéndose a tirones, y, cuando los pies se van, me tumbo también y lo sigo. Boca abajo sobre grava húmeda, moviéndome como un gusano, con la sensación de que la roca es una mano que me empuja la cabeza hacia abajo, después la espalda y luego todo el cuerpo, paso un breve momento en su poder… y de pronto salgo de ahí y estoy con Sean al borde de una brecha de unos tres metros y medio por la que cae un salto de agua desde hace miles de años, labrando este estrecho canal, hasta la fisura inferior. Descendemos por la sima de cara a la pared, los pies resbalan en la roca húmeda, voy delante y veo que Sean empieza a bajar también. La fisura describe una curva, otra más y… de pronto se abre espectacularmente.
Nos encontramos en un espacio sobrecogedor. Pasamos el haz de luz por el techo y las paredes para calcular las dimensiones. La boca por la que entramos se ha convertido en una garganta que ha horadado el agua a lo largo de una inmensidad de tiempo. Las paredes de la garganta son grandes curvas de piedra caliza gris con vetas de calcita que parecen destellos luminosos.
Seguimos bajando. En el lecho del torrente hay bloques de piedra del tamaño de coches que se han desprendido del techo y tenemos que rodearlos. Aumenta la inclinación del suelo. El techo está cuajado de puntos brillantes: burbujas de estalactita que atrapan y condensan la luz de las linternas. Y de repente, por ambos lados de la garganta, caen avalanchas de piedra, olas de cantos y fragmentos de roca se precipitan hacia abajo… aunque están congelados a medio camino, como vigas voladizas por encima de nosotros. Veo que los fragmentos están unidos entre sí por la calcita. El tiempo empieza a hacer de las suyas. Se diría que los movimientos que llevan miles de años parados vayan a reanudarse sin previo aviso. Me estremezco al pasar entre las olas de piedras colgantes. Me muevo a trompicones, estoy alerta.
En la superficie, los caballos espantan los enjambres de moscas, las orugas vibran entre la hierba cana, el sol declina. La gente vuelve a casa del trabajo, se encienden las radios, se cierran las ventanas.
Debajo de todo esto, nosotros pasamos por dos arcos de piedra. Ahora el suelo del cañón está más resbaladizo. Tenemos la sensación de que de un momento a otro vamos a llegar a un abismo invisible. Cambia la acústica, aumenta la resonancia. Estamos avisados y nos paramos justo a tiempo. El suelo de la garganta cae en picado a un precipicio cuyo fondo no vemos.
—Esto parece el inframundo, Sean —le digo.
—Vamos a descansar aquí un momento —dice él.
Nos sentamos en las grandes piedras, apagamos las linternas. Al principio, hay una luz de ultratumba, formas fantasmales en la retina: helechos y hojas. Después la oscuridad se asienta y se estabiliza y, si me pongo la mano a un par de centímetros de los ojos, solo sé que está ahí por el sonido y el calor de la respiración en la palma. Entre Sean y yo cae un grueso telón negro que enseguida se convierte en un sólido muro de piedra, de manera que cada cual está en un subsuelo distinto.
En general nos imaginamos que la piedra es materia inerte, obstinada en su inmovilidad. Sin embargo, aquí, en la fisura, parece un líquido que se ha detenido un momento. Desde el punto de vista del tiempo geológico, la piedra se dobla en estratos, gotea en forma de lava, flota como una lámina, se mueve como los guijarros. La roca se transforma a medida que pasan los eones, absorbe, se levanta del fondo marino hasta la cumbre. Además, aquí abajo la frontera entre la vida y la ausencia de vida no está tan clara. Me acuerdo del descubrimiento de los huesos de Aveline’s Hole, brillantes de calcita, que «yacen promiscuamente convertidos casi en piedra…». Saco el búho de hueso de ballena y toco el braille de la espalda y los arcos de las alas pensando en cómo ha levantado el vuelo desde las costillas de una ballena varada. Nosotros también somos en parte seres minerales —los dientes son arrecifes; los huesos, piedras— y el cuerpo tiene su geología, igual que la tierra. Es la mineralización —la facultad de convertir el calcio en hueso— lo que nos permite andar de pie, ser vertebrados, dar forma al cráneo que nos protege el cerebro.
Sean vuelve a encender la linterna. Deslumbramiento y parpadeo. El precipicio sigue a nuestros pies, el agua discurre por sus paredes. Tal vez más adelante encontremos el final del salto de agua, así que decidimos tirar una cuerda desde aquí, por si después nos hace falta para volver a subir. Buscamos una piedra grande y pasamos el centro de la cuerda por detrás; luego, Sean la fija metiendo un guijarro a modo de cuña, que empuja con la mano, para que la cuerda no se vaya para arriba y se suelte cuando tiremos de ella con nuestro peso. Enrollo los cabos de la cuerda, anudo los extremos y, después de dos amagos de calentamiento —uno, dos, ¡tres!—, los lanzo al precipicio.
Siseo, rasgueo, temblor de serpientes a la luz de la linterna, latigazo seco de la cuerda contra la piedra.
—Ahora —dice Sean— solo nos falta encontrar la forma de bajar por algún lado. Según los planos que he visto, se abre un pasadizo un poco más arriba, a la izquierda; a ver si damos con él.
Volvemos por las tripas de la garganta, alejándonos del precipicio, subiendo por el torrente fantasma, alumbrando la pared izquierda con las linternas. Encontramos tres pasadizos y los probamos.
Uno nos lleva, dando vueltas y revueltas, hasta la última curva, que desemboca en una amplia ventana desde la que se ve el salto de agua y una caída impracticable. El segundo es una fisura con la entrada muy estrecha, por la que tenemos que volver a pasar porque no lleva a ninguna parte. El tercero nos lleva lejos de la sala principal y tenemos que memorizar las desviaciones; murmuramos para nuestros adentros («primera a la izquierda, primera a la derecha, segunda a la derecha») para poder invertir la secuencia si tenemos que dar media vuelta… que es lo que hacemos al final.
Nos queda una posibilidad: una entrada pequeña cerca del techo de la sala, a la que solo se puede llegar cruzando una cascada de incrustaciones calcáreas húmedas que se encuentra muy por encima del fondo de la garganta. Subimos gateando hasta el comienzo de la cascada y sopesamos la posibilidad de cruzarla. Podemos encordarnos, pero no hay forma de asegurar al segundo: un resbalón y nos vamos los dos de cabeza.
La cascada es una estructura barroca, lo que se denomina «colada», que son depósitos de calcita que se forman por precipitación de sustancias disueltas en el agua saturada de minerales que discurre por las pendientes de las cuevas calcáreas. Es como cera blanca que se va endureciendo a medida que avanza, aunque se fija con el tiempo, no en un momento de incandescencia. Puesto que la costra se forma gradualmente, se deposita en complicados pliegues y frunces: una textura parecida a arrugas de piel de elefante o de unas medias. Las coladas son muy bonitas, pero es muy difícil encontrar agarre en ellas.
No se producen muchos accidentes mortales explorando cuevas, pero puede resultar dificilísimo sacar a alguien de una fisura profunda con una pierna rota. Caerse por la colada no significa la muerte necesariamente, pero sí una pierna rota, eso es seguro. Son unos siete u ocho metros. Sin embargo, sabemos que es la única ruta posible, porque Sean ha descubierto con la linterna una serie de huellas que cruzan casi por arriba del todo, huellas de botas que han resquebrajado la calcita hasta dejarla con una consistencia de barra energética de glucosa y menta.
Nos ponemos en marcha hacia la colada, los diablillos de la preocupación me pellizcan el estómago. Avance comedido, tanteando con el pie a cada paso, como si fuéramos por una pendiente de cuerdas de piedra húmedas, agachándonos a tocar las protuberancias con la punta de los dedos para no perder el equilibrio, despacio, despacio, muy despacio… Sean llega al otro lado, yo también; nos encontramos en la entrada que hay cerca del techo de la sala, riéndonos aliviados: y una nueva región del laberinto se abre ante nosotros.
Empezamos a andar dejándonos llevar por la gravedad, siguiendo una trayectoria descendente cada vez que el túnel se divide, hasta que la sonoridad nos indica que nos acercamos a un espacio amplio; y de pronto llegamos al final del salto de agua, y allí está la cuerda que tiramos antes.
Pero la cuerda se ha atascado. Se ha bloqueado en la parte de atrás del seguro de anclaje y no corre bien, lo cual dificulta mucho la subida. Lo único que podemos hacer es encordarnos, trepar, soltarnos y volver a empezar. Así disminuye el riesgo de sufrir una caída; es mejor que nada. Voy delante. La roca está húmeda; pasamos un par de momentos difíciles. Me alegro de haberla tirado antes. Sean llega detrás de mí y descansamos juntos en lo alto del salto de agua, reuniendo energía para el trayecto de vuelta. Ahora tengo frío, la oscuridad, la humedad y la piedra me calan hasta los huesos.
Recorremos la garganta y la brecha, el pasadizo estrecho, empieza a oler a hierba, cada vez más, llegamos a las tripas de la hondonada tapizada de saúco y subimos al nivel de los campos, de los caballos, de las golondrinas planeadoras, salimos del Carbonífero y entramos en el Antropoceno.
En la superficie, el sol se pone. Las pupilas, molestas, se cierran. El color vuelve a ser increíble, maravilloso. El azul se ve como puro azul, el verde resulta magníficamente verde. Nos embriagan los colores, el ruido salvaje del viento y la última luz que baña las bandadas de golondrinas al virar en el aire; nos embriagan la bóveda inmensa del cielo y las nubes inquietas que contiene.
Todavía parpadeando, vamos hasta la carretera con nuestros trajes de color naranja. Pasa una familia en un brillante Land Rover, los niños van en el asiento de atrás y se vuelven a mirar a estos dos hombres raros que parecen haber caído del cielo, pero que en realidad acaban de salir de las entrañas de la tierra.
El suceso más conocido de la espeleología británica es el de un joven de veinte años llamado Neil Moss, que estudiaba filosofía en Oxford. Según mi experiencia, todavía hay personas en el Peak District que no quieren hablar de ello, aunque pasó hace sesenta años.
La mañana del domingo 22 de marzo de 1959, Moss salió con un grupo de ocho personas a explorar los últimos confines de Peak Cavern, un sistema cavernario que se encuentra cerca de Castleton, en Derbyshire. El primer kilómetro de Peak Cavern es una cueva abierta al público a la que acuden turistas y lugareños desde principios del siglo XIX, sobre todo para asistir a los recitales musicales que se ofrecen en la Orchestra, una galería natural de piedra caliza en lo alto de la Sala Grande.
Sin embargo, adentrándose un kilómetro más, el terreno es mucho más peligroso. El techo de la cueva desciende hasta dejar solo un angosto pasadizo húmedo que hay que cruzar arrastrándose, llamado Mucky Ducks, que se inunda cuando llueve mucho. A continuación, se abre una fisura larga, de techo bajo, llamada Pickering’s Passage, que lleva hasta una curva en ángulo recto en la que vigila una mirilla de la anchura justa para que pase un ser humano. Después de la mirilla hay un lago que cubre hasta el muslo y, más allá, una pequeña sala en cuyo suelo se abre un pozo de unos sesenta centímetros de ancho. Es la fisura que había ido a explorar el grupo, para ver si por ahí podían adentrarse más en el laberinto de pasadizos de las entrañas del White Peak.
Moss, un joven alto y delgado, abría la marcha. Echaron una escalera de espeleología por el pozo abajo; Moss descendió por ella. El pozo era casi vertical, de unos cuatro o cinco metros, después tenía un tramo recto y volvía a doblarse bruscamente formando un codo. Moss superó la curva del codo con cierta dificultad y bajó al tramo siguiente… y descubrió que el espacio del pozo estaba lleno de cantos rodados. Allí moría.
Los cantos se movían al pisar, pero parecía que no se podía descender más, de modo que empezó a subir de nuevo. Justo debajo de la curva del codo dio un paso en falso en la escalera, resbaló un poco… y se quedó atrapado.
No podía doblar las rodillas para volver a agarrarse a los travesaños de la escalera, que además estaba llena de barro. Tenía los brazos pegados al cuerpo, encajados entre las paredes del pozo, y buscó sujeción en la resbaladiza piedra; todo en vano. Además, parecía que la escalera se hubiera movido, arrastrada tal vez por el movimiento de los cantos de la base del pozo, lo que dificultaba aún más el ascenso. Estaba completamente atrapado en la fisura, y, cada vez que se movía, se atascaba todavía más.
—¡Eh! —llamó a sus amigos, que se encontraban en la sala, a unos doce metros por encima de él—. ¡Estoy atrapado! ¡No puedo moverme ni un milímetro!
Sus amigos creyeron que el problema se solucionaría lanzándole una cuerda y tirando de él hacia arriba; pero solo disponían de una cuerda ligera, no de una de seguridad. Se la echaron y Moss consiguió atársela de alguna forma. Sin embargo, cuando empezaron a tirar de él, la cuerda se rompió. La anudaron y se la mandaron otra vez. Volvió a romperse. Repitieron la operación. No podían recuperar la escalera por temor a que Moss se atorase todavía más.
El joven estaba aterrorizado. Cada vez que se movía un poco, se hundía algo más en el pozo. Estaba completamente atascado… y empezaba a asfixiarse. Y, cada vez que respiraba, el oxígeno del reducido espacio disminuía y el dióxido de carbono aumentaba. El dióxido de carbono es más pesado que el oxígeno, así que primero empezó a acumularse abajo. El aire se fue cargando, al principio solo el del pozo, después también el de la sala de arriba.
A todo esto, ya habían dado la alarma en el exterior y enseguida se inició la mayor operación de rescate en cuevas de la historia. La BBC emitió comunicados radiofónicos y acudieron equipos de la RAF, del Consejo Nacional de Minería y de la marina, además de espeleólogos civiles a título personal. Eric Moss, el padre de Neil, fue inmediatamente a Castleton, pero no pudo adentrarse mucho en la cueva. Se quedó esperando en los alrededores muerto de miedo, incapaz de colaborar. El pozo en el que se encontraba Moss se abría a unos trecientos metros de la entrada y había que salvar muchos obstáculos solo para llegar a la boca de la sima y transportar hasta allí el material de rescate. Había que hacer pasar pesadas bombonas de oxígeno por las estrecheces de Mucky Ducks y empujarlas con la cabeza y las manos por el pasadizo de cantos rodados. Dos jóvenes cargaron con una batería de coche de doce voltios para el alumbrado. Llevaron cal sodada para absorber el exceso de dióxido de carbono. Se tendieron cientos de metros de cable telefónico por todo el sistema para unir la fisura con el mundo exterior. Tres voluntarios que intentaron descender al pozo con cuerdas más gruesas perdieron el conocimiento y también tuvieron que ser rescatados. El cuarto hombre pudo llegar a la cuerda que Moss se había atado alrededor del pecho, pero al tirar de ella solo consiguió dificultarle más la respiración, muy ahogada ya en ese momento. Por suerte, Moss perdió el conocimiento, ahogado por su propia respiración.
June Bailey, una mecanógrafa de dieciocho años que vivía en Manchester, espeleóloga experta y de constitución menuda, oyó la noticia del caso de Moss y se fue inmediatamente a Castleton para ofrecer ayuda. Cubrió el difícil trayecto hasta el pozo y decidió intentar el rescate. Le dijeron que, si era necesario, le partiera la clavícula o los brazos para poder liberar los hombros de la mordaza de piedras y sacarlo de allí. Bailey intentó llegar a Moss mientras un médico de la RAF, hundido en el barro hasta la cintura, mandaba oxígeno pozo abajo, pero la fetidez del aire la obligó a renunciar.
La mañana del martes 24 de marzo, declararon oficialmente muerto a Moss. Cuando Eric lo supo, solicitó que dejaran allí el cuerpo de su hijo para no poner en peligro la vida de las personas que intentaban rescatarlo.
Sin embargo, sentía la necesidad de celebrar algún tipo de entierro. Pidió permiso al juez de instrucción para cubrir el cadáver de Moss en la fisura que lo había matado. Llevaron a la cueva cemento de una cantera próxima, lo mezclaron con agua del lago que cubre hasta el muslo y lo arrojaron por la sima, y así Moss quedó enterrado para siempre. Actualmente, esa parte de Peak Cavern se llama Moss Chamber.[8]
Es completamente de noche cuando llegamos a la cabaña. Nos quitamos el ceñido mono y lo colgamos al fresco en el jardín, uno en cada ala del tótem. Silbo una canción del álbum Rubber Soul de los Beatles mientras nos ocupamos de ello.
Sean me cuenta que una vez, subiendo por un bosque en Burrington Combe, enfrente de Aveline’s Hole, encontró una entrada a una cueva, pero solo le cabía la cabeza y no había forma de pasar el cuerpo.
—Di una voz —dice Sean— y la cueva me respondió con una nota distinta a la mía.
Duermo arriba, en el desván, que es tan grande como la planta de toda la casa. Sujetan el espacio unas vigas retorcidas de olmo, repletas de túneles y galerías invisibles de carcoma. Al final de cada gablete hay una pequeña ventana enmarcada en roble, por las que entra y sale el aire nocturno. Hay rimeros de libros en el suelo porque las paredes de yeso encalado están tan inclinadas que no se pueden poner estanterías. Antes de dormirme leo The Dominion of the Dead, de Harrison. Copio unas frases del principio del libro:
Por primera vez en milenios, somos pocos los que sabemos dónde nos enterrarán, si es que nos entierran. Cada vez es menos probable que nos entierren con nuestros progenitores. Y no deja de ser asombroso, desde el punto de vista histórico o sociológico. Hace unas pocas generaciones, tanta incertidumbre respecto a la propia última morada habría sido impensable para la gran mayoría de la gente.[9]
Un cárabo ulula en el bosque cercano y su voz llega a la habitación. Sueño que me absorbe la calcita lentamente, como un barniz que me va cubriendo, dejándome en mi sitio.
Me despierta un griterío en el jardín. Luz de amanecer. Por la ventana del gablete oigo a Louis corriendo en el jardín. Me asomo a ver. Va descalzo, en pijama, y se para en el gallinero.
—Hummm… ¿Cuántos huevos necesitamos para el desayuno?
Esta mañana el periódico informa de que unos geólogos han descubierto mares de agua enterrados en el manto terrestre. Es posible que haya el cuádruple de agua allí encerrada, en un mineral que se llama ringwoodita, que toda la que corre por todos los océanos, ríos, lagos y hielo del mundo.
Los días siguientes Sean me lleva a recorrer distintos enclaves de los Mendips. Me está enseñando a ver lo que hay debajo, a descubrir las sutiles entradas al subsuelo, la profundidad que disimulan. Sigue haciendo calor, cada vez más, pero es soportable. La tierra ansía lluvia, pero nosotros no, porque la lluvia entra en los sistemas de cuevas y explorarlos en esas condiciones resulta muy peligroso.
En una parte boscosa en la que los helechos son más altos que nosotros y una antigua plantación de pinos se ha convertido en algo parecido a un bosque espontáneo, seguimos las sendas de los venados hasta una pequeña escarpadura, a cuyo pie una cueva nos llama desde debajo de la piedra. Unos helechos rodeados de zarzas guardan la entrada. La hiedra trepa por el risco. Una atalanta disfruta al sol abriendo y cerrando lentamente las alas. Nos arrastramos por debajo de la escarpadura y llegamos a un espacio inquietante. Un empinado pedregal desciende hasta una sala llana. Del techo fracturado de la fisura penden unos grandes bloques de roca. Bajamos a la sala y nos agachamos.
Este sitio tiene claramente una fuerza propia… que ha atraído a los seres humanos a lo largo de miles de años. Aquí se han hecho ofrendas rituales, aquí se arrojaban o se depositaban cadáveres humanos y animales, seguramente en el Neolítico. También se han encontrado reliquias de la Edad del Bronce y, en algún momento entre el siglo XVI y el XVII, se pintaron unas figuras rojas en la entrada. Se cree que son símbolos protectores: inscripciones apotropaicas para alejar el mal. Aquí, en el interior de la fisura, me pregunto si serían para evitar que el mal entrara en este espacio subterráneo o para evitar que saliera de él.
Otro día, cerca del punto más alto de la meseta de Mendip, paseamos por un terreno al que llaman «inhóspito», es decir, abrupto, escabroso, accidentado, que es el vestigio de las minas de plomo que había aquí hace más de dos mil años. La pequeña explotación minera de los romanos dejó su impronta en forma de montículos de residuos; en el siglo XVIII volvieron a calentarlos para extraer el poco plomo que quedaba. Estas dos actividades han formado un paisaje irregular de pequeñas elevaciones de escoria tóxica, que se han cubierto de abundante hierba, aunque los animales de pasto no la aprovechan porque deben de percibir que está contaminada.
Recorremos este vallecito exuberante y venenoso hasta llegar a una atalaya. Hay una leve calina en el aire. Sean señala los puntos de referencia: el canal de Bristol y la elevación de Dartmoor al sudoeste, las instalaciones nucleares de Hinkley Point al abrigo de la costa y, a nuestros pies, las planicies de Somerset Levels, donde sabemos —gracias a la asombrosa precisión del estudio de los patrones de crecimiento de los anillos de los árboles y arbustos leñosos— que en el 3807 a. C. la población neolítica cortaba robles y los transformaba en tablones, los unía entre sí, los montaba sobre caballetes y los tendía sobre las tierras pantanosas a modo de pasarela entre dos puntos de terreno elevado.
Los milanos vuelan por encima de nosotros y, por encima de ellos, se ciernen las águilas ratoneras. Una torre de telecomunicaciones lanza señales que atraviesan el aire y a nosotros. Abajo, en los Levels, arde una hoguera entre un grupo de sauces y el humo se eleva, recto, en el aire quieto. El sol nos castiga. Cierro los ojos y veo garabatos rojos y dorados.
—Hace demasiado calor aquí arriba —dice Sean—. Vamos a un sitio más fresco.
Y así hacemos. Será uno de los sitios más desconcertantes que he visto en mi vida.
Cruzamos un campo y bajamos a un emparrado de saúco y fresno viejo, el musgo acolcha la roca con un suave verde dorado. Seguimos el cauce del río entre tojos y helechos; los zorzales reales levantan el vuelo hacia el oeste, espantados por nuestras voces y por el crujido de nuestros pasos. Las golondrinas pasan por los campos en vuelo rasante; calor y viento del nordeste. Entramos en la profunda hondonada, nos despedimos del sol —de la luz que se cuela entre las hojas formando redes, de las águilas ratoneras que planean en la altura— y llegamos a una oquedad en el suelo de fría piedra, horadada por un arroyo hasta convertirla en un sumidero; entramos en la tierra por la garganta, en el negro mordisco que ha dejado un pulido torno de la piedra, con maravillosas espirales de amonites y balas de belemnites incrustadas como al descuido; entramos a complicarnos la vida.
Sean abre la marcha, empieza a descender por el pozo, de casi dos metros. Yo lo sigo, bajo a la oscuridad y me lo encuentro de rodillas. Hay el espacio justo para estar los dos agachados. Frente a nosotros, entre un amontonamiento de piedras, se abre un pasadizo de la anchura de los hombros.
—Este espacio se ha creado por derrumbamiento —dice Sean en voz baja, admirado.
Es un montón de cantos rodados que se han hundido unos contra otros y cierran el acceso parcialmente, pero entre los huecos se entrevé un camino. Estos amontonamientos son estructuras delicadas, impredecibles. Si no se ven afectadas por nada, pueden mantener su posición decenas de miles de años; pero un temblor de tierra puede transformarlas en un instante. O el roce de un ser humano que mueva un canto puede provocar un cambio de la estructura completa y atrapar un pie o una mano, o simple y terriblemente… dejar encerrado a alguien.
Agachado en este espacio despojado de todo, me late el corazón en los oídos, me avisa del peligro. Estiro un brazo y coloco una mano en la roca negra del primer canto; el frío se me cuela como una corriente, sube por el brazo, me petrifica.
Pienso que esta piedra es una maravilla —caliza oscura, que brilla como el hielo a la luz de la linterna— y de pronto veo que hasta el aire que hay entre los cantos parece brillar también, así que es del todo imposible no seguir adentrándose en este paso entre las piedras derrumbadas.
Y tenemos una pista de cómo movernos por el laberinto, porque del primer canto cuelga una cuerda blanca de nailon. Es un «hilo de Ariadna» que han dejado otros espeleólogos, y le han puesto ese nombre por el ovillo de lana que Ariadna entregó a Teseo para que fuera desovillándolo a su paso y pudiera volver después de recorrer los oscuros pasadizos de la guarida del Minotauro.
—Adelante —me dice Sean en un susurro, señalando la cuerda con un gesto de la mano, con lo más parecido a una inclinación de cabeza que puede permitirse en esta postura encogida.
—No, por favor, tú primero, de verdad —musito yo, con otra inclinación de cabeza.
Sean pone los ojos en blanco e inicia el avance metiéndose por un hueco de poco más de medio metro de anchura. Dejo de verle los pies. Lo sigo.
Y continuamos bajando, arrastrándonos por la boca negra de cada nueva curva del pasadizo, guiados por el hilo blanco, doblándonos para caber en el espacio, encogiéndonos contra la fría piedra, procurando empujar los cantos rodados lo menos posible; quisiera «evaporarme» de alguna manera, convertirme en un gas capaz de circular por aquí sin tocar ninguna superficie. Sin embargo, soy muy consciente de este saco pesado de carne y huesos que soy, de que tengo que desplazarme hacia delante usando los codos y las rodillas, empujando con los pies y tirando con las manos, y cada roce con la roca me parece peligroso, un roce que puede disparar la trampa de este amontonamiento fortuito; hasta que por fin Sean pasa por un hueco y le oigo respirar en un espacio abierto; me arrastro otro poco y me reúno con él en una sala en la que casi podemos ponernos de pie, y el techo vuelve a ser sólido sobre nuestras cabezas.
—¡La leche! —digo, jadeando.
—¡Sí! —dice Sean.
A la izquierda se abre un paso hasta un círculo negro de la anchura de nuestros hombros. Más adelante, atraen mi mirada y consiguen que se me haga un nudo en la garganta dos placas de roca negra inclinadas, de unos tres metros, que parecen de mármol más que de caliza, y que desaparecen en la oscuridad acercándose en ángulo la una a la otra.
Es un plano de estratificación, que se formó cuando la roca se estaba depositando como sedimento en un lecho marino. Millones de años después, el movimiento de los estratos ha forzado la separación de los lados del plano, el agua ha tallado un surco entre ellos y nuestra ruta nos lleva al interior de este espacio temporal profundo, a este torno del tiempo geológico.
Entramos emocionados en el plano de estratificación, recostándonos contra el ángulo inferior de la piedra y deslizándonos hacia delante en la oscuridad; el plano superior se inclina sobre nosotros. Aquí no hay peligro de derrumbamiento, pero la sensación de confinamiento es muy fuerte. Nos «sometemos» al plano de estratificación hasta que se estrecha en un sumidero cubierto de fango que no es el final del viaje para el agua, pero sí lo último que puede permitirse nuestro cuerpo humano, testarudo e incapaz de encoger.
En ese punto muerto enmudecemos. Perdemos el habla. De todos modos, nos afanamos en construir mentalmente estructuras que nos den cobijo espiritual, porque aquí la presión es inmensa, la roca y el tiempo nos aplastan con todo su peso desde todas las direcciones con una intensidad que nunca había experimentado, lo que nos convierte en piedra. Es un sitio fascinante y terrible, y no se puede soportar mucho rato.
Regresamos al borde del pasadizo entre el montón de cantos sabiendo que tenemos que volver a pasar por allí: es donde se encuentra nuestro hilo, nuestra clave blanca. Sin ese hilo no podríamos rehacer el camino por el laberinto de cantos rodados. Sería como memorizar un trabalenguas de cincuenta palabras en el camino de ida y después invertirlo en el camino de vuelta.
Me tumbo para ir delante, sigo el hilo, y cada pequeña estancia del pasadizo se abre a la siguiente, como tiene que ser, por turno, en orden. Paso por el último hueco y, al ponerme de pie en la entrada del pozo, noto el mordisco de las fauces de la roca negra en el espacio vacío de debajo de los pies, y ya estoy al otro lado del sumidero, en la hondonada; el aire cálido me rodea, los huesos vuelven a crecer en la avalancha de luz y los helechos doblan sus verdes hojas alrededor y por encima de mí, y el musgo medra en mi piel y el follaje se me agolpa en los ojos; y seguimos riéndonos los dos, porque en esos breves momentos sabemos que para entender la luz primero hace falta haber estado enterrado en las entrañas de la oscuridad.
Salimos de la hondonada, dejamos atrás el saúco y el fresno. Hace un sol tan potente que me gustaría tumbarme boca arriba y flotar como si estuviera en un mar muy salado. Después del plano de estratificación, el campo de visión se nos amplía inmensamente. Arriba, contra el horizonte, se recortan dos cúpulas redondas de hierba.
Sean las señala.
—Son los túmulos de Priddy Nine Barrows —dice—, hay nueve en total.
Es la época de la siega en los Mendips y el aire huele a hierba cortada. En los prados, que ya están segados, con el heno embalado en pacas de plástico negro, empiezan a salir de nuevo brotes verdes entre los rastrojos dorados. Comenzamos a subir hacia los túmulos desde la cueva por una zanja de unos cuatro o cinco metros de altura.
Una bandada de jilgueros levanta el vuelo y su agudo canto resplandece por todas partes. Me conmueve la generosidad de color y espacio de esta tierra tan normal. Aquí, en los Mendips, he visto lo fina que es la frontera entre el mundo exterior y el subterráneo y lo difícil que resulta pasarla en ambos sentidos.
La zanja nos lleva a un hueco en la pared de piedra, y por él salimos a un prado en el que sopla un cálido viento del oeste. Los túmulos funerarios se alinean en la ladera. Cruzamos el prado, disfrutando cada uno del silencio del otro y satisfechos de la mutua compañía. Llegamos al primer túmulo y nos tumbamos en la alta hierba con la espalda apoyada en la falda de la colina; el sol nos calienta la piel.
Reina de los prados, aciano, escabiosa. Todo me resulta extrañamente conmovedor. Las moscas que se posan en las hojas de hierba son exóticas como tigres: ojos de mil rubíes hexagonales, alas de la más sutil filigrana. Estamos tan quietos que un saltamontes aterriza a milímetros de nosotros; me fijo en cómo le tiemblan las patas cuando las levanta por encima de las alas, oigo el ruido seco que emite. Pienso en los constructores de estos túmulos, que eligieron este paraje alto para enterrar a los suyos. Hacían cistas, moldeaban urnas con cuello, incineraban cadáveres y levantaban túmulos.
En 1815 el reverendo John Skinner, motivado por un interés de anticuario, pero también de ladrón de tumbas, excava con sus hombres ocho de los nueve enterramientos en solo una semana. Descubrieron que en cada túmulo había al menos una incineración. En uno de ellos encontraron el tesoro funerario más abundante de todos los Mendips: una mujer que había estado embarazada, sin la pelvis, pero confiada a la tierra con cuentas de ámbar y objetos de alfarería vidriados, un punzón de cobre y un artístico cierre de vestido. Skinner se quitaría la vida de un tiro en la cara veinticuatro años después de saquear los túmulos de Priddy Nine Barrows. Se cree que sus amigos consiguieron ocultar el suicidio para poder enterrarlo en el camposanto de su parroquia de Camerton, en Somerset. «A menudo tratamos con más ternura a los muertos que a los vivos, cuando son los vivos los que más lo necesitan…»
Sean me cuenta una anécdota. Unos arqueólogos modernos hicieron una excavación en un túmulo de la Edad del Bronce en los Mendips y encontraron los restos de una mujer en una urna funeraria. El túmulo había sido saqueado a conciencia previamente cuando, a principios del siglo XX, plantaron árboles en el cementerio, pero, de alguna manera, la urna sobrevivió. Los arqueólogos la desenterraron y estudiaron los restos de la mujer. Concluido el trabajo, una noche, cuando las polillas blancas revoloteaban entre la sombra de los árboles, enterraron de nuevo los restos de la mujer en una urna idéntica y uno de ellos pronunció una bendición junto a la tumba: un rito funerario repetido a lo largo de varios miles de años, por respeto y también, quizá, a modo de disculpa.
Sopla un viento cálido y recorremos los túmulos pasando por todos ellos, hasta llegar al final de la fila, donde se levanta el último de los nueve. Entonces damos media vuelta y volvemos al primero, nos tumbamos otra vez en la ladera, hablamos y callamos. Debajo de nosotros están la tierra y las cistas que alberga, y debajo de las cistas, la caliza y las fisuras que alberga.
Nos quedamos tanto rato descansando allí tumbados que, cuando nos vamos, echo un vistazo atrás y veo que la huella de nuestro cuerpo ha quedado marcada en la hierba de ese enterramiento: la silueta de lo que ha de venir.