Retiré su camisa con la parsimonia precisa para erizar cada centímetro de su piel. De modo deliberado, posé mis trémulos labios sobre su torso firme y musculoso. Allí prolongué una suave succión. Al punto brotaron innumerables corpúsculos, cual setas bajo la lluvia. Los conté y saboreé con la punta de la lengua y así, al final, había dibujado una húmeda senda que me proporcionó tanto placer a mí como a él. No me disgustaba tocar y paladear aquel cuerpo curtido por el sol implacable y perfumado por la brisa de todos los mares. Él gozaba rendido a la lujuria y gemía con los ojos cegados por una venda, mientras nosotras atábamos a la cama sus fornidas extremidades mediante pañuelos de suave seda, al compás de las risas de Muriel. Ella disfrutaba libidinosa, pero yo sentía compasión por aquel bravo marino, que, a pesar de las cicatrices, era bien parecido, muy alto, corpulento, pectoral velludo y rebeldes cabellos oscuros. Con la mayor alegría de vivir asomada a su miembro, éste nos saludaba más erecto que el palo mayor de un navío. Íbamos a desplumar al oficial cuando él creía que disfrutaría de dos putas del puerto. Sin embargo, nosotras distábamos mucho de desempeñar tan distinguido oficio, lo nuestro era el latrocinio, aunque, para ello, mi hermana Muriel en ocasiones me echaba de la habitación y llegaba hasta el final con el infeliz de turno. No era mi caso, yo, virgen intacta, contaba diecisiete años por entonces y aunque había aprendido bien el noble arte del manoseo y las mamporreras, jamás hombre alguno se había adentrado y aliviado en mí. A tales incautos ni siquiera les daba tiempo, porque para cuando abrían los ojos, se encontraban desplumados, atados, erectos, solos y muy, muy frustrados. Así habíamos aprendido a subsistir, abandonadas desde niñas en Liverpool, las hermanas Turner, y nos las apañábamos. Pero aquella tarde, mientras sobaba al atractivo oficial de la Marina Real Británica, sentía algo muy encendido dentro de mí. Un ardor capaz de consumir mis sentidos cuanto más pasaban mis manos sobre sus músculos de héroe griego, y cuando mi sinhueso topó con sus pezones, tan enhiestos como su amiga del alma, noté que los míos también se alzaban como tirados por un sedal y se endurecían como puntas de lanza. Sentí que iban a rasgar la tela de mi ropa interior a la par que un jugo cálido manaba de mi entrepierna y mi bajo vientre ardía de un modo inusitado, fiero y abrasador.
—Te palpita el higo, ramera, puedo verlo en tu cara —murmuró mi hermana, mirándome con aquella furia suya.
—Síííí, oh síííí… Permitid a vuestros sabrosos frutos palpitar sobre mí y dentro de mí. Mis labios anhelan vuestro néctar. Sed traviesas, preciosas —susurró el marino en el paroxismo de la excitación.
—Seeee, vamos a ser muy traviesas y malas contigo, corazón —silabeó mi hermana, cual serpiente lasciva.
Miré su cosa enorme y agarrotada de puro tiesa, y el fuego que expandía embravecidas olas de lava dentro y fuera de mi flor sagrada ardió y consumió todas mis carnes, quería pegarme a su piel, meterlo dentro de mí, empujarlo y absorberlo con la fuerza de un titán, agitarlo con la furia de una guerrera picta. Luego miré a mi hermana sin comprender y al ver su cara mi fuego se sofocó de repente.
Entonces, Muriel hizo la señal…
* * *
Suzanne Daniels cerró el libro y lo devolvió a su lugar en la pila como si quemara. La había sorprendido su hipnótica portada, en la que una hermosa y sensual mujer envuelta en llamas se mordía el labio inferior en modo sugerente, Apágame rezaba el título. «En esta novela erótica…», empezaba la sinopsis. Lo abrió por la mitad y leyó hasta que el carraspeo exagerado de algún cliente la devolvió a la realidad de modo abrupto y con el sentimiento de culpa bien visible en sus sonrojadas mejillas.
—Puede hojearlo tranquilamente, querida, no quema… Aunque no debería mentirle, por dentro da verdadero sofoco, así que si quiere arder… ¡hágalo suyo! —rio pícara una mujer joven, de cabello rubio oscuro y brillantes ojos almendrados detrás de unas gafas de carey.
Se volvió a ella, sobresaltada.
—Sólo miraba… —Su excusa sonó a señora mayor muerta de vergüenza.
Sin embargo, no lo era, cuarenta años recién cumplidos. La librera sonrió comprensiva, mientras por sus ojos desfilaba un luminoso cartel con letras bien grandes: «Por supuesto, querida». Revoloteó unos aturdidos instantes ante las estanterías, mientras recordaba cómo era que había entrado en el establecimiento.
Caminaba por Remsen Street tras salir de su curso de cocina italiana en el Brooklyn Culinary Institute, derrotada, disgustada y obsesionada por su fracaso con los espaguetis a la puttanesca…, ¿cómo había podido olvidar las malditas alcaparras?, cuando algo en el suelo llamó su atención, se agachó y lo recogió. Sus manos sostenían un precioso colgante de plata y brillantes incrustados en una pequeña lámpara como la de Aladino, una delicada joya que alguien había perdido. Miró alrededor tratando de localizar a su propietario, a sabiendas de lo inútil de su gesto, y volvió a fijarse en aquella bonita reliquia. «Parece antigua —se dijo—. Mira que si sale el genio…, —fantaseó—. Si sale el genio, echo a correr y no me para ni King Kong», murmuró con una sonrisa. Acarició la lámpara y la guardó en el bolsillo de su chaqueta tejana, mientras ensoñada suspiraba: «Me gustaría tanto cambiar de vida…». Y entonces divisó un cartel que no había visto nunca: Castle Books, decía en letras rojas sobre blanco, en un emblema con un castillo. Entró en la librería visualizando una voluta de humo púrpura, casi pudo sentir su agradable aroma a chicha de cachimba, una alfombra persa bajo sus posaderas la transportaba en volandas al interior del local. Fuera, la mañana desaparecía bajo la bruma y dentro nada se divisaba con claridad. Entonces sintió un golpe en el hombro y cayó al suelo sin dejar de estar de pie, miró al circunspecto señor mayor con el que había tropezado, que la observaba por encima de unos anticuados lentes y todo resto de nube, alfombra y humo se desvaneció en el acto. Del lugar salían sonidos humanos y conversaciones en tono de murmullos aquí y allá. Se fijó bien y quedó encantada de aquel lugar de ensueño. Anaqueles repletos de libros aquí y allá, madera en el suelo, mostrador rústico, butacas aterciopeladas en verde, lámparas Tiffany, iluminación tenue y, sobre todo, el olor a papel recién salido de la imprenta impregnando el aire. Atenta, la librera observaba su devoción desde el momento en que entró. Igual que ahora, cuando ante su complacida mirada regresó a la ardiente pila para coger de nuevo el mismo ejemplar. Lo abrió al azar y, para su pasmo, sus ojos toparon con un gemido, golpes en la pared, sudor en las camisas, muslos de acero entrelazados resbalando por la escalera…. La boca se le abrió hasta el suelo y ella misma sintió su propia mandíbula caer aún más abajo.
—Si no se decide, tenemos otras autoras europeas contemporáneas, la hornada española, por ejemplo. Está arrasando en todos los mercados. ¿Conoce a…?
Suzanne la interrumpió con un aspaviento.
—No, yo jamás he leído relatos obscenos… Yo…
—Bueno, si no le apetece lo contemporáneo, le puedo recomendar grandes clásicos como Virgilio, D. H. Lawrence, F. Delicado… ¿Sade? No se sorprenda tanto, estas cosas pasan en todo el planeta, todos los días, en todas las habitaciones, o suelos, o rincones de todas las casas del mundo desde que el mundo es mundo, incluso sobre las lavadoras. Es natural que formen parte de la literatura.
—Porque los europeos no tienen vergüenza y son libertinos desde que el mundo es mundo… Yo… lo pensaré —respondió escandalizada y con los ojos abiertos como platos.
—Estas cosas no hay que pensarlas mucho, se compran cuando se tienen delante, si no, la oportunidad pasa volando. Como este libro, tiene auténticas alas y vuela. Éstos son los últimos ejemplares que me quedan… No permita que se lo cuenten. —Su voz sonó a tentación diabólica.
—¿Por qué Anónimo? ¿Es que no tiene autor?
—En efecto, se desconoce quién pueda ser su autor o autora, y esto forma parte de su gran encanto. Se supone que fue escrito por una mujer, debido a ciertos detalles. Lo único que sé es que el manuscrito fue hallado por su editora en un mercadillo, ¿se lo puede creer? Un diario femenino muy antiguo; lo leyó sin conocer su verdadero valor y cuando pasó la última página ya estaba decidida a publicarlo. Lo hizo y el éxito ha sido rotundo, se ha traducido a casi todos los idiomas.
La curiosidad y la pasión lectora se encendieron y crepitaron en el interior de Suzanne. Un fulgor serpenteó a través de sus ojos del color de la miel bañada por el sol.
—Tabitha Waters, su librera, para servirla —se presentó la mujer.
—Suzanne Daniels.
Se dieron la mano.
—¿Le gusta la novela romántica?
—Soy una apasionada de la novela romántica. Sólo leo ese tipo de novelas. Bueno, algunas veces otros géneros, pero...
—Si se anima, puede inscribirse en nuestro club de lectura de novela romántica. Nos reunimos el primer martes de cada mes por la mañana y luego vamos a comer. Precisamente Apágame es la lectura de la que hablaremos en la próxima sesión —la animó.
—Parece emocionante. —Su tono no sonó demasiado convincente.
—¿Pertenece a algún club de lectura?
—No, sólo pertenezco a uno de cocina y es de lo más aburrido, tal vez lo comente allí —ironizó resignada.
—Pero asegúrese de hacerlo entre montones de nata… —Tabitha no pudo evitar dar rienda suelta a su buen humor.
En la librería Castle Books se hizo un intenso silencio, pero Suzanne lo rompió con una carcajada cuando la imagen de una lectura erótica con nata ante el estirado chef de sus martirios se adueñó de su mente. Rio con ganas y Tabitha se le unió feliz y aliviada.
—De acuerdo, me lo llevo. —Suzanne pagó y sonrió—: Y puede inscribirme en el club de lectura.
Se despidió.
—¡Excelente! Verás cómo lo comentas con entusiasmo —la tuteó la librera con confianza.
Salió a la calle con la bolsita de papel de Castle Books colgada del brazo, se puso el gorro y la bufanda y recorrió cuanto la rodeaba con mirada brillante. Se llenó los pulmones con todo el aire que pudo acaparar, como si estuviese en la montaña más alta de Utah. Entre los libros vivía sus únicos momentos felices, porque sólo a través de ellos se permitía soñar, volar, sentir enormes emociones y ser ella misma. En la lectura apasionada y voraz de novelas románticas encontraba su válvula de escape y aquella pequeña librería de Remsen Street iba a ser su torre de marfil donde nada malo le ocurriría. Existía otro lugar igual de mágico para ella, el rincón junto a la ventana de su casa donde devoraba páginas y más páginas que la habían salvado de morir en vida, en las que héroes de todos los tiempos se disputaban su amor, porque ella era la protagonista única y absoluta de las interminables historias que se sucedían sin fin.
Abrió los ojos y regresó al tráfico motorizado y al trasiego de gente de Nueva York. No se entretuvo demasiado, tenía tantas cosas que hacer y tan poco tiempo… Caminó por la ancha avenida al ritmo de su lista preferida de éxitos de los noventa. Transitaba ajena al mundo; tras los auriculares y las Ray-Ban, su mente bullía, plagada de todo lo vivido esa mañana.
* * *
En casa de Suzanne, su marido y ella se terminaban la cena en completo silencio; la escena parecía congelada en aquel salón y tan sólo el péndulo del reloj parecía tener vida propia con su latido opaco.
—¿Qué tal tu día? —le preguntó a su esposo.
—Bah, como siempre
Will Daniels apenas despegó los labios bajo el bigote, que se movía de un lado para otro, mientras masticaba la comida con fruición.
—Se diría que has pasado hambre hoy —intentó bromear ella.
—Siempre llego con hambre, ya lo sabes.
—¿Te ha gustado? Es una receta que he aprendido en…
—No lo sé, pero me ha quitado la gazuza.
—Pero… —empezó a protestar Suzanne con un mohín.
—Ya estamos, tú me preparas la comida y yo me la como. ¿No es lo normal?
«¿Lo normal?», pensó desalentada, mientras, melancólica, lo veía levantarse y desaparecer en la habitación del televisor, sin esperar a que ella acabara. Miró con tristeza su plato y se levantó para recoger. Mientras fregaba, pensó en las dos muchachas de Apágame. ¿Qué les habría ocurrido para verse en tal situación? ¿Sería todo el libro así, con aquellas indecentes descripciones? Esa misma noche pensaba averiguarlo.
Con el libro enfundado en tela verde para que Will no la pillara, se metió en la cama. Enseguida llegó él para realizar su impresionante salto sobre el colchón, pero el del cachalote. Provocó un tsunami de sábanas, edredón y almohadas hasta hallar acomodo. Luego de obsequiarla con un festival de truenos flatulentos, los estridentes y guturales sonidos de su garganta tomaron el relevo, para coronar el inicio de una gloriosa noche, donde el blanco satén sólo brillaba en la oscuridad del armario.
Suzanne lo miró con aprensión; había engordado, la piel se le había enrojecido y ya no le quedaban rizos, sólo entradas grises… Dejó de ver a Will y su lugar fue ocupado por una morsa, grasienta y reluciente, de largos colmillos. De pronto, él se dio la vuelta y se le insinuó, con las aletas en jarras le guiñó un ojo. Suzanne sacudió la cabeza y recobró la serenidad al ver que Will ni siquiera se había movido. Entonces abrió el libro como quien se agarra a una tabla de salvación. En cuanto empezó a leer, el mundo circundante desapareció. Ahora deambulaba por las callejas del East End londinense…
* * *
No sabía adónde habíamos llegado, subidas en un carro para huir de las iras de nuestro último «cliente», con quien el negocio resultó fallido. El buen hombre, casi anciano, tan acaudalado en fondos como en carnes, resultó ser un viejo y taimado zorro. Dejó aviso al posadero de que entrara en la habitación pasado un tiempo prudencial. Prudencial para él y nefasto para nosotras, que hubimos de abandonar el lugar con lo puesto y perseguidas al grito de «¡A la hoguera!». Convencimos a una familia de buhoneros para que nos ocultara entre la quincalla y así fuimos capaces de empezar de nuevo y a salvo bastante lejos de la venganza. Sin embargo, el hijo de los buhoneros, mozalbete precoz, y el sinvergüenza de su padre, intentaron cobrarse el favor en cuanto la madre y las hijas pequeñas se ausentaron. Íbamos a ser forzadas, cuando de un sartenazo padre e hijo perdieron el sentido. La madre había aparecido por sorpresa y, furiosa como los elementos desatados, nos liberó al mismo tiempo que nos echaba a coces.
Refugiadas en un granero, nos comimos los huevos que les robamos a las gallinas y allí, entre la paja, por fin le planté cara a mi hermana.
—Estoy cansada, Muriel.
—¿De qué, Scarlett? ¿De qué estás cansada?
Aunque su tono resultaba amenazante, no me amedrentó, porque yo estaba realmente harta. Quería vivir, otra vida tenía que ser posible. El sol, el bosque, los pájaros, la luna, las estrellas, los ríos con su agua cristalina, ¡la naturaleza era hermosa!, ¿por qué no podía serlo la vida?
—Porque la vida es una puta mierda, a ver si te enteras, estúpida —escupió ella tras mi entusiasta soliloquio.
Yo la miré, muy harta también de que siempre destripara mis ilusiones. Por más que me esforzaba, no lograba recordar ni una sola vez en que me hubiese animado en algo que no fuesen sus planes de asalto continuado.
—Mira, aunque la vida sea una mierda, quiero vivirla por mi cuenta, ¿entiendes?
—¿Y qué vas a hacer para subsistir, linda Scarlett?
—Tomaré esposo o los hábitos, pero anhelo tanto una vida ordenada, sosegada y en paz. Tanto…
—Pues eso no le va a ser posible a la damisela, me temo. Se olvida, señora, de que usted no tiene dote ni dónde caerse muerta, nunca la querrá nadie.
Fruncí los labios e incliné la cabeza. Ya contaba con ello.
—Entonces serviré en una casa de lenocinio, pero nuestros caminos se separan aquí.
—¡Será ramera la muy zorra! ¿Así me pagas todos estos años que te he cuidado y me he desvivido por ti?
—Yo no te pedí que hicieses tal cosa.
—Entonces, ¿qué se supone que debía hacer cuando nos dejaron en casa de aquella alcahueta? Porque, baja de las alturas, princesa, a ti y a mí nos parió una puta, a saber de qué padre cada una. Y cuando se cansó, se largó dejándonos a nuestra suerte. —Cambió el tono despechado por un tierno timbre, dolido, autocompasivo—. Tú eras muy pequeña, y yo… sólo una niña de diez años. Tú tenías dos, había que vigilarte, limpiarte, darte de comer… La alcahueta me puso a trabajar para sufragar tus gastos y los míos. Un día le arranqué el «gusano» de un mordisco al borracho hediondo de turno, te cogí y nos dimos a la fuga. Nuestra primera fuga —rio amargamente.
Yo enmudecí, compadecida y abrumada, pero comprendí que si no la abandonaba en aquel momento no podría hacerlo nunca, porque aquella deuda que yo había contraído de modo involuntario nunca se vería satisfecha. Jamás su mente perturbada y su corazón amargo permitirían mi libertad. Pensé por un momento en cómo actuar y la abracé un largo instante, muy largo, en el que ambas lloramos en silencio, un silencio de muchos años llenos de soledad.
—Eres una mujer valiente —le dije—. Hermosa, inteligente y valiente. Encontrarás a un hombre bueno si te lo propones. Porque hay hombres buenos, aunque tú los odies tanto que no lo creas.
—Eso lo dices tú porque vives esperando un Romeo, pero nadie va a subir a tu balcón, porque ellos nos consiguen cuando quieren y punto. El amor no existe, son cuentos de viejas. Desengáñate, niña. Los hombres mueven el mundo con sus pollas, más grandes o más pequeñas, no importa, son las pollas las que mandan. Me gustaría tener una para mandar en mi propia vida al menos.
—Estás equivocada. El amor existe —defendí con ardor—. Como que cada día sale el sol y se pone.
—Ponme un ejemplo.
—Cuando renuncias a algo por alguien…
—¿Ah, síííí? ¿Y a qué renunciaríais vos, majestad?
—Yo por amor soy capaz de renunciar hasta al amor.
—Capaz… —repitió con sorna Muriel—. Ni siquiera tú eres capaz de entender lo que has dicho. Además, te he pedido un ejemplo, un ejemplo conocido.
—Pues el mío propio, quiero encontrar al oficial de Marina de Liverpool.
Mi hermana estalló en escandalosas y demenciales carcajadas. Era como si nada pudiera detenerla; cuanto más reía, más me miraba y arreciaba. Fue como una tormenta convulsa hasta que de repente cesó.
—Llevas razón, no quiero tratos con una loca —dijo seca, y se dio la vuelta para no verme más.
* * *
Suzanne totalmente conmovida ensayó todo lo que diría a la mañana siguiente en la sesión del club de Castle Books. Empezaría disculpándose por no haber concluido la lectura. Diría la verdad, que había eludido el contacto con el libro hasta que no pudo más… Y luego lo que no pudo fue dejar de leer.
La mañana del siguiente día empezó con café y una buena discusión. Fue ella quien le dio comienzo, porque Will hizo que se saliese de sus casillas.
—Hoy vendré a comer —anunció tan campante.
—¿Y eso? ¿Cómo es eso? —La voz de Suzanne era la de un amenazante depredador.
—Porque hoy libro, ya te lo dije. Jugaré un partido con los chicos y luego vendré a comer. Una ensalada de atún estará bien.
Suzanne ordenaba botes en un armario y habló de espaldas.
—No puedo creerlo…
—No te comprendo, Suzanne.
—Yo no estaré, pensaba ir a Brooklyn hoy. Prepárate tú tu propia ensalada —le espetó volviéndose.
Will, asombrado, no respondió enseguida:
—Susi, yo me pierdo en la cocina, si ya lo sabes.
—De acuerdo —suspiró—, dejaré la maldita ensalada preparada. Acuérdate de sacarla de la nevera, por lo menos.
—Maldita ensalada —repitió ensimismado—. Entonces, sí que te vas…
—Naturalmente, tengo sesión de mi club de lectura.
Will se rascó la cabeza sin entender qué había hecho mal.