UNO

La marca del Sigilita

Calth en llamas

Hermanos de armas

A su alrededor, el terreno gris del mar de Crisis emitía un brillo monocromo que drenaba el color de todo. A través de las enormes ventanas de vitral, que en otros tiempos había sido brillante, pero que ahora se encontraba agujereado y empañado por siglos de ataques con micrometeoritos, la cruda belleza del paisaje de Luna reflejaba una luz dura y uniforme que no parecía proyectar sombra alguna.

La iluminación no dejaba ningún lugar dónde esconderse; había algo en esa certeza que removía un sentimiento de corrección dentro de Nathaniel Garro. Así era como debía ser. Pero en esa verdad también había un matiz de tristeza, un anhelo que hasta el momento le habían impedido afrontar.

Desde su llegada al Sistema Solar a bordo de la nave estelar Eisenstein, cuando había concluido su calamitosa misión para llevar una advertencia a su Emperador, la luna de Terra se había convertido en la prisión de Garro en todo salvo el nombre. Colgado en el cielo negro, su mundo de nacimiento parecía destinado a estar siempre a la vista pero lejos de su alcance.

¿Cuánto tiempo llevaba allí? Los días se emborronaban entre ellos y, sin un propósito, constituían una tortura. Frunció el ceño, ignorando un tirón doloroso en su pierna con implantes augméticos, y miró hacia la oscuridad. El miembro biónico era una adición reciente a su carne y, en los momentos más calmados, Garro admitía para sí mismo que todavía se sentía incómodo con el reemplazo. No era ninguna mentira afirmar que realmente había dejado atrás una parte suya en el Sistema Isstvan, tanto en carne como en espíritu.

La mirada de Garro se vio atraída desde la esfera ocre y ocluida de Terra hasta la oscuridad que había más allá. En algún lugar del vacío negro e insondable se estaba librando una guerra recién nacida, pero para Garro y los hombres que se habían unido a él en su misión tan solo existía el silencio de la Ciudadela Somnus. Allí, en el dominio de las Hermanas del Silencio, bajo lo que era un arresto domiciliario en todo menos el nombre, la ausencia absoluta de sonido no tenía fin. Con cada giro del mundo en ese cielo negro, sentía como si el silencio disolviera una parte nueva de su alma. Para un legionario, aquella inactividad forzada era un veneno.

«¿Cuánto tiempo?» La pregunta brotaba en sus pensamientos. «¿Cuánto tiempo voy a seguir aquí? ¿Hasta que el cielo acabe rasgado por el fuego y el enemigo esté a las puertas?»

—Capitán de batalla Garro.

Las palabras tenían un registro bajo, apenas un susurro, pero en la tranquilidad de la ciudadela resonaban como un trueno.

Se volvió hacia el sonido de la voz. Una figura encapuchada cruzaba la cámara en silencio, aunque Garro estaba seguro de que se había encontrado a solas un momento antes. Sin embargo, conocía la voz, y eso lo explicaba todo.

—Gran Malcador. —Garro se inclinó ligeramente ante el regente de Terra mientras el recién llegado cruzaba un suelo de abstractas baldosas blancas y negras. El bastón de hierro en su mano emitía un suave resplandor desde las llamas que murmuraban en la cesta que tenía encima, parpadeando con cada paso, aunque Garro se dio cuenta de que el regente no parecía proyectar sombra alguna al caminar—. He acudido a tu llamada, señor Sigilita —continuó el legionario—. ¿Cómo puedo servirte?

Malcador le dirigió una fina sonrisa que disolvió el saludo memorizado de Garro. Por supuesto, jamás se habría puesto en duda que su llamada no fuera a ser obedecida. Hizo un gesto hacia las paredes de cristal.

—Recuerdo que la última vez que nos encontramos aquí estabas enfadado conmigo. Vi los colores de tu furia como una aurora. Fuerte y brillante.

Un breve eco de esa furia se encendió en la memoria de Garro. Se puso rígido.

—¿Me culpas? Crucé años luz en una nave de guerra robada, me enfrenté a las armas de mis propios hermanos de batalla y, ¿para qué? Para traerte la advertencia de una traición que ya habías pronosticado. Para enfrentarme a la desconfianza y a la sospecha. Disculpa si sigo de mal humor.

Las palabras se balanceaban en el filo de la insubordinación, y la sonrisa del Sigilita se ensanchó. Garro sintió el sutil rastro de un tacto psíquico pasando sobre él. Después del propio Emperador, Malcador era el psíquico humano con vida más poderoso, y encontrarse frente a él era como estar hecho de cristal. Al igual que la luz del sol peinaba la superficie lunar sin dejar nada oculto, Garro se enfrentó al sondeo telepático sin inmutarse. No tenía nada que esconder.

Malcador vio la verdad en él. En el pasado había sido capitán de compañía de la XIV Legión Astartes; la Death Guard imparable bajo el primarca Mortarion, pero Garro se había convertido en un hombre perdido. Sus juramentos permanecían intactos, mientras que aquellos que había a su alrededor se habían quebrado. Cuando su maestro y los suyos declararon lealtad al señor de la guerra renegado Horus, fue Garro quien se atrevió a negarse. Garro, que hizo un viaje desesperado a través del espacio para llevar noticias al Emperador de aquella terrible sublevación.

—Has pagado un alto precio por tu lealtad, Nathaniel. Tu legión. Tu hermandad. Las vidas de tus hombres. Pero sigues aquí.

—Yo soy la mano del Emperador. —La respuesta llegó sin dudar. ¿Es que Malcador pensaba que deseaba alguna clase de recompensa por cumplir su deber? Garro no quería nada tan trivial. Tan solo quería regresar a lo que mejor se le daba, aquello para lo que estaba hecho—. No podría darle la espalda a eso —añadió.

El Sigilita asintió con la cabeza.

—Pero, sin un propósito, un legionario no es nada. Un guerrero sin una guerra… no es un guerrero en absoluto.

A su pesar, Garro sintió que regresaba su irritación.

—Tengo un propósito —insistió—. Sea cual sea la fuerza que nos impulse, la voluntad humana, el destino o un poder superior, eso lo sé. Tengo una razón para vivir. Al igual que la había para que trajera la advertencia, para permanecer solo mientras los míos llevaban la rebelión en el corazón. —Hizo un gesto a su alrededor, incapaz de seguir rígido en posición de firmes, mientras avanzaba hacia el regente—. Pero mientras me mantengas acorralado aquí, ¡me niegas la oportunidad de encontrarlo!

En cuanto las palabras abandonaron su boca, una parte de él quiso tragárselas. Pocos podían hablar así al Sigilita sin temer una reprimenda. Pero ya estaba hecho, y lamentaba cada palabra que había pronunciado.

Cuando Malcador le devolvió la mirada, Garro sintió que un escalofrío lo atravesaba, como una sombra proyectada sobre su alma. En ese momento comprendió por qué el Sigilita había exigido su presencia allí de repente.

—Ya veremos cuál será tu propósito —entonó el gran psíquico—. Eres un legionario, sí, y eso jamás cambiará. Pero ya no perteneces a la Death Guard. Eres un fantasma. —Malcador enfatizó con dureza la última palabra, desgarrándolo con ella—. Eres una figura entre la luz y la oscuridad, atrapada en medio del gris…

Garro se encontró a sí mismo asintiendo con la cabeza. Era cierto. Había caído en las garras de aquella insurrección, y temía que el abismo se lo tragara por completo.

Pero las siguientes palabras de Malcador le ofrecieron un salvavidas.

—Necesito a alguien así.

Levantó la cabeza del hombre.

—Pues dame una tarea, Sigilita. Solo pido eso, y nada más. Déjame cumplir mi propósito.

Una lenta sonrisa se extendió por ese rostro antiguo y pensativo.

—Por tus pecados, Nathaniel Garro, te concederé exactamente lo que has pedido. —Le hizo un gesto con la otra mano—. Ven. Sígueme.

Garro hizo lo que le ordenaba y siguió al psíquico con cautela hacia la penumbra de las sombras poco profundas proyectadas por la curva de un escudo solar medio cerrado. Malcador se desvaneció brevemente en las sombras, como un trozo de tela hundiéndose en un océano de tinta, y Garro oyó unas pisadas mecánicas que resonaban por el suelo y unos pistones siseantes que chirriaron hasta detenerse.

Una forma humanoide sin ojos, mucho más máquina que carne, apareció ante ellos. Era un tecnoadepto cegado del Mechanicum, nacido en Marte y con un rostro hecho de placas de metal y nada que Garro pudiera distinguir en forma de sensores. Pero se acercó a él como si viera con claridad, mientras abría unos brazos herramientas y un puñado de mecadendritos serpentinos en su dirección.

El Sigilita se volvió hacia él y la cruda luz blanca reflejada del paisaje lunar hizo que su cara pareciera espectral y serena. Gesticuló con la mano.

—Arrodíllate, Nathaniel. Deja que el adepto cumpla con su deber.

—Como desees.

Garro obedeció a regañadientes e hincó una rodilla con el ceño fruncido, al tiempo que las articulaciones de su miembro biónico emitían chasquidos. Situó su espada envainada sobre el suelo de baldosas y sostuvo el casco de guerra contra su pecho, mirando al Sigilita a los ojos mientras el adepto del Mechanicum se inclinaba hacia él.

El legionario olió el fuerte aroma de los biolubricantes y el aceite de motor. Un calor ardió sobre la piel desnuda de su cuello mientras unas gruesas chispas amarillas saltaban y chisporroteaban. Oyó el siseo chirriante de una lanza de mesón mientras cortaba las placas de su armadura, con el rayo de partículas introduciendo en la ceramita unas capas de circuitería de nanoescamas infinitamente compleja.

—Con esta marca, me juras lealtad a mí —dijo Malcador—. Obedecerás mis órdenes sin cuestionarlas, hasta las últimas consecuencias.

El guerrero entornó los ojos.

—Obedeceré —respondió—, siempre que sirva al Emperador.

—Así será. —Garro sintió la mente del psíquico presionando la suya, y se preparó aun a sabiendas de que no sería capaz de resistir la desgarradora mirada interior del Sigilita—. Veo la furia otra vez, Nathaniel. —Malcador inclinó la cabeza, examinando el despliegue de rayos psíquicos que solo él podía percibir—. Pero ahora se dirige hacia fuera. Arde en ti la necesidad de tomar represalias contra tus traicioneros hermanos. Buscas condenar a tu antiguo compañero Calas Typhon. Tal vez hasta desafiar a tu primarca Mortarion por atreverse a creer que podía cambiarte.

—Sí. —Escupió la palabra, con una fría furia en su corazón—. No lo negaré.

Malcador asintió de manera sombría con la cabeza.

—La hora de la venganza llegará. Pero hoy escucha mis órdenes. Mantén a raya tu hostilidad. Tu misión es lo primero.

El legionario lo aceptó sin hacer comentarios al respecto. Al igual que antes, en la cubierta de la nave estelar Eisenstein, cuando sacrificó todo lo que tenía para llevar la advertencia de la traición de Horus a Terra, la misión era su primera y única preocupación. Si la historia se repetía, si tenía que volver a interpretar el mismo papel, lo haría por su propia voluntad, en nombre del Emperador. La lanza quedó en silencio, y el olor de la ceramita ultracalentada inundó el aire. Garro escuchó el chisporroteo del hierro de marcar al enfriarse mientras el adepto se alejaba, subiendo y bajando la cabeza con respeto. La marca estaba hecha, la acción se había completado. Fuera lo que fuese lo que ocurriera después, él estaba comprometido a ello.

Se oyó el ruido del metal contra el metal mientras Malcador sacaba con cuidado la espada Libertas de su vaina. Garro vio que se esforzaba por mantenerla firme. La gran espada no estaba hecha para manos humanas. El Sigilita señaló el suelo con la punta de la poderosa arma y la hizo girar para mostrarle la parte plana al guerrero.

—El juramento, pues. —Garro se quitó un guantelete y situó su mano desnuda sobre la hoja. Tras ese gesto ya no había vuelta atrás. El Sigilita continuó—: Nathaniel Garro. ¿Aceptas tu papel en esto? ¿Cumplirás mis órdenes y dejarás a un lado cualquier otra declaración sobre tu honor? ¿Te comprometes ahora con este juramento?

Garro asintió con la cabeza.

—Mediante este acto y esta arma, así lo juro. En su nombre.

El Sigilita levantó una ceja ante su elección de palabras, aunque no la comentó. Garro se irguió de nuevo cuan largo era, tomó su espada e hizo una profunda reverencia, captando un vistazo de su reflejo en las enormes ventanas. Por bien que se sintiera al tener de nuevo su armadura y su coraza de águila después de tanto tiempo, le seguía resultando extraño ver los colores que Malcador le había hecho llevar.

La antigua librea de la Death Guard había quedado atrás, el icono de la calavera sobre una estrella negra de seis puntas. En su lugar, había un impreciso gris fantasmal que podía haber sido pizarra o plata, o algún tono intermedio. Producía una extraña emoción en su pecho, una que no sabía calificar.

—¿Qué quieres que haga?

La mirada firme del regente no vaciló.

—Hay planes llevándose a cabo. Otro de mis agentes ha reunido una lista de nombres. Dejarás la Ciudadela Somnus y cruzarás la galaxia para buscar a los primeros de estos individuos.

—¿Otro agente? —preguntó Garro, reflexionando sobre los rumores que había escuchado—. ¿El Luna Wolf Severian, tal vez?

Malcador entrecerró los ojos ante la perspicacia del legionario, pero ni confirmó ni negó sus sospechas.

—Veinte guerreros de todas las legiones, tanto leales como traidores —continuó—. Los encontrarás y me los traerás. Lo harás sin dejar rastro alguno a tu paso.

Garro tensó los dedos sobre la empuñadura de su espada.

—¿Para qué causa?

Malcador le dio la espalda y miró hacia la orbe nublada de Terra, que se elevaba en la noche lunar.

—Para el futuro, Nathaniel.

Calth era un mundo en llamas.

En la profundidad del Sistema Veridian, bajo la dura luz de un sol herido, una guerra sin igual había llegado al planeta. Una guerra cuyo eco reverberaba por la galaxia. Una guerra que cambiaría el rostro de la humanidad para siempre.

Unos desalentadores truenos rugían sobre el aullido distante de los disparos. Más allá de los campos moribundos de hierba ennegrecida, en los escombros de las ciudades silenciosas, a través de los cañones de roca oscura y las arenas cubiertas de escarcha, luchaban hermanos contra hermanos.

Los Ultramarines, hijos del gran primarca táctico Roboute Guilliman, habían acudido al Sistema Veridian para dirigir sus fuerzas a la batalla. Su comandante, siempre guerrero leal del Imperium, congregaba a los mejores de la XIII Legión, y a sus soldados de los regimientos de Ultramar del Auxilia imperial. Llevaba esto a cabo bajo las órdenes de su hermano, el señor de la guerra Horus Lupercal. Guilliman lo hacía sin dudar ni cuestionar.

Su lealtad se vio recompensada con una traición de la calaña más odiosa. La batalla venidera, esa para la que Horus se había ofrecido a prepararlo, se había desatado entre bramidos desde el cielo con rastros de sangre y asesinatos. Los guerreros de la XVII Legión de Lorgar, los fanáticos Word Bearers, habían llegado para matar. Y con sus juramentos al Emperador de la Humanidad rotos y su nueva lealtad por conveniencia hacia Horus sobre su armadura oscura como la sangre, los Word Bearers apuñalaron a sus hermanos por la espalda y dispersaron a los Ultramarines por todos los puntos cardinales.

Ahora, el fuego envolvía Calth con garras fundidas de gas revuelto, grandes oleadas de colores relucientes que llegaban a todas partes y barrían los cielos. Las réplicas de las grandes salvas de armas de termoplasma y bombas de fusión habían destrozado la atmósfera del planeta. La delgada y frágil capa de cielo estaba rota, y el daño era irreversible. No quedaba un soplo de aire impoluto en Calth, y cada nuevo amanecer lo acercaba más a la muerte.

Entre las llamas, el teniente Olen se preguntó si viviría para ver el sol salir de nuevo. Como sus hombres, Olen había nacido en Espandor, que junto a Calth era uno de los muchos mundos de la Coalición de Ultramar. Y, como muchas almas antes que ellos, habían compartido el deseo de defender su Imperio y a su Emperador.

Olen llevaba los sigilos del águila y de Ultramar con orgullo. Aunque no tenía la fortaleza para convertirse en legionario de los Ultramarines, llevó a cabo su tarea de todas formas. Y, de algún modo, incluso en los días más oscuros durante las batallas de la Gran Cruzada, Olen no había sentido miedo por su vida. No lo consideraba arrogancia. Era solo que nunca se había enfrentado a un enemigo tan poderoso como para no poder derrotarlo con el coraje de Ultramar. Al menos, no hasta ese día. Olen no se había enfrentado antes a un legionario en batalla, y nunca había tenido motivo para pensar que eso pudiera ocurrir alguna vez. La mera idea de ello era… ridícula. Que un solo Space Marine se rebelara contra su señor era casi imposible de comprender. Y sugerir que una legión entera, o incluso un primarca, pudieran volverse contra el Emperador por su propia gloria… Si alguno de sus soldados hubiera afirmado algo semejante, la risa de Olen lo habría ahogado.

La única risa que resonaba ahora era la de sus asesinos.

Cuando los Word Bearers aparecían, traían la destrucción con ellos. Olen vio a cientos de hombres morir en la primera lluvia de fuego. Vio a los Ultramarines, con las armas colgadas para recibir a sus compañeros recién llegados, asesinados donde estaban en un destello de traición. Los mejores guerreros de Ultramar, humanos y legionarios por igual, cayeron bajo un golpe salido de la nada.

Se dispersaron por Calth sin orden alguno mientras los hijos de Lorgar destrozaban el planeta y lo prendían en llamas. Era como si el mundo entero y todo ser viviente en él fuera parte de una vasta ofrenda ardiente.

El último contacto que hizo la unidad de Olen con un escuadrón aliado llegó de una patrulla acorazada que avanzaba hacia el norte, a la capital Numinus. La tripulación de los tanques habló a los soldados de las fuerzas que se reagrupaban en las ciudades caverna, lugares donde podrían sobrevivir al destrozo de la atmósfera de Calth bajo kilómetros de roca y acero. Y así, Olen y sus tropas se escaparon, decididas a marchar con rapidez por las llanuras de Dera hacia las cuevas.

Era un buen plan, pero fracasó cuando los monstruos llegaron. Salieron de la penumbra helada, alzándose desde sus escondites entre las ruinas de un puerto estelar en llamas.

Olen se había enfrentado a alienígenas, y aquella no era ninguna raza de xenos que pudiera recordar. Se trataba de seres ondeantes y cambiantes que ululaban y rebuznaban, con bocas de lampea y tentáculos con garras. Expulsaban babas venenosas que fundían a los hombres, miraban con racimos de ojos que te congelaban el corazón de un vistazo. Y algunos de ellos, los peores, se parecían en parte a seres humanos, pero vistos a través de una lente infernal de locura y terror.

Mientras se acercaban de nuevo, pensó en una palabra que pocos pronunciaban incluso en esos días seglares del imperio humano. Una palabra que en otros tiempos había oído murmurar a su abuelo en un momento de senilidad, o tal vez de claridad.

«Daemon».

En su juventud, el anciano había sido un oficial de nave estelar, y en la locura del espacio de la disformidad había visto secretos que se había llevado a la tumba. Había muerto un poco ante los ojos del joven Olen solo por pronunciar esa palabra.

Inspeccionando la carga menguante de su pistola láser con sombría comprensión, Olen supo que muy pronto se uniría a su abuelo. Las criaturas avanzaban, de modo que reunió sus últimas fuerzas y se volvió hacia sus tropas.

—¡Cada disparo cuenta! —Rugió sus órdenes finales, decidido a no marcharse sin hacer ruido—. ¡Haced que paguen por todo lo que toman!

El ataque comenzó de nuevo. Los hijos de las pesadillas atravesaron a los soldados como un huracán, destrozándolos y comiéndoselos crudos. La pistola de Olen se volvió roja por el calor de su mano, pero ellos no se detuvieron. Los más grandes chirriaban y gritaban mientras devoraban a los heridos, y poco a poco los soldados se vieron obligados a formar un círculo colapsado mientras su número disminuía. La muerte estaba ahora a unos momentos de distancia.

Entonces, desde arriba, llegó la salvación con alas de acero gris. Una nave de desembarco Stormbird descendió entre las nubes ardientes como si fuera una gran águila, proyectando una sombra sobre la batalla y girando mientras unas lanzas de llama blanca la mantenían a flote.

Olen fijó su atención en ella durante un breve instante. La nave pertenecía sin duda a la legión pero, por mucho que lo intentara, era incapaz de reconocer los colores. Carecía del rojo arterial de los Word Bearers traidores y del llamativo azul de los Ultramarines. Era el color de los fantasmas.

Observó mientras se abría una escotilla cobriza y de ella caía una figura gigante con una armadura del mismo tono que la nave. Mientras esta se alejaba, el enorme guerrero aterrizó con un estruendoso impacto y aniquiló a un puñado de monstruos colmilludos con la fuerza de su llegada. Olen vislumbró un resplandor de luz en una vasta espada tan alta como un hombre mientras la figura gris la sacaba de la vaina que llevaba a la espalda. Después, con un bólter esmaltado en negro en la otra mano, el guerrero se lanzó a la refriega.

La espada subía y caía sin cesar. El bólter estallaba, y con cada estruendosa descarga hacía explotar a las monstruosas criaturas en pedazos de materia andrajosa y sangrienta. Las bestias se dirigieron al unísono hacia el guerrero, pues percibieron dónde se encontraba la mayor amenaza para ellas. Pero aquel no era un soldado ni un hombre común. La figura envuelta en ceramita gris era un legionario, y atravesaba las filas de sus enemigos como un ángel de la muerte.

A su paso no había gritos. No dejaba más que muertes limpias, disminuyendo las filas de monstruos mientras estos se lanzaban hacia él. Olen dio órdenes a sus tropas para que apoyaran la lucha del legionario, pero este no lo necesitaba. Él solo consiguió más de lo que una decena de soldados había muerto intentando. Venció.

Cuando todo terminó, el guerrero avanzó hacia ellos, y Olen no pudo evitar retroceder. Había visto a legionarios en el campo de batalla muchas veces, pero nunca tan cerca. Nunca así, cerniéndose sobre él, con las lentes esmeralda de un ceñudo casco de batalla sopesándolo con frío propósito.

El guerrero dio a su espada una sacudida rápida para eliminar la sangre que manchaba la hoja y la devolvió a su vaina. Olen vislumbró una palabra en gótico culto grabada a fuego en el metal antes de que desapareciera de la vista. «Libertas».

—Tú estás al mando. —No era una pregunta. Olen asintió rígidamente con la cabeza, mientras sujetaba con fuerza su pistola láser. Le asustaba guardar el arma por si el legionario pensaba que cualquier movimiento repentino era un ataque y reaccionaba en consecuencia—. Necesito información, teniente —continuó la figura enmascarada.

—Por supuesto. —Asintió con la cabeza—. Tienes nuestra gratitud. ¿Estás aquí como parte de los refuerzos o…?

El guerrero levantó una mano para silenciarlo.

—La 21.ª Compañía de los Ultramarines, bajo el mando del hermano capitán Erikon Gaius. Dime dónde encontrarlos.

El legionario no había levantado la voz, pero Olen ya había llamado con un gesto al técnico de comunicación del escuadrón antes de darse cuenta de que estaba obedeciendo la orden. Se detuvo y dudó.

—¿Puedes contarnos lo que está pasando? Los Word Bearers… nos han atacado. Las señales que hemos interceptado… La gente dice que Lorgar y sus guerreros se han vuelto contra el Emperador.

Mientras lo decía en voz alta, Olen se estremeció al golpearle al fin todo el horror de la situación.

La respuesta afianzó el frío temor que sentía.

—Es peor de lo que piensas. Y ahora, dime: ¿dónde está el capitán Gaius?

El teniente le dio los datos. La 21.ª Compañía había sido vista por última vez en los alrededores occidentales de Numinus, y tras hacer una pausa para contemplar el mapa de datos fragmentario, el legionario le dio las gracias con un brusco asentimiento de cabeza y se alejó.

Olen se dio cuenta de repente de que los estaba dejando atrás.

—¿Señor? Espera…

Algo en el legionario y su armadura le había parecido extraño al teniente, y al observarlo de nuevo supo por qué. La armadura del guerrero tenía una coraza ornamentada cobriza y dorada. Sobre la parte frontal se encontraba la cabeza de una feroz águila, y elevándose tras su yelmo había una pesada placa de armadura cortada con la forma de otra ave rapaz. Pero lo que le resultaba extraño era la ausencia de cualquier otro detalle. Las Legiones Astartes llevaban sus colores con orgullo, y portaban el símbolo de su hermandad en las hombreras de sus armaduras. Sin embargo, aquel guerrero no tenía ninguno. Además de unos pocos ribetes oscuros, su armadura era de un gris piedra uniforme desde el casco hasta las botas, despojada de iconografía.

—¿Quién eres? —Los vientos se llevaron la pregunta, pero el legionario la escuchó y se detuvo—. ¿Puedes decírmelo? —insistió Olen—. Antes de que te vayas, al menos dime el nombre y la legión del guerrero que nos ha salvado la vida.

Durante un momento, la figura acorazada se detuvo. Después, levantó la mano y se quitó el casco. Un hombre de cabeza pálida y aristocrática, rapada y llena de cicatrices, contempló a Olen con ojos ancianos y atormentados.

—Mi nombre es Nathaniel Garro —respondió, con la voz llena de arrepentimiento—. Y soy una legión de un hombre.

Los Ultramarines de la Veintiuna llevaban días atrincherados y, a decir verdad, ahora eran una compañía solo en el nombre. Habían estado en la vanguardia del primer ataque de los Word Bearers, y habían sufrido al presenciar las muertes de demasiados hermanos de batalla. El capitán (héroe de la Rebelión de Haddir, Gaius el Fuerte, Gaius el Inquebrantable) los había congregado tras las brutales pérdidas. Con palabras y hazañas, los lideró a la refriega. Exigían un precio de sangre a los traidores, pero aquello no bastaba. Todavía no bastaba.

Ahora se encontraban allí, sin poder establecer contacto con los suyos, defendiendo uno de los caminos de ferrocarril hacia Ciudad Numinus. Esperando a que aquella nueva guerra los alcanzara una vez más.

El hermano Rubio se tomó un momento para cambiar su postura. Por órdenes del capitán, había permitido que su implante neural de nodo catalepsiano disminuyera su necesidad de sueño, permaneciendo vigilante e inmóvil entre las filas de barricadas improvisadas. Ante él se extendían numerosas vías de plastiacero, algunas mezclándose con el paisaje, y otras desvaneciéndose en pasajes subterráneos. Las vías eran parte de la infraestructura de la sociedad de Calth y conectaban su red de ciudades tanto por encima de la tierra como por debajo. Tras él, una ancha boca de túnel atravesaba una pared escudo de pura roca negra, y mucho más allá se hallaba la capital. Los restos de la 21.ª Compañía se encontraban a lo largo de un camino que cualquier enemigo tendría que recorrer si quería sitiar Numinus.

Y el enemigo lo había intentado. Habían comenzado con fuerzas congregadas de soldados humanos, sectarios reunidos por los Word Bearers de mundos distantes, lanzados a un frenesí de matanza y liberados contra los legionarios. Los esclavos se hacían llamar la Hermandad del Cuchillo y, a pesar de su enfermiza disciplina, eran numerosos. El terreno de matanza más allá de la línea de las barricadas estaba cubierto de sus cuerpos. Cadáveres ataviados con túnicas con capucha que recordaban a figuras monásticas de vieja idolatría, con tatuajes rituales de líneas y estrellas en la piel quemada.

Los Ultramarines los habían masacrado, destrozándolos mientras corrían despreocupados hacia sus pistolas, pisoteando a sus caídos sobre el barro ensangrentado. El ataque se había contenido, pero no sin coste. Rubio vislumbró un movimiento e inclinó la cabeza. Su comandante emergió de entre las sombras de un vehículo de cargamento volcado.

—Hermano. —El capitán Gaius le hizo un gesto desde su puesto para que se acercara—. Ya es hora.

De pronto, Rubio sintió una tensión en el pecho. Un arrepentimiento.

—Alguien debe permanecer vigilante, capitán.

La cara de Gaius reflejó un momento compartido de pesar, con el aliento escapando de entre sus labios en una delgada voluta de vapor.

—Alguien lo hará. Pero primero debemos hacer lo correcto con nuestro hermano.

Rubio asintió solemnemente con la cabeza, se cargó el bólter al hombro y siguió a su capitán a las profundidades del túnel, donde los lumoglobos emitían un resplandor de débil luz amarilla.

Allí, rodeado por un círculo de los suyos, el hermano Mieles reposaba. La armadura blanca del apotecario, en fuerte contraste con el equipamiento de guerra azul oscuro de los guerreros que había a su alrededor, estaba manchada por vetas de sangre seca. La herida que lo había matado era un tajo furioso que se extendía sobre su torso, el regalo de un miembro del culto que había roto la línea y se había destruido utilizando un chaleco equipado con cargas de impacto. Mieles había sido el último de ellos en fallecer, y su muerte había llegado sin avisar. El apotecario había sido un hombre de gran categoría y buen humor, amigo de todos. Su pérdida dañó a los guerreros de la Veintiuna tan profundamente como todas las que habían llegado antes.

—Por Ultramar y por el deber —dijo Gaius, pronunciando las palabras que tantas veces había repetido en su sombría obligación—. Por el pasado y por el futuro. Por Terra y el Emperador. Ningún hermano queda olvidado.

Después, con cuidado, el capitán aplicó el reductor al cadáver de Mieles, y extrajo con reverencia las glándulas de semillas genéticas progenoides que serían transportadas a la fortaleza de Macragge. Allí se añadirían al almacén de material genético de la legión, el legado de la siguiente generación de Ultramarines.

De ese modo, Mieles viviría, pero en ese momento Rubio solo veía muerte y oscuridad ante él. En silencio, se despidió de su compañero y maldijo una vez más a los hijos de Lorgar por su perfidia. Cuando levantó la mirada, se encontró al capitán Gaius observándolo con atención. El capitán les habló a todos.

—Compañeros. Nos están poniendo a prueba. No sabemos qué locura se ha apoderado de Lorgar y el señor de la guerra. No conocemos el destino de nuestros hermanos y nuestro primarca. Pero lo que sí conocemos es el deber. —Hizo un gesto a su alrededor—. Nuestro deber es defender este acceso a la ciudad, denegárselo al enemigo. Esas fueron las últimas palabras de Guilliman para nosotros. Mieles dio su vida en servicio a esa orden y, si hace falta, nosotros también lo haremos.

Rubio ardía por dentro con fría ira. Su furia carecía de rumbo, se dirigía hacia la locura estúpida de los miembros suicidas del culto, a los traicioneros Word Bearers, al rompedor de pactos Horus, incluso a sí mismo, por fracasar en proteger a su hermano de batalla.

Pero era un Ultramarine, y hablar abiertamente de esas cosas estaba por debajo de él. En lugar de eso, guardó silencio y tan solo asintió con la cabeza.

Garro se movía con rapidez entre la espesura desgarrada, con sus pulmones mejorados genéticamente tragándose el aire frío y corrupto del día moribundo de Calth. Los ruidos lejanos de armas pesadas y los gritos de los heridos y los moribundos eran un estribillo constante que llegaba a él transportado por los duros vientos.

En la distancia, vio el resplandor de unas torres de hábitat y unas colmenas que se elevaban sobre acantilados de piedra oscura. Ciudad Numinus se alzaba hasta el cielo al igual que se extendía hasta las cavernas por debajo de la superficie de la tierra, pero, mientras el guerrero se acercaba, vio los que en otros tiempos habían sido orgullosos minaretes envueltos en fuegos de plasma, y los puntos brillantes del bombardeo láser de largo rango.

Mientras caminaba, Garro se preguntó cuánto tiempo asolaría la batalla a Calth. Los extremistas Word Bearers habían iniciado una lucha allí que los pondría a prueba hasta el límite. Los Ultramarines no eran un blanco fácil. Se encontraban entre los guerreros mejor entrenados y más competentes de las Legiones Astartes, un firme rival para el fervor implacable y fanático de los guerreros del primarca Lorgar en cualquier campo de batalla. En Calth, la guerra civil de Horus Lupercal rugía en un microcosmos, pero, al igual que el conflicto mayor escrito en las estrellas, no existía ninguna certeza de cómo iba a acabar.

Pero el destino de Calth no era la razón por la que Nathaniel Garro había ido a ese mundo. Su misión allí tenía otro propósito.

Bajó la mirada desde las torres e investigó el paisaje hasta encontrar el rastro que estaba buscando.

En la profundidad del túnel, en el espacio frío y resonante, Rubio dirigió la mirada hacia dentro. En el ojo de su mente vio el momento de la muerte de su hermano de batalla. En el rugido de los vientos aullantes de Calth, oyó el eco de Mieles mientras el apotecario gritaba una advertencia, un latido antes de la enorme detonación que lo destrozó y acabó con su vida.

Rubio había visto venir al miembro del culto, vio al loco justo cuando su bólter se quedaba seco. En esos preciados segundos, mientras se apresuraba para llenar la recámara del arma, fue demasiado lento para salvar a su amigo. El momento ardía como un hierro al rojo vivo, una culpa ácida que lo abrasaba. La tragedia era que podía haber detenido al miembro del culto, con bólter o no. Rubio podía haberlo hecho con un pensamiento. Pero tal acción estaba ahora prohibida.

Hacía mucho tiempo, en lo que parecía otra vida, Rubio había sido más que esto. Ahora llevaba los sigilos de una línea táctica de los legionarios, pero antes…

Antes, había llevado con orgullo el emblema del cráneo y el pergamino de un codiciario de alto rango, la placa de un psíquico guerrero al servicio de los Ultramarines. En el pasado, la compañía de Rubio y los suyos había sido temida en todos los campos de batalla, y hasta sus compañeros habían titubeado en su presencia. En otros tiempos, el poder de la disformidad había brotado de sus dedos y el resplandor actínico de los rayos telequinéticos había destrozado a los enemigos de la humanidad. Innumerables adversarios habían quedado hechos pedazos por el poder puro de su mente.

Pero ahora no. No desde el encuentro en Nikaea y la aprobación del Decreto Absoluto del Emperador. Muchos decían que aquellos con el don de Rubio (o, como muchos lo llamaban, su maldición) se encontraban a solo un paso de los hechiceros, y sus mentes eran puertas abiertas a poderes ruinosos listos para salir de la oscuridad y consumirlos. En Nikaea, por miedo o por celos, esas voces habían acabado imponiéndose.

En un cónclave de sus hijos primarcas, el Emperador de la Humanidad había ordenado que todos los psíquicos de las legiones, todos los epistolares, codiciarios y lexicanium tenían que abstenerse de usar sus habilidades y volver al servicio con sus hermanos de batalla. Rubio era fiel y obediente, e hizo lo que le ordenaban: entregó su capucha psíquica y su espada de fuerza. Con su estatus anterior anulado, aceptó la reubicación sin hacer preguntas.

Al menos, al principio. Pero ahora la muerte de Mieles lo enfrentaba con sus órdenes. Rubio sabía con cada fibra de su ser que el apotecario seguiría vivo de haber tenido vía libre para usar sus poderes sobrenaturales. «¿Y cuántos otros? —se preguntó—. ¿Cuántas muertes podrían haberse evitado, cuántos enemigos se podrían haber aniquilado si hubieran sido capaces de invocar el poder de un psíquico?».

Oyó que se acercaban unas pisadas acorazadas, y al levantar la mirada desde su introspección, Rubio se encontró al capitán Gaius de pie sobre él.

—¿Te atormenta algo, hermano?

—Nada de importancia, capitán.

Era una mentira muy pobre, y el capitán se dio cuenta.

—Sé dónde se posan tus pensamientos, amigo mío. También sé que eres uno de los mejores Ultramarines que he tenido el privilegio de comandar. Dondequiera que se apliquen tus talentos. —Gaius le colocó una mano sobre el hombro—. Coraje y honor, hermano. Seguimos las palabras del Emperador y Guilliman hasta la muerte.

—Coraje y honor, hermano capitán —repitió el codiciario, pero el axioma sonaba hueco en sus oídos. Tomó aliento—. Es solo que…

Las palabras que se disponía a pronunciar desaparecieron en su garganta cuando un centinela gritó una advertencia desde el otro extremo del túnel. El repentino grito de alarma en las barricadas les llegó con el eco.

—¡Informad! —ladró Gaius al comunicador de su garganta.

Intruso identificado —fue la respuesta—. Un único legionario se acerca a nuestras filas. Viene empuñando un arma.

—¿Uno de los nuestros?

Parece que no.

El capitán no esperó a saber más y echó a correr. Rubio fue tras él, preparando el bólter.

—¡A las armas! —gritó Gaius mientras corrían hacia la boca del túnel—. ¡Preparaos para el contacto enemigo!