
Una ley que resume todas las otras leyes de la vida, es el principio de los antecedentes y consecuentes.
Nada —según este— se reproduce por generación espontánea. Ni siquiera los improvisados que, periódicamente, aparecen como hongos de la picaresca de la influencia política. Porque todo, absolutamente todo, viene a ser, al mismo tiempo, la resultante y el origen de algo. Todo tiene un sentido, una causa, una razón y un efecto.
Por lo tanto, no hay forma de existencia que escape a la acción de esta mecánica universal, válida tanto para las especies vivas, como son las plantas, los animales y algunos seres humanos, cuanto para los objetos inanimados, valga decir, las piedras, los tíos paralíticos y las mayorías democráticas. Ni siquiera los pueblos se libran de este inexorable futuro a que los constriñe su pasado, porque no se debe a la casualidad ni al azar, sino a imperativos histórico-sociales, el que cada pueblo se retraiga en sus costumbres, su arte, sus filosofías de academia o campanario, sus gobernantes y sus hombres. Nada está de más en la sociedad humana y aquello que le falta lo va alcanzando en razón directa con el tiempo que pasa, acumulando ayeres.
El hombre se modifica en función de sus necesidades.
De entre ellas —tan vital como el dormir, comer o acoplarse con hembra ajena—, el idioma sobresale en su papel de vaso comunicante para que el ser humano pueda expresar lo que siente, señalar lo que ama, determinar lo que le resulta indispensable para vivir y manifestar lo que piensa (esto último con ciertas limitaciones, desde que los brutos inventaron las cárceles para silenciar a los inteligentes). A lo largo de la historia los hombres crecieron al mismo tiempo que sus idiomas tomaban cuerpo y, por selección natural, mientras pasaban al olvido las de efímera importancia, otras palabras —redondas, contundentes, profundas y musicales— adquirieron carta de permanencia definitiva en el diálogo de las gentes. Los sonidos guturales inician el gran diccionario de la vida con las urgencias biológicas del hombre primitivo, y aparecen los verbos. Luego, en su marcha hacia el horizonte, nuestro peludo antepasado se intriga por las cosas, las recuerda, las distingue, y la caverna se empieza a poblar de sustantivos. El adjetivo apareció, tal vez, con la primera disputa y existe una teoría alemana (como es lógico) destinada a probar que con el concepto «mierda» se produjo el primer trasplante gramatical de todos los tiempos, cuando las iras de algún Cro-Magnon anónimo convirtieron en calificativo lo que no era hasta el momento sino un dudoso y ya despreciado sustantivo que se venía acumulando atrás del cerro. Como hasta ahora ocurre en nuestro país.
Los peruanos no somos tan antiguos. Y no porque nos falte proximidad al mono sino, todo lo contrario, porque necesitamos mucho para alcanzar al hombre. Desde luego, nadie pretende reivindicar para nosotros, como pueblo, el privilegio de ser aquel famoso eslabón perdido del que tanto se viene hablando. Sería una postura ambiciosa y poco realista, y comprendemos que ello estaría fuera de nuestras posibilidades inmediatas. Pero sí, aferrándonos desesperadamente a las cuatro líneas que nos dedica Toynbee en su Estudio de la historia, nos sentimos titulados para reclamar la tenencia de un lenguaje propio, de un modo particular de expresión que vendría a ser espejo y trompeta de esta alucinante realidad social en la que venimos chapoteando. Nadie se atrevería a sostener, por ejemplo, que la palabra «cojudo» es de origen griego o que en algún remoto idioma quiere decir «crepúsculo». No. Cojudo quiere decir cojudo, a secas. Y, si bien para algún campesino español este vocablo solo se refiere a un «animal no castrado», en el Perú, por razones que algún día quedarán al descubierto, casi diríamos que pertenece al patrimonio nacional. Porque entre nosotros la palabra «cojudo» se ha sublimado hasta alcanzar niveles sensoriales y características de ser vivo. Aquí en el Perú la cojudez se respira, se huele, tiene color y temperatura, dimensión, forma y hasta sabor, diría. Se lanza un «¡Cojudo!» al aire y es como si el idioma pusiera un huevo o pariera un «algo» capaz de hablar, moverse, crecer y multiplicarse en miles de miles de otros «cojudos» polimorfos. Más allá del idioma, la cojudez nos penetró en la sangre y, a través de ella, nos invadió el cerebro. Se nos hizo indispensable para vivir, comunicarnos y resumir en sus tres sílabas todo el contexto espiritual, social, intelectual y material de nuestro pueblo. Poco a pocos nos fuimos impregnando de cojudez en todas sus posibilidades y variantes. Hicimos de ella un verbo, un adjetivo, un sustantivo, un título, una marca de fábrica y una gallarda frontera que separaba a los demás cojudos de nosotros. Sin darnos cuenta fuimos elevando la cojudez al grado místico del abracadabra, de las varitas mágicas, del curalotodo y de la penicilina verbal. Pronto, el cojudeo surgió como una más de las profesiones liberales y como base inamovible de nuestro ordenamiento sociológico. De la noche a la mañana comenzamos a fabricar cojudos en serie, exportando a los más completos (muchos de ellos a través del servicio diplomático) para infiltrar la cojudez en los países vecinos, como hizo Inglaterra con China cuando introdujo el opio para desmoralizarla. El clima, el aire, el mar de nuestras costas, los microbios, el agua, el cielo e, inclusive, la luz de la luna al cruzar la atmósfera, todo se volvió cojudo en el Perú; hasta que un día, de la manera más cojuda, comprendimos que no teníamos alternativa ni salida.
¿Navegaríamos en la historia como una flotilla de cojudos a la vela? No. Pero suicidarse era tan cojudo como seguir viviendo y solo nos quedaba la resignación, que es otra reverenda cojudez. También nos quedaba el consuelo de acostumbrarnos a la idea, de enfrentarnos a ella, de aceptar la realidad y de cojudearnos los unos a los otros proclamando ante la humanidad que éramos diferentes y originales… Para esto era indispensable limpiar a la cojudez de toda implicancia escatológica y elevar su condición folklórica a la categoría de ciencia y filosofía social. Era necesario clasificar, definir, organizar, remontarse hasta los orígenes etimológicos de «lo cojudo» químicamente puro y legar ese estudio a las futuras generaciones, para que nuestros nietos se fueran acostumbrando a la idea de ser unos solemnes cojudos por los siglos de los siglos, amén. Esta es, modestamente, la tarea asumida en el presente libro, que aspira a convertirse en un volumen esencial para cualquier estudio contemporáneo o futuro de la sociedad peruana. Esperamos que así sea.
De lo contrario, el autor habrá perdido su tiempo como un pobre y triste cojudo.