No sé qué me pasa.
Esta mañana me he levantado con una migraña infernal, una de esas que te provocan arcadas si intentas moverte demasiado. He decidido quedarme en casa y pasar de ir a currar; tampoco es que hoy tuviera mucho trabajo y nadie lo notará, ni siquiera mi bolsillo a final de mes. Una –quizás la única– ventaja de ser autónomo.
Me he tomado un Espidifén y me he vuelto a la cama. No sabéis lo que jode, cuando te ataca una migraña asesina, tener una peluquería canina dos pisos por debajo del tuyo.
Finalmente he conseguido dormirme cubriéndome la cabeza con la almohada. Parece mentira, pero sentir una ligera presión sobre las sienes alivia algo el dolor.
Por cierto, no me he presentado: me llamo Daniel García. Tengo 32 años y las migrañas me acosan desde que tengo memoria, así que ya las considero como un mal menor. A pesar de lo terribles que son, uno termina habituándose. De hecho, si hay gente que sigue adelante a pesar de sufrir hambre u otras penurias, cómo no me voy yo a acostumbrar a una ridícula migraña.
Desgraciadamente la cosa hoy no ha quedado ahí. Ojalá solo hubiera sido eso.
Al desvelarme por segunda vez, el reloj despertador de la mesita marcaba las 13:30. Me he levantado con hambre y medio mareado y he entrado en la cocina. He husmeado en la nevera y en el armario y al final me he decidido por algo fácil: macarrones con salsa de tomate.
Mientras el agua se calentaba, me he tumbado en el sofá y he encendido la tele. Nada interesante, para variar. Entonces ha sido cuando he visto la sangre. Primero en el sofá, luego en mis pantalones y en el suelo. Goterones de sangre que marcaban mi recorrido por el piso. Pero algo escandaloso. El sofá y los pantalones los he puesto perdidos. He ido corriendo al cuarto de baño y me he mirado en el espejo. La sangre salía de la nariz. Por las dos fosas nasales a la vez y de forma constante. Me he asustado un poco, pero no soy un tío al que la visión de la sangre le afecte, por lo que rápidamente me he limpiado con agua bien fría y cogiendo un buen puñado de papel higiénico he tirado la cabeza hacia atrás y he cubierto con él la nariz. Así, andando como un mayordomo anquilosado, me he vuelto al sofá.
Entonces han empezado los vecinos del piso de enfrente. Discuten casi todos los días. Supongo que también se han acostumbrado a ello, al igual que yo a las migrañas. Pero hoy ha sido diferente. Han empezado como siempre: gritando, insultándose, mandándose a la mierda mutuamente... A mi migraña le ha venido de cojones el jaleo, vamos. He intentado centrarme en lo que decían en la tele e ignorarles. Mis ojos contemplaban el techo mientras una de esas paparazzi insultaba a un famosete por haberle roto el micro o no sé qué, cuando la voz del vecino ha alcanzado un nivel de decibelios intolerable. Mi ojo derecho parecía que se fuera a salir de la órbita a causa del dolor, cada vez más agudo. El vecino ha dicho, a grito pelado:
–¡Te voy a partir los morros, so cerda!
La frasecita debe haberse oído a través del patio de luces por todo el edificio y casi seguro que habrá llegado a la calle.
Estas situaciones me hacen sentir incómodo e impotente a la vez. Piensas en lo que debe estar pasando allí al lado, a solo unos metros de ti. Te imaginas cosas malas, pero siempre llegas a la conclusión de que seguramente serán las bravuconadas del machito de turno. Que no le va a hacer daño. Luego un buen polvo, y la reconciliación perfecta.
Hasta que oyes el golpe y el grito de ella, luego un segundo golpe, cuando su cuerpo se da contra el suelo o algún mueble. A lo que siguen más gritos de terror.
No sé qué me ha pasado, pero algo ha hecho clic dentro de mi cabeza. La migraña ha desaparecido, dejando paso a una furia que jamás había sentido. Me he levantado y he cruzado corriendo mi apartamento hasta la puerta, que he abierto sin pensar en qué haría a continuación. Los gritos y los golpes seguían a tan solo unos metros de mí. Y sabía que nadie actuaría. La gente está acostumbrada a no decir o hacer nada si lo malo no les sucede a ellos mismos.
He gritado, plantado frente a la puerta de los vecinos. He gritado que se detuvieran, que iba a avisar a la policía. El maníaco que estaba vapuleando a su señora al otro lado me ha contestado a voces que si no me largaba yo sería el siguiente. Y eso ha sido lo último coherente que recuerdo. A partir de ese momento solo hay una sucesión de imágenes.
Una puerta volando por los aires. Sangre en el suelo. Sangre en la cara de la mujer y resbalando por su cuello. Su camisón manchado y roto, del que sobresale uno de sus pechos, perfecto. Un puño estrellándose contra mi cara. La cara del maltratador, atónito. Luego aterrado. Finalmente su cara ya no es su cara: es un amasijo de carne y sangre. La mujer llora en el suelo, junto a tres latas de cerveza vacías y aplastadas. Vecinos en la puerta. Alguien ayudándome a entrar en mi piso. Oscuridad.
He despertado a media tarde, sin migraña, pero con el cuerpo –y sobre todo la cara– dolorido. Alguien me ha limpiado las heridas y me ha puesto vendajes y tiritas. Alguno de los vecinos, he supuesto. Al fin alguien hace algo.
Al despejarme del todo me ha sorprendido no estar en comisaría. Según creo estoy implicado en uno o varios delitos. Me extraña la tranquilidad que ahora se respira en todo el edificio. Es como si no hubiera pasado nada. Aunque claro, mis heridas indican todo lo contrario.
¿Me estaré volviendo loco?
Mañana preguntaré a los vecinos, ahora me vuelvo a la cama. Me encuentro fatal...
Estoy en la oficina. Hecho una mierda, pero en la oficina. Me duele todo, joder.
Me he despertado a las 6:30, tras una larga e incómoda noche en que he tenido que dormir mirando al techo y sin moverme apenas. Cualquier intento de hacerlo de lado, como tengo por costumbre, ha quedado descartado automáticamente a causa de las terribles punzadas de dolor que recorrían mi cuerpo. Mención aparte para las pesadillas que me han acosado cada vez que conseguía dormirme y que han logrado que me despertara en más de una ocasión. Una noche para el recuerdo, vamos.
* * *
Presento un aspecto horrible, pero por suerte trabajo solo y hoy no tengo que ver a ningún cliente. Las gafas de sol me han protegido de miradas indiscretas durante el trayecto de casa a la oficina. Y los guantes, aprovechando la excusa de que finalmente ha vuelto el frío, han ocultado las vendas y tiritas de mis manos. He visto a gente en el metro que tenía peor aspecto que yo.
He salido de casa después de una reconfortante ducha y, aprovechando que me he levantado antes de lo normal, me he ido andando tranquilamente por el paseo hasta la estación. El aire fresco y el olor a mar me han sabido a gloria y me han despejado por completo.
Mientras andaba he ido recordando lo sucedido ayer, y lo he fijado en mi mente. Ya no hay dudas: sucedió de verdad.
Lo que me lleva a la conclusión –y no por primera vez– de que soy idiota. Me he ido tan tranquilo, como un día cualquiera. Debería haber hablado con algún vecino antes de venirme a trabajar para enterarme de cómo había terminado todo. Preocuparme por la chica a la que supuestamente ayudé, por su novio o marido –o lo que seaal que según creo no dejé en muy buenas condiciones. Y sobre todo, saber si tendría problemas por lo que hice.
He decidido que iré a casa al mediodía y averiguaré lo que pueda. Comeré allí y volveré a la oficina por la tarde. Por un día que me chupe cuatro viajes de tren no me voy a morir. O eso creo. Además, así igual termino de leer Apocalipsis.
No he terminado el libro. La cabeza daba demasiadas vueltas a las últimas treinta y tantas horas de mi vida. Stephen King y su Apocalipsis tendrán que esperar. Ahora estoy viviendo el mío propio.
Al llegar al edificio donde vivo he ido directamente a llamar al timbre del primero –aquí no hay entresuelo y solo tenemos una puerta por piso–. Me preocupaba más saber algo de lo sucedido ayer que comer, a pesar de que eran ya las dos pasadas. No es que tuviera demasiada hambre tampoco. Los problemas, dicen, quitan el apetito.
Al parecer no había nadie, así que he subido al segundo, de donde salía un olorcillo a carne rebozada con ajo y perejil. La boca se me ha hecho agua y he descubierto algo importante: los problemas no quitan el apetito, lo engañan. He pulsado el botón del timbre y ha sonado un zumbido en el interior, al que han seguido unos pasos lentos acercándose a la puerta.
–¿Quién es? –ha preguntado una voz de mujer mayor.
Entonces he pensado que igual no me abriría. Quizás me tuviera miedo. Yo, pensándolo fríamente, no sé si querría hablar con alguien que el día anterior le ha dado una paliza al vecino de arriba. Además, no se puede decir que haya mucha relación entre los vecinos. Al ser todo pisos de alquiler la gente va y viene a menudo y, como mucho, cuando nos cruzamos en las escaleras intercambiamos un «hola» o «adiós» apresurados y poco más. Eso de irle a pedir azúcar o leche al vecino de enfrente queda para las películas.
–Soy el vecino del quinto –he dicho, intentando que mi voz sonara tranquila. Unos segundos después la puerta se ha abierto y una mujer de unos cincuenta años se ha adelantado con una agradable sonrisa en su rostro. Creo que me la he encontrado un par de veces en los dos años que llevo viviendo aquí, y en ninguna de esas ocasiones hemos ido más allá del saludo de rigor. Hoy ha sido distinto: ha alargado la mano para estrecharme la mía y ha dicho:
–Me llamo Magda. Lo que hiciste ayer fue muy valiente. Te felicito. Se necesita más gente como tú en este país.
Sus palabras me han dejado atónito y, cuando al fin he comprendido lo que me acababa de decir, me he puesto rojo como un tomate.
Me ha invitado a comer con ella y, pensando sobre todo en lo escasa de mi reserva alimenticia, he aceptado con gusto. Además, ha sido la excusa perfecta para poder charlar con tranquilidad y averiguar, de primera mano, lo que no recordaba de ayer y lo que sucedió luego.
Magda es una mujer encantadora, y no está tan estropeada como me pareció en la primera impresión; en realidad tiene sesenta y dos años. Es curioso el hecho de que al ir conociendo a una persona pueda cambiar nuestra percepción de su físico; lo que te podía parecer horrible o molesto puede llegar a ser hasta agradable.
Bien, dejémonos de filosofía barata y volvamos al tema que nos ocupa: resulta que ayer, cuando entré en el piso del vecino, armé tal escándalo que la mitad de los vecinos no pudieron evitar salir de sus hogares e ir a ver qué sucedía. Supongo que el follón que se organizó resultó totalmente intolerable hasta para la egoísta comodidad a la que ha llegado el ser humano en el último siglo, y dejaron de preocuparse de ellos mismos de forma inconsciente. Lo más curioso es que nadie llamó a la policía. Según me ha contado Magda, los dos chicos que viven en el tercero entraron en el apartamento mientras el resto de vecinos se reunían en el rellano, mirando incrédulos la puerta arrancada que descansaba en el suelo. La pelea debió durar unos pocos segundos, ya que cuando llegaron ya se habían acallado los gritos y los golpes, y solo se escuchaba el llanto de la mujer y la respiración entrecortada del maltratador. Un minuto después uno de los chicos pidió desde el interior que alguien llamara a una ambulancia, luego me sacaron de allí semiinconsciente y me llevaron a mi piso. Magda entró junto con dos vecinas e intentó calmar a la mujer herida, que miraba con horror a su hombre, el cual yacía en el suelo como un muñeco desmadejado, cubierto de sangre. La ambulancia llegó media hora después y se los llevaron a los dos. También acudió la policía y tomó declaración a los vecinos. Ninguno de ellos mencionó mi parte en todo aquello y, luego de hablarlo entre todos, llegaron a la decisión de que me defenderían en caso de que surgieran problemas con la ley.
–Para una vez que alguien hace algo bueno de verdad no le vamos a dejar en la estacada, Daniel –me ha dicho Magda al salir de su apartamento. Sus palabras me han hecho sentir bien, y casi he olvidado el dolor que todavía me recorre el cuerpo. Uno podría pensar en hacer cosas así más a menudo, como un superhéroe de cómic.
La mujer a la que ayudé ya está en su casa, pero no su marido –sí, están casados–, que sigue ingresado en el Hospital de Sant Pau de Barcelona. No conozco los detalles, pero no me hace sentir tan bien el saber que he enviado a alguien al hospital. Aunque ese alguien sea un malnacido.
Por un instante me he planteado el subir a verla y presentarle mis disculpas por meterme donde no me llaman, pero he decidido que lo mejor era volver al trabajo; me da mal rollo. Además, aún está todo muy reciente. Quizás mañana.
Alucinante.
Hace aproximadamente media hora se han pasado por mi piso la mayoría de vecinos –muchos ni sabía que vivieran aquí– para saludarme, ver qué tal estaba, si necesitaba algo o simplemente «para estrechar la mano al héroe local». ¡Magda y dos vecinas me han traído un pastel y todo! Asombrado ante tal despliegue de humanidad me he sentido como un imbécil, sin saber qué decir o hacer. No he acertado a mascullar más que un «gracias» detrás de otro, hasta que al fin me han dejado solo en el recibidor de mi apartamento con el pastel sujeto por unas manos temblorosas. Mis piernas también temblaban, todo hay que decirlo.
Por cierto, el pastel es cojonudo. De trufa cubierta con chocolate Sacher y unos montoncitos de nata, como a mí me gustan. Después de la cena pienso darme un atracón a la salud de los vecinos.
Esta sorpresa de última hora y el hecho de que las heridas apenas me duelan ya, me han alegrado la noche. Luego me pondré alguna película de DVD, y mañana será otro día. Mmmm... ¿X-Men o X-Men2?
Joder. No sé cómo explicarlo. Ahora mismo estoy temblando.
Hace un rato que me he levantado –hoy ya dentro de mi horario habitual– y me he dirigido al cuarto de baño para ducharme, lavarme los dientes..., lo de cada día, vamos, pero al enfrentarme al espejo, esperando ver mi rostro amoratado, me ha extrañado ver que no quedaba señal alguna de mi pelea con el vecino. Sinceramente, hasta ahora nunca me habían puesto un ojo a la virulé, así que tampoco sé lo que tarda en irse un moratón, pero juraría que no desaparecen de un día para otro. Restándole importancia me he empezado a desnudar –¡joder, qué frío hace hoy!– y al retirar las vendas de las manos ha sido cuando ya me he asustado. Hasta ese momento no he caído en la cuenta de que al despertarme no me dolía nada. No tenía ni un rasguño. Ni una cicatriz o marca.
Por un momento he pensado que había soñado los dos días anteriores y que volvía a ser martes... Pero ahí están los vendajes y las tiritas ensangrentadas. No han desaparecido.
Estoy acojonado. No sé qué hacer.
Estoy en casa.
Al final no he ido a la oficina. Los nervios y mi imaginación –que cuando quiere se desborda– han podido conmigo. He llamado a uno de mis clientes con el que hoy tenía una reunión y la he pasado a mañana. El resto de cosas que tenía pendientes para hoy las puedo hacer perfectamente desde aquí, aunque con la de tonterías que me pasan a mil por hora por la cabeza no es que esté en las mejores condiciones para ello.
Para empezar, soy un tío bastante freak, no voy a ser yo quien lo niegue. Colecciono cómics desde pequeño, al igual que películas –originales–, leo sobre todo libros de fantasía y terror y encima juego a rol con los amigos de toda la vida cuando logramos juntarnos. El «pack completo», que se suele decir, lo que me lleva a tener una mente bastante abierta.
En cuanto he visto que no tenía ni un rasguño, lo primero que he pensado ha sido: «¡Coño, soy como Lobezno!». Luego me ha entrado el pánico.
Estas cosas solo pasan en los tebeos o en las películas. No son reales. No soy un jodido mutante ni me he comido un trozo de meteorito que me ha dado poderes. Probablemente lo que me sucede es que estoy enfermo. O loco.
Uno de los vecinos –no recuerdo su nombre– me dijo que debería ir a que me viera un médico. Quizás tenga razón. Pero a ver..., ¿qué le voy a decir?: «Perdone doctor, anteayer me peleé con mi vecino y quedé hecho una piltrafa pero hoy me he levantado y como nuevo, oiga. ¿Sabe usted si es normal?».
Pero eso no es todo. Ayer, mientras comíamos, Magda, al contarle lo de la hemorragia nasal de antes de que sucediera todo, me dijo que aquello no era normal. Que si me sangraba la nariz por los dos agujeros y de forma continua podía ser algo grave. Y más si ya padecía migrañas. Que fuera al médico sin falta.
La nariz no me ha vuelto a sangrar, y a los médicos no es que les tenga en muy alta estima. Además, soy una de aquellas personas que solo acude a ellos cuando ya no queda más remedio. Sé que no es lo correcto, pero es lo que hay. Hoy me encuentro bien, entonces no voy al médico aunque esté cagado de miedo.
Todavía no le he hablado a nadie sobre lo que me está pasando. Quizás esta tarde llame a Rafa y le proponga el ir a tomar unas cervezas. Hablar con él siempre me tranquiliza. Es el tío más práctico y lógico que conozco, además de poseer conocimientos sobre casi cualquier tema. Seguro que sabe qué hacer. O quizás me mande a la mierda por contarle cuentos chinos.
Voy a ver qué hay en la nevera –como si no lo supiera ya–. Tengo un hambre atroz.
No sé qué pensar. Les he dado de hostias a dos seguratas. Y lo peor es que no me arrepiento en absoluto.
Mejor empiezo por el principio: a las cinco y media he quedado con Rafa en el Menta Negra. Él ha llegado diez minutos tarde, como de costumbre, y yo ya me había ventilado la primera Voll-Damm. Ha pedido dos más –una para cada uno– y se ha sentado frente a mí. Me ha observado durante unos segundos y, enarcando su ceja de «algo no anda bien», me ha preguntado qué era aquello tan importante que quería contarle. Nos hemos tomado tres cervezas cada uno mientras le contaba todo lo sucedido en los últimos tres días. Se lo ha tomado como una coña, lo cual era de esperar, y la conversación ha dado un giro totalmente esperado hacia las putadas que le hace Marta, su novia. Es el tema habitual –y se diría que favorito– de Rafa.
Luego, tras bajar hasta el paseo marítimo, nos hemos quedado observando el mar en silencio, sentados en un incómodo y frío banco de piedra. El «contentillo» provocado por las medianas ha desaparecido y, pasado un buen rato, me ha preguntado si todo lo que le había contado en el bar iba en serio. Le he contestado que si quería acompañarme a casa se lo demostraba, y se me ha quedado mirando. En sus ojos he avistado un chispazo de duda, pero no ha llegado a prender, y haciendo un gesto con la mano me ha indicado que dejáramos el tema.
Soy consciente de que es casi imposible que alguien me crea. No me lo creo ni yo...
Al acercarnos a la estación de la Renfe ha sido cuando ha empezado todo. Desde lejos ya hemos visto algo raro, pero hablando de Marta no le hemos prestado la suficiente atención hasta que ha sido demasiado tarde. Había tres o cuatro personas en el andén, mirando con nerviosismo, atónitas, como un guardia de seguridad sujetaba a una chica mientras su compañero le daba puñetazos a un muchacho sin que éste hiciera acto de defenderse. Lo tenía cogido por el cuello de la chaqueta y le estaba machacando la cara. Al acercarnos he podido ver que ya estaba medio inconsciente y que ninguno de los presentes hacía o decía nada. Solo miraban. Mientras, el chaval seguía recibiendo golpes y la muchacha, sujeta por el otro gorila, gritaba enloquecida que dejaran a su novio. Estaba llorando a lágrima viva.
La verdad es que los dos adolescentes tenían bastante mala pinta. Estaban muy pálidos y delgados los dos. Ella parecía ir colocada, aunque quizás fuera solo efecto de la impresión.
He vuelto a notar esa sensación de urgencia en la boca del estómago. Parecía que me dijera: «¿No piensas hacer nada?».
He avanzado dos pasos, pero Rafa me ha parado y me ha mirado con el rostro descompuesto, diciendo con voz temblorosa:
–No te metas. No sabes qué ha pasado. Puede que el chaval... –y ahí he dejado de escuchar. Porque en ese instante la chica se ha soltado y ha corrido hacia el vigilante que estaba vapuleando a su novio, gritando que le soltara, que no tenía por qué pegarle por haberse colado en el tren. Y entonces ha caído la gota que ha colmado el vaso: el otro guardia de seguridad ha corrido tras ella, la ha cogido del brazo y le ha dado un empujón brutal que la ha estampado contra el muro de ladrillos que separa el paseo del andén. La cabeza de la muchacha ha rebotado en la pared y ha caído, inconsciente, al suelo. La gente ha retrocedido asustada, gritando y protestando, al mismo tiempo que todo a mi alrededor perdía el color y me veía a mí mismo saltando contra el maldito segurata.
En cuanto he entrado en contacto con él todo parece haber sucedido a cámara rápida. Recuerdo haberle pegado una patada en un costado y sus ojos muy abiertos, mirándome como si no se creyera que alguien –en concreto alguien como yo– le estuviera golpeando. Ha intentado agarrarme, pero no sé cómo me he zafado y le he enchufado un puñetazo en el estómago que le ha hecho retroceder. Entonces su compañero ha soltado al chico, que ha caído al suelo, y ha decidido unirse a la fiesta. Recuerdo perfectamente haber pensado: «Bien, así no tendré que venir a por ti».
Lo siguiente que me viene a la memoria es a Rafa gritándome que tenía que irme de allí, que venía la policía. El aullido de las sirenas acercándose me ha devuelto al mundo real. Los dos vigilantes de seguridad estaban tumbados en el suelo, inconscientes. Más gente se había reunido a nuestro alrededor, disfrutando del jodido espectáculo, murmurando, y solo tres personas estaban junto a los jóvenes. Uno de ellos decía ser médico.
–¡Vete! –me ha gritado Rafa–. ¡Te llamo esta noche, pero desaparece ya!
Le he mirado un segundo: estaba totalmente acojonado. «Supongo que ahora estás empezando a creerme», he pensado con ironía, y de un salto me he plantado al otro lado del muro y he corrido hasta casa sin detenerme.
Al cruzar la puerta de mi apartamento me he sentido aliviado. Me he sentado en el sofá y he respirado hondo. El corazón parecía a punto de salírseme del pecho.
Cuando por fin me he calmado no he podido evitar pensar que he hecho lo correcto. ¡Qué cojones, esos hijos de puta se merecían un poco de su propia medicina!
Sinceramente, sea lo que sea lo que me pasa, me está empezando a gustar más de lo que me asusta.
Hiperactivo. Mi cerebro no ha descansado esta noche. Apenas he dormido. Me siento excitado y nervioso.
Megarallado. Reconozcámoslo, lo que me está pasando no es normal, joder. Además, cuando me he levantado me ha vuelto a sangrar la nariz. No sé si tendrá algo que ver, pero hasta el lunes me había pasado en contadas ocasiones.
Ultrajado. Por el comportamiento de las supuestas fuerzas del orden y de la gente en general.
Súpersorprendido. Ayer noche, antes de acostarme, vino a verme la vecina a la que ayudé hace tres días para darme las gracias.
Más tarde me extenderé, ahora me voy a la oficina. Hoy tengo un montón de facturas que preparar y enviar o el mes que viene no pagaré el alquiler ni los autónomos, y no tendré para comer.
¡Qué fuerte! ¡Salgo en el puto periódico! Ahora sí que estoy flipando.
Al llegar a la estación una chica me ha dado el Què!, el periódico gratuito más sensacionalista que hay. Hubiera preferido el ADN, pero ya no quedaban.
Tengo la costumbre, antes de seguir con la lectura del libro del momento, de ojear el periódico gratuito que me den y leer solo aquellas noticias o temas que llamen mi atención, saltándome siempre las páginas de deportes y centrándome sobre todo en las secciones que hacen referencia al ocio y la cultura.
El horóscopo también me lo leo, como hace todo el mundo, aunque sea una de las mayores chorradas que existen.
Pues bien, en la página cinco, el titular de una de las noticias que aparecen en una columna lateral, en pequeño, ha atraído mi atención y me ha hecho dar un respingo en el asiento. Creo que la señora que tenía sentada al lado se ha dado cuenta de mi reacción y cuando me ha mirado no he podido evitar cerrar el periódico. Me he sentido como un chiquillo al que han pillado en plena travesura.
El titular decía así:
«Dos guardias de seguridad reciben una brutal paliza de un desconocido».
Y la noticia continuaba en el mismo tono sensacionalista:
«Los guardias de seguridad A. F. Gómez y R. E. de la Rosa, responsables ayer de la seguridad en la línea C1 de Cercanías de Renfe del Maresme, fueron ingresados a las 20:30 en el Hospital del Mar de Barcelona, tras haber sido agredidos brutalmente por un hombre que aún no ha sido identificado. La agresión tuvo lugar en –prefiero no poner el nombre de la población aquí–, sobre las siete de la tarde. Según algunos testigos presenciales, el hombre se lanzó contra los trabajadores de Renfe en defensa de una pareja de jóvenes que habían tenido problemas con los citados.
»La policía está recopilando datos en estos momentos sobre el agresor, a fin de poder llevarlo ante la justicia, pero al parecer ningún testigo ha podido dar una descripción detallada del individuo, alegando que estaban tan impresionados por la escena que no se fijaron.
»R. E. de la Rosa ha recibido el alta esta madrugada, mientras que su compañero, A. F. Gómez, sigue en la UCI».
¡Qué hijos de puta! ¿Y lo que ellos hicieron a esos chavales no lo ponen? Me siento asqueado y mareado.
Por fin en casa. Las facturas y la reunión de última hora con un cliente casi acaban conmigo.
Lo primero que he hecho al llegar ha sido tomarme un Espidifén. La migraña vuelve al ataque, ¡qué sorpresa! Dicen que las migrañas son causadas por el estrés, por la acumulación de problemas o por según qué tipo de comida. Mi migraña de hoy juraría que viene de una combinación de lo primero y lo segundo, pues dudo que un bocadillo de tortilla a la francesa de dos huevos con pan con tomate pueda ser la causa. Quizás debería hacerle más caso a mi madre e ir a ver a un neurólogo; lleva repitiéndome lo mismo desde hace dos años cada vez que me ve. Lo malo es que puede tener razón: las migrañas cada vez aparecen con más frecuencia, y ya he tenido que descartar el Migraleve y el Tonopán como calmantes. Uno termina «inmunizándose» cuando se automedica abusivamente, que es exactamente lo que yo hago. Me da miedo pensar en el día en que no quede un solo medicamento que me alivie.
A media tarde, de camino a casa del cliente, me ha llamado Rafa –el muy perro no me llamó ayer, tuvo problemas con Marta– y lo que me ha contado me ha tranquilizado bastante. Se ve que cuando acudió la policía a la estación y empezaron a hacer preguntas, todos los testigos «se pusieron de acuerdo» en olvidarme. Ninguno parecía recordar detalle alguno sobre mí. ¿La gente realmente está empezando a dejar de pensar solo en ellos mismos? ¿Están empezando a distinguir entre el bien y el mal? ¿O es un efecto secundario de lo que me está sucediendo? La verdad, creía que estaba jodido en el momento en que he leído la noticia esta mañana.
Bien. Me he duchado, me he vestido y me he sentado a escribir esto. Ahora estoy como nuevo, y el Espidifén ha hecho su efecto. Podré ir al cine y disfrutar de la nueva película de Zack Snyder como se merece.
Llaman al timbre. Me voy pitando.
Esta noche he matado a alguien. Ha sido en sueños, pero he sentido el sabor de sangre ajena en mi boca al despertar.
Cogía el tren tras un duro día de trabajo y me quedaba dormido. Cuando despertaba veía por la ventana lugares que no reconocía, y el resto de pasajeros estaban levantados, nerviosos. Sus rostros mostraban más miedo que preocupación. De repente, una voz robotizada informaba de que se habían equivocado al poner los destinos en la estación, y de que al llegar a la siguiente parada pidiéramos en taquilla un billete de vuelta. Los pasajeros gritaron y protestaron, a la vez que corrían por el vagón y se empujaban. Yo permanecía en mi asiento, contemplando el paisaje extraño, absorto. Una eternidad después, el tren se detuvo.
La estación estaba en medio de la nada. Prados y bosques la rodeaban, pero no se escuchaba el sonido del viento, ni de los pájaros. El silencio era absoluto y los pasajeros seguían gritando, aunque ahora sin voz, y se agolpaban como un rebaño de animales junto al tren a medida que iban bajando. Crucé entre la multitud sin problemas, sin rozarlos siquiera, como si me hubiera convertido en un líquido que se desplazara entre ellos aprovechando cualquier hueco o grieta, y llegué a la taquilla. Un hombre de uniforme, con una de aquellas viejas gorras de jefe de estación, me observaba desde el otro lado de la ventanilla. Sus ojos parecían los de un traidor, un jugador tramposo o un mentiroso compulsivo: no miraban nunca de frente. Un bigotillo recortado y pulcro terminaba de rematar aquel aspecto de personaje de película antigua, que de repente vestía como un hampón de los años veinte de Chicago y perdía todo el color para pasar a ser en blanco y negro.
–¿Qué desea? –dijo con una sonrisa falsa, condescendiente y a la vez amarga.
Le expliqué que tenía que volver a la estación de donde venía el tren que me había traído allí por error, y le mostré mi billete. Su sonrisa se ensanchó aún más y quedó congelado, y yo esperé. Un rato después volvió a la vida y me pidió la documentación. Busqué y rebusqué en mi cartera, y no la encontraba, y al mismo tiempo me preguntaba por qué necesitaría mi documento de identidad. Le pregunté si le serviría el carnet de conducir. Siguió sonriendo y meneó la cabeza como restándole importancia. Volvía a vestir el uniforme azul y la gorra y había recuperado el color. Rellenó un impreso a mano, con una pluma, y me lo dio sin dejar de sonreír.
El impreso decía, en dos líneas:
Vale por un viaje de vuelta.
Resistente a las balas.
Cuando me di la vuelta el tren ya no estaba, y de los pasajeros que habían llegado conmigo no había ni rastro. El andén estaba desierto. Avancé hasta un banco de madera y me senté a esperar. Me relajé bajo los agradables rayos de sol y me adormecí. Pasado un tiempo indeterminado un grito de mujer me despertó y al volver la cabeza reconocí a los dos guardias de seguridad, que ahora vestían monos de mecánico cubiertos de grasa. Estaban golpeando a mi vecina.
A partir de ahí todo sucedió muy deprisa. Meros esbozos de una violencia bestial. A uno de ellos le arranqué la tráquea a mordiscos y saboreé su sangre espesa mientras el otro huía hacia el bosque. Después, de una forma salvaje, hice el amor con mi vecina en el suelo de la estación.
Llegó el tren en el momento en que me abrochaba el pantalón, anunciando su llegada con un pitido sordo. Una columna de humo blanco delataba en el aire su recorrido.
Y entonces he despertado. Me volvía a sangrar la nariz y su sabor llenaba mi boca. He ido al baño y me he limpiado. Creo que he escupido por lo menos medio litro de sangre.
Tengo que llamar a Rafa.
Este mediodía mi vecina Magda me ha invitado a comer y me he enterado de que el vecino del cuarto, el maltratador, ha regresado del hospital. Lo trajeron anoche mientras yo estaba en el cine. Al parecer tiene que guardar cama por un tiempo. Por mí como si se queda en ella de por vida, así no podrá volver a pegar a nadie.
Magda es una buena mujer, inteligente y cultivada, además de atractiva para la edad que tiene. Siempre la he visto bien arreglada y se nota que se cuida. De ahí que antes de conocerla le pusiera unos cincuenta años. Es viuda desde hace cinco, y con su marido nunca pudo tener hijos, pero, dice, restándole importancia, que su Antonio le dio siempre el cariño que necesitó y más.
Mientras comíamos ha puesto las noticias en la tele, a las que no hemos prestado demasiada atención contándonos nuestras respectivas vidas. Hasta que han anunciado «la muerte de A. F. Gómez, guardia de seguridad contratado por la empresa Renfe, a causa de las heridas provocadas por la agresión a manos de un hombre todavía no identificado por la policía. Ha luchado por su vida durante más de cuarenta horas en la unidad de cuidados intensivos del Hospital del Mar de Barcelona, donde ha fallecido a las doce y un minuto del mediodía de hoy».
A continuación han salido unas imágenes de su compañero donde declaraba que no recordaba nada de lo ocurrido, pero que deseaba que cogieran cuanto antes al culpable. Finalmente daba el pésame a los familiares y el programa pasaba a la siguiente noticia.
Magda se me ha quedado mirando, preocupada. Yo estaba temblando y en el cristal opaco de un armario he podido ver el reflejo de mi rostro angustiado: había perdido todo el color.
Entonces me ha preguntado si le conocía, si era un amigo mío. No me han salido las palabras. Tampoco sabía qué decir. Me he levantado y he salido a toda prisa de allí, y ella me ha seguido hasta el recibidor. Cuando he llegado junto a la puerta he logrado mascullar un «Perdona, lo siento», y he salido de su apartamento para dirigirme al mío. He subido los escalones de dos en dos, he abierto la puerta con dificultad a causa del temblor que sacudía mis manos y, dejándola entreabierta, he corrido hasta el baño. Dejándome caer delante de la taza del inodoro he vomitado la cena de ayer y lo que acababa de comer. Luego me he puesto a llorar.
Cuando he recobrado la calma me he acordado de la puerta y la he ido a cerrar. Me he quedado de pie un rato, frente a ésta, recordando la última parte de mi sueño. Luego he llamado a Rafa. Necesitaba verlo, pero me ha dicho que tenía problemas con Marta y que hoy no podía quedar. Que si quería podíamos comer juntos mañana.
¡Joder! ¡Puta Marta de los huevos! ¡Déjala ya, Rafa, te está destrozando la vida y no te das cuenta! Aunque, ahora que lo pienso, en este momento no soy el más indicado para dar consejos. Mi vida se está yendo a la mierda a una velocidad de vértigo.
Le he dicho que ya le llamaría mañana.
Creo que bajaré a Barcelona, me emborracharé y me meteré en algún garito hasta que me echen. Nunca he salido solo de fiesta y quizás éste sea el momento oportuno. La lógica indica que lo mejor sería no salir de casa en unos días, hasta que las cosas se hayan enfriado un poco, pero sé que si me quedo me rallaré más de la cuenta e incluso puede que termine entregándome a la policía.
Sí, definitivamente creo que lo mejor que puedo hacer es salir e intentar distraerme un poco.
Finalmente ayer noche me ceñí al plan original y bajé a Barcelona. No podía quedarme en casa y tampoco tenía ganas de ver a ningún conocido; necesitaba desconectar.
Me había pasado la tarde dándole vueltas a lo que me estaba sucediendo sin sacar nada en claro. Las cada vez más frecuentes migrañas; las hemorragias nasales, que están agotando con rapidez mi reducido vestuario; mis reacciones a situaciones límite que una semana atrás habría evitado o ignorado; las nuevas capacidades que parece que ahora poseo: regeneración acelerada y una fuerza y agilidad por encima de la media.
Por no mencionar que ahora me debe estar buscando la policía por asesinato.
Coño, ¡en menos de una semana he mandado al hospital a tres tíos que me doblan en corpulencia! Y uno de ellos ha muerto, joder.
Con todo esto retumbándome en la cabeza bajé a Barcelona después de cenar una magra ración de ensalada de pasta; una mezcla de espirales de colores, nueces, trozos de manzana, tomate, lechuga y salsa rosa. La cena perfecta para coger una cogorza con rapidez, que era justo lo que necesitaba.
Llegué con el último tren a las once y poco al centro de la ciudad y me dirigí a uno de los bares de la calle Tallers, junto a las famosas Ramblas. Frente al bar había dos agentes de la policía local, y uno de ellos parecía observarme con atención mientras yo caminaba hacia allí. Decidí seguir adelante y no mirarles en ningún momento. Pasé junto a ellos con los cojones por corbata y entré en el bar dejando escapar el aire que sin darme cuenta había contenido.
Una vez recuperado del susto me senté solo en una mesa del fondo y empecé a beber Voll-Damms, una detrás de otra. No pude evitar echar de vez en cuando una ojeada en dirección a la puerta mientras observaba a la gente que iba llegando, la mayoría jovencitos sedientos de alcohol, drogas y sexo. Jóvenes que ya no sienten el rock&roll como antes y se conforman con cualquier mierda que pinche el DJ de turno.
Creo que me bebí siete cervezas antes de empezar a sentir «algo». Aquello tampoco era normal e hizo que volviera a los pensamientos que me habían llevado hasta allí. Aceleré el proceso de ingestión de alcohol pidiendo a la camarera Jack’s con hielo de dos en dos. Me dirigió una mirada reprobadora, pero los sirvió sin compasión.
Abandoné el bar, con sesenta euros menos, unas tres horas después. Limitarme a observar a la fauna local me había servido de distracción, pero necesitaba cambiar de aires y mover un poco el esqueleto. El whisky había hecho su efecto y ya iba más que alegre, así que enfilé Las Ramblas en dirección al mar. Siempre me ha gustado pasear por ellas de noche; se ve todo tipo de gente y los inmigrantes te ofrecen cervezas a buen precio a medida que paseas. Nada que ver con Las Ramblas que existen durante el día. Por la noche no te vas tropezando con la gente ni te empujan cada diez pasos. Por la noche eres el amo del lugar.
Unas calles antes de llegar a la estatua de Colón, a quien nadie hace caso a pesar de señalar claramente y con dedo acusador al «Imperio romano» de nuestros tiempos, causante de casi todos los males que asolan al planeta, me metí en el barrio chino. Tenía clara mi meta. Me dirigía a L’Enfants.
A pesar de ser una discoteca pequeña, es un lugar que me gusta. Ponen un poco de todo –incluido rock&roll del bueno– y el ambiente suele ser agradable a pesar de que cada vez lo frecuentan más guiris.
Cuando llegué a la puerta los efectos del alcohol se habían desvanecido por completo. Vaya jodienda, iba a resultar que la capacidad de regenerarme no era tan buena como pensaba. Entonces comprendí porqué, en los cómics, Lobezno suele aparecer siempre con una birra en la mano. Entré sin problemas y fui directo a la barra, donde me enchufé dos chupitos de tequila y luego me pedí un whisky con Red Bull.
El rasgueo de dos guitarras eléctricas me poseyó y me dirigí al centro de la sala, bailando a medida que avanzaba y esquivando a la gente que se me cruzaba. No soy una persona tímida. Nada tímida. Me gusta provocar y ser el centro de atención. El mito del freak introvertido que no sale de casa y que no se relaciona no es más que eso: un puto mito en el que mucha gente «normal» se apoya para sentirse bien consigo misma.
Ayer me sentía distinto. Nada me daba miedo. Era como si con todo lo que había vivido la última semana sintiera que nada podría conmigo. Me planté en el centro justo de la pista y mientras bailaba observaba alrededor. A mi derecha un grupo de chicas rubias, con pinta de proceder del norte de Europa, parecían competir por ver quién bailaba de forma más sexy. Enfrente, dos niñatos pasados de vueltas se balanceaban como zombis, mientras a su lado otros tres chavales hablaban entre ellos sin apartar sus lascivas miradas del grupo de rubias. A mi izquierda había otro grupo de tres chicas, éstas claramente españolas. Sorprendí a una de ellas mirándome divertida. Esa noche no estaba para ligues y aparté la mirada. El DJ, en la cabina, hablaba con dos adolescentes.
Cuatro cubatas y tres chupitos de tequila después seguía en el centro de la pista. No logré emborracharme, pero estaba contento. Bailar me ayuda a no pensar, me libera. La música entra en mí y dejo que mi cuerpo responda a ella instintivamente. A menos, claro, que suene una canción que no me gusta o no conozco, entonces me limito a hacer el gilipollas y a reírme de mí mismo. Fue con una de estas últimas cuando se me acercó la chica a la que había sorprendido un rato antes mirándome. Una sonrisa divertida y sincera iluminaba su rostro al mismo tiempo que se situaba delante y se ponía a hacer el idiota conmigo. Me agarró por los hombros y nos mecimos juntos contra la música. Sus ojos oscuros me miraban y los míos la miraban a ella. Era preciosa. Me maldije a mí mismo y a todo lo que me había sucedido la última semana, y maldije a mi yo lógico que no dejaba de decirme que dejara de mirarla. Que me largara de allí mientras aún estaba a tiempo. Y entonces la besé.
No nos despegamos durante el resto de la noche, de la que nos despedimos en su casa justo antes de que saliera el sol. Allí continuamos pegados –o más bien fundidos– el uno al otro hasta pasado el mediodía.
A primera hora de la tarde, cuando al fin hemos salido de la cama, me he sentido como Dios y, aunque pueda no parecer más que el típico rollo de una noche, para mí ha sido mucho más.
Espero que ella piense igual. Hacía mucho que no me sentía tan bien con alguien.
He pasado una noche horrible. Los nervios no me dejaban dormir, supongo que un poco por todo: la semana que dejaba atrás, la más extraña de toda mi vida, y la maravillosa noche anterior, en que conocí a Sara.
Cuando por fin he comenzado a conciliar el sueño, a eso de las dos y media de la madrugada, el vecino del tercero ha puesto una película a un volumen intolerable. Además no era una película cualquiera: juraría por lo que escuchaba que era una de las últimas películas del pervertido de Bigas Luna. Una mierda del calibre de Yo soy la Juani, vamos. Adolescentes folladas, maltratadas y humilladas por machitos de tres al cuarto. He intentado no prestarle atención y me he concentrado en intentar dormir, pero me ha sido imposible. Unos diez minutos después, cabreado, me he levantado, me he puesto unos tejanos y he bajado a hablar con el vecino «cinéfilo».
Cinco minutos más tarde volvía a estar en la cama y ningún sonido perturbaba la paz de la noche. He aplacado los nervios de la única forma que sabía, y cuando he terminado al fin me he sentido relajado. Lentamente he descendido al mundo de los sueños. Debían ser las tres.
El resultado de esta noche ha sido que he dormido solo cinco horas, que me he levantado de muy mala leche y con pocas ganas de trabajar. Para colmo, hoy es lunes y me ha vuelto a sangrar la nariz.
Ahora estoy en la oficina y me siento deprimido. ¿Para cuándo los fines de semana de tres días?
Vaya, vaya. Menuda sorpresa me he llevado.
En el periódico de hoy, que he cogido del bar donde suelo ir a comer, viene una nueva noticia relacionada con el incidente de la estación en el que me vi envuelto. Las familias del chico y de la chica –que estuvo hasta ayer en la UCI del mismo hospital donde murió el sábado uno de los vigilantes– «han denunciado a los dos guardias de seguridad y a la empresa Renfe por tentativa de homicidio y lesiones. La chica, que aún sigue en el hospital en estado de observación, no recuerda nada de lo sucedido después del golpe en la cabeza que sufrió, que la dejó en estado de coma durante tres días, pero su novio Lorenzo A. Díaz lo recuerda todo bastante bien y, a pesar de no poder describir al hombre que evitó que todo fuera a peor, ha comentado que le gustaría darle las gracias por salir en su defensa. La familia también agradece su ayuda. Las últimas palabras que el padre de la chica ha dirigido a nuestro periódico han sido: “Debería haber más gente que no se limitara a mirar cuando se cometen injusticias”.
»La policía ha contrastado las palabras del joven con los presentes en el altercado y la mayoría apoyan su versión de los hechos. Ni el guardia de seguridad implicado ni sus familiares han querido hacer declaraciones».
La noticia termina así: «¿Estamos ante un asesino desequilibrado o ante un héroe moderno?».
Solo puedo decir –a pesar de que si finalmente me identifican lo más probable es que acabe en prisión– que me siento aliviado. Aliviado y agradecido. Al fin alguien cuenta la historia completa.
Sorpresa. Sara me ha llamado hace un rato.
Es increíble cómo puede llegar a cambiar un día que ha empezado como el culo.
Sara... He preferido no escribir más sobre ella y sobre la noche en que la conocí para no crearme falsas expectativas, a pesar de que aún permanecen frescos en mi mente el último beso que nos dimos al despedirnos y su imagen alejándose hasta perderla de vista entre la gente. La verdad es que no he dejado de pensar en ella. Pero tengo miedo. Vale, es hora de confesarme: al pensar en una posible nueva relación, no puedo evitar pensar en Susana. Hace dos años y tres meses que me dejó por otro. Un tipo con un buen trabajo, ambicioso, y con los pies –supuestamente– en la tierra. Después de seis años se dio cuenta, de repente, de que no estábamos hechos el uno para el otro, y dos semanas más tarde ya estaba instalada en el piso del otro. Ahora está embarazada de seis meses y es feliz.
En cambio, yo no lo he superado aún. No sé si estoy preparado para empezar de nuevo. Susana me destrozó por completo e incineró los restos de lo que yo era, dejando que el viento dispersara luego las cenizas. Me he sentido perdido desde entonces. Hundido y humillado. Solo.
Hasta ahora.
Creo que este don, estos poderes que me hacen distinto, son una especie de señal. Ha llegado la hora de que tome las riendas de mi vida y haga algo. Por mí y por los demás.
Así que mañana he quedado para comer con Sara. Dice que tiene una sorpresa para mí.
Cuando ha sonado el móvil hace un rato creí que sería Rafa. O mi madre. Estaba totalmente convencido de que no volvería a ver a Sara, tanto que ni pensé en esa posibilidad. Cuando una mujer te dice que ya te llamará es mala señal, por bien que te parezca que ha ido todo. Pero estaba equivocado. Y me alegro. Creo que esta chica es distinta a todas las que he conocido.
Aun así, hay algo que me preocupa, que me reconcome por dentro. No sé si es justo dejar entrar a alguien en mi vida en este momento tan extraño.
Sé que me adelanto a los acontecimientos pensando en estas cosas, pero no puedo evitarlo. No sé qué pasará mañana, o pasado. Puede que me metan en prisión por asesinato la semana que viene. O puede que realmente me esté volviendo loco y esté imaginando todo. Puede que incluso Sara sea producto de mi imaginación.
Lo que hoy escribo certifica mis dudas, mi incertidumbre. Mis propias contradicciones me están acorralando.
Quizás debería ir al médico, como me han recomendado. Puede que esté teniendo alucinaciones a causa de las pérdidas de sangre. Esta tarde he vuelto a sangrar bastante.
Creo que esta noche me costará dormirme otra vez. Mierda.
Estoy que no me lo creo. Estas cosas solo pasan en esas películas sensibleras que les gustan tanto a las mujeres. Y que yo no soporto, por cierto.
Sara me ha pasado a recoger por la calle Valencia – cerca de donde trabajo– a eso de las dos del mediodía. Al verla girar la esquina el corazón se me ha acelerado y, cuando me ha reconocido y me ha sonreído, casi se me sale del pecho. Ha caminado deprisa hacia mí y al llegar me ha plantado en los labios el beso más dulce que soy capaz de recordar. Me he sentido flotar y me ha venido a la mente la típica escena de dibujos animados en que al protagonista le salen dos pequeñas alas en la espalda y empieza a elevarse en el aire sin darse cuenta. No quiero imaginarme la cara de gilipollas que se me ha debido quedar en ese momento.
Mientras íbamos hacia el lugar donde comeríamos –un restaurante de comida casera muy bueno–, me ha preguntado entre risas si me había sorprendido su llamada de ayer.
Me gusta lo directa que es y la facilidad con la que me deja descolocado. No estoy acostumbrado a estar con alguien que diga lo que piensa sin importarle quedar bien o mal, pero me encanta. Es raro que una persona se muestre espontánea, tal cual es, desde el primer momento, aunque viéndola dirías que para ella es lo más normal del mundo.
–Eres la última persona que esperaba que me llamara –le he contestado. Se ha reído y a los pocos pasos se ha parado en la acera al llegar frente al restaurante. Me ha mirado a los ojos cuando me he girado hacia ella y ha preguntado, muy tranquila:
–¿Cómo no iba a llamarte después de la mejor noche que he vivido?
Me he quedado sin habla, no sabía si hablaba en serio o bromeaba. Si se trataba de lo primero era demasiado bonito, y cualquier cosa que dijera estaba seguro de que no estaría a la altura, y si se trataba de lo segundo... Como ya he dicho, no estoy hecho a estas situaciones. He conseguido esbozar una sonrisa después de unos segundos, en los que las dudas han intentado amotinarse y tomar el control, y la he besado de nuevo. Luego hemos entrado.
Conocer a una persona tan directa, sincera y entusiasta me plantea un reto que no sé si estoy capacitado para afrontar. Deseo en lo más hondo estarlo pero, sinceramente, no lo sé.
Con Sara me ha ocurrido algo que hacía muchísimos años que no experimentaba: hemos conectado. Desde el primer momento en que se cruzaron nuestras miradas en la discoteca se creó una conexión entre los dos que no sé bien cómo explicar. Aquello que surge cuando te presentan a alguien y parece que os conocéis de toda la vida. Y aflora una complicidad que va más allá, en la que con solo una mirada, un roce, puedes comunicar mucho más que con palabras.
Eso me lleva al reto al que me refería: ¿cómo ocultarle lo que me sucede? Y, si no se lo oculto, si decido contárselo todo antes de que la cosa vaya a más, ¿me creerá? ¿Me tomará por loco? ¿Me temerá?
Reflexionaba sobre esto mientras esperábamos el primer plato y ella estaba en el baño. Tan absorto estaba en mis pensamientos que no me he dado cuenta de su regreso, y su voz me ha hecho regresar al planeta Tierra:
–¿Estás preparado para la sorpresa?
He asentido, desconcertado, y luego he recordado que ayer me habló de una sorpresa. «Adelante, sorpréndeme», he pensado, divertido.
–Quiero que la semana que viene te vengas conmigo de acampada.
Lo ha soltado así, tal cual. Podéis imaginaros cómo me he quedado: a cuadros.
Desde siempre me ha gustado ir de acampada. Desde bien pequeño mis padres me apuntaron a un centro excursionista y hacíamos salidas cada mes, y después he seguido yendo siempre que me ha sido posible, aunque cada vez menos.
He observado su sonrisa perfecta durante unos segundos y me he dado cuenta de lo mucho que me apetecía ir. Tenía pensado quedarme trabajando en Semana Santa, aprovechar para adelantar faena, pero... «Al carajo el trabajo», he pensado, y le he dicho que sí. No podría haberme dado una sorpresa mejor.
Además, me servirá para desconectar realmente de todo. Cuando volvamos ya me plantearé qué hago con mis migrañas, las hemorragias y los poderes.
Lo malo ahora va a ser la espera. ¡Dios, qué semana más larga me espera!
De camino a casa he llamado a Rafa. Lo ha dejado con Marta; es la tercera vez en lo que va de año que tiene que volver a casa de sus padres.
Se me ha puesto a llorar y no he conseguido que dejara de hablar de ella: de lo maravillosa que era y de lo mal que se había portado él... Lo típico. Si Rafa pudiera ver su relación desde fuera como la vemos sus amigos se daría cuenta de que está obsesionado –no creo que esté enamorado aún a estas alturas– con una mujer egoísta y manipuladora. Lo mejor que podría hacer es olvidarla.
Mañana hemos quedado para tomar unas Voll-Damms. Eso siempre le anima, aunque sea un poco.
Subiendo por la escalera me ha trepado por la garganta el ya familiar sabor a sangre. Al menos no me ha pillado en el tren.
Esta vez ha salido más espesa y oscura y ha dejado de manar antes que las otras veces. No sé si es buena o mala señal. Quizás debería buscar en Google sobre estos síntomas. Podría estar muriéndome y yo sin saberlo. Irónico, morirme justo ahora que creo haber conocido a mi media naranja y cuando estoy a punto de convertirme en el primer superhéroe de la Tierra. Suena glorioso, joder.
Ahora que caigo, será difícil ocultar algo así en mitad de la naturaleza, durante tres o cuatro días. Tengo que inventarme algo, y que no suene muy chungo. Lo último que quiero es asustar a Sara.
Después de ducharme he puesto The Book of Secrets, de la mágica Loreena McKennitt, en la minicadena, y me he relajado en el sofá contemplando el mar. Poco después he cerrado los ojos y he dejado que la música me transportara a lugares lejanos, exóticos, donde la magia aún existe.
Y entonces ha sonado el timbre de la puerta, dándome un susto de muerte.
Era mi vecina Magda. Quería saber cómo estaba. Al parecer la dejé preocupada el sábado, al irme de repente. Le he agradecido su interés y le he dicho que estuviera tranquila, que ya estaba mucho mejor, y le he dedicado una de mis mejores sonrisas.
Al fin ha sonreído también –pasados unos instantes de duda, en que ha parecido que me estuviera escrutando mentalmente– y me ha preguntado si quería cenar con ella mañana. He rechazado su invitación contándole a grandes rasgos la situación de Rafa y le he dicho que el jueves lo tenía libre.
Mientras bajaba las escaleras ha dicho, a modo de despedida:
–El jueves, pues. Ven a la hora que quieras. Y cuídate, Daniel. Tienes mala cara.
En cierto modo Magda me da lástima. Me cae bien, es del tipo de mujeres que siendo aún jóvenes y mostrando una ternura extraordinaria se encuentran solas, sin que uno llegue a comprenderlo. Debería salir y conocer gente, aunque no parece que la idea la entusiasme. Dice que prefiere quedarse leyendo. Yo, por mi parte, me he propuesto hacerle compañía cada vez que surja la oportunidad, aunque sea para compensarla por sus atenciones y sobre todo por su excelente comida.
Ahora voy a hacerme algo de comer, que mi estómago ya está protestando al pensar en la cena del jueves.
De nuevo en casa. El último CD de Jack Johnson, In Between Dreams, suena en el ordenador. Suelo escucharlo cuando llego cansado. Solo me bastan un par de canciones acompañadas de una cerveza para sentirme como nuevo.
Hoy he salido del trabajo un poco antes. No he podido terminar la maquetación de la revista en la que estoy trabajando, pero tengo hasta mañana al mediodía para entregarla. Espero llegar a tiempo.
A las seis de la tarde –más los diez minutos de rigorRafa se ha reunido conmigo en el Menta Negra. Me ha parecido que estaba más animado.
Hemos pedido dos cervezas y unas bravas y me he quedado mirándolo, a la espera de que empezara a contarme su versión de los hechos y me repitiera unas treinta veces lo imbécil que era y que no se merecía a alguien como Marta. En efecto, no se la merecía. En mi opinión, se merece a alguien mucho mejor.
Pero esta vez Rafa me ha sorprendido. Ha sonreído un poco, apesadumbrado, y me ha dicho que no quería volver a hablar de ella. Nunca. Que hoy hablaríamos de mí y de lo que me estaba sucediendo últimamente.
Ha sido como si me quitaran un enorme peso, de varias toneladas, de encima.
–¿Cómo te encuentras? –ha preguntado. Directo al grano. No sería él si se hubiera andado con rodeos. Aquella pregunta significaba que se estaba reponiendo rápidamente; quizás sea verdad que ha terminado para siempre con Marta, aunque no lo tengo tan claro.
Le he contestado con un: «No me encuentro mal», y luego le he contado todo lo ocurrido desde el jueves. También le he hablado de Sara.
Se ha alegrado por mí, a pesar de la situación que está pasando. Rafa es mucho más fuerte de lo que aparenta.
Después de un intensivo interrogatorio sobre Sara, tres Voll-Damms más tarde, ha vuelto sobre el «tema»:
–Bueno, vi lo que les hiciste a esos seguratas. Estaba allí. Pero aun así lo que tú crees que pueden ser poderes podría ser causado por algo menos... –se ha llevado la botella a los labios mientras buceaba en su mente en busca de las palabras adecuadas–. Menos fantástico –ha añadido dejándola sobre la mesa, como si con ese gesto reafirmara su declaración.
–¿Como qué?
–Como un subidón de adrenalina.
Sabía que me saldría con eso. Yo también lo he pensado. El ser humano, cuando es sometido a situaciones extremas es capaz de segregar grandes cantidades de adrenalina que le permiten realizar proezas sobrehumanas. Se han dado casos en que, por ejemplo, una persona ha levantado un coche a pulso durante unos segundos para sacar a alguien de debajo. Hay muchos casos parecidos, y están comprobados científicamente.
–¿Y qué me dices de que se me hayan curado las heridas de una pelea en dos días escasos, sin dejar ninguna marca?
«Esta vez te tengo», recuerdo haber pensado.
Pero no hay que subestimar a Rafa. Tiene argumentos y salidas para todo. Lástima que no sea capaz de aplicárselas a sí mismo. Se habría ahorrado cuatro años de comer mierda.
–No estaba allí y no sé lo graves que fueron esas heridas. Quizás no fueran más que magulladuras. Tú mismo me dijiste que no tienes ni idea de lo que pasó allí dentro. El shock podría hacer que exageraras las cosas un poco. O las hemorragias y las migrañas que dices que tienes a menudo desde hace una semana. Lo siento, pero eso no podemos tomarlo como prueba por ahora. Creo que deberías ir al...
–¿Y qué quieres que haga? ¿Que me tire a la vía del tren a ver qué pasa? –le he interrumpido, algo mosqueado. Me ha dejado sin argumentos. No quería ni pensar en que tuviera razón. Y mucho menos quería que me arrebatara la posibilidad de destacar sobre los demás. De marcar la diferencia.
Me ha observado durante unos minutos en silencio, mientras yo apuraba mi cerveza. Yo tampoco tenía nada que decir.
Al salir del bar parecíamos una pareja recién peleada. Iba a despedirme sin más cuando ha dicho, con esa media sonrisa suya, enigmática, que significa que le ha venido a la mente la idea que necesitábamos:
–Llamaré a Xavier.
He aquí la «genial» idea de Rafa:
Xavier es un colega de metro noventa y algo y un poco más de cien kilos. Puro músculo y nervio, y mucha mala leche cuando la necesita. Lleva desde los siete años practicando todo tipo de artes marciales. Empezó, creo, con el judo, para pasarse luego al taekwondo al comprobar que allí no se daban patadas ni puñetazos. En el momento en que se dio cuenta de que ya no podía mejorar más se dedicó al kárate, del cual es tercer dan y profesor en una escuela de artes marciales de Mataró. También se ha dedicado al kickboxing, al muai-thai e incluso asistió durante un año o dos a clases de ninjutsu. Una puta máquina de matar, vamos.
Una noche, debe hacer unos cuatro años, entró un grupo de gitanos del barrio de Cerdanyola de Mataró en su escuela y se llevaron todas las copas y cinturones ganados a lo largo de muchos campeonatos. Recuerdo cómo se puso al enterarse al día siguiente. Estaba furioso, histérico, y golpeaba inconscientemente con su puño derecho la pared que tenía más cerca. Xavier prefería que le robaran todo su dinero antes que aquello. Todos pensamos que se le pasaría. Total, era imposible recuperarlo. ¿Quién se mete en el barrio gitano a reclamar algo que le han robado?
Xavier se metió. Y el cabrón consiguió que le devolvieran todo lo que se habían llevado. Nunca nos contó –ni a nosotros, ni a nadie que conozcamos– qué sucedió allí. Y quizás sea mejor no saberlo.
Pues bien, Rafa quiere que luche con él para comprobar si realmente tengo poderes. No sé, casi sería preferible arrojarme a la vía del tren. Al menos sería algo rápido.
Aún recuerdo cuando, hace unos diez años, me tocaba pelear contra Xavier. En esos momentos odiaba la hora en que decidí apuntarme a kickboxing. Lo único que podía hacer era darle la espalda, cubrirme y recibir, y con suerte dejar escapar algún golpe traicionero que pocas veces lograba dar en el blanco.
Ahora me planteo realmente las palabras de mi amigo. Quizás mi mente lo ha exagerado todo y sigo siendo el mismo de siempre.
Quizás Rafa tiene razón. Siempre la tiene...
Vaya día más asqueroso.
Te levantas ya estresado, pensando en la de trabajo que tienes por delante y sin ningunas ganas de hacerlo. Llegas a la oficina y el estrés flota ya en el ambiente, a pesar –o como consecuencia– de llegar el primero.
Entonces empieza el suministro de estrés. El de la mañana, que te quita la modorra a hostias. Luego llega el del mediodía, que solo te permite comerte un bocadillo delante de la pantalla del ordenador. Y para terminar el de la tarde, que lucha por que te quedes un rato más.
Odio los días de entrega, pero en especial odio los que además preceden a Semana Santa, Navidad y agosto. En esos días todo el mundo parece volverse loco de repente y recordar que tienen cosas que presentar pasadas las vacaciones, o nuevas líneas de negocio que inaugurar en breve, para lo que necesitan a un diseñador o a un profesional del marketing. Y entonces me llaman a mí.
Coges el teléfono y sigues trabajando mientras escuchas la verborrea al otro lado y asientes de vez en cuando. No puedes dejar lo que estás haciendo porque cada minuto cuenta y la hora de entrega se aproxima peligrosamente. Cuando el cliente termina su exposición le dices –en el mismo tono suplicante de un niño pidiendo perdón a su madre al comprender que se ha portado malque la semana que viene te has cogido vacaciones, y que ya le llamarás para quedar y hablar en detalle del tema en cuanto vuelvas.
Cuelgas y sigues trabajando.
El estrés sigue a tu lado, por encima y dentro de ti. Y no te abandona al salir del trabajo, ni cuando coges el tren. Solo consigues librarte de él al cruzar el umbral de tu hogar, como si le estuviera prohibido por antiguas leyes arcanas el entrar sin ser invitado; como si se tratara de un vampiro.
El mal día que he sufrido ha quedado al fin relegado al olvido al llegar a casa esta tarde. Ha sido meter la llave en la cerradura y sonar el móvil; era Sara. Al ver su nombre en la pantalla se me ha movido algo en lo más hondo del estómago, y al escuchar el timbre alegre de su voz me ha parecido que hacía un millón de años que no hablaba con ella. El puto estrés no me ha dejado darme cuenta hasta ese instante de lo que la he extrañado estos dos días escasos que hacía que no la veía ni sabía de ella.
Hemos hablado un poco de nuestra próxima escapada y de poco más, aparte de las tonterías que solo dos enamorados encuentran interesantes y que no pienso reproducir aquí. A pesar de ello, cuando me he dado cuenta, había pasado una hora y media y he recordado mi cena con Magda. En ese momento no tenía ningunas ganas de despegarme del teléfono, aunque mis tripas ya empezaban a protestar.
Me ha costado demasiado despedirme a pesar de la promesa de Sara de que mañana me volvería a llamar, y eso ha hecho que me empezara a rallar. Por suerte, la exquisita cena de mi vecina y una agradable aunque intrascendente charla me han hecho olvidar mis preocupaciones por un rato.
Ahora me acostaré y espero no dar demasiadas vueltas en la cama. Mañana promete ser otro día duro y necesito estar al cien por cien.
Otro día estresante en la oficina.
Aunque tener tanto trabajo no es malo. Evita que pienses. Y en mi situación casi es lo mejor que me podía pasar.
Sara me ha llamado al mediodía; esta noche nos veremos para preparar un poco la aventura de la semana que viene. Por lo que he podido llegar a deducir va a ser algo bastante improvisado: coger el coche, hacer kilómetros y pararnos donde nos apetezca. No me parece mala idea, hace tiempo que no hago algo así.
Casi tanto como el que hace que no peleo contra Xavier –ni contra nadie exceptuando los dos incidentes de la semana pasada–. Mañana por la tarde, unos diez años tarde, habrá llegado el momento de la revancha. O el momento de volver dolorosamente a la realidad. En fin, ya se verá. Para qué preocuparse.
Nota importante: he decidido que cuando pase Semana Santa iré al médico. Aunque solo sea por no tener que gastarme el sueldo en ropa. Esta mañana he manchado dos camisas y un pantalón antes de salir de casa y encima he perdido el tren.
Voy a seguir trabajando un rato más. Ya me han llegado las últimas correcciones.
Estoy hecho mierda. Apenas he dormido.
Encima, de camino a casa, me he metido en otro follón. Si no tengo poderes esta tarde, después del combate con Xavier, me como mi colección de cómics entera, lo prometo y dejo constancia escrita. He pasado la noche en el piso de Sara, haciendo el amor y ultimando los preparativos para el viaje a ninguna parte –más lo primero que lo segundo–. Sus compañeras se fueron ayer a sus respectivos pueblos a pasar las vacaciones, así que lo hemos tenido para nosotros solos.
Hemos decidido que cogeremos el coche el martes bien temprano, compraremos mapas en la primera área de servicio que encontremos, y empezaremos a explorar España aprovechando que ninguno de los dos ha viajado demasiado por el país. Marcaremos algunos lugares que nos parezcan interesantes y a partir de ahí improvisaremos.
Estoy deseando que llegue ya el día.
No sé qué tienen las estaciones de tren, pero últimamente parecen atraer los problemas. O quizás sea yo el que lo haga. Sea como sea, tras dejar a Sara en la Fnac, al llegar a la estación de plaza Catalunya, he visto como un joven de color, enorme y al parecer furioso, corría hacia dos chicos que andaban tranquilamente. Al llegar junto a ellos ha gritado algo que no he entendido y le ha dado una bofetada brutal a uno de los dos, que ha resonado por todo el recinto. El chaval ha ido a parar al suelo y el otro, después de unos segundos de vacilación, se ha interpuesto entre los dos sin demasiada convicción, con miedo. El negro le sacaba dos cabezas y no dejaba de gritar, fuera de sí.
Desde donde yo estaba podía ver toda la estación y también las escaleras: no había ni un guardia de seguridad y el resto de la gente, como de costumbre, se ha limitado a mirar, sorprendida.
El tipo ha seguido gritando algo incomprensible y, apartando sin dificultad al chico que se había puesto en medio, ha empezado a patear al del suelo, que intentaba alejarse de allí a rastras. Por su expresión parecía que aún no entendía lo que le estaba pasando.
Unos segundos más tarde, entre el amigo y otros dos jóvenes –más valientes que sensatos– han cogido a aquel mastodonte por detrás y lo han apartado. Éste ha escupido sobre el que se retorcía en el suelo y ha seguido gritando cosas en lo que me sonaba a idioma africano, mientras le obligaban a retroceder. Por unos segundos ha parecido que la cosa se iba a calmar y he empezado a relajarme.
En ese momento ha aparecido, bajando por las escaleras, un grupo de negros saltando los escalones de tres en tres. Vestían como el que gritaba: americanas de colores, cadenas, anillos, piercings, boinas y pantalones militares y zapatillas deportivas de marca. Todos eran corpulentos y casi todos superaban el metro ochenta de estatura. Impresionaban bastante.
Rápidamente han avanzado entre gritos hacia el lugar del incidente y han rodeado al grupo de jóvenes, que inmediatamente han soltado al negrazo que tenían sujeto y han retrocedido hasta la pared que tenían a su espalda. Sus caras han perdido el color en unos segundos; estaban acojonados.
Las personas que iban llegando a la estación se mantenían alejadas, observando, o pasaban de largo ignorando –consciente o inconscientemente– lo que estaba sucediendo.
Los africanos eran nueve, y no parecían tener intención de irse a casa y olvidar lo que fuera que había ocurrido. Parecían bastante cabreados. Indignados, incluso.
Poco a poco, intentando pasar desapercibido, me he ido acercando a ellos. El que parecía el cabecilla estaba hablando a los chavales, que ahora sudaban además de temblar y mantener sus miradas clavadas en el suelo. Al parecer, el chico que ahora apenas se aguantaba en pie y se cubría el rostro con una mano temblorosa, había mirado «demasiado» a la novia del agresor, el cual se había ofendido y había procedido a darle una lección.
El amigo del que se había llevado las hostias ha mirado al grupo de mastodontes que tenía delante, en actitud desafiante, y ha dicho:
–Esto es España. Es un país libre y no está prohibido mirar.
«Puto bocazas. La has cagado», he pensado justo antes de que la primera hostia le cruzara la cara. Parecía el típico universitario idealista, y si nadie hacía nada pronto, quizás se convertiría en un universitario idealista muerto. Pero lo peor aún estaba por llegar. El idiota ha intentado devolver el golpe. En vano, por supuesto.
Entonces ha empezado una batalla campal muy desigual en la que las moles de piel oscura repartían leches a placer. Los otros, pobres, recibían mientras intentaban salir de allí. Un guardia de seguridad, que ha aparecido al oír el alboroto, se ha quedado mirando con la boca abierta, y se encogía de hombros cuando alguien le decía que hiciera algo.
Y ya no he podido aguantar más. He corrido hasta allí y he cogido por el cuello al primer bruto con el que me he topado, que se ha vuelto y me ha mirado sorprendido. Una patada en los cojones lo ha dejado retorciéndose en el suelo mientras me lanzaba sobre el siguiente. A continuación he perdido el control.
Dos o tres minutos después, los africanos que seguían en pie han abandonado el lugar. Tres de ellos estaban inconscientes a mis pies.
De repente, todo ha parecido detenerse a mi alrededor, y todos los sonidos se han apagado, excepto el de mi respiración irregular. Los colores se han convertido en grises y entonces ha aparecido el negro más grande que he visto en mi vida, bajando las escaleras sin ninguna prisa, como si se moviera a cámara lenta.
Lo único que le distinguía de sus compañeros –aparte de su impresionante tamaño– era que llevaba un traje oscuro de calidad y un elegante sombrero de copa.
Al llegar frente a mí –después de lo que me ha parecido una eternidad– me ha saludado, quitándose el sombrero de la cabeza perfectamente rasurada, y me ha mostrado una enorme sonrisa llena de dientes perfectos. Entonces he sentido un frío intenso y un miedo cerval que me ha paralizado por completo. Acercando su rostro a menos de un centímetro del mío, mirándome a los ojos, ha dicho, con una voz profunda y sin mover los labios:
–Soy Perro Negro, y he venido a advertirte: no deberías meterte donde no te llaman. Por esta vez lo dejaré pasar, pero te recomiendo que te mantengas lejos de mi gente a partir de ahora.
Luego ha desaparecido en el instante que dura un latido –como si nunca hubiera estado allí– y el mundo ha vuelto a ponerse en marcha y ha recuperado los colores. Ha sido entonces cuando me he dado cuenta de que la mayor parte de la gente que había presenciado el incidente me observaba; no tengo claro de si lo hacían con miedo, respeto o agradecimiento por haber ayudado a esos chicos. Probablemente fuera una mezcla de todo ello.
Me he asegurado de que los chavales estaban bien y he decidido irme antes de que llegara la policía.
Nadie ha intentado detenerme.
Confirmado. Las dudas se han disipado y un futuro incierto me aguarda.
Quedamos ayer a las 18:00 en la escuela de Xavier, en Mataró. Mientras Rafa conducía hacia allí su viejo Golf, me dijo que Xavier no sabía nada. Le había dicho que yo me estaba planteando volver a apuntarme a clases de artes marciales y que quería comprobar con él si había perdido mucho. Menudo chiste, no sé cómo Xavier se tragó aquella patraña, y mucho menos cómo accedió. Hace más o menos diez años que, aparte de caminar por la montaña, no hago ningún tipo de ejercicio, y es algo que todo el que me conoce sabe perfectamente.
Sea como sea, llegamos a la escuela a la hora acordada. Xavier nos esperaba junto a la puerta, bajo el rótulo negro donde se veía un serpenteante dragón chino de color verde y unas enormes letras amarillas que decían: «Dragon Martial Arts. Escuela Tradicional de Artes Marciales». Al parecer había cerrado la escuela esa tarde para que pudiéramos estar solos. Creo que se olía algo.
Cuando le dijimos que lo que necesitábamos en realidad era que yo subiera al ring con él, le dio un ataque de risa que duró un par de minutos que se hicieron eternos. Se detuvo al darse cuenta de que nosotros ni siquiera sonreíamos.
–¿Puedo saber por qué quieres que te destroce esta tarde, Dani? –me preguntó, intentando contener otro ataque de risa. Estaba pensando en qué responderle cuando Rafa dijo:
–Daniel cree que tiene poderes. Yo le he visto hacer algo fuera de lo normal, pero aún no estoy convencido. Queremos que luches con él para comprobar si es verdad.
Xavier nos miró a los dos con una media sonrisa que parecía indicar que no sabía si reírse de nuevo o empezar a pensar que nos habíamos vuelto locos o que íbamos hasta las trancas de mierda.
Pasaron unos segundos en silencio, mientras él nos observaba como si se encontrara de repente ante dos desconocidos, y nosotros lo mirábamos, intentando confirmarle con nuestro silencio y nuestra expresión grave que no le estábamos gastando ninguna broma.
Al fin dijo, sin convicción:
–Esto va en serio..., ¿no?
Asentimos los dos a la vez. Xavier bufó, se encogió de hombros y nos dijo que le siguiéramos a los vestuarios. Diez años después volvía a enfundarme mis viejos guantes gastados, que aún conservaba como recuerdo, unas espinilleras, y un protector bucal. Me sentí ridículo, a la vez que un poco idiota. Xavier, además, me obligó a ponerme un casco protector. La verdad es que no recuerdo que los usáramos cuando hacíamos kickboxing.
Rafa se acercó a él y escuché que le decía que no se contuviera. «¡Qué cabrón!», pensé. «Realmente quiere comprobar si tengo poderes, y si no los tengo quiere quitármelo de la cabeza de una vez por todas.»
Subimos a las colchonetas y Xavier se colocó en posición. Yo lo miré y le imité, inseguro. «Ya no me acuerdo de nada. Me va a pegar una paliza», pensé. Me estaba acojonando. Tener a un tío como él delante, que hace casi dos como tú, sabiendo que de un momento a otro va a dejar caer una lluvia de golpes sobre ti, intimida. Mejor dicho: hace que te cagues de miedo. «Puede que lo haya imaginado todo. Puede que no tenga una mierda...»
Entonces, cortando mis pensamientos con un puñetazo, avanzó hacia mí. Su puño me golpeó en el puente de la nariz y me aturdió. No había pegado con todas sus fuerzas a pesar de las palabras que le había dirigido Rafa; se contenía. Como era de esperar, no se creía nada de lo que le habíamos dicho y se estaba tomando aquello como una broma.
De todas formas, aquel primer golpe me dolió como mil demonios. Retrocedí un par de pasos alzando los brazos para cubrirme y entonces me ensartó con un gancho de izquierda en el estómago que me levantó del suelo varios centímetros.
A mi espalda podía oír a Rafa maldiciendo en susurros.
Xavier retrocedió para darme tiempo a reponerme y, quitándose la férula de la boca, preguntó si ya había tenido bastante. Miró a Rafa, encogiéndose de hombros, y volvió a mirarme esperando una respuesta. No debería haber sonreído. Aquella mirada condescendiente me dolió más que todos los puñetazos y patadas que pudiera recibir.
–Ponte la puta protección –dije, señalándolo. Ya no sentía miedo. Ya no me intimidaba su altura. Ni sus músculos. Tampoco lo hacía la interminable colección de copas, cinturones, medallas y títulos que se agolpaban en las vitrinas que nos rodeaban.
Se colocó la férula de nuevo y se puso otra vez en posición. Entonces ataqué yo. Esquivó mis primeros ataques con facilidad y consiguió conectar tres o cuatro golpes que apenas sentí.
Rafa se movía a nuestro alrededor, observando aquello con temor.
Nos movíamos sobre las colchonetas a una velocidad impresionante, cada vez más deprisa. Xavier ya no conseguía conectar sus golpes y le estaba costando cada vez más esquivar los míos. No sé cuánto duró aquello –según Rafa estuvimos danzando más de cinco minutos–, pero terminó en el instante en que conseguí dar en el blanco con mi primer y único golpe. Un gancho de derecha penetró su guardia y le dio de lleno en la mandíbula. Se derrumbó cuan largo era, atontado y agotado.
Había noqueado a uno de los campeones de España y Europa de kárate y kickboxing.
Xavier se quitó los guantes, el casco y la férula, y me miró desde el suelo. Pronto sus labios formaron una sonrisa y adelantó el brazo para que le ayudara a levantarse. Una vez en pie, mirándome a los ojos, dijo:
–No sé qué es lo que ha pasado hoy aquí. Pero te aseguro que ha sido uno de los combates más duros de toda mi vida. Y eso no ha sido suerte, has vencido porque eres más rápido y más fuerte que yo.
Luego nos fuimos los tres a cenar y a tomar unas copas. Xavier tenía derecho a que le explicáramos lo que me estaba sucediendo. Además estaba impaciente por saberlo todo con pelos y señales. No nos hicimos de rogar.
Al despedirnos, Xavier –que es un auténtico fanático de los cómics de superhéroes– me dijo:
–No olvides lo que le dijo el tío Ben a Peter Parker: «Un gran poder conlleva una gran responsabilidad».
Nos reímos los tres con ganas y cada uno se fue a su casa.
Llevo dándole vueltas a esa frase desde ayer, pero no creo que lo mío vaya a resultar tan fácil como en los cómics.
Ya tengo listo el equipaje. ¡Mañana a las 8:00 comienza la aventura!
He quedado con Sara una hora después junto al Arco de Triunfo, en Barcelona, y de allí nos iremos hacia el sur siguiendo la costa por la C-32. Ya tenemos reservada la primera noche en un hostal de Cuenca que tiene buena pinta y no es demasiado caro. Nos llevaremos la tienda de campaña por si acaso, pero la idea, finalmente, es intentar pasar las noches en hostales que vayamos encontrando y que no sean muy caros.
La ruta circular que hemos trazado pasa luego por Burgos, Vitoria, Pamplona y de vuelta a Barcelona, aunque está abierta a la improvisación, así que si vemos, desde la carretera o en algún mapa, algo que nos parezca interesante, nos detendremos.
También me gustaría ver Toledo, más que nada para confirmar que existe, pero queda algo apartada, así que ya veremos; según cómo vayamos de tiempo.
Espero que mi viejo Peugeot 205 aguante el trote al que lo vamos a someter estos cuatro o cinco días. Me ha llevado a todas partes sin darme ningún problema desde que lo compré de segunda mano hace siete años, y ya tenía nueve... Si resiste, en cuanto lleguemos lo jubilo, se merece ya un descanso tanto como yo me merezco un coche nuevo.
Por cierto, aún no sé qué le contaré a Sara si me empieza a sangrar la nariz durante el viaje. Demasiadas cosas en la cabeza y demasiado trabajo en la oficina han conseguido que olvidara por completo del tema hasta ahora. Aunque, pensándolo bien, ¿no es un viaje improvisado? ¡Pues ya improvisaré! ¡A los superhéroes se les da bien eso!
Tengo la sensación de que ésta será una gran aventura en la que tendré la oportunidad de profundizar más en la relación –si es que se la puede llamar así tan pronto– que acabo de iniciar. Estoy entusiasmado con la idea de recorrer lugares nuevos para los dos al tiempo que nos vamos conociendo el uno al otro.
Solo espero no meterme en problemas. Intentaré mantenerme al margen de cualquier movida. Estoy realmente decidido a dejar en casa las migrañas, las hemorragias nasales, el estrés del trabajo y mis poderes recién adquiridos. Voy a ser una persona normal por una semana más, y cuando vuelva ya pensaré en qué hacer con todo ello.
Ya estoy de vuelta.
Hace dos horas y algo que he dejado a Sara en Barcelona y ya la echo de menos. Después de despedirnos me he venido para casa algo tristón. Al llegar he deshecho la mochila, he puesto una lavadora y me he dado una ducha que me ha dejado como nuevo.
Ahora, relajado y viéndolo todo con cierta perspectiva, puedo afirmar que han sido unas vacaciones de putísima madre. Lástima que ya hayan terminado.
«Bienvenido al maravilloso mundo gris de la rutina, la monotonía y las neveras de soltero vacías.»
Hoy no cenaré, pero el saber que volveré a verla el viernes lo hará más llevadero.
Al final, los tres o cuatro días se han convertido en seis, y Sara y yo hemos tenido todo el tiempo del mundo para conocernos bien –además de patearnos catedrales, barrios medievales, ciudades encantadas, museos...–. Todas mis expectativas se han cumplido, así que más contento no puedo estar. Ha sido uno de los mejores viajes que he hecho, y sin la necesidad de salir de España. Además, he conseguido no pensar para nada en el trabajo ni –casi– en todo lo extraño que me ha pasado últimamente.
Digo «casi» porque algo sucedió la segunda tarde de nuestro viaje. Estábamos en Cuenca, viendo pasar la Procesión del Silencio, cuando todo volvió a mí de repente. Todo se detuvo a mi alrededor y los colores pasaron a ser una gama de grises, tal cual había sucedido en la estación de plaza Catalunya la semana anterior. Los redobles de tambores, las voces, los pasos, todos los sonidos se apagaron también. Sara estaba a mi lado, paralizada, con la boca abierta y mirándome sin verme. Aquello –fuera lo que fuese– la había pillado a media frase. Observé a mi alrededor: la procesión, los más de mil miembros de la hermandad, incluidos los banceros que llevaban el paso sobre sus hombros, estaban inmóviles, al igual que los cientos de espectadores que se apelotonaban en las aceras a lo largo de la calle. Yo era el único que aún podía moverse.
Me bajé de la acera y caminé por el centro de la calle, intentando encontrar algo sin saber bien qué buscaba. Entonces un nazareno enorme, que estaba situado frente al paso, regresó a la vida y se movió en mi dirección poco a poco. Una ola de frío me golpeó y pude sentir cómo un terror ya conocido me paralizaba. El aire olía a incienso rancio; a iglesia cerrada durante largo tiempo.
El nazareno siguió avanzando hacia mí y, con movimientos muy lentos, se quitó la caperuza gris. Era Perro Negro, sonriendo y mostrándome otra vez aquellos dientes blancos, perfectos; dientes de depredador. Se detuvo a unos metros y me saludó con un movimiento de la cabeza sin dejar de sonreír. Su voz resonó en mi cabeza, pero sus labios permanecieron inmóviles:
–Ya sé quién eres. Y sé cómo hiciste lo que hiciste a nuestros hermanos. No estuvo bien, pero ya hablaremos de ello cuando regreses. Ahora disfruta de tu viaje, Daniel.
Se alejó y desapareció tras el paso, entre la multitud, y luego todo volvió a la normalidad. Yo volvía a estar junto a Sara y ella pudo terminar su frase, como si nada hubiera sucedido. Disimulé mi malestar como pude e intenté alejar hasta más tarde aquella experiencia.
Aquella misma noche, cuando Sara se durmió, me puse a darle vueltas a lo que había ocurrido. A duras penas pude conciliar el sueño, pero conseguí reducir aquellos encuentros con Perro Negro a dos posibilidades: la primera era que me estaba volviendo loco de verdad, la segunda que había otras personas con poderes y que ese negro de más de dos metros era una de ellas. Antes de caer rendido, ya de madrugada, recuerdo haber pensado, con sorna: «Lástima que sea de los malos».
El resto del viaje, a partir de entonces, ha ido de miedo. Ni una migraña y solo me sangró la nariz una vez levemente, y ella no estaba en ese momento, así que me he ahorrado tener que inventar excusas. Parece que viajar me sienta bien.
Mañana aprovecharé para hacer el vago y recuperarme del viaje –que ha sido agotador–, y llamaré a Rafa para ver qué tal está. Desde el jueves no sé nada de él, pero al menos, cuando le llamé, parecía estar bien: se había llevado ya todas sus cosas del piso de Marta y dijo que no la echaba nada de menos. No me lo termino de creer, pero si decir eso le ayuda...
¿Qué estará haciendo Sara ahora?
He decidido que se lo contaré todo a Sara el viernes, no sería justo que le siguiera ocultando lo que me pasa. Si voy a empezar algo serio con ella, creo que es lo mejor. Además, no creo que pudiera llevar una doble vida como hacen en los cómics; en la vida real todo es mucho más complicado.
Aún no he tenido tiempo de pensar qué haré a partir de ahora, pero tengo claro que algo debo hacer. Siento como si estuviera en deuda con alguien o algo por lo que me está sucediendo, como si me viera obligado a devolver un enorme favor. No tengo unos poderes vistosos ni con demasiadas posibilidades. No soy un Superman. No puedo volar, ni tiro rayos o genero escudos de energía, ni nada parecido. Si bien es cierto que aún no conozco los límites de mi poder, no creo que sean de ese estilo. Lástima que no existan los superhéroes de verdad, podría ir a pedirles consejo.
Tampoco sé qué pensar sobre las apariciones de Perro Negro. ¿Debo considerarlo mi enemigo? La verdad es que después de cada encuentro el miedo que me paralizaba se ha ido con él, y solo ha quedado la curiosidad. Me da la sensación de que me está estudiando. Si de veras quisiera hacerme daño ya podría haberlo hecho. Y parece que controla sus habilidades a la perfección, sean las que sean: hipnosis, telepatía, control del tiempo...
Luego he quedado con Rafa, se pasará por casa. A ver si él ve las cosas desde otra perspectiva y me echa un cable, porque estoy hecho un lío.
De vuelta en la oficina. Y sin chica nueva.
Disimula, pon buena cara, escucha a quien te hable de sus vacaciones aunque no te importen una mierda. Mantente en tu nube de felicidad tanto como puedas.
Suerte que hoy es martes, porque si encima fuera lunes creo que me golpearía a mí mismo hasta dejarme inconsciente. Además, al levantarme, como si fuera una señal divina indicándome el gran día que me esperaba, me he encontrado las sábanas manchadas de sangre; menudo estropicio.
Ahora toca organizarme la semana y poner al día el trabajo acumulado. Han llegado varios encargos nuevos por correo electrónico durante la semana que he estado fuera. ¿Es que no se toman vacaciones mis clientes? Estoy empezando a pensar que se ponen de acuerdo para que al volver al trabajo me dé un ataque de nervios. Por suerte soy un tío bastante tranquilo y a la vez rápido trabajando. No podrán conmigo.