Una verdad se revela

El día en que Rubén Alberto de la Torre decidió confesarme que había sido uno de los audaces ladrones del Banco Río de Acassuso, se abalanzó sobre mí, me rodeó el cuello con el brazo izquierdo y me apoyó con fuerza el índice derecho en los riñones como si fuera el caño de su vieja pistola calibre 38.

—No te asustes, pero así apretaba a los rehenes —me dijo mientras yo quedé con la cara contra una de las paredes de la sala de visitas de la Unidad Penal N° 9 de La Plata, una mole de cemento blanco situada a 59 kilómetros de Buenos Aires.

Luego me sacó hacia el patio del penal: él seguía en el papel de hampón y yo en el de víctima. Sin soltarme, pero dándome palmaditas en la nuca, me dijo:

—¿Ves cómo te hago a vos ahora? Bueno, en el robo le hice así a un tipo gordito. Yo le decía: “Tranquilito que no te va a pasar nada”. Parecía que le hablaba a un nene que no se animaba a subir a la calesita. El pobre transpiraba como un chancho. Al final me dio lástima y le acaricié la cabeza. Cumplimos el objetivo de no lastimar a nadie.

Cuando terminó de decir eso y me soltó, justo apareció un guardia. Lo saludó con cordialidad y se ubicó frente a una puerta enrejada que daba a la salida.

Cada una de las frases de De la Torre, un hombre flaco, semicalvo, de barba candado y de ojos celestes, al que sus compañeros llamaban Beto, me llegó como una revelación. Era uno de los cinco detenidos por el gran golpe. Los otros eran Luis Mario Vitette Sellanes, Sebastián García Bolster, Julián Zalloechevarría y Fernando Araujo.

El hombre que charlaba conmigo había sido el asaltante que entró en el banco disfrazado de médico: delantal blanco y estetoscopio. Una peluca completó ese disfraz inverosímil que no había sido elegido al azar: la figura de médico o de maestro es muy familiar entre las personas. Los rehenes iban a sentir una especie de protección ante esa autoridad ficticia, y quizás también iba a confundirlos cuando tuvieran que describir al ladrón: es probable que solo se refirieran “al tipo de guardapolvo blanco”, sin reparar en algún rasgo particular.

Pero eso era en la teoría, porque en la práctica un testigo habló de los ojos celestes de ese ladrón, los mismos ojos que ahora miraban con calma. Este hombre que me hablaba en confianza había sido señalado por los rehenes como el ladrón alto, vestido con delantal y peluquín que iba de acá para allá con una escopeta. Su rol no había sido menor: fue el primero en entrar en el banco. En la banda era uno de los que más experiencia tenía en este tipo de hechos.

Hasta ese día, Beto me había ocultado su secreto sin demasiado esfuerzo. Cuando hablaba del gran golpe, lo hacía como espectador, no como protagonista. Como un mero testigo de sí mismo. Mentalmente había borrado su participación en ese asunto, como si lo hubiese hecho otro: él no había estado ahí, no conocía a nadie de los que estuvieron. No era él el que había entrado con la peluca. Era parecido, hasta tenía la misma barba candado, pero no era él. “Yo no era yo”, le faltó decir. Se había creído su propia mentira. Había algo que lo delataba. Quizás era su mirada pícara, los gestos, los silencios que imponía cuando le preguntaba si había entrado en ese banco aquel 13 de enero de 2006.

—Los verdaderos chorros deben estar tomando tequila en el Caribe y rodeados de minas hermosas mientras yo me oxido en una cárcel. Soy un perejil —solía lamentarse Beto, pero al mismo tiempo parecía reírse con los ojos. Algo en él, en su expresión corporal, daba la sensación de querer rebelarse a esa negación. Como si por dentro guardara estas palabras: “Sí, soy uno de los autores del robo del siglo, muero por decirlo”.

En cambio, elegía contar el lado honesto de su vida: el tipo laburante y postergado que se levantaba a las seis de la mañana todos los días y tomaba mate mientras veía las noticias en la televisión. Y luego viajaba en la línea A de subte para llegar al sucucho infecto de Once donde vendía celulares. Era uno más, como los comerciantes que pagan impuestos y se quejan que apenas llegan a fin de mes, los que viven puteando contra el sistema y maldicen a los políticos de turno. Eso era Beto. “No soy ladrón, soy un vendedor de celulares”, decía. Y si uno lo escuchaba y lo veía, con la mirada celeste cristalina, los jeans gastados, las zapatillas de lona, la chomba de segunda mano comprada a mayoristas de Once o en La Salada, podía pensar que era imposible que ese hombre de clase media venida abajo había robado millones de dólares de un banco. En las calles que Beto caminaba a diario podía ver la angustia y el aburrimiento tatuado en las facciones de los hombres que habían perdido la bravura. Había sufrimientos que se instalaban para siempre y habían socavado muchas de esas almas. En Plaza Once se detenía a contemplar a los falsos profetas, que en el fondo eran cretinos disfrazados de sabihondos que hablaban desde un pedestal imaginario. Los tipos daban discursos encendidos ante una muchedumbre. A pocos metros, los dealers vendían merca rebajada y las prostitutas dominicanas eran explotadas y usadas como un guante de látex. La gente, pensó Beto, está necesitada de líderes. No importa si todo está impulsado por una mentira o una utopía: lo que importa es que alguien ordene el rebaño. Al fin y al cabo, en algo había que terminar creyendo. Con un poco de poder, un traje y una oficina, un charlatán de plaza podía convertirse en gerente de una multinacional. Beto pensaba que no había tantas diferencias entre el hombre de clase alta y el de clase baja. Probablemente los dos en el fondo aspiraban a lo mismo, por más que se despreciaran mutuamente. La codicia, como la muerte, puede llegar a todos. Lo veía en las calles de Buenos Aires, que por las noches se convertía en una ciudad hampona y canalla, donde las almas errantes esperaban algo extraordinario que nunca llegaba y lo menos tortuoso era no hacerse ilusiones con nada. A veces, como dijo una vez el Indio Solari, todo hombre necesita un gran cambio que lo deje afuera.

Beto creyó que el gran robo podía alejarlo de todo eso. Le hubiese gustado estar en la piel de otro, lejos de su pasado. Pero la cosa terminó mal y fue el primero en ser detenido. Según la Policía, lo atraparon cuando iba en una camioneta cuatro por cuatro que, se supone, había comprado con dinero robado. En el allanamiento de su casa, los uniformados secuestraron más de novecientos mil dólares. “Esto es una cama que me hicieron”, dijo después de su caída. Los investigadores se jactaban de haber capturado al que consideraban el líder de la banda. Lo exhibieron con actitud altiva, la misma que tiene el cazador que posa orgulloso con la cabeza de un león. Los antecedentes de Beto engrandecían su leyenda: había integrado la superbanda que robaba bancos y blindados en la década de 1980. Lo que se supo después es que la Policía no había llegado a él a partir de astucia o inteligencia, sino gracias la confesión de su mujer, Alicia Di Tullio. Despechada porque estaba convencida de que su marido la iba a dejar por una joven amante, decidió contar lo que sabía a los policías bonaerenses. Y para desgracia de la banda, sabía todo. Los malandras cayeron como fichas de dominó.

“Fui traicionado”, me dijo la primera ficha que cayó. Aunque sus compañeros también habían sido descubiertos y no estaban mucho mejor que él, Beto era la cara de la derrota del robo del siglo. Sin un peso, abandonado a su suerte, sin donde caerse muerto, era una cáscara melancólica del hombre que supo ser o soñaba ser: millonario, sin apremios, libre y lejos de su pasado.

*

En la cárcel, Beto era una celebridad. El día que lo visité, la mujer de un preso le comentó que lo vio en la tele y le pidió un autógrafo. Otro detenido lo abrazó y le cebó mate. Incómodo por su fama, me pidió que lo acompañara al patio. Sus compañeros lo saludaban con respeto. Para pasar el rato me propuso un ejercicio cotidiano para los presos: caminar ida y vuelta de un lado a otro (al detenido le da la sensación de que transita distancias largas), con las manos en los bolsillos y la mirada al frente. Charlamos mientras caminamos. Uno al lado del otro. Él fue a paso ligero y al llegar a una reja dio la media vuelta. Lo hizo antes que yo, que intenté seguirle el ritmo, algo agitado.

Ese preso que caminaba sin parar había protagonizado, en 1990, una fuga increíble de la cárcel de Viedma. Cuando el custodio fue al baño, cruzó el alambrado, corrió cinco kilómetros, nadó en un arroyo y al final huyó en bicicleta. Todo un triatlón delictivo.

—Juro que no me quedó nada de plata —dijo y luego tomó aire.

—¿Ni siquiera un departamento ni un auto? —le pregunté a pocos pasos de la reja.

—Nada. Una parte la tiene la cana. La otra se la quedó mi exmujer —dijo con resignación—. Reconozco que no estuvo bien robar. Pero juro que cuando nos enteramos de que uno de los damnificados guardaba en la caja de seguridad la plata para operar a su hijo, nos queríamos juntar para devolverle la guita. Pero justo nos detuvieron. Volví a ser pobre, bah… en realidad nunca fui rico. Solo me queda el placer de haber estado en ese robo. Fuimos como un grupo de actores. Sentíamos eso.

—¿Ensayaron cada movimiento?

—Sí, hasta los más obvios. Seguimos un libreto. Hasta las amenazas eran actuadas. Incluso pedimos pizza para ganar tiempo. No queríamos lastimar a nadie. Era nuestro juramento. Hubo dos policías que me pidieron autógrafos —dijo y aceleró la marcha.

El ejercicio de ir y venir por ese pasillo fue agotador. Como la sensación de la bicicleta fija: uno pedalea incansablemente, pero siempre está en el mismo lugar. Por suerte, De la Torre cortó la caminata. Ofreció unos mates dulces y me confesó:

—El arma que usé era de juguete. Era de mi pibe. Y para confundir a los peritos y ganar tiempo, antes de irnos del banco hicimos unas travesuras. Fue un gran golpe pero estoy arrepentido. Lamento haberme hecho conocido de esta manera pero con esto también le podemos demostrar al mundo que los argentinos podemos hacer muchas otras cosas además de comer asado. Somos buenos en todo, en el deporte, en la ciencia, en la medicina, en la literatura, en el cine y también en esto: en el choreo.

Luego se emocionó al recordar a su hijo, que hoy tiene 20 años y al que no ve desde hace ocho. Mientras lo acompañaba a su celda, me contó que cuando el chico tenía seis años se le cayó un diente y se durmió esperando al Ratón Pérez. Esa noche, él robó a punta de pistola la recaudación de un colectivo. A la mañana siguiente, debajo de la almohada del nene, escondió una bolsa con quinientos pesos en monedas. El niño despertó eufórico, a los gritos: “¡Papá, soy rico!”.

Según Beto, su mujer Alicia manoteó la bolsa. “¿A vos también se te cayó un diente? Eso es del nene”, le dijo Beto.

—Cuando jugaba con mi hijo, era un nene más. Le contaba cuentos, escuchábamos canciones infantiles, salíamos a pasear. Cuando llegaba de algún laburito, y lograba volver sano y salvo, lo primero que hacía era verlo dormir. Lo acariciaba, le daba un beso y me iba a acostar tranquilo.

El distanciamiento de su familia lo deprimió. A una psicóloga de la cárcel le confesó que ese vacío existencial solo lograba llenarlo con un robo. La carencia de afecto era reemplazada por la adrenalina de un asalto. Quería ser a través del delito. Se le negaban los abrazos pero se le abrían las cajas fuertes. Ante la imposibilidad de ser querido como él creía que se merecía, se aferraba al dinero y a la adrenalina del delito como formas de la esperanza.

Beto era un ser errante y al mismo tiempo soñador. Conocía el fracaso, pero eso no lo desalentaba: insistía en cuanto aparecía un plan criminal que podía salvarlo.

—Cuando llegué a casa —me contó con una sonrisa—, en la televisión todavía transmitían la toma de rehenes. Pensaban que seguíamos ahí adentro. Nadie podía imaginarse que los ladrones estábamos cada uno en nuestras casas. Llegué embarrado, con la guita manchada. Una parte la escondí en el horno y la otra en la heladera. Mi exmujer me traicionó. Pero acá la posta es que el verdadero robo del siglo fue el del corralito. Mucha gente nos quiere y nos aplaude porque la estafa mayor la hizo el Estado. ¿Quién hace más daño: un político corrupto o un ladrón de bancos? El corralito fue el robo perfecto porque no hay nadie preso. Lo nuestro fue una travesura en comparación con eso. En un momento llegué a pensar que las víctimas del corralito nos iban a venir a apoyar en el juicio.

Tiempo antes de ese encuentro en la cárcel, había visitado a Beto en un departamento de la villa Zavaleta, en Barracas, donde cumplía arresto domiciliario. Por entonces negaba haber participado del asalto. El juicio estaba por comenzar y él daba entrevistas para fortalecer su defensa mediática. Esa mañana calurosa, me esperó asomado desde el balconcito de cemento del segundo piso del monoblock, al otro lado de la vía. Para mirar el paisaje caótico y cubrirse del sol, usó sus manos como visera. La villa estaba a sus pies. Unos chicos jugaban a la pelota en el potrero de enfrente. Los colectivos iban y venían por la avenida Iriarte, levantando velocidad, humo y polvo. En una esquina, los camioneros combatían el hambre en la parrilla Ramón. Los vecinos lo ignoraban: el hombre del balcón, que todos los días regaba un malvón casi marchito, era señalado como uno de los ladrones de bancos más importantes del país.

—¡Cómo mis vecinos van a pensar que soy un ladrón de bancos si a veces tengo que pedir el pan fiado en la despensa!

Eso me dijo Beto, siempre con una respuesta para salir del apuro. Ese departamento de dos ambientes, que le había prestado una sobrina, fue su pequeña cárcel durante seis meses: allí, entre cuatro paredes, debía estar todo el día con una tobillera electrónica que era monitoreada por el Servicio Penitenciario Bonaerense. En ese lugar no había nada que lo delatara. No había objetos lujosos. Apenas unos adornos chinos en una repisa, una mesa con cuatro sillas de madera, una vieja computadora de escritorio, un televisor de veinte pulgadas.

—El delincuente que aparece en el video de seguridad del banco, el que se hizo pasar por médico, es parecido a vos —le dije.

—¿Sabés cuántos tipos hay con barba candado? Miles. No sé si fue trucado o dio la casualidad que ese tipo era parecido a mí. No estuve en ese lugar.

—Pero la Policía secuestró novecientos mil dólares que estaban en tu poder.

—Todo fue plantado. La causa fue armada. Después del papelón, necesitaban culpables. Soy inocente.

—¿Dónde estabas mientras robaban el banco?

—En mi negocio de reparación y venta de celulares. Laburaba de eso. Me había retirado del delito.

—¿Tenés testigos que puedan decir que estuviste ahí?

—En el local yo estaba solo, pero el muchacho de al lado, que es comerciante, me vio. Pero tengo tanta mala suerte que el chico se mudó. Y no lo busqué. No quiero que piense que lo estoy presionando.

—¿Cuándo te enteraste del robo?

—Estaba en el negocio, viendo la televisión. Pero en el comienzo, parecía que era una toma de rehenes. Eso me preocupó porque podía haber víctimas inocentes. Al otro día supe que había sido un robo espectacular. Dije: “¡Qué bien que la hicieron estos chorros!”.

—Si ustedes no robaron el banco, ¿dónde están los verdaderos ladrones?

—¿Dónde creés que pueden estar? En un departamentito como el que estoy yo, seguro que no. ¡Se están cagando de risa de nosotros!

—¿En tu etapa de asaltante te hubiese gustado cometer un robo de ese tipo?

—¿A quién no? Pero lo mío era mucho más modesto. Reconozco que de chico soñaba con robar un banco, como muchos pibes. Pero nunca lo cumplí. Era una fantasía.

De la Torre era un viejo conocido de la Policía Bonaerense. En 1991 fue detenido en Mar del Plata con Pedro “Tato” Ruiz, el primer jefe de la superbanda que tiempo después lideró Luis “El Gordo” Valor. Por el robo al banco, lo detuvieron el 18 de febrero de 2006.

En 1977 estuvo detenido en Villa Devoto por encubrimiento de un robo de auto. Como muchos presos que fueron detenidos durante la última dictadura militar, fue torturado para que confesara los hechos que, según él, no había cometido.

—Muchos pasamos por la picana y el submarino seco. A mí, incluso, un policía me llevó a un cuartito, delante de un hombre trajeado. “Te voy a dar máquina delante de él. ¿Sabés quién es? ¿No te imaginás? Te lo digo: es el juez”. Viví el motín histórico. Fue terrible ver el fuego devorando todo. No olvido el día en que vimos muerto a Cebolla. Pobrecito.

Cebolla es Pablo Pérez, un hombre que estaba detenido en esa cárcel que es homenajeado por el Indio Solari en la canción “Pabellón Séptimo”. Beto no conocía ese tema, se lo hice escuchar ese día:

¡Pobrecito! Pobre el Cebolla/ no pudo más, se degolló por miedo/ Nadie es capaz, ¡no pueden borrar mis recuerdos!/ Nadie es capaz de matarte en mi alma/ Nadie es capaz de matarte en mi alma/ ¡Y así te dan! ¡Así te quiebra!/ Así te dan por culo allí… sin más/ Por esa vez la Vieja Cosechera/ Vino por mí y no quiso besar mi vida.

La letra y la música lo conmovieron. Se le llenaron los ojos de lágrimas. Recordaba a Cebolla como un chico inocente, un pibe devorado por las injusticias del sistema. Que se mató antes de que lo mataran. Él podría haber seguido la misma suerte. Del tema del Indio, hay una frase que rescata como filosofía de vida:

—Si va a pasar algo conmigo, quiero que sea en libertad.

Beto nunca olvidó a Cebolla:

—Yo no creo que se haya matado por miedo. Creo que se degolló porque tenía unos huevos gigantescos. Cuando vio el fuego, tuvo el valor de matarse. Los suicidas son criticados, pero creo que hay que tener coraje para terminar con todo, más aún en una situación como la que vivió Pablo.

La historia de Beto estaba llena de infortunios. Su caso era una prueba de que el robo al banco no había sido perfecto.

Cada tanto, me mandaba mails desde la cárcel. Los mensajes siempre terminaban así: “Te dejo porque me vienen a buscar de la cana para ir al juicio”.

En uno de ellos, en 2010, narró el calvario que vivió por su mala fama: “Hola, aquí estamos con el lío de este juicio que está lleno de cosas raras, a los testigos se les hace una ensalada rusa con lo que ven por televisión, lo que escuchan y lo que realmente vivieron. Van y dicen todo eso en el tribunal, los fiscales están chochos pero espero que los jueces hagan una justa valoración. Encima, del tribunal nos prohibieron hacer declaraciones. ¿Y la libertad de expresión? Hoy fue un día más de acusaciones, la verdad estoy en el horno, todos se la agarran conmigo. ¡Qué bárbaro! Los testigos mezclan todo, se comen esa ensalada rusa y la vomitan mal en el juzgado, te juro que lo que menos tengo es de santo pero me da bronca que los testigos mientan y encima es más lógico que les crean a ellos que a mí, que me cuesta un huevo después voltear esa prueba, bueno, así están las cosas. Esos son los riesgos que tendré que correr por el resto de mi vida, ‘Hazte la fama y échate a dormir’. Lástima que yo dormía con una víbora”.

Lo condenaron a quince años de prisión. Los medios lo seguían nombrando como uno de los ideólogos del asalto. Volví a verlo en la cárcel de La Plata. Este golpe tenía dos grandes secretos: no se sabía dónde estaba el botín y quién lo había planificado. Primero me propuse investigar el segundo interrogante. Quería encontrar al cerebro y líder de la banda. ¿Ese hombre estaba entre los detenidos? ¿Había entrado en el banco? ¿Estaba prófugo en el extranjero? En el reencuentro con De la Torre, decidí ir al grano con ese tema:

—¿Vos fuiste el que armó todo esto?

—¡No! Esos son bolazos de los medios. Mi historia fue la que compraron todos. Una especie de culebrón. Pero no planifiqué esto.

—¿Y quién lo organizó?

—No lo puedo decir. No soy buche.

—Pero no se trata de delatar, sino de contar la historia. ¿Cómo puedo llegar al que planificó el robo?

—Es difícil. Pero al que ideó todo esto, cuando me lo propuso no le creí. Pensé que estaba colifa. Lo subestimé y me arrepiento. Quién te dice que su identidad se descubra cuando decidan hacer la película.

—¿Firmaron un contrato de confidencialidad con alguna productora?

—No, pero ya hay gente que está escribiendo el guion.

—¿Quién?

—No te lo puedo decir, pero a esa persona le voy a preguntar si le interesa contactarte. Le paso tu teléfono.

—¿El líder fue el uruguayo Vitette?

—Frío, frío. Marito es mediático, pero ni siquiera estuvo desde el primer día.

—¿El líder y cerebro está entre los otros tres ladrones?

—Sos insistente, hermano —dijo De la Torre con un tono de fastidio—. Ni sueñes con entrevistar o ver al que planificó esta obra de arte. No lo vas a encontrar.

—¿Está fuera del país?

—No te voy a decir dónde está porque ni yo lo sé. Pero al tipo no le interesa la fama. Es un capo. Un hombre pensante. Como un científico del delito. Vive en las sombras. Hace un arte del perfil bajo.

—No pido que me digas el nombre, pero ¿tiene algún apodo? ¿Es rubio, morocho, pelado?

—No tiene nombre ni cara —respondió De la Torre, que a esa altura le gustaba el juego de la adivinanza.

—Si hablás con él, decile que quiero contactarlo.

—Listo, pero estás perdiendo el tiempo. Quién te dice… a lo mejor está en otro planeta. Es experto en desaparecer ante la vista de todos. Ya preguntaste demasiado y en diez minutos termina la visita.

De la Torre cebó un par de mates más y me dio la mano. Con su confesión, las cosas habían cambiado. Ahora sentía que esa mano que me había dado no era la de un vendedor de celulares; esa mano había apuntado con un arma de juguete a las víctimas y llenado bolsas con miles de dólares. Me fui de la cárcel entusiasmado: se abría ante mí una historia fascinante. ¿Encontraría alguna vez al enigmático líder de la banda? “No pierdas el tiempo”, me había aconsejado De la Torre. Pero esa frase me daba más impulso. Desde ese día, busco a un tipo sin rostro ni nombre.