Las motas de luz flotaban en el ambiente como una nube de mariposas de alas claras. Savin, copa de plata en mano, las atravesó y, con un ademán de la zurda, cerró tras de sí el Velo como quien corre la cortina de un ventanal que mira al jardín de una terraza iluminada por el sol. El hormigueo en los dedos anunció la unión de los extremos, un escalofrío le recorrió ese trecho de piel, y el flujo recuperó su integridad como si jamás se hubiese visto alterada.
Era un truco muy útil. Además de impresionar a los crédulos, le permitía moverse a sus anchas entre lugares donde no era adecuado llamar demasiado la atención. Como bien sabían los buhoneros y los vendedores ambulantes que poblaban las ferias, a veces cierta dosis de teatralidad vale su peso en oro.
Una tras otra las motas se desvanecieron en la penumbra reinante. Savin arrugó el entrecejo. La estancia de la torre de la fortaleza de Renngald no debería estar a oscuras, y menos aún debería reinar un ambiente tan frío como para hacerle exhalar vaho, a pesar del calor que había a finales de verano en Mesarilda. Rara vez sentía el frío, aunque había tenido que aprender el truco para ignorarlo, porque no estaba acostumbrado desde pequeño como sus anfitriones, pero la humedad que lo acompañaba en los climas septentrionales arruinaba cualquier biblioteca, razón por la que había dejado encendido el fuego de la chimenea. Ahora el fuego estaba apagado y no había ni rastro de la joven sirvienta a quien había confiado la labor de alimentarlo.
¿Dónde andaría la muy inútil? Envió un pensamiento en su busca a través de los fregadores y las alcobas del castillo, hasta que al final la encontró al calor fétido de la pocilga, inclinada sobre un fardo, con los ojos cerrados y la falda remangada a la cintura, mientras un joven de pelo grasiento la araba con denuedo.
Chascó la lengua, molesto. Estaba claro que en ese caso el oro no había sido suficiente. Tendría que reemplazarla. Adquirir los libros le había llevado mucho tiempo y le había supuesto no menos problemas, demasiados para permitir que el moho los echara a perder, todo porque a la muy cochina parecía interesarle menos atender sus obligaciones que dejar que el porquerizo la rellenara hasta chillar como una puerca.
Bastó con chascar los dedos para prender la leña de la chimenea. Otro pensamiento encendió las lámparas que colgaban de las paredes, empujando a las sombras a retirarse a los extremos de la estancia. A pesar del pulcro mobiliario tylano y las gruesas alfombras arkadianas, era imposible disimular el hecho de que se trataba de una estancia situada en el interior de una fortaleza. Los salientes de granito asomaban en la pared entre los elegantes tapices, y por mucho terciopelo que utilizaran, no había forma de ocultar el hecho de que se trataba de aspilleras. No había ni asomo de las mamparas de madera y las sedas perfumadas que decoraban sus estancias en Aqqad, pero habría sido un lugar bastante cómodo para trabajar de no haber tenido que viajar tan lejos para encontrar una botella de vino decente.
Levantó la copa e hizo girar el contenido, aspirando el aroma que desprendía. Tinto tylano, oscuro, con buen cuerpo y sabor. No era una añada excepcional, pero sí bastante buena: mucho mejor que cualquier licor que pudiesen ofrecerle sus anfitriones, hidromiel o la amarga cerveza propia del lugar, los cuales tan sólo servían para estómagos poco exigentes, cuyos dueños se caracterizaban por tener la cabeza hueca. A esa altura del septentrión, el buen vino era una de las ventajas del mundo civilizado que más echaba de menos.
Un cambio en la textura del silencio le alertó de que ya no se encontraba a solas. El crepitar de la chimenea se vio enmudecido por una repentina quietud que bostezaba como una tumba a la espera de ser llenada.
Se volvió con la copa a medio camino de los labios. El anteojo se encontraba en mitad de la mesa, cubierto por una tela de terciopelo. Era imposible que un mero objeto pudiese mirar con fijeza, pero de algún modo ése lo hacía, llamando su atención, deseoso de apartarse y, al mismo tiempo, de acercarse. Era como si lo estuviera mirando desde lo alto de un acantilado monstruosamente alto.
Tomó un sorbo de vino y después apartó la tela. El espejo no era mayor que el que adornaba el tocador de una dama, si a ésta no le hubiese importado el perturbador marco de plata que parecía cambiar ante la mirada, retorcerse a través de más dimensiones que las tres habituales. Dentro del marco había una negrura vacía, absoluta. No tenía superficie capaz de reflejar la luz o el color, a pesar de lo cual borboteaba.
–Hemos estado esperando –susurró una voz fría e hiriente como escarcha–. ¿Lo has encontrado?
–Aún no.
–Otro retraso. –La oscuridad rebulló de nuevo como ondas de tinta–. Nuestro amo se impacienta.
Para tratarse de una criatura que moraba fuera del tiempo, su amo parecía ser muy consciente del paso del mismo.
–El guardián tiene un nuevo aprendiz.
–Eso es irrelevante.
–Puede. –Tomó un nuevo sorbo de vino–. Y puede que no.
–Nos dijiste que los guardianes son una vela gastada, que ya no tienen ningún peso.
–Es posible que... me apresurase al juzgarlos –dijo, odiando tener que admitirlo.
Hubo un largo silencio.
–El aprendiz te preocupa.
–No me ha dejado leerle –explicó Savin–, y me gusta saber a qué me enfrento. No soy muy amigo de las sorpresas. –Hizo girar en la copa el último sorbo de tinto tylano, mirando ceñudo la densa textura de rubí. Alderan volvía a la carga. Sin duda el viejo metomentodo planeaba algo, pero ¿de qué se trataba? Ése era el rompecabezas, y los rompecabezas están para resolverlos.
–El aprendiz estaba al corriente.
Eso no era muy probable. No era propio del anciano ofrecer respuestas a preguntas que no habían sido formuladas, y a veces ni siquiera entonces. Además, no podía saber que su última mascota sería auscultada tan pronto. ¿Qué estaría tramando?
–No había motivo para que estuviese preparado para nuestro encuentro. Fue pura casualidad. Yo estaba en Mesarilda y percibí que el guardián tejía algo. Quise saber de qué se trataba.
El anciano solía mostrarse más cuidadoso con sus colores, así que Savin había abreviado su visita al mercader de vinos para seguirlos hasta una casa del montón, situada junto a la sede del gremio de sastres, y de ahí a una fonda del casco antiguo, lugar donde había descubierto algo que le había dejado... intrigado.
El azar gobernaba a menudo las vidas de los hombres. Bastaba con jugar una carta concreta, o con que la moneda cayera de un lado en lugar de hacerlo del otro, para que los imperios se tambalearan. Sus labios se curvaron en una sonrisa. Ésa era una imagen apropiada.
–Hay algo que te divierte.
–Siente curiosidad por éste. Se mostró cauteloso. Lo único que dijo sobre él fue que había escapado de un malentendido con la Iglesia, y llevaba la mano izquierda vendada. O mucho me equivoco, o es consciente de lo que es. –Vestido como un don nadie, pero con los modales y aires de alguien que no se plegaba ante nadie. Fuera quien fuese, había que tenerlo vigilado.
–Una amenaza.
–Es más probable que no sea más que otra pieza del rompecabezas. El guardián no se habría adentrado tanto en las islas sólo para proteger a alguien que posea un talento menor: fue a Mesarilda por un motivo. –Empezó a dar forma a una idea. Quizá el talento fuera ese motivo... Aún se sintió más intrigado.
La idea cobró forma. Creció. Cualquier cosa especial era preciosa, y cualquier cosa preciosa constituía un punto débil. Una debilidad. Puede sacarse provecho a las debilidades. Era como abrir una ostra: todo dependía del hecho de saber dónde introducir el cuchillo.
–Tendrías que habérnoslo traído. Dejar que respondiera a nuestras preguntas.
–Vuestras preguntas tienden a ser de esa clase de cosas de las que no hay vuelta atrás, excepto para servir de comida a los cerdos –dijo, cortante, molesto por la interrupción–. Es muy posible que aún encuentre un papel que asignarle. –Averiguar el modo de burlar las jodidas protecciones, por ejemplo.
–Prevaricación. –La oscuridad osciló en el espejo de mano–. Hicimos un trato contigo. Te enseñamos aquello que deseabas aprender. Contábamos con que hubiera progresos.
–He hecho progresos. Estoy cerca de encontrar aquello que buscáis.
El marco de plata se retorció más y más, las formas cambiantes se volvieron más inquietas. Entre ellas relucieron los colmillos y se oyó el chasquido de las mandíbulas.
–Pues progresa más. Afina más. La paciencia de nuestro amo tiene sus límites.
Savin apuró la copa de vino, que tragó ruidosamente.
–No he olvidado las condiciones de nuestro acuerdo.
–Bien. Si lo hubieses hecho, las consecuencias habrían sido... desagradables. –La negrura del espejo experimentó un temblor, ya no ocupada por el vacío, sino asfixiada, atestada de sombras que se enroscaban en un movimiento perpetuo, furibundo como un cielo que amenaza tormenta–. No te entretengas, humano. El Reino aguarda.