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La de cosas que pasan cuando dos hablan a la vez

Para comenzar, voy a pedirle que intente recordar situaciones en las que ha percibido que alguien le estaba interrumpiendo, o en las que ha sido consciente de que usted había comenzado a hablar cuando otra persona aún no había acabado de hacerlo. Aunque quizá no lo sospechábamos, la interrupción, tanto por su frecuencia como por su impacto en las relaciones, es un fenómeno de extraordinaria importancia.

Una interrupción se produce cuando dos personas, y, a veces, más hablan simultáneamente durante un breve período de tiempo. Es decir, cuando una de ellas empieza su intervención antes de que la otra haya acabado, durante unos segundos se produce un solapamiento entre sus voces. Por ejemplo, en el siguiente diálogo, Begoña se superpone claramente a las palabras de Arturo antes de que este haya acabado su frase. Tal como hacen los estudios especializados, hemos marcado entre corchetes los fragmentos que se superponen:

Arturo: Y entonces, cuando ya llevábamos dos horas metidos y encerrados en el avión, van y nos dicen que nos can[celan el...]

Begoña: [¿Os cancela]ron el vuelo también a vosotros? ¡Ostras! ¡Eres la tercera persona que me explica lo mismo este verano!

A pesar de su irrupción brusca en la conversación, advertimos que la intervención de Begoña únicamente busca reforzar la línea temática que ha iniciado Arturo. Ella no pretende cambiar el tema ni tampoco robarle el turno de palabra a su interlocutor. Los analistas de la conversación consideran que, en casos como este, en los que el habla simultánea no tiene un carácter de rivalidad, sino más bien de apoyo o corroboración, se da un solapamiento colaborativo. Y lo contraponen al solapamiento competitivo que aparece cuando alguien, con cierto toque autoritario, interrumpe la charla para comunicar «Ahora calla, que hablo yo».

Hagamos un sencillo ejercicio práctico. Recupere la experiencia de conversaciones en las que ha participado y en las que todo el mundo hablaba al mismo tiempo que los demás sin que eso pareciera un problema para nadie. Un buen ejemplo de ello son las comidas de Navidad, en las que cruzamos conversaciones con varios interlocutores y nos solapamos unos con otros de un modo festivo y despreocupado. Y rememore igualmente situaciones en las que alguien decidió interrumpir lo que usted decía para comunicarle, sin expresarlo con palabras, algo así como «¡Basta! Ahora hablo yo».

Sin duda, sus sentimientos ante cada uno de esos dos tipos de interrupción, la amistosa y la autoritaria, fueron radicalmente diferentes. Conocer bien las características de ambos tipos de superposición de habla le será de gran ayuda tanto para valorar a su interlocutor como para manejar mejor sus propias herramientas comunicativas.

INTERRUMPIR PARA AYUDAR O COLABORAR

El solapamiento colaborativo se produce fácilmente en una conversación entre iguales. Por ejemplo, suele darse cuando dos amigas charlan sobre sus problemas de pareja:

Carmen: Es que, tía, no hay manera. Por mucho que lo hablamos, una y otra vez lo mismo. Es que una se agota, oye. Te dan ganas de enviarlo todo [a hacer...]

Diana: [... a hacer] puñetas, di que sí.

Carmen: ¡Sí, sí! Es que se te quitan las ganas de todo.

Diana comienza a hablar cubriendo ligeramente las palabras de su amiga Carmen; de hecho, le acaba la frase. Estos solapamientos son muy frecuentes en las conversaciones entre personas que mantienen una relación de mucha confianza. En tales casos, la persona que suma su voz a la de quien hablaba previamente, en realidad pretende mostrar su empatía con su interlocutor, indicándole que se siente tan en sintonía que incluso comparten las mismas palabras. La intención de Diana en este diálogo, por tanto, no es robarle el turno a Carmen o «callarle la boca», sino expresarle que comprende su estado de ánimo.

Por lo general, interpretamos este tipo de interrupciones como una señal de complicidad propia de quienes se conocen mucho. La frase hecha «la confianza da asco» puede aplicarse también a un fenómeno bien conocido: a mayor confianza, menor necesidad de utilizar mecanismos de cortesía conversacional. Con los desconocidos, en cambio, solemos ser más respetuosos.

En otras ocasiones, este tipo de solapamiento cooperativo, más que mostrar el acuerdo con otro hablante completándole su enunciado, permite producir una réplica empática:

Andoni: ¡Ay! ¡Qué fatal! Cada verano igual. He eng [ordado.]

Meritxell: [Pero ¡¿qué di]ces, bobo?! ¡Si estás estupendo!

Meritxell se solapa con su interlocutor para discrepar con él antes de que este acabe su turno de habla. La discrepancia es, en realidad, afectuosa porque consiste en no aceptar la autoevaluación negativa que hace su amigo. Estos solapamientos no suelen incomodarnos cuando percibimos que el objetivo del otro no es antagonista: no pretende desviar el tema ni robarnos el uso de la palabra. Otra cosa es que nos guste más o menos relacionarnos con alguien que constantemente acaba todas nuestras frases.

INTERRUMPO PORQUE PUEDO

Cuando ayudo a profesionales, tanto hombres como mujeres, que son muy rápidos y ágiles en su discurso y que, en ocasiones, se impacientan al dialogar con alguien más lento comunicativamente que ellos, les aconsejo que no se solapen sin cesar con su interlocutor para ayudarle a acabar la frase aunque piensen que así contribuyen a agilizar el diálogo y avanzar en la tarea. Conviene tener en cuenta que los segundos que podamos ganar proponiendo continuamente palabras a una persona cuya comunicación es más lenta que la nuestra pueden dañar la relación con ella. Si alguien interrumpe una y otra vez nuestra intervención para «meternos prisa», nos sentimos avasallados; sentimos que, de algún modo, nos roban el terreno.

Seguro que ha vivido alguna situación como la del ejemplo siguiente, en la que la desigualdad entre los hablantes producida porque uno de ellos es experto en un ámbito —el de la salud— en el que el otro no lo es, favorece el solapamiento solapamiento antagonístico. Un paciente entra en la consulta del médico y este, con un estilo comunicativo propio de otros tiempos y probablemente sin levantar la mirada de sus papeles, le pregunta qué le ocurre.

Médico: Buenas. Dígame qué le pasa.

Paciente: Bueno, es que me duele desde hace unos días mucho este codo. Estaba pintando una habi [tación y...]

Médico: [¿Qué tipo] de dolor es?

Paciente: Bueno, no sé, muy fuerte y como con [pin...]

Médico: [¿Pincha]zos? ¿Siente pinchazos? ¿En la cápsula articular?

Paciente: ¿Perdón? Bueno, eh... Por aquí, arriba del [cod...]

Médico: [Ajá.] En la zona del húmero.

El doctor «pisa» las palabras de su interlocutor continuamente, sin dejarle acabar su frase y robándole el turno. Cada vez que el paciente habla, el médico reorienta el tema y provoca que este se calle y pierda su palabra hasta que él considera conveniente volverle a preguntar. Todos reconocemos este tipo de interrupción, ¿verdad? Su significado es evidente: «Tú vas a hablar únicamente cuando yo te lo diga, y vas a callarte cuando yo te lo indique».

Estas interrupciones se dan con frecuencia cuando el contexto de la conversación no es simétrico, es decir, cuando uno de los hablantes es «superior» al otro porque es la persona con un cargo superior, con conocimiento experto, con mayor autoridad de algún tipo. En suma, cuando se produce este tipo de solapamiento, la persona que interrumpe demuestra que tiene la sartén por el mango en la situación comunicativa.

CÓMO INTERPRETAMOS LAS INTERRUPCIONES

De los ejemplos anteriores se pueden deducir dos consideraciones. La primera es que cubrir las palabras de otra persona cuando esta todavía no ha acabado de hablar equivale, metafóricamente, a invadir su espacio. Y la segunda, que no percibimos muchas de las situaciones de habla simultánea como una agresión, pero hay interrupciones que, por el contrario, sentimos como un «asalto» en toda regla a nuestra palabra.

Es interesante que una misma situación de solapamiento pueda ser interpretada por la persona que ha sufrido la traba de su discurso como una acción colaborativa o bien, de manera completamente opuesta, como una interrupción agresiva. El hecho de que el habla simultánea nos parezca más o menos simpática o tolerable es, a menudo, una percepción subjetiva. ¿De qué depende tal interpretación? La intención que atribuimos a ese hablante —desde apoyar nuestra intervención a, por el comentario, desviar el tema o apropiarse del turno— es un elemento esencial de esa valoración. Pero esta última también depende del contexto y de nuestra relación con la persona que se solapa. En el siguiente diálogo, por ejemplo, el hablante G se imbrica continuamente en el discurso de su interlocutor:

F: Y si seguimos con el plan de promoción del empleo juvenil, el próximo año podríamos poner en marcha unas medidas de estímulo para que las em[pre...]

G: [Para que] las empresas contraten a menores de 25, como intentamos promover hace dos años.

F: Eeeeeh, sí... Para que contraten a jóvenes. Y también a personas con [paro de...]

G: [Con pa]ro de larga duración, ¿verdad? ¡Buena idea!

F: Eeeeeeh, sí... Larga duración. A ver... Presupuesto. Hemos de [compro...]

G: [Compro]bar cuánto ha gastado este año el área de promoción empresarial, ¿no?

A pesar de los solapamientos sistemáticos de G, sus intervenciones son de refuerzo y en absoluto hostiles. Si quienes mantienen este diálogo son dos compañeros de trabajo con una relación simétrica y que probablemente comparten una gran sintonía profesional —visto que uno de ellos puede casi adivinar lo que va a decir el otro—, estos fragmentos de habla simultánea pueden entenderse como marcas de una colaboración muy estrecha y de enorme confianza.

Ahora bien, ¿qué ocurriría si el hablante F fuese en realidad el jefe de G? En ese caso, las continuas interrupciones de G parecerían peligrosamente bruscas. La jerarquía que existe entre los hablantes no hace recomendable que G lleve a cabo tantas intromisiones en el discurso de su superior. De hecho, es probable que estas continuas bazas conversacionales de G desencadenen la irritación del jefe, y que, al final, este le espete: «¿Puedes esperar a que acabe, por favor? ¡No sabes escuchar!». Como todos los demás en este libro, este ejemplo es un caso real.

SI «PISO» TU DISCURSO, ME DISCULPO

Hablar cubriendo las palabras de otra persona puede provocar fácilmente que esta se sienta agredida. Piense por un momento en cómo se comporta usted cuando advierte que ha empezado a hablar «encima» de la intervención de alguien que todavía no había acabado, o que quizá se había detenido unos segundos porque estaba buscando una palabra. Es de esperar que, ante esa situación, usted pida perdón y diga algo como «Ay, perdona, sigue, sigue; creía que ya habías acabado». Con la expresión de nuestras disculpas, llevamos a cabo una retirada cortés del terreno conversacional del otro y restablecemos el equilibrio interpersonal.

La gente educada, cuando se da cuenta de que interrumpe a otra persona, se excusa. De hecho, cuando nos interrumpen y no nos piden perdón, nos sentimos exactamente igual que cuando alguien nos pisa en el metro y no se disculpa brevemente. Y es que la palabra perdón es muy importante. Tiene poderes mágicos.1 Si alguien nos pega un pisotón inadvertidamente y nos dice: «Huy, perdone, he perdido el equilibrio», el asunto está zanjado. Pero si el agresor no se excusa de inmediato, nos sentimos maltratados, y se moviliza nuestro cerebro reptiliano, que dispara nuestra hostilidad. La palabra perdón es un bálsamo que enfría y aplaca el dragón que habita en nosotros.

¡Ah! Por cierto, «perdón» y las disculpas, en general, tienen mucho más poder calmante cuando se expresan personalmente y en directo que cuando se hace a través de algún tipo de artefacto. Vale la pena tenerlo en cuenta porque investigaciones recientes muestran que las nuevas generaciones, más habituadas a mantener intercambios comunicativos a través de pantallas que a enfrentarse a un interlocutor cara a cara, no siempre dominan la experiencia de pedir disculpas. Directivos de grandes empresas conocen las implicaciones profesionales de esta falta de habilidad y consideran que en el trabajo no saber pedir perdón en persona es como «conducir sin saber manejar la marcha atrás».2

Pues bien, cuando nos interrumpen de un modo que percibimos como irrespetuoso, nos sentimos tan violentados como cuando nos dan un codazo desconsiderado en el bullicio de una calle. Han irrumpido en nuestro terreno y no nos han pedido disculpas, lo que despierta nuestras emociones más primarias. ¿Por qué algunas interrupciones tienen esta capacidad de enojarnos mucho? Porque, en un ejercicio de poder, cortan deliberadamente nuestra intervención para desviar el tema o arrebatarnos la palabra. Solo puede interrumpirnos así, sin más, quien ostenta algún tipo de poder sobre nosotros en la conversación por ocupar una posición superior en la jerarquía, sea dentro de una organización (una jefa o un jefe), sea vital (una madre o un padre) o en el ámbito del conocimiento (un experto en algún tema, como un médico, un profesor). Así de claro: en un diálogo asimétrico, entre hablantes desiguales, quien manda más es quien tiene la potestad de interrumpir al resto. O visto desde otra perspectiva: si en el autobús, en el trabajo o en una reunión observamos que alguien interrumpe a su interlocutor, y el otro calla y concede, el primero es quien ejerce el poder en la conversación.

No obstante, aceptamos como válidas algunas interrupciones que desvían nuestro tema conversacional. Por ejemplo, agradecemos que alguien nos «corte» cuando intenta avisarnos de un peligro:

—... y después de salir del cine, fuimos al bar ese del que nos habíais hablado, que nos encantó, y allí nos encontramos [con...]

—[¡Cui]dado! ¡El cigarrillo!

Y no nos molesta cuando quien interrumpe lo hace porque no ha entendido algo:

—Y al llegar a la cima sentimos esa fuerza telúrica de la naturaleza, como cuan[do fui a...]

—[¿Tétri]ca? ¿Por qué tétrica?

—¡Telúrica, he dicho! Son lugares con energía...

O cuando se nos pide información adicional:

—Ricardo no ha podido viajar por lo de su madre. Y Dolors no se ha ido tampoco de vacaciones porque las oposiciones son en septiembre, [así que...]

—[¿Son en] septiembre? No lo sabía. ¿Qué días? ¿Te lo dijo?

No siempre que alguien nos interrumpe pide disculpas. A veces puede ocurrir también que dos hablantes que se imbrican interrumpan su habla a la vez, produciendo una pausa o silencio en la conversación que en ocasiones rellena un tercer participante. Otra posibilidad es que ambos mantengan su turno y «luchen» durante varios segundos para ver quién se queda finalmente con la palabra. Durante este proceso de lucha por el turno, los hablantes utilizarán mecanismos lingüísticos para intentar dominar al otro, como aumentar el volumen, subir el tono, hablar más rápido, alargar algunos sonidos o ralentizar el discurso. Veamos un ejemplo tomado del programa de televisión La Sexta Noche, en el que conversan (es un decir) Pablo Iglesias, secretario general de Unidas Podemos, y el periodista Eduardo Inda:

Iglesias: Respecto a los veintiún mil euros...

Inda: Pero tú antes...

Iglesias: Síííí, pero son veintiún mil euros dedicados a contrataciones de equipos para realizar la actividad parlamentaria...

Inda: Ocho mil euros.

Iglesias: Síííí, pero ¿sabes por qué hicimos el crowdfunding?

Inda: Son quince veces el salario mínimo interprofesional...

Iglesias: Yo no te he interrumpido. Y nosotros, a diferencia de otros, donamos dos tercios de nuestro sueldo. No interrumpas, no te pongas nervioso como la señora Aguirre...

Inda: No, no, no, no me pongo nervioso.

Iglesias: Repite conmigo, Eduardo: «No se interrumpe en los debates para que podamos discutir».

Inda: No me interrumpas, hombre, es que es verdad... Iglesias: Hooombre, te dejo, te dejo, no te enfades.

Inda: Es que te pones nervioso y me interrumpes. Tranquilo. Te voy a leer la frase. Es la frase que tanto os molesta. Te la voy a leer.

Este fragmento refleja una interacción basada en las interrupciones mutuas, característica de los debates que pueden verse en buena parte de los medios de comunicación españoles. Un debate, por definición, es un espacio en el que personas que opinan de manera diferente exponen sus razones para que una audiencia, que es el tercero en liza, llegue a sus propias conclusiones. Si el debate se convierte en una interrupción continuada, deja de ser un debate, porque ya no consiste en reforzar las ideas propias para que se presenten como más convincentes, sensatas o eficaces que las del oponente, sino que se trata simplemente de ocultar y acallar la voz del otro.

De hecho, a pesar de que este modelo de debate tiene éxito entre numerosos espectadores, resulta estrepitosamente negativo para la salud comunicativa del espacio público. La experiencia demuestra que, tanto en el ámbito universitario como en el profesional, nuestros conciudadanos suelen carecer de patrones para debatir de manera convincente y persuasiva sin interrumpir continuamente al interlocutor. Lo habitual, lo humano, es imitar lo que se ve, así que carecer de un modelo civilizado de disensión en público no es una buena noticia.

¿POR QUÉ NO SOLEMOS SOLAPARNOS?

Visto lo expuesto hasta aquí, la gran pregunta es: ¿a qué se debe que, en realidad, los fragmentos de habla simultánea constituyan un porcentaje muy pequeño de nuestras conversaciones cotidianas?

Al observar cualquier conversación, se diría que las personas que participan en ella conocen algún tipo de regla implícita: saben cuándo un hablante está interviniendo y cuándo se ha detenido solo momentáneamente porque está buscando una palabra (pero todavía no ha dado por acabado su turno); y reconocen el momento en que quien habla cede la palabra por cómo ha «entonado» la frase, aun si la ha dejado a medias, o por cómo ha mirado al resto de los interlocutores animándolos a intervenir. Los participantes también distinguen qué momentos son los adecuados para entrar en el diálogo sin «pisar» a ningún otro interlocutor. En suma, como hablantes, parecemos conocer los pasos del baile conversacional, desarrollando la capacidad de situar con precisión el momento justo para entrar en acción.

Los bebés humanos llegan al mundo programados genéticamente para poder desarrollar un lenguaje articulado, es decir, para hablar una lengua humana. En cambio, a conversar de manera fluida, tienen que aprender. Saber participar de manera conveniente en una conversación no es un regalo genético, sino un aprendizaje social y cultural (que se lleva a cabo a través de la propia conversación, por cierto). Podemos comprobarlo fácilmente si hemos tenido niños cerca, a los que hay que educar para que sepan estar en sociedad, lo que incluye de manera prioritaria aprender a conversar. Frases como «Espera, espera, que ahora está hablando tu abuela; espera un momentito a que ella acabe, y ahora nos lo explicas» son muy frecuentes en el discurso de cualquier adulto en el papel de educador. Aunque, sin duda, seguro que usted también conoce adultos de los que diríamos que no recibieron las lecciones suficientes sobre el tema en su niñez, porque entran en las conversaciones de manera brusca e inadecuada como un elefante en una cacharrería.

CONVERSAR ES SABER ESCUCHAR

Conversar es como un juego: para poder llevarlo a cabo se necesita cooperar y conectarse con el resto de jugadores. El arte de conversar implica —y esto es interesante— saber hablar, pero, sobre todo, también saber escuchar. Y escuchar no consiste únicamente en permanecer en silencio mientras habla otra persona. Es preciso atender a su intervención, a cómo se desarrolla el diálogo, para poder intervenir en el momento conveniente, tanto respecto al tema como al instante oportuno para tomar la palabra. Y no solo hay que prestar atención, sino que hay que demostrar que se está escuchando, bien sea emitiendo enunciados mínimos como «mmm», «sí, sí», «claro»; o reacciones valorativas como «¡vaya!», «¿en serio?», «me lo imagino» y similares; o bien parafraseando sus propias palabras (como hacen con frecuencia los profesionales de la psicología):

—Entonces yo le dije que me iba de viaje, y ella se puso como una moto...

—Vaya, se enfadó mucho...

Todos estos mecanismos de retroalimentación tienen como función confirmar al interlocutor que estamos prestándole atención. De hecho, dedicamos un porcentaje muy importante de las palabras que emitimos en una conversación precisamente a estas tareas de mostrar nuestra escucha activa.3 Y es importante que usemos esas expresiones lingüísticas mínimas de deferencia conversacional porque no hay nada más inquietante que dialogar con alguien que no emite ningún signo verbal ante nuestras palabras. Da mal rollo.

Se puede mostrar la escucha atenta también mediante estrategias no verbales, como mirar a quien está interviniendo, asentir o exponer nuestro torso hacia el otro. Vemos, pues, que escuchar no consiste meramente en reaccionar; va más allá: es establecer una conexión. Al atender una conversación no solo respondemos a ella, sino que nos sumamos, pasamos a formar parte de la acción. Escuchar no es pasivo; por el contrario, es una actividad que exige atención. Por eso se nota mucho cuando en una conversación alguien no está escuchando.

Ahora imagine una conversación entre cuatro participantes, de los que tres están charlando animadamente mientras un cuarto permanece con la mirada baja consultando su teléfono móvil. Difícilmente este cuarto hablante podrá intervenir en la conversación en cuanto levante la cabeza. De hecho, si la consulta al móvil se alarga durante muchos minutos, podría decirse que esta persona no «está» verdaderamente en la conversación.

Para poder intervenir de manera adecuada, hay que saber escuchar. Es preciso saber cómo tomar la palabra. Y no siempre es fácil. ¡Cuántas veces no nos habremos visto en la situación de repetir varias veces algún elemento de entrada en el diálogo, como «Puees...», «Yooo...», «A mí...», o parecidos, antes de poder «insertar» nuestras palabras en una conversación!

También hay que saber ceder la palabra, porque no hay nada más temible que un hablante que considera que una conversación es un monólogo unilateral. Cedemos la palabra a los demás marcando, mediante la entonación, que hemos finalizado una frase y la intervención («Si lo hubiera sabido, / no lo habría invitado»); o bien dejando deliberadamente suspendida la frase («¡Pues como no te espabiles...!»); dirigiendo una pregunta al interlocutor («Y tú ¿también fuiste?»); o mediante gestos y miradas que alientan a que otro intervenga.

LA INTERRUPCIÓN Y LAS CULTURAS CONVERSACIONALES

Empezar a hablar cuando el otro todavía no ha acabado su intervención, aunque sea con fines de empatía y colaboración, resulta más común —y, por tanto, más aceptable— en algunas tradiciones conversacionales como la española, la europea meridional, la mediterránea, que en otras como la anglosajona o la centroeuropea.

Simplificando un tanto, podría decirse que los especialistas en conversación distinguen dos grandes culturas conversacionales en el mundo occidental. Una es la mediterránea, cuyas características son aplicables también a los hablantes norteamericanos de cultura judía. En ella, los hablantes se solapan con frecuencia unos con otros, interviniendo en la conversación a base de «robar» el turno de palabra a los demás, no siempre de modo desconsiderado, conviene precisar, sino que habitualmente entran en la conversación «pisando» ligeramente la voz del otro cuando consideran que este ya se dispone a acabar su intervención. Este modelo de alta implicación podría resumirse en esta frase: «Me implico mucho en lo que me estás contando, tanto que acabo tu frase» (o bien así: «Como parece que ya estás a punto de acabar, voy a empezar durante tus últimas sílabas»). En cambio, el otro gran tipo de cultura conversacional, que incluye la nórdica, la centroeuropea y la anglosajona, se decanta por un modelo de alta consideración cuya regla implícita consiste en respetar escrupulosamente el tiempo del interlocutor hasta que acabe de hablar.

Esta diferencia en la manera de concebir cómo se reparte la palabra en una conversación no puede tomarse a broma. En este sentido, es crucial que quienes se mueven en contextos multiculturales (diplomáticos, empresarios, científicos, profesionales de todos los ámbitos) reflexionen sobre cómo deben manejar la manera de conversar según cual sea la cultura comunicativa de los interlocutores. De ahí que en algunas escuelas de negocios se forme a los profesionales para que reconozcan patrones de diálogos diferentes de los propios. A los profesionales mediterráneos se les muestra cómo negociar sin interrumpir, respetando el ritmo de habla del otro, sobre todo cuando ese compás es notoriamente más lento que el suyo, ya que si «exportan» el modelo mediterráneo al diálogo multicultural y empiezan a interrumpir para implicarse con el otro, corren un serio riesgo de fracaso total (y no solo comunicativo).

Cabe comentar los resultados de una serie de estudios sobre un ejercicio de role play («juego de rol») realizado por alumnos de dos escuelas de negocios, una española y otra sueca, que negociaban en español. Consistía en la compraventa de un barco, y era muy ilustrativo de esas diferencias en la cultura comunicativa. Resultaba evidente que los negociadores españoles, buscando empatizar para conseguir el acuerdo con sus contrincantes, se superponían continuamente sobre el discurso de los participantes suecos y no les dejaban terminar sus frases. La irritación creciente de los dos integrantes del equipo nórdico era manifiesta, dado que sus interlocutores no les permitían acabar su turno, lo que los escandinavos consideraban una señal indiscutible de mala educación y falta de respeto de sus colegas españoles.

Otra diferencia significativa entre diferentes culturas conversacionales atañe al tiempo que se considera normal que transcurra entre, por ejemplo, una pregunta y la consiguiente respuesta por parte de la persona interpelada, o entre la intervención de un hablante y la de otra persona. Este tiempo es el denominado lapso adecuado de respuesta. Con todas las diferencias individuales que sin duda existen, en las tradiciones mediterráneas, como la española, es siempre muy breve, rapidísimo. De hecho, cuando alguien tarda ligeramente más de lo que consideramos «normal» en contestar, interpretamos que no ha entendido bien nuestra pregunta o que quizá va a darnos una respuesta negativa. O, si somos demasiado severos en nuestra evaluación sobre la lentitud conversacional del otro, podemos pensar que es un tanto torpe. Y todo eso, únicamente por un leve retraso de unas décimas de segundo respecto del tiempo de respuesta esperado.

Ahora bien, en las culturas conversacionales de alta consideración, el lapso «normal» es ligeramente más largo. Para tales hablantes, el intervalo de respuesta mediterráneo resulta algo caótico o cafeínico, como si no nos tomáramos el tiempo mínimo para reflexionar la respuesta. Vista esta diferencia en las décimas de segundo que pueden transcurrir para reaccionar ante una intervención previa según la tradición de cada comunidad hablante, parece recomendable aplicar un principio de tolerancia antes de lanzarnos raudos a intervenir en el diálogo.

En definitiva, cuando nuestros interlocutores pertenezcan a una cultura conversacional diferente, permitamosles acabar su turno de palabra con garantías. Tengamos paciencia, mordámonos la lengua si es preciso, pero mostremos la deferencia debida a cualquier compañero de conversación respetando cuidadosamente su fragmento de discurso. Recuerde, en suma, que no todo el mundo interrumpe tanto como nosotros, los mediterráneos, y que, en otras culturas, hacerlo es una desafortunada señal de mala educación. Por supuesto, también es aconsejable que los hablantes de la cultura de alta implicación consideren que no todos nuestros solapamientos mediterráneos son necesariamente un reflejo de desconsideración, sino, antes bien, de nuestras ganas de simpatizar con aquellos con quienes conversamos.

Vimos antes que, a menudo, cuando se lleva a cabo un solapamiento deliberado, por lo general este suele denotar una gran complicidad con el otro (ya se sabe, la confianza...). Como sentimos impaciencia y ansiamos que el diálogo avance, esa complicidad nos anima a hablar sobre sus palabras: «Como ya sé —o creo saber— lo que vas a decir, me adelanto, porque a lo mejor tú te enrollas mucho para expresarlo». Ahora bien, para los profesionales que trabajan en el ámbito de la sanidad, la educación, la justicia, por ejemplo, y para quienes trabajan orientados al cliente o de cara al público, permitir que el otro acabe su turno es una técnica de escucha activa de primer nivel. Y también lo será para cualquier persona que desee llevar una vida comunicativa más armoniosa y eficaz.

Si somos sinceros, hemos de admitir que la «impaciencia mediterránea» ante la lentitud o predictibilidad de lo que dice el otro entra en juego en algunas ocasiones, pero no en otras. Por ejemplo, si nuestra madre nos está explicando algo que ya sabemos sobradamente, es probable que la interrumpamos para acabarle la frase. ¡Ah, una vez más: la confianza...! Pero si la persona que dirige los recursos humanos de su organización le convoca a su despacho, lo más verosímil es que usted escuche atentamente todo lo que tenga que decirle antes de iniciar su respuesta, incluso aunque el ritmo conversacional de su superior sea muy pausado. Si nos encontramos en esa situación, es recomendable reprimir nuestra impaciencia. De hecho, si alguien puede permitirse interrumpir esa conversación es, precisamente, quien ostenta el cargo directivo. ¿Por qué? Como se vio en párrafos precedentes, la razón es muy simple: en las conversaciones entre hablantes que no están en igualdad jerárquica, la interrupción es poder.

HOMBRES, MUJERES E INTERRUPCIÓN

Otra faceta reveladora del fenómeno de la interrupción es que muestra un claro sesgo en función del género. La bibliografía internacional y mi propia experiencia como asesora en comunicación de numerosas profesionales con responsabilidades directivas muestran que la queja más recurrente de estas mujeres respecto a la comunicación en los entornos públicos es que se las interrumpe con llamativa frecuencia. Cuando se deciden a tomar la palabra en una reunión, a menudo aparece alguien dispuesto a hablar antes de que ellas acaben su intervención.

Las interrupciones frecuentes que sufren las mujeres constituyen un hecho probado por numerosos estudios de carácter empírico. Son frecuentes, entre otros casos, los ejemplos de presentadores de programas televisivos de gran audiencia que interrumpen a su invitada, incluso cuando se trata de mujeres expertas cuya presencia se ha solicitado precisamente por su alta especialización. Es una dolorosa constatación cotidiana: en un mismo contexto para hombres y mujeres, ellas son interrumpidas con mucha más frecuencia que los varones. De hecho, el temor a serlo —es decir, la certeza de que lo serán— lleva a las mujeres a menudo a autocensurarse en los contextos públicos. «Para qué voy a hablar si, total, me van a cortar», piensa la mayoría. Y atención: quien interrumpe a una mujer es más probable que sea un varón, pero también puede ser otra mujer, ya que ninguno de nosotros está completamente libre de los prejuicios de género. Parece como si unos y otras asumiéramos que las palabras dichas por una mujer revisten menos interés que si las pronunciara un hombre. Es muy triste.

Esta tendencia a ser más o menos invasivos en el turno de un hablante según cuál sea su sexo es una manifestación más de la idea, todavía penosamente vigente, de que todo lo femenino tiene menos valor que lo masculino (su espacio, su tiempo, su trabajo, su opinión, sus ideas, su pericia). Y ello se refleja de manera primordial en el respeto (o en la falta de él) hacia su uso de la palabra. Si bien las interrupciones se dan con mayor frecuencia cuanto más baja sea la posición de la mujer en la jerarquía organizativa o social, se producen igualmente, aunque en menor medida, en el caso de altas directivas. Una de ellas me explicaba así su profunda irritación ante ese hecho:

No sé qué pasa, pero cada vez que tenemos reunión, siempre hay alguien que tiene muchas ganas de hablar justo cuando yo estoy interviniendo, y no sé cómo recuperar el turno. Porque lo que me pide el cuerpo es decirle: «¿Tú estás sordo, tío, o qué te pasa? Estaba hablando yo y no he acabado». Pero, por supuesto, no puedo decirlo así porque la dirección está delante. Entonces, claro, si intervengo de manera contundente piensan que soy una histérica o que tengo un día «hormonal». Pero si me callo, es fatal, porque quiere decir que no tengo narices, que no tengo autoridad y mis propios colaboradores me miran mal.

La solución a una interrupción que se ha llevado a cabo ante más espectadores no es sencilla, porque no disponemos de un manual sobre cómo recuperar el turno cuando alguien nos «roba» la palabra ante nuestros superiores, compañeros y colaboradores. Insisto en que son muchas las mujeres profesionales que me han expresado esta patología comunicativa para pedirme algún tipo de ayuda. Por supuesto, también hay hombres profesionales que se enfrentan a ese mismo problema, bien porque su superior responde al modelo «macho alfa», bien porque pertenecen a algún grupo «marcado» por su edad, raza, religión, orientación sexual o cualquier otro factor.

A lo largo de mis años de asesoramiento a cientos de profesionales, ellas y ellos, he elaborado con ellos algunas técnicas de recuperación del turno de palabra que comparto aquí y que espero que sean útiles en su vida cotidiana.

CONSERVAR Y RECUPERAR LA PALABRA

Como ejemplos prácticos, voy a transcribir cuatro fragmentos breves de la película La solución final (Frank Pierson, 2001) en su versión española. Es preciso advertir que el tema de este filme es terrible, ya que se centra en la reunión —celebrada el 20 de enero de 1942 en Wannsee— en la que un gran gerifalte nazi, Reinhard Heydrich, reúne a hombres con cargos tan o más importantes que el suyo (como Friedrich W. Kritzinger, director ministerial de la Cancillería del Reich) para comunicarles la decisión de Hitler de que los judíos han de ser no solo recluidos en campos, sino también finalmente exterminados.

Lo que interesa aquí de esa desasosegante reunión es analizar qué mecanismos pone en marcha el anfitrión para, a pesar de no tratarse del participante con mayor rango en la estructura jerárquica del Estado nazi, controlar la reunión: él logra ser quien modera la reunión, la hace discurrir por donde le interesa y no permite que nadie lo interrumpa. Como vamos a comprobar, pese a su estremecedora propuesta, el personaje de Heydrich moviliza mecanismos de control de la palabra educados, sutiles y elegantes:

Heydrich: Los judíos mismos tienen que ser arrancados físicamente de nuestro espacio vital.

Kritzinger: Una aclaración...

Heydrich: Por supuesto, habrá un momento para eso. Si me permite. Hemos aplicado una vigorosa política de emigración, pero ¿quién va a querer acoger a más judíos?

De este intercambio mínimo, se obtiene ya una clara imagen de quién domina el diálogo. Es patente de qué manera tan elegante ha impedido Heydrich que la entrada de un nuevo hablante se convirtiera en una interrupción.

Es una táctica útil. Consiste en mirar confiada y relajadamente al que se intenta «colar» en la intervención, sonreír, asegurar «Sí, claro, claro» y proponer cortésmente un momento posterior para la intervención ajena («Habrá un momento para eso»). Haciéndolo así, se consigue seguir con el discurso y mantener las riendas del turno de palabra.

El segundo fragmento muestra otro procedimiento para mantener el turno:

Heydrich: Las dimensiones de este problema, por tanto, se han desorbitado. Cinco millones...

Alto cargo: Ese es el problema. Nuestros guetos están llenos a rebosar...

Heydrich: Todos esos guetos, sí, con nombres polacos... ¡Jajajaja! Completamente ocupados. Pero espere un momento, por favor. En aquel momento, en julio pasado...

Aquí Heydrich utiliza hábilmente otra estrategia: el humor. Otro alto cargo, responsable de todos los territorios ocupados en Polonia, replica «Ese es el problema» e intenta hacer una objeción. Con todo, el moderador lo interrumpe; en esta ocasión maneja la ocurrencia, aludiendo a la dificultad de la pronunciación de los nombres polacos, tras lo cual se ríe abiertamente. Vuelve a señalar, amable, pero también irrebatible, que las objeciones y demás comentarios tendrán su cabida más adelante: «Pero espere un momento, por favor», y retoma su explicación.

Veamos el tercer fragmento:

Heydrich: Interpreto la limpieza del continente europeo. En su totalidad...

Kritzinger: Eeehhh, verá, la palabra limpieza...

Heydrich: Absolutamente apropiada, creo yo. Si me permite continuar, en el segundo párrafo...

Kritzinger: Cómo no.

Nos interesa la frase «Si me permite continuar». Cuando un profesional o una alta directiva me comentan que han estado a punto de estallar ante la enésima interrupción en público, les sugiero que practiquen el uso de esta frase: «Sí. De acuerdo. Si me permiten continuar...». Conviene que hombres y mujeres profesionales de todo tipo asumamos que en algún momento seremos interrumpidos de manera extemporánea e inoportuna. Y resulta especialmente duro tener que admitir que una mujer va a recibir más interrupciones por el hecho de serlo.

Podemos aplicar estas sencillas tácticas cuando alguien interrumpa nuestras intervenciones. Se trata, por una parte, de contactar visualmente con nuestro «antagonista» para mostrarle que no lo tememos, no nos cohíbe. Por otra, digamos alto y claro: «Sí, sí, por supuesto. Si me permite»..., y continuemos hablando.

De todos modos, siempre cabe que alguien atribuya indebidamente el gesto de una mujer que, segura de sí misma, utiliza este recurso conversacional a un carácter demasiado autoritario (como saben bien todas las mujeres profesionales mínimamente asertivas). En cambio, si es un hombre quien dice «Si me permite continuar...», se tiende a considerar de él que está poniendo las cosas en su sitio. En cualquier caso, todas las tácticas que compartimos en este libro son sumamente educadas y corteses.

Para acabar, en el cuarto y último extracto seleccionado también interviene el asistente de Heydrich:

Heydrich: Este es nuestro mandato. El de todos.

Kritzinger: Oooh, permítame decirle que, en realidad, la cuestión judía está entre las responsabilidades de mi departamento y...

Heydrich: Sí, perdón, si me concede un minuto o dos, doctor Kritzinger. ¿Dispone el doctor de un documento?

Asistente: Sí, dispone de un documento.

Kritzinger: De eso estoy seguro.

Heydrich: ¿Qué ha pasado desde que se redactó esta directiva?

Adviértase que el anfitrión maneja la intromisión ajena utilizando siempre contribuciones positivas como «Sí, perdón». En ningún momento dice algo semejante a «Calla de una vez», ni pone cara de enfado o de sentirse agredido, lo que se advierte claramente en la película. Mantiene firmemente su turno sin despeinarse, por así decirlo, seleccionando expresiones particularmente educadas, como pedir la momentánea concesión del otro (¿me concede?) para conservar el control. Y alude a un documento, preguntando a un tercero si quien está interviniendo dispone de él (pues la falta de este vendría a significar que ese hablante carece de la información necesaria para intervenir con solvencia).

Numerosos profesionales han puesto ya en práctica, con éxito, los procedimientos analizados a través de estos cuatro fragmentos. El uso de estos recursos conversacionales, que han demostrado su validez en interacciones reales, no implica crear una situación de hostilidad manifiesta, lo que a muchas personas les inquieta y desequilibra. Por el contrario, estas tácticas corteses de mantenimiento y recuperación de la palabra suelen ser ventajosas cuando, por ejemplo, la concurrencia es numerosa o la cúpula de la organización está presente.